Isis

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Isis

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Al terminar la sacó al sol para que se secara. Esa tarde en cuanto Horus regresara se lo diría. Tuvo miedo por su reacción. Seshat le había advertido y era consciente de que quizá no se lo tomara bien. Quizá aquello sería otro motivo para alejarlo de ella. En el fondo agradecía que se marchara y estuvieran un tiempo separados. Ella necesitaba pensar con calma, y él sentirse seguro en Egipto.  

 

 

 

 


Dieciocho

 

 

 

Horus estaba sentado en una silla de ébano cubierta por telas de lino bordadas y sobre un cojín relleno de lana. Los toldos del pabellón donde se encontraban apenas podían calmar el calor de esa mañana de finales de primavera. Horus iba vestido con un faldellín de lino, con un pectoral de un escarabajo de oro, turquesa y lapislázuli, y un brazalete y una pulsera en cada brazo. Sobre la cabeza llevaba su nueva corona azul de lapislázuli, con una cobra en la frente, con la que su madre le había coronado antes de su marcha hacia el Norte. Toth la había fabricado y ella la había protegido con su magia para favorecerle en todas las batallas.

Se había descalzado en cuanto se sentó en la silla, cuando aún sólo estaban él, sus guardias y todos aquellos que formaban ahora parte de los Valientes del Rey. Ése era el nuevo cuerpo de élite que había seleccionado antes de irse de Khemnu, para que lucharan con él a su lado en primera fila hasta el final de la guerra. Entre ellos había mantenido a sus siete escorpiones como su guardia personal, pero además, tenía con él a Nuhef y treinta hombres más de la guardia que habían sido de Toth en Khemnu. Y allí en Henen-Nesut había añadido veinte más que eran de total confianza de Herishef. Además, le había otorgado a él el honor de ser su principal consejero en aquella guerra. Le había dado el título de comandante en jefe de la caballería, con el poder de dirigir el ejército en su nombre en el caso de que él no pudiera hacerse cargo. Sólo le quedaba por seleccionar el cuerpo de arqueros que lucharían en la vanguardia junto a ellos. No había querido a los nubios, pues aunque eran los mejores arqueros del mundo, no se sentía completamente seguro con ellos. Estaba esperando que Anhur de Tjeny le enviara a los hombres que le había prometido días atrás. Horus estaba nervioso por ellos. Deberían haber llegado esa mañana.

Cuando uno de sus sirvientes se llevó sus sandalias indicó a Horus que le diera su maza, la que le había regalado Toth el día de su recibimiento. En ese instante dio la orden de que abrieran la puerta este de la ciudad. El pabellón bajo el que se situaban lindaba con esa parte de la muralla. Horus tenía detrás de él a sus escorpiones, y detrás de ellos a todos sus sirvientes. A ambos lados en filas, el resto de sus hombres. A su izquierda estaba uno de sus sirvientes abanicándole y otro ofreciéndole agua cuando él lo ordenaba; aún así, era inútil para calmar el calor. Herishef estaba a su derecha hablándole en voz baja de todos los detalles del ejército que estaba formando en la explanada tras la muralla este de la ciudad.  

Horus miraba al frente, serio, inmóvil, erguido sobre la silla a pesar de que no tenía respaldo. Sobre su pecho, sosteniéndola con la mano derecha tenía la maza. Horus atendió a su vez a las indicaciones de Herishef y a cada uno de sus hombres, equipados con todo el material, formando en filas, primero la infantería, tras a ellos los carros, y al final los arqueros nubios. Sentía las patas de Nubneferu sobre su hombro derecho. Era lo único que le aportaba un poco de calma ese día. En Khemnu apenas había estado con él, pero por las noches, cuando él se tumbaba en la cama, siempre volvía a su lado. Por las mañanas, después de haberle dado algo de comer, salía volando por encima del tejado y se perdía en el desierto hasta que se hacía de noche. Desde que se marchó a Henen-Nesut volvió a estar con él como lo había estado en Sais. Ya antes de ese día su prestigio había aumentado en los entrenamientos y en sus paseos por la ciudad junto a sus oficiales. En los quince días que había estado allí se había estado entrenando delante de todos sus soldados, dejando que le vieran, haciendo ejercicios de carros, participando en las carreras de entrenamiento alrededor de las murallas de la ciudad y en las de carros hacia el desierto profundo y en la caza de animales. Nubneferu se mantuvo como parte de él. Entre los hombres habían comenzado a llamarle El Halcón. Le gustaba.  

