Janet

Janet


Capítulo CUATRO

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Capítulo CUATRO

 

C

eline estaba tan ansiosa por prepararme para mi clase de ballet del día siguiente que ya estaba levantada y en mi habitación antes de que yo hubiera abierto los ojos por la mañana. Cuando finalmente había apoyado la cabeza en la mullida almohada la noche anterior, me había girado y contemplado mi imagen en el espejo de pared. Acostada en esa cama tan grande, se me veía aún más pequeña de lo que realmente era. Eso me hizo reír. La cama era tan cómoda... la cama más cómoda en la que jamás había dormido, y las sábanas recién estrenadas olían a limpio. Cuando vine a darme cuenta, ya era por la mañana.

—¡Vamos, arriba y a espabilarse! ¡Arriba! —canturreó Celine al entrar en mi dormitorio—. Hoy tenemos que hacer un montón de cosas, Janet.

Me restregué los ojos para ahuyentar el sueño y me incorporé en la cama.

—¡Uy! ¡Has dormido en ropa interior! —exclamó—. ¿Es que no tienes camisón?

—No —repuse.

—¿A quién se le ocurre mandarte al mundo sin un camisón? ¡Venga, levántate! ¡Arriba, arriba! Lávate, vístete y baja a desayunar dentro de quince minutos. Nos vamos de compras —dijo al tiempo que hacía un ademán de apremio con la mano. Acto seguido, dio media vuelta en la silla de ruedas y salió de la habitación.

Me apresuré a hacer lo que me había dicho, y al cabo de diez minutos bajaba la escalera. Sanford ya estaba sentado a la mesa del desayuno, vestido con traje y corbata, y leyendo el periódico.

—Mildred —llamó Celine en cuanto puse un pie en el comedor.

Mildred vino de la cocina llevando una bandeja con zumo de naranja, una tostada con mantequilla y un huevo escalfado. Nunca había probado un huevo escalfado. Me quedé mirando la bandeja cuando la colocó ante mí.

—Hoy empiezas tu régimen —me explicó Celine al advertir mi expresión de curiosidad.

—¿Régimen? —Nadie me había recriminado nunca que estuviera gorda. Por el contrario, todos habían pensado siempre que estaba poco desarrollada—. Pero si no peso mucho —aduje.

Celine se echó a reír.

—Un régimen no es algo que se hace simplemente para perder peso. En tu caso, seguir una dieta significa comer lo que es debido. Una bailarina es una atleta y tiene que alimentarse y vivir como tal, Janet —me aleccionó Celine—. Vamos, come —me ordenó.

Sanford dejó el periódico y me dirigió una sonrisa comprensiva mientras me bebía el zumo.

—¿Has dormido bien? —me preguntó.

—Sí —respondí.

Celine se inclinó hacia mí y me susurró:

—Papá.

—Sí, papá —rectifiqué.

—Estupendo, estupendo —dijo Sanford, y continuó leyendo el diario mientras Celine comenzaba a explicarme el programa de la mañana.

—Tenemos hora en la zapatería para que te prueben las zapatillas de punta, después iremos a otra tienda especializada para equiparte con las demás prendas de danza. Una vez hecho eso, iremos a unos grandes almacenes para comprarte más ropa, calzado de diario, ropa interior y una chaqueta bonita. Ah, y un camisón.

—¿Cuándo iré al colegio? —dije entre bocado y bocado. No podía evitar preguntarme cómo sería tener profesores nuevos y conocer a otras chicas y chicos de mi edad.

—El colegio puede esperar un día más —repuso Celine—. Estoy segura de que eres muy buena estudiante y de que no tardarás en ponerte al día.

Sí era buena estudiante, pero seguía sorprendiéndome lo mucho que ella confiaba en mis capacidades. Sanford dobló el periódico, bebió un sorbo de café y asintió con la cabeza.

—Después de eso, nos pasaremos por la fábrica —afirmó.

—Si tenemos tiempo —le corrigió Celine.

Apenas había tomado el último bocado de mi desayuno cuando ella se apartó de la mesa y me dijo que fuese a cepillarme los dientes y «al baño». Debía estar lista y esperarla en la puerta principal al cabo de diez minutos.

Todo era diez minutos, cinco minutos... Para ser una mujer en una silla de ruedas, Celine poseía una cantidad de energía increíble. Mientras subía a toda prisa la escalera, tuve la sensación de que me habían despertado para participar en algún tipo de maratón, pero me daba miedo pronunciar una sola palabra de queja. Sanford parecía muy contento con la excitación y la energía que mostraba Celine, y los dos querían hacer tanto por mí...

Cuando bajé, Celine ya aguardaba en el coche. Sanford estaba colocando su silla de ruedas en el maletero.

—Date prisa —dijo ella—. Quiero tenerlo todo hecho en un solo día.

