James Joyce

James Joyce


Capítuo III

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III

No creo que el uso por parte de Joyce en Ulysses de todos estos recursos técnicos sea igualmente eficaz; pero, antes de su ulterior discusión, debemos enfocar el libro desde otro punto de vista.

Ha sido siempre característica de Joyce el descuido de la acción, del relato, del drama, según la forma usual, y aun del impacto directo que cada personaje provoca sobre los demás, tal como suele ocurrir en la novela corriente, en favor del retrato psicológico. Hay una tremenda vitalidad en Joyce, pero muy poco movimiento. Como Proust, es más sinfónico que narrativo. Su narración tiene progresión, desarrollo, pero éstas son más musicales que dramáticas. El relato más elaborado e interesante de Dubliners —la historia titulada «The Dead»— es simplemente el informe de la modificación que en una sola tarde se origina en las relaciones entre marido y mujer a causa del descubrimiento, por el efecto producido en la mujer por una canción que ella ha oído en una reunión familiar, de sus relaciones amorosas con otro hombre; A Portrait of the Artist as a Young Man es simplemente una serie de cuadros del autor en los sucesivos estadios de su desarrollo; el tema de Exiles es, como el de «The Dead», la modificación de las relaciones entre marido y mujer como resultado de la reaparición del hombre que fue amante de la mujer. Y Ulysses, de nuevo, pese a sus vastas proporciones, es simplemente la historia de otro pequeño pero significativo cambio en las relaciones de otro matrimonio como resultado del impacto causado en su hogar por la persona de un joven poco menos que desconocido. La mayor parte de estas narraciones cubren sólo un período de pocas horas, y nunca se prolongan más allá. Explorar una de estas situaciones, establecer los mínimos y graduales reajustes, es todo lo que a Joyce le interesa.

Todo, es decir, desde el punto de vista del incidente normal. Pero aunque Joyce carezca casi por completo de afán por los conflictos violentos o la acción vigorosa, su obra es prodigiosamente rica y viva. Su fuerza, en lugar de seguir una línea, se expande por todas las dimensiones (incluida la del tiempo) a partir de un solo punto. Una vida inagotable y compleja anima el universo de Ulysses: retornamos a él como quien vuelve a visitar una ciudad, en la que cada vez reconocemos más caras, entendemos a más personas, establecemos más relaciones, movimientos e intereses. Joyce ha ejercido una considerable inventiva técnica al darnos a conocer los elementos de su historia en un orden que nos permita establecer relaciones; pero dudo que haya una memoria humana capaz de responder, en una primera lectura, a los requerimientos de Ulysses. Y cuando lo releemos entramos por cualquier parte, como si de veras fuera algo sólido como una ciudad que en realidad existiera en el espacio y a la que pudiéramos tener acceso desde cualquier dirección —se dice que Joyce, al componer sus libros, trabaja simultáneamente las distintas partes—. Más que ninguna otra obra de ficción, salvo tal vez la Comédie humaine, Ulysses crea la ilusión de un organismo social vivo. Lo vemos sólo en el plazo de veinte horas, pero conocemos su pasado tanto como su presente. Tomamos posesión de Dublín, por la vista, el oído, el olfato, el sentimiento, la reflexión, la imaginación, el recuerdo.