La explanada se mezclaba con el desierto. Aquella parte de la ciudad había sido levantada sobre la arena donde ya no llegaban las aguas del Nilo durante la inundación. Había sido un terreno ideal para un campo de entrenamiento. Allí se hubiera podido librar una batalla, y por un momento deseó esperar a Seth en Henen-Nesut. Estarían bien defendidos y podrían retirarse al amparo de las murallas si la batalla se volvía en su contra. Pero Toth había insistido mucho en que la batalla le conduciría a Tebas.

Ni Herishef ni Toth habían exagerado las fuerzas con las que contaban en el banquete que habían celebrado en Khemnu. Estaba satisfecho, pero incluso en ese momento le dejaba un sabor amargo la última conversación que había tenido con su madre. Hacía ya quince días de aquello, y todavía le daba vueltas sin saber qué hacer. Incluso en ese momento. Había recibido la corona azul con resentimiento en su despedida, acababan de discutir antes de celebrarse la audiencia, pero ahora, al sentirla sobre su cabeza lo agradecía igualmente. Sabía que se la había ofrecido deseándole lo mejor. Una semana antes de irse le había dicho que tenía que llevar un mensaje a Anubis y que a su vuelta debía traerlo con ellos. Había intentado quitarle esa idea de la cabeza. No dejaba de molestarle el hecho de que hubiera podido perdonar una traición así. Él jamás lo hubiera permitido. Era lo único que censuraba de su padre, pero al final siempre acababa echándole la culpa a Neftis. No la consideraba una buena influencia, ni a ella ni a su hijo. Cuando pasaron por Saka había ordenado a uno de sus hombres que llevara la tablilla a palacio y ni siquiera esperó una respuesta.

Al menos su madre había comprendido que él era quien controlaba ahora los asuntos del país. Después de la conversación que tuvieron, se mostró muy dispuesta a ayudarle y a centrarse en lo que debía. En los últimos días antes de su partida volvió a colaborar con ellos y lo hizo bien. Se encargó de controlar el palacio, los almacenes, los talleres, y recompensar con collares de oro a los hombres que les habían recibido en el desierto nada más abandonar Sais, como les prometió; mientras él junto a Toth ultimaban su partida. Se había ido tranquilo teniendo la certeza de que el palacio y el gobierno estarían bien controlados bajo las órdenes de Toth, como había ocurrido durante esos veinte años, pero también por su madre, que la había dejado como regente en su nombre. Sabía que podía hacerlo, sin embargo, su última orden, más que una petición, le había dejado irritado. No había podido guardar una conversación con ella en la que no se hubieran gritado. Era el único tema por el que había perdido los nervios, y cada noche se iba a dormir enfadado por no poder hacerla cambiar de opinión ni abrirle los ojos. No habían hablado nunca de Neftis o Anubis, pero esa última semana se lo habían dicho todo. Por las mañanas parecían olvidarlo por los muchos asuntos de los que se debían encargar, pero cuando se retiraban a cenar juntos, su madre siempre acababa mencionando el tema y él siempre intentaba hacerle ver que Anubis era una ofensa para ella, y sobre todo para él mismo. No quería permitir que lo trajera a Khemnu, pero ella siempre insistía. Le justificaba por lo mucho que la había ayudado, por el apoyo que siempre había sido para ella, porque decía que se lo debía a su hermana y a Osiris.

Él le contestaba, le era imposible comprender su visión de las cosas. Podía haber perdonado a Osiris, pero no podía pensar que había aceptado a Anubis como uno más en su palacio, y no sólo eso, si no que confiara en él como un hijo. Y por su hermana. Eso era lo que le hacía perder los nervios. Le había dicho también todo lo que pensaba de ella sin importarle que le doliera. Sabía lo que Seth había hecho con ella en los últimos años, y no le daba ninguna lástima. Horus se había ofendido en el momento en que Isis le pidió traer a Anubis con él, y aún más cuando intentaba darle explicaciones que para él no tenían sentido. Había acabado aceptando, pero le advirtió que no esperara de él un recibimiento. Si iba a Khemnu sería para verla a ella, pero no le iba a aceptar en ningún banquete ni en ningún acto público. Su madre le dijo que estaba en su derecho, que ella sólo quería verle a él y a su familia.  