Corrí hacia el coche y subí. Un momento después, ya estábamos en camino.

—Conseguir las zapatillas de punta adecuadas es primordial para el éxito como bailarina —me aleccionó Celine mientras íbamos en el coche—. En el ballet, quizá más que en cualquier otra disciplina, los preparativos iniciales son muy, muy importantes. Las zapatillas tienen que adaptarse a los pies como si fuesen una segunda piel. No deben quedar holgadas. Cuando te las pongas antes de practicar, no ates el cordón demasiado fuerte. Podrías dañarte el tendón de Aquiles. Enséñame tus pies —me ordenó de repente.

—¿Mis pies?

—Sí, sí, tus pies. Quiero comprobar algo. Debería haberlo hecho antes —murmuró.

Me quité las zapatillas de deporte y los calcetines. Celine se inclinó hacia atrás entre el hueco de los asientos delanteros, me aferró ambos pies e inspeccionó las uñas de mis dedos.

—¡Oh! —exclamó—, estas uñas están demasiado largas. ¿Es que no te enseñaron nada en ese orfanato? Córtatelas cada mañana. Cada mañana, ¿me oyes?

—Sí —dije, asintiendo con la cabeza.

Rebuscó en su bolso y sacó un cortauñas. Me lo dio y observó cómo me recortaba las uñas. Las manos me temblaban tanto que tenía miedo de cortarme, pero Celine empezaba a parecer enfadada, y yo quería complacerla.

—¿Estás segura de que la tienda estará abierta tan temprano, Celine? —le preguntó Sanford mientras nos acercábamos al distrito comercial.

—Pues claro que estoy segura. Concerté una cita. Ellos saben lo importante que es esto para mí —añadió, y noté que su voz finalmente se calmaba.

Volví a ponerme rápidamente los calcetines y las zapatillas de deporte, y miré por la ventanilla mientras el coche reducía velocidad y se detenía delante de la tienda de calzado especializado. Sanford se apresuró a sacar la silla de ruedas del maletero.

—Es un engorro tener que estar esperando ese maldito chisme, y Sanford es más lento que una tortuga —masculló.

Celine estaba muy impaciente por entrar en la tienda y comprarme las zapatillas de punta. Ojalá estuviera tan ilusionada como ella, me dije, pero me sentía como si estuviera atrapada en un torbellino y apenas tuviera tiempo de respirar. En cuanto estuvo sentada en la silla de ruedas, me llamó.

—Vamos, Janet. Se nos hace tarde.

Cuando entramos en la tienda, el vendedor, un hombrecillo calvo y regordete con unas gafas bifocales con una montura delgada de alambre colocadas en su gruesa nariz, salió con andares bamboleantes de la parte trasera y nos saludó.

—Buenos días, señora Delorice —dijo—. Me alegro mucho de veri...

—Aquí la tiene —repuso ella, interrumpiéndolo—. Janet, siéntate y quítate las zapatillas y los calcetines.

El vendedor saludó a Sanford con una leve inclinación de cabeza.

—Señor Delorice.

—Buenos días, Charles. ¿Cómo está? —le preguntó Sanford.

—Oh, bien, muy bien.

—Por favor, vayamos al grano —exigió Celine.

Charles frunció el entrecejo y se puso en cuclillas para estudiar mis pies. Los sostuvo entre sus manos como si fuesen joyas, girándolos con delicadeza hacia un lado y hacia otro. Palpó la planta de ambos pies, debajo de los dedos, y presionó mis talones.

—Exquisitos —afirmó.

—Janet quizá le parezca pequeña, pero no es frágil —le aseguró Celine.

—Oh, salta a la vista que tiene condiciones, señora Delorice, sí, sí. Permítame que le pruebe.

Parecía realmente complacido. Se puso en pie y se dirigió a la trastienda.

—Todas las zapatillas de punta están hechas a mano —me explicó Celine—. No hay pie derecho ni izquierdo, así que no te confundas.

—Deben de ser muy caras —dije. Esperaba que no malgastara su dinero.

—Claro que sí, si son de buena calidad, y tú debes tener las mejores. Nuestro calzado, nuestra vestimenta, todo el equipo de danza es muy importante para nosotras, Janet —afirmó.

Era la primera vez que ella se incluía, y eso me extrañó. Daba la impresión de que se levantaría de la silla de ruedas y haría una de sus pirouettes en medio de la tienda.

Charles trajo tres pares de zapatillas y me las probó. Celine las examinaba con tanta minuciosidad como él.

Me hizo ponerme de pie y caminar por la tienda.

—Es una jovencita muy grácil —observó Charles. Comenzaba a preguntarme si Celine tendría razón. A lo mejor yo podría ser bailarina.