El manejo joyceano de este inmenso material, su método de dar forma al libro, no tiene paralelo alguno en la narrativa moderna. Los primeros críticos de Ulysses tomaron erróneamente la novela por un «trozo de vida» y le objetaron que era demasiado fluida o caótica. No reconocían un argumento porque no reconocían una progresión, y el título no les decía nada. Ni siquiera podían descubrirle un modelo. Sin embargo, resulta ahora evidente que Ulysses más se resiente de un exceso de diseño que de una falta de él. Joyce trazó un esquema de su novela,[9] al que han tenido acceso algunos de sus comentaristas, pero no ha permitido que se publicara en su integridad (si bien es de suponer que el libro que Stuart Gilbert anuncia sobre Ulysses incluya toda la información contenida en dicho esquema); y de él se deduce que Joyce se propuso cumplir hasta el detalle los requisitos de un proyecto sumamente complicado y que apenas podíamos adivinar, salvo en sus rasgos más obvios. Pues aun en caso de conocer su analogía con el relato homérico y de identificar algunas de sus correspondencias —de reconocer sin dificultad a los cíclopes en los fenianos de profesión feroz, o a Circe en la madama del burdel, o a Hades en el cementerio—, nunca habríamos sospechado con cuánta fidelidad y sutileza llevó a cabo dicho paralelo; nunca habríamos supuesto, por ejemplo, que cuando Bloom pasa por la Biblioteca Nacional mientras Stephen discute con los literatos, de un lado elude a Escila —es decir, Aristóteles, la roca del dogma— y del otro a Caribdis —Platón, la vorágine del misticismo—; ni que cuando Stephen se pasea por la playa está reconstruyendo el combate con Proteo —asunto este de primera importancia—, cuyas continuas transformaciones le revelan a Stephen los objetos que absorbe y arroja el mar, pero cuyas formas él será capaz de retener y fijar, como el Proteo homérico fue contenido y sojuzgado, por el poder de las palabras que le otorgan sus imágenes. Ni sabríamos que la serie de frases y sílabas onomatopéyicas situadas al comienzo del episodio de las sirenas —el canto en el hotel Ormond—, y elegidas de la narración que sigue, se supone que son temas musicales y que el episodio mismo es una fuga; y aunque percibamos el efecto irónico de las muestras del hinchado periodismo de Irlanda introducido a intervalos regulares dentro de la conversación con el patriota en la taberna, difícilmente comprenderíamos que ello obedece a una meditada técnica de «agigantamiento», pues, dado que los ciudadanos representan a los cíclopes y los cíclopes eran gigantes, debe hacerlo a escala colosal mediante un alarde de todas las trivialidades de su faramalla patriótica llevada a proporciones gigantescas. Nunca probablemente supondríamos todo esto, y de veras nunca supondríamos la inventiva que ha puesto Joyce en otras partes. No sólo, según nos informa el mencionado esquema, hay un elaborado paralelo homérico en Ulysses, sino que hay también un órgano del cuerpo humano y una ciencia humana del arte representados en cada episodio. Buscamos esto con cierta incredulidad, pero lo encontramos, está ahí en realidad, enterrado y oculto tras la fachada realista, plantado con esmero, explayado de modo inconfundible. Y a poco que se nos insinúe podremos seguir descubriendo toda clase de ornamentos y emblemas encubiertos: en el capítulo de los lotófagos, por ejemplo, hay incontables referencias a las flores; en el de los lestrigones, a la comida; en el de las sirenas, chistes sobre términos musicales; y en el de Eolo, en la oficina del periódico, no sólo muchas referencias al viento, sino —por ser la retórica el arte representado en este episodio, según Gilbert— centenares de distintas figuras de dicción.

Ahora bien, en general, el paralelo homérico en Ulysses se lleva a cabo con intención y finura y se justifica por sí mismo: contribuye a dotar a la historia de una significación universal y permite a Joyce mostrarnos en las acciones y relaciones de sus personajes sentidos que tal vez no pudiera insinuarles fácilmente de otro modo, puesto que los propios personajes deben ignorar en buena parte dichos sentidos, y puesto que Joyce eligió un método estrictamente objetivo, según el cual el autor no debe inmiscuirse en la acción. Y hasta podemos aceptar que las artes y ciencias y los órganos del cuerpo humano hacen del libro un conjunto completo e integrado, si bien algo laboriosamente sistemático: el conjunto de la experiencia humana en un día. Pero cuando agrupamos todas estas cosas y consideramos el virtuosismo de los recursos técnicos, el resultado es algo desconcertante y confuso. Advertimos, como antes al examinar el esbozo, que cuando avanzábamos por primera vez en la lectura de Ulysses eran estos órganos y artes y ciencias y las correspondencias homéricas lo que a veces más se nos resistía. Sin saberlo, íbamos franqueando estos obstáculos con el propósito de seguir a Dedalus y Bloom. El problema era que, más allá del tema aparente y, como quien dice, bajo la superficie de lo narrativo, se nos proponían demasiados temas y demasiadas categorías distintas de temas.