El ejército acababa de terminar de formar ante él. Lo miró pensando en que la siguiente vez que lo viera así sería para llevar la guerra al Sur. Habían establecido su vuelta con la crecida. El Nilo estaba demasiado bajo como para navegar con la cantidad de hombres y provisiones que tenían. Pidió a su sirviente un vaso de agua antes de levantarse. Mientras bebía aún pensaba en el único tema que le había obsesionado ese tiempo y que había sido para él un golpe a su autoridad, aunque no en lo público sí personalmente. Todavía consideraba la opción de no hacerlo, de no llevar a Anubis con él. Pensaba las excusas y los reproches que le diría a su madre en ese caso. Sin embargo, también habían discutido por eso. Isis le contesto que si él no se dignaba a traer a su hermano, ella misma iría a Saka. Para él, Anubis no era su hermano. Horus suspiró mirando un momento la copa. Ni él mismo sabía lo que haría al volver.

Vació el vaso de agua y mientras se lo devolvía a su sirviente respiró hondo. En un instante apartó todo de su cabeza para tener únicamente las palabras que diría ante su ejército. Era la primera vez que se dirigía a ellos y sabía que no sería como las audiencias ante los nobles y el pueblo de Khemnu. Allí, ese día, tenía que ganarse por sí mismo, en tan sólo unos minutos, con unas pocas palabras, con su actitud, con su poder, a todos aquellos hombres dispuestos a dar la vida por él. Esperaba que Isis evitara con su magia la mayor parte de las bajas. Había dejado a Toth para que le dijera a su madre que quería que fuera con él al Sur.

Se puso en pie y todos al tiempo se arrodillaron bajando la cabeza sobre sus manos apoyadas en la arena. Horus paseó la mirada por aquella multitud en silencio, bajo el sol, junto a sus armas, carros y caballos. Él debía llevarlos a la victoria.

–  En pie – ordenó.

Su voz se vio seguida por los cientos de hombres levantándose ante su orden. Al instante el silencio recorría de nuevo el campo entero. Les comenzó a hablar con lo que ya venía preparando durante años, las palabras que muchas veces imaginó en Sais, con la fuerza que siempre le transmitió Neith. Ella le había mostrado la lealtad que aún le guardaban, y ese día comprobó la esperanza en ellos por ver al hijo de Isis y Osiris dirigirles para restaurar el orden en el país. Aquella devoción le era familiar, Neith le había hablado de ella y se la había mostrado, sentirla por él mismo le había dejado claro que todos aceptaban ya su palabra. Su madre le había advertido muchas veces que no podría justificar siempre su poder por ser el legítimo heredero. Eso es lo que había ocurrido hasta que regresaron, pero ahora, se había dado cuenta de que sus oficiales le escuchaban y en las audiencias en Khemnu, acudían a él como el verdadero rey. Toth había estado satisfecho y le había garantizado que ahora el trono del Norte era suyo.

–  Mi majestad ha vuelto para ocupar el trono de las Dos Tierras – comenzó, adelantándose hasta el borde del atrio para hablar. Mantuvo la mirada alta, mirando con orgullo a cada uno de sus soldados –. Estoy aquí para vengar a mi padre, Osiris, rey de Egipto, y reunificar el país. Seth ha usurpado el trono del Sur, y con ello ha traído la desgracia también sobre nosotros. Ha roto con el juramento que le hizo a Maat, traicionó y mató a mi padre, y exilió a mi madre durante veinte años. Pero Isis, que también fue Señora de las Dos Tierras, Señora de la Magia, dio de nuevo la vida a mi padre, y con ello a mí mismo. Estoy aquí para restablecer el orden que Seth ha roto. Durante toda mi vida me he preparado para la guerra que terminará conmigo en el trono de las Dos Tierras. Neith me ha permitido ver todo el pasado y el presente, y me ha permitido llevarme conmigo todo el poder para equilibrar de nuevo el mundo. Estoy aquí para concluir todo aquello que no pudieron mis padres. Yo no alcanzaré una paz si no es con la victoria y la rendición incondicional de Seth. Él ha jurado llevar esta guerra hasta la destrucción de mi nombre y el de mi madre. Juro hacer lo mismo, alcanzar la victoria, pero yo le recordaré siempre por ser aquél a quien derroté.    