—Sí que lo es —corroboró Celine, y una mirada exultante iluminó sus ojos—. ¿Cómo te sientes con ésas, Janet? Recuerda, quiero que pienses en ellas como si fuesen tu segunda piel.

—Cómoda, creo —respondí. La verdad es que no estaba segura. Nunca había llevado ese tipo de calzado, y no sabía cómo debía sentirme llevándolas.

—Ésas llevan Toe-Flo en la puntera —comentó Charles—, el mejor material de relleno que se ha inventado.

—No quiero que se acostumbre demasiado a eso. Quiero que sus pies se fortalezcan y curtan rápidamente. —Los ojos de Celine se oscurecieron.

—Oh, así será —aseguró Charles.

—Ya lo veremos. Nos las llevamos —concluyó ella.

—Una elección excelente, señora Delorice —dijo Charles, y casi pude ver los dólares que visualizaba en su mente.

Me senté y empecé a quitarme las zapatillas.

—Debemos tener todo de la mejor calidad para así poder progresar con rapidez —dijo Celine. Me sonrió, acariciándome el pelo—. Vamos a convertimos en primeras bailarinas.

Miré a Sanford, que estaba junto a la puerta. De nuevo, vi que su rostro había adquirido una expresión preocupada, con los ojos sombríos y clavados en Celine. Entonces se percató de que yo lo observaba y esbozó rápidamente una sonrisa.

Después de adquirir las zapatillas fuimos a una tienda especializada en artículos de danza que vendía trajes de ballet, llamados tutús, maillots y leotardos. Celine me compró media docena de conjuntos, y eso no fue más que el comienzo de lo que pronto se convirtió en un frenesí de compras. Fuimos a unos grandes almacenes, donde recorrimos a toda prisa la sección de ropa interior, de calzado y de prendas de vestir. Las cajas registradoras no cesaban de sonar mientras sumaban importes y expulsaban tiras de papel larguísimas con la cuenta. Era como si toda la ropa que debería haber tenido desde el día de mi nacimiento me la estuvieran comprando entonces. En un solo día estaba igualándome a los niños y niñas que no habían sido huérfanos. Apenas tenía tiempo de recuperar el aliento cuando ya me veía prácticamente arrastrada a otra sección de la tienda, donde me tomaban las medidas, me probaba prendas y acababa llevándome todas aquellas que a Celine se le antojaban. Las etiquetas con el precio no parecían tener la menor importancia; no se molestaba en mirarlas y ni siquiera pestañeaba cuando le decían el importe total. Se limitaba a extender la mano ante Sanford, que depositaba en ella su tarjeta de crédito.

Tan sólo un día antes, me consideraba a mí misma un simple objeto de la beneficencia, una niña desechada que vivía bajo la tutela del Estado, sin padres, sin familia, sin nadie a quien realmente le importara mi aspecto o si me sentía cómoda vestida con la ropa y los zapatos que llevaba. Y de repente, era una pequeña princesa. ¿Quién podía culparme por tener miedo a que en el momento menos pensado parpadearía y me encontraría de nuevo en el orfanato, como si despertara de un sueño?

A regañadientes y casi como si le doliera en el alma, Celine accedió a hacer un alto para almorzar. Sanford nos llevó a un restaurante precioso y me dijo que podía pedir lo que me apeteciera de la carta, pero Celine intervino inmediatamente y me prohibió pedir una hamburguesa grande y jugosa.

—Escoge una ensalada —me dijo—. Ahora tienes que vigilar el contenido de grasas que ingieres.

—Está creciendo —objetó Sanford con suavidad—. Quemará las calorías, Celine.

—Lo importante no es lo que ella queme o deje de quemar, sino adquirir buenos hábitos, Sanford. Por favor. Sé lo que me hago. Era yo quien entrenaba, no tú. Y que no me entere de que la malcrías cuando yo no esté delante, Sanford —le advirtió, abriendo los ojos desmesuradamente.

Él me miró y se rió, pero era una risa poco convincente, una risa que traslucía su bochorno.

—Me gustan las ensaladas —dije para evitar que discutieran por mi culpa.

—¿Ves? Janet tiene una tendencia natural a hacer lo correcto. Forma parte de su naturaleza. Es instintiva, igualita que yo, Sanford. Ella soy yo. Ella entiende —dijo, sonriéndome.

Aunque me incomodaba, yo sabía que podía complacerla con facilidad. Simplemente tenía que prestarme a hacer todo lo que ella dijera. Empezaba a comprender por qué Sanford siempre estaba tan sombrío.

Sanford quiso que compartiéramos un postre, pero Celine se negó.

—Esta noche podrá tomar algo después de la cena —transigió ella a modo de concesión.

En cuanto acabamos de comer, nos pusimos de nuevo en marcha y fuimos a comprar diversos artículos de aseo que Celine había decidido que me harían falta.