En mi opinión, es fácil, pues, concluir que Joyce elaboró demasiado Ulysses, que intentó poner en él demasiadas cosas. ¿Qué valor tienen todas las referencias a las flores en el capítulo de los lotófagos, por ejemplo? No crean en las calles de Dublín un ambiente de comer loto; simplemente nos deja perplejos, si no nos incitan a indagarlo, por qué hizo Joyce que Bloom pensara y viera ciertas cosas cuya explicación final es que son un pretexto para mencionar flores. ¿Y no malogran su objetivo las gigantescas interpolaciones del episodio de Calipso al hacer que nos sea imposible seguir la narración? Las interpolaciones son en sí mismas cómicas, el incidente relatado es una obra maestra de lenguaje y humor, la idea de combinarlas parece feliz; con todo, el efecto es mecánico y fastidioso: al final hay que volver a leerlo, omitiendo las interpolaciones, a fin de averiguar lo que ocurre. El ejemplo más claro de las posibilidades de fracaso de este método demasiado sintético, demasiado sistemático, es, a mi juicio, la escena en la maternidad. Antes he descrito lo que realmente ocurre allí después de trabajarlo en varias lecturas y a la luz del esquema de Joyce. Los Bueyes del Sol son la «fertilidad», el crimen cometido contra ellos es el «fraude». Pero, no contento con esto, Joyce se ha tomado la molestia de llenar el episodio con referencias reales al ganado y de incluir una larga conversación sobre los toros. En cuanto a la técnica adoptada, creo que en este caso no es nada apropiada a la situación, sino que se la ha dictado una pedantería puramente fantástica: Joyce describe aquí su método como «embrionario», en conformidad con el tema, la maternidad, y el capítulo está escrito como una sucesión de parodias de los estilos literarios ingleses, desde el latín macarrónico de los primeros cronicones hasta Huxley y Carlyle; la evolución del lenguaje que corresponde al crecimiento del niño en el útero materno. Ahora bien, en este episodio tiene lugar algo fundamental —el encuentro entre Dedalus y Bloom—, un importante eslabón en la narración. Pero se nos escapa porque bastante tenemos con seguir lo que ocurre en la tertulia de la taberna, un asunto en sí mismo más bien confuso, por medio del lenguaje de la Morte d’Arthur, los diarios del siglo XVII, las novelas del XVIII y otras muchas especies literarias en las que por el momento no tenemos por qué interesarnos. Si atendemos a las parodias, nos perdemos la narración; y si intentamos seguir la narración, nos vemos incapaces de apreciar las parodias. Las parodias echan a perder la narración, y la necesidad de contar la narración por medio de aquéllas resta casi toda la vida de las parodias.

Joyce tiene, como Proust, muy poca consideración por la capacidad de atención del lector; y uno siente, en el caso de Joyce como en el de Proust, que las longueurs que nos agobian, la combinación mecánica de elementos que no logran fundirse, son en parte resultado de un esfuerzo de sobrehumana energía por compensar mediante acumulación su inhabilidad para hacerlos progresar.

Hemos llegado, en la maternidad, a la escena culminante de la narración, y Joyce nos deja allí, más que nunca, atascados. Olvidamos los Bueyes del Sol en la escena siguiente de la noche maravillosa de la ciudad, pero luego aún nos deja más atascados que antes en la decepción interminable de la espera del cochero y en el capítulo de preguntas y respuestas que se encarga de comunicarnos por el medio más opaco y menos atractivo posible la conversación de Dedalus con Bloom. El propio episodio de la noche de la ciudad y el soliloquio de la señora Bloom, que cierra el libro, se cuentan desde luego entre los mejores momentos de éste, pero las dimensiones de los otros tres capítulos últimos y el efecto discordante que produce el estilo de pastiche, al insertarlo dentro del estilo directamente naturalista, me parecen del todo insostenibles desde un enfoque artístico. Es natural que Joyce intentara contraponer los episodios insípidos y fastidiosos a los ricos y vívidos; asimismo, es parte esencial de su punto de vista la representación de las mutaciones más profundas de nuestras vidas como iniciándose de modo natural entre la noche y la mañana, sin que las partes interesadas aprecien por el momento su importancia, pero ciento sesenta y una páginas más o menos deliberadamente aburridas son demasiado peso muerto aún para las otras ciento noventa y nueve por llegar. Además, Joyce ha semienterrado la narración bajo el virtuosismo de sus recursos técnicos. Es casi como si la hubiera elaborado tanto y trabajado en ella tan largo tiempo que se hubiera olvidado, entretenido en escribir las parodias, del drama que inicialmente había intentado representar; o como si pretendiera divertirnos y abrumarnos con funciones y proezas para que no nos decepcionara lo inocuo —salvo por lo que a la escena de los borrachos se refiere— del encuentro final de Dedalus con Bloom; o incluso tal vez como si no quisiera que comprendiésemos totalmente la narración, como si, no del todo él consciente de lo que hacía, hubiera acabado por levantar entre ella y nosotros una muralla de prosa solemne y burlesca; como si se sintiera asustado y solícito por ella, y quisiera protegerla de nosotros.

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