Horus levantó el brazo con el que llevaba la maza e hizo un gesto leve con el hombro que sólo notó su halcón para que echara a volar. Sus soldados le aplaudieron haciendo sonar sus armas, aclamándole como el rey que cumpliría todo lo que les acababa de prometer. El Halcón, le decían. Apretó fuerte la mano mirando a Nubneferu con sus plumas doradas brillando al sol. Había estado nervioso hasta ese momento. Sabía que era un momento crucial y se había preparado mucho para dar esa imagen ante su ejército. Había sido proclamado como rey cuando Toth le recibió el primer día. Le había dicho que era un buen juez, como su padre. Él lo que más ansiaba era ser mucho mejor general. En Henen-Nesut se había vuelto a sentir como antes, como en Sais, con un objetivo fijo, la guerra. Ahora se había ganado el mando de las tropas. 

Se había mantenido al borde del atrio, donde ya no le cubría la sombra de los toldos del pabellón real. Al acabar volvió a sentir los rayos del sol sobre su piel. Hacía mucho calor, pero ahora no le disgustaba. Cuando el clamor de sus hombres desapareció escuchó a Horus detrás de él.

–  Mi señor – le susurró al oído –. Anhur acaba de llegar. Está en los embarcaderos de la ciudad. Ha venido su mensajero pidiéndoos disculpas. Se han retrasado en el viaje, pero dice que ha sido para traeros buenas noticias.

Horus se dio la vuelta y en seguida el hombre que su guardia le había mencionado, se arrodilló ante él. Se acercó unos pasos y le dio permiso para levantarse. Vestía una túnica de lino, una peluca y maquillado de manera apresurada para dirigirse a él con el mensaje que le habían ordenado.   

–  Dile a tu señor que le espero aquí. Que venga con los arqueros que me prometió.

El hombre asintió, y Horus ordenó a dos de sus guardias que le acompañaran con la escolta que él había traído para recibir a Anhur.

–  Herishef – le llamó, en cuanto les vio alejarse por la puerta este de la muralla –. Haz saber a todos que volvemos con la crecida. Dales una buena comida y vino de los almacenes de tu casa. En este mes seré yo mismo quien supervise los entrenamientos y las armas que están terminando de llegar desde Mennefer. Quiero que todo esté preparado para partir el primer día del año. Manda mensajeros a Maat y a Ptah, quiero todo aquí antes de que acabe el mes y un informe exacto de todo con lo que contamos y lo que podamos tener durante las campañas en el Sur.

–  Así se hará.

Horus volvió a su silla y al mirar hacia el campo de entrenamiento vio que estaba vacío. Extendió la mano a su sirviente que esperaba a su lado con una jarra de agua y le ofreció un vaso. Al instante sintió también el aire y el sonido de las hojas de palma que le abanicaban. El agua estaba caliente. Hizo un gesto de disgusto, pero la bebió entera. Había sido una buena mañana. Tenía la mirada perdida en Nubneferu todavía volando como si quisiera alcanzar el sol. Estaba impaciente por saber cuáles eran esas buenas noticias de las que le acababan de informar. Calculó que Anhur tardaría como una hora en presentarse ante él. Volvió a levantarse, y silbó a Nubneferu para que volviera con él. En ese tiempo ofreció a todos sus hombres que estaban con él algo de bebida y comida. Ese pabellón lo habían levantado para él en los últimos días, junto a las tiendas que lindaban con la muralla y donde guardaban las armas y las provisiones que necesitaban para los entrenamientos de cada día. Todas ellas se extendían hacia su derecha hasta terminar en los terrenos fértiles del Nilo y un canal que suministraba de agua a los huertos y los campos. A su izquierda habían dejado los carros y los caballos, y un poco más allá se situaba la puerta del este.

Horus estaba dando de comer a Nubneferu unos trozos de carne, mirando continuamente la puerta. En el tiempo que había calculado vio aparecer a un hombre en un carro del lado de una mujer, suponía que sería su mujer, Mehit. Tras ellos iban veinte hombres armados con arcos y carcaj, y detrás otros muchos sirvientes. Horus se acercó al borde desde donde había dado su discurso. Todos ellos se arrodillaron sobre la arena y se levantaron cuando él lo ordenó.      