—Quiero que prestes un cuidado especial a tu pelo, Janet. Ten presente que tu cutis, tu aspecto, tu belleza son muy importantes. Eres una intérprete, una artista, una obra de arte viviente. Eso es lo que me enseñaron a pensar y a creer, y de esa misma forma quiero que pienses tú —declaró.

Al llegar a la sección de perfumería de la tienda, Celine me apartó de Sanford para que no pudiera oírnos.

—¿Ya te ha venido la menstruación? —me preguntó.

—No —respondí en voz baja. Me avergonzaba reconocerlo, porque a todas las niñas que conocía de mi edad e incluso algunas que tenían un año menos que yo ya les había venido el período.

Celine se quedó mirándome fijamente un momento y luego asintió con la cabeza.

—De todas maneras, será mejor que estemos preparadas para cuando llegue el momento —dijo, y compró lo que necesitaría.

Cuando dejamos el centro comercial y nos dirigimos hacia la fábrica de cristal de Sanford, empezaba a sentirme cansada. Celine, sin embargo, parecía seguir rebosante de energía. Me hablaba sin cesar de mis clases de ballet, preparándome para mi primera sesión con madame Malisorf.

—Una clase de ballet es una serie cuidadosamente ordenada de ejercicios que duran por lo menos una hora y media, Janet. Comenzarás con ejercicios de estiramiento y de calentamiento apoyándote en la barra. A madame Malisorf le gusta emplear casi media hora en eso. A continuación, te colocarás en el centro del estudio para trabajar sin punto de apoyo. Esta segunda parte de la clase se llama adage. Consiste en hacer ejercicios lentos centrados en mantener las posiciones de ballet y en desarrollar el sentido del equilibrio. La tercera parte de la clase se llama allegro, y consiste en movimientos más rápidos, series de pasos de desplazamiento combinados con los grandes saltos y giros que hacen que el ballet sea tan impresionante. ¿Podrás acordarte de todo esto, Janet? Madame Malisorf se pondrá contenta si lo recuerdas.

Por su tono de voz, estaba claro que yo debía memorizar lo que acababa de explicarme. Le dije que había leído parte de eso en el libro que me había dejado y que me aseguraría de mencionárselo a madame Malisorf.

—Bien. Le cogerás el tranquillo más de prisa de lo que nadie espera. Sé que lo harás —afirmó.

—Ya hemos llegado —anunció Sanford con orgullo.

Daba la impresión de que, aparte de complacer a Celine, la fábrica era lo más importante en la vida de Sanford. Quizá yo sería añadida pronto a la lista.

La fábrica era mucho más grande de lo que me imaginaba y había docenas y docenas de coches estacionados en el aparcamiento. ¿Sanford era el dueño de todo ese lugar? Con razón no le da mucha importancia al dinero, pensé.

—Me encuentro muy cansada, Sanford —dijo de repente Celine—. Debería descansar un poco.

—Pero... es que... ¿No puedo enseñarle a Janet la fábrica y resolver algunos asuntos? —La sonrisa y la expresión radiante de orgullo se habían borrado de su rostro.

—Primero llévame a casa —le ordenó lacónicamente—. Además, Janet ya ha visto la fábrica por fuera. ¿Qué necesidad tiene de entrar y verse expuesta a todo ese polvo?

—¿Polvo? No hay polvo en la fábrica, Celine. Sabes lo orgulloso que estoy de las condiciones higiénicas de las instalaciones. —Empezaba a hablar en tono quejumbroso.

—Por lo que más quieras —gruñó ella—. Entre papá y tú, bastante oigo hablar de negocios. Mis padres poseen una imprenta —me explicó—. Por favor, Sanford, vámonos.

Advertí que Sanford apretaba la mandíbula mientras miraba a Celine. Entonces dirigió la vista hacia su fábrica y se encogió de hombros.

—Pensaba que ya que estábamos aquí...

Ya se había dado por vencido. Me recordaba a uno de nosotros, los niños huérfanos, cuando éramos rechazados por una pareja más de posibles padres adoptivos.

—Janet no está aquí de visita, Sanford. Ha venido a vivir con nosotros. Habrá ocasiones de sobra para que vea la fábrica —le recordó Celine.

—Claro. Tienes razón, cariño. Bueno, vámonos a casa —dijo, arrancando el coche y exhalando un suspiro.

Pero ¿qué había de mi colegio? No podía evitar preguntármelo. ¿No deberíamos ir ahora?

Celine pareció leerme el pensamiento.

—Sanford te llevará por la mañana al colegio privado donde te hemos matriculado —me dijo—. Y cuando vuelvas a casa, madame Malisorf estará esperándote. Entonces —añadió, con el rostro iluminado por aquella extraña mirada exultante de antes— empezaremos otra vez.

 

 

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