–  Acercaos – les ofreció. Anhur y Mehit subieron al atrio, mientras Horus hizo un gesto a un par de sirvientes –. Venid a la sombra y recibid un poco de agua.

Anhur asintió y nada más terminar de beber Horus continuó hablando.

–  Te llaman Señor de la Saeta – le dijo, mirando a todos aquellos que esperaban al sol –. Me has traído los hombres que pedí.

–  Así es.

–  Espero que estén a la misma altura que mis arqueros nubios. No dudaré en reemplazarlos si me demuestran más valor que los tuyos.

–  He guardado el Delta Oriental para vos durante todos estos años.

Horus supo que le había herido esa comparación, pero que sería un aliciente para esforzarse siempre al máximo. Sabía de la lealtad de Anhur, hijo de Uadyet, la que había forjado para su padre la corona roja, gobernador de Tjeny, y famoso por los arqueros que se formaban en su provincia. Tras la rebelión de Hammon había guardado la frontera hacia el reino de Biblos, cerrando los caminos que conducían a Egipto. Con su afirmación le estaba asegurando que como entonces, ahora más que nunca haría lo posible para servirle. Se había inclinado levemente al hablar, con la mirada baja, pero con el rostro tenso.  

–  Sé que me serviréis bien – le aseguró.

Él asintió un poco más relajado.

–  Permitidme – le pidió, volviéndose hacia su mujer que había esperado unos pasos tras él. Horus dejó a Nubneferu, que había esperado sobre su hombro, a su guardia. De inmediato volvió a atender a Anhur –. Os traemos un obsequio como muestra de nuestra lealtad.

Hizo un gesto a Mehit, que había tomado de uno de sus hombres un arco compuesto y una flecha con la punta de hierro. Horus entregó la maza de oro que aún sostenía a Herishef y aceptó el regalo que le ofreció. Lo miró sorprendido. El arco era mucho más fuerte y más manejable que los simples que había utilizado hasta ahora. Al mirar la flecha tocó la punta. 

–  Hierro – confirmó.

–  Hace unos meses cayó esta piedra del cielo – le explicó Anhur –. Algunos de mis hombres la vieron caer en el camino de Biblos en una de las partidas que había mandado para explorar la zona, antes de llegar a la frontera. La encontraron y me la trajeron. Desde que vuestro padre accedió al trono no habíamos vuelto a ver ninguna piedra caída del cielo. Algunos decían que era el presagio de vuestro regreso. Por eso os hemos fabricado con un trozo de ella esta flecha. Para que os favorezca en la guerra.  

Horus se había quedado mirándola mientras le hablaba. Asintió levemente y preguntó por el arco.

–  Empezamos a trabajar en ello cuando Toth dio la orden de realizar levas y armas.

No le dejó terminar. Vio que todos los arqueros que le habían acompañado llevaban el mismo tipo de arco.

–  Di a tus hombres que hagan unas pruebas. Ahora. Herishef, prepara unas estacas.

En un cuarto de hora todo estaba listo. Horus volvió a sentarse en su silla y comprobó satisfecho que la provincia de Tjeny contaba con los mejores arqueros de Egipto.

–  Serán un apoyo excelente para la vanguardia – confirmó Horus.

Miró a Anhur que esperaba en pie a su lado. Del otro tenía a Herishef. Anhur estaba tenso, a pesar de que Horus no había dejado de sonreír en ningún momento. Mandó que, como al resto de su ejército, se les diera comida y bebida del palacio. Mandó a Herishef que les acompañara y que se llevara con ellos a todos los hombres que habían venido desde Tjeny. Se llevó también a su mujer que se despidió con una leve reverencia y a todos los sirvientes que habían venido con ellos. Después de toda la mañana quería estar tranquilo. Sobre todo deseaba quedarse a solas con Anhur. Tan sólo se quedaron con ellos sus siete escorpiones y un par de sirvientes que se encargaban de los abanicos y la comida.

–  Yo también quiero probarlo – le dijo a Anhur, señalando el arco y la flecha que le había regalado y que había dejado sobre la silla para ver la demostración de sus nuevos arqueros.

Ante su petición, un sirviente se acercó para ponerle las sandalias y otro fue a buscar la muñequera. Cuando estuvo listo cogió las armas y él solo se colocó a unas dos varas de una de las estacas de madera, clavada todavía con algunas flechas. Primero miró el poste, después la punta de la flecha, tensó el arco y soltó la cuerda. Se clavó en la parte más alta de la estaca. Era el mejor arco que había probado. Respiró hondo y se dio la vuelta.

–  Anhur – le llamó. Él se acercó y se quedaron a solas bajo el sol –. ¿Y cuáles son esas buenas noticias?

Anhur se quedó a unos pasos de él, miró un momento la flecha que Horus acababa de lanzar y volvió la mirada a sus manos. Las cruzó sobre el vientre, orgulloso de poder hablarle de los nuevos apoyos que habían conseguido. Horus le observó, adelantándose a los hechos leyendo de manera superficial su pensamiento. Horus rió. El rey de Hau Nebu les garantizaba el Mar Verde.

–       Habla – le pidió, deseando escuchar los detalles.

–       No sé si ya os han llegado rumores – comenzó, mirándole de reojo.

La primera impresión que había tenido de él durante su presentación en Khemnu se ajustaba perfectamente a todo lo que le habían contado. Le veía perfectamente capaz para dirigir tanto el gobierno como el ejército. Como todos en el Norte, confiaban en él como el que acabaría con las adversidades que asolaban el país desde que murió Osiris. Isis lo había apaciguado con el último regalo que les había dado al marcharse. Al menos el Nilo seguía creciendo anualmente. Antes de su vuelta todos estaban preocupados porque esa situación continuara hasta hacerse insostenible. Incluso había escuchado rumores de que las almas de los que estaban muriendo acudían a lo alto de las montañas. Muchos decían que desde allí intentaban alcanzar el cielo como había ocurrido hasta la muerte de Osiris con los que se hacían viejos, creyendo que todavía seguían viviendo. También había corrido el rumor de que Isis estaba preparando un nuevo mundo en el que el rey fuera Osiris y todos ellos debían esperar para ser juzgados. Para eso primero debían reunificar las Dos Tierras y ser Horus quien venciera. Temían que Seth trajera el desierto con él y cumpliera los propósitos que una vez quiso imponer junto a Hathor. Ahora además contaba con la fuerza de Amón y Montu. Horus luchaba por imponerse en el trono como el legítimo rey, pero además de eso, todos le apoyaban porque él representaba la vuelta al orden. Así debía ser, y estaban dispuestos a apoyarle hasta el final. 

Horus le observó en el momento que Anhur se había quedado en silencio. Era un par de centímetros más bajo que él, vestía un faldellín corto de lino, cubierto con tiras de cuero, como el resto de sus soldados, con grebas, muñequeras y un pectoral también de cuero. Ya le había anunciado cuando le pidió un cuerpo de arqueros para los carros de vanguardia que él sería su oficial. Se había presentado vestido con sus atuendos militares, y sobre la cabeza una peluca corta, que no le llegaba a los hombros y con flequillo, que dejaba ver los ojos delineados de kohl y su firmeza por servir a sus órdenes. Apenas se había fijado en él cuando estuvieron en Khemnu, pero ahora intuía que sería un buen aliado, como lo era Herishef.

–  Ya debéis saber que las Islas del Mar nos han brindado su apoyo – comenzó, sin mirarle a los ojos.

Horus se había dado cuenta que salvo aquellos de mayor confianza, nadie se atrevía a hacerlo. Tu mirada, como la mía, puede llegar a matar, le había dicho su madre. Y sabía que tenía razón.

Horus asintió sin interrumpirle, dejando que continuara.

–  Desde que vuestros padres, los Señores de la Tierra Negra, Osiris e Isis, ocuparon el trono, hemos comerciado con las islas y ambos hemos salido beneficiados. Incluso ya antes que vuestros padres, vuestros abuelos Geb y Nut mantenían correspondencia con los reyes de Hau Nebu. Vuestra llegada ha alcanzado incluso sus islas. Quieren ayudaros. Todas sus naves protegen el mar de cualquier incursión de Biblos. El Delta ahora es completamente seguro. Os traigo el acuerdo que está esperando de vuestra confirmación. Debo deciros que me he tomado la libertad de garantizarles que así sería. Maat se había encargado de recibir a la comitiva que llegó de las islas, y me informó de todo a mi paso por Iunu. Han acudido a ella para confirmar vuestro regreso, y fui yo quien me encargué de acompañarles hasta Tjeny, donde habían dejado sus barcos, y de escuchar todo lo que tenían que ofrecernos.

Anhur se detuvo un momento, como si estuviera recordando sus antiguos viajes a la isla de Creta, donde residía el rey que dominaba el reino de las Islas del Mar, Hau Nebu, desde el Palacio del Laberinto. En Egipto también eran muy conocidos por el dominio del mar, por sus barcos indestructibles, y por su tierra tan exótica como lo eran las Terrazas Divinas del Punt.

–  Yo traté con ellos los acuerdos en Tjeny con el mensajero del rey – continuó, después de mirarle un instante de reojo –. Quieren que Egipto vuelva a ser el lugar próspero que fue con vuestros padres. Biblos les ha cerrado sus puertos, y con nuestro país dividido no se atrevieron a navegar hasta aquí. 

Horus estaba dispuesto a ofrecerles todo lo que desearan. Era lo mínimo a cambio de la seguridad del Norte, y a ellos también les convenía para mantener el comercio en un futuro. De nuevo se había adelantado a su pensamiento, y Horus le interrumpió tomando la iniciativa en ese acuerdo.

–  Les ofreceré puertos libres en el Delta – comenzó –. Sus hombres no pagarán tributos por asentarse en las Tierras del Señor de las Dos Tierras. Ellos mantendrán el mar seguro para mí, y yo les ofreceré a cambio lo que he dicho, y escucharé cualquier otra petición que quieran hacerme.

–  Era eso lo único que pedían.

–  Sea.  

Anhur se inclinó levemente y Horus vio que respiraba hondo para intentar calmar el calor. Él mismo estaba sudando. Miró un momento al cielo antes de regresar al pabellón con él a su lado y una vez allí le dijo que esa misma tarde saldría un correo oficial para confirmar su amistad con el rey de Hau Nebu.

Horus lo comunicó esa misma noche en un banquete que dio en la casa de Herishef, donde se había instalado durante su estancia en Henen-Nesut, y mandó que también se diera a conocer por todo el país. Cada día veía más segura una victoria, y quería que esa seguridad se transmitiera en todos los pueblos que le apoyaban, pero también en los dominios de Seth. Quería que supiera que su prestigio aumentaba incluso en los confines de la tierra. 

Cada día que se levantaba por la mañana, en una habitación del segundo piso de la casa, en el lado oeste, con vistas al Nilo, que daba a un balcón desde el que se controlaba todo el puerto de la ciudad, deseaba pensar que era ese el día que marcharía rumbo al Sur. Cada noche miraba al cielo para ver la estrella Sotis que marcaba el inicio de la crecida. Sería entonces cuando podrían volver. A quince días de su regreso Maat y Ptah ya habían mandado la mitad de las nuevas armas que estaban ultimando. Espadas, escudos, lanzas, flechas, arcos. También había recibido la contestación del rey de las Islas del Mar garantizando una amistad duradera. Su madre también le había felicitado por ese nuevo apoyo en una carta.

Esa tarde estaba con Herishef entrenando en  los campos de la puerta este cuando Horus le trajo un mensaje de Khemnu. Fueron a la tienda de Herishef, dejándole a él ocuparse de terminar con el entrenamiento de sus hombres. Una vez allí le entregó la tablilla.

–  Léemela – le pidió.

Mientras le escuchaba se quitó el pañuelo nemes, el faldellín, las grebas y las sandalias. Se lavó la cara y se pasó un paño húmedo por el cuerpo. Se puso una túnica de lino y se sentó en una silla después de que Horus hubiera terminado de leerle el la carta de su madre. Desde que se marchó no había recibido ningún mensaje de ella, ni él tampoco la había escrito. Horus se quedó mirando a su guardia, que esperaba en pie en medio de la tienda, con la tablilla en la mano.

–  Siéntate – le ofreció.  

Horus acercó a su lado una silla plegable, ante una mesa con unas jarras de agua y otras de cerveza y unos cuantos vasos de madera vacíos. Él mismo sirvió un poco de cerveza en dos copas y bebieron en silencio. Después de alegrarse por todo lo que estaba consiguiendo, de contarle el día a día en Khemnu que se resumía en las audiencias diarias y su visita a los talleres y los almacenes por las tardes, acabó recordándole que debía volver con Anubis.

Horus levantó la mirada y se cruzó con la de su guardia. Respiró hondo y negó en silencio mientras dejaba el vaso en la mesa. Él simplemente parecía estar esperando a que aclarara sus ideas, como si ya entendiera toda esa situación.

–  Mi señor – le habló –, no es mucho lo que os pide vuestra madre.

–  A mí me ofende – su voz fue cortante, brusca, con un gesto de la mano que hizo a Horus bajar la mirada. Tras un silencio decidió lo que iba a hacer –. Encárgate tú de él, porque si lo tengo delante voy a perder los nervios. No puedo dar esa imagen a mis hombres.

–  Lo haré.

Pero nada más escuchar a su guardia aceptar, se arrepintió de haber consentido a su madre. Horus esperaba sentado a su lado, y le miró mientras se inclinó hacia la mesa a rellenar su vaso. Él había estado al lado de sus padres desde que nacieron. Conocía de primera mano todo lo que había sucedido. Sintió curiosidad y le pidió que le hablara sobre ellos.     

–  Para vuestra madre también fue difícil en su momento – fue lo único que le dijo.

Horus miró hacia otro lado.

–  Ella ya sabe lo que pienso – contestó.

No podía justificar el hecho de que hubiera aceptado a Anubis en su palacio, y menos el cariño que demostraba hacia él. Aquello le demostraba que su madre, a pesar de todo, era incapaz de hacer frente a todo lo que ella aseguraba que quería llevar a cabo. Al menos Anubis les apoyaba, y no podía negar un aliado en una guerra donde hasta lo más mínimo podría hacer cambiar el curso de los acontecimientos.

–  Encárgate tú de todo – le repitió a Horus, deseando terminar con esa conversación. Ya había discutido mucho con su madre y no habían arreglado nada. La complacería, pero él no quería tener nada que ver.


Diecinueve

 

 

 

Isis se había ocupado de los asuntos de gobierno desde que Horus abandonó Khemnu. Toth se había retirado para dejarle a ella dirigir el país. Se sentía bien, eso lo había hecho muchas veces, lo único que le faltaba era Osiris a su lado. En el pasado había sido él quien había decidido y ella la que le daba los consejos. Ahora sólo se tenía a sí misma para ambas cosas. Ella presidía los juicios por las mañanas, recibía a todos aquellos que habían solicitado una audiencia por asuntos de la administración o las leyes, daba órdenes a los mayordomos de palacio y de los almacenes, estaba organizando las provisiones para la guerra, los campos que se cultivarían ese año tras la crecida, a los agrimensores para que dividieran las parcelas tras la retirada de las aguas.

Era consciente de que todo lo estaba haciendo bien. Se sentía orgullosa porque su hijo y Toth hubieran vuelto a confiar ella. Todos a su alrededor la trataban como lo habían hecho en el pasado. Ella misma también se dio cuenta que lo principal ahora era la guerra. Hablar con Seshat le había dado fuerzas para seguir adelante. Esa noche cuando volvió a la cama recordó el día en que acudió a Seth y le juró que le destruiría. Recordó también el día antes de regresar a Egipto, cuando Horus le habló de lo que Seth deseaba hacer con ellos y que ella ya sabía. Antes de irse a Sais había tenido muy clara su venganza, cuando volvió sólo pudo pensar en su deseo por llevar a cabo el mundo para Osiris.

Le había asustado la declaración de guerra que hizo Toth el primer día que regresaron a Khemnu, pero eso era por lo que había esperado veintiocho años. Seshat le había aportado calma. Además, también estaba contenta por la noticia de Anubis, aunque al final siempre se disgustara por todo lo que había hablado con su hijo. Se había ido enfadado. Le había mandado una misiva tras enterarse de los pactos con el reino de Hau Nebu. Había intentado ser diplomática al responder. Eso siempre se le dio mejor a Osiris. Le escribió como si se tratara de una carta que un señor enviaba a su rey.

Esa mañana había estado organizando la policía de la ciudad, y había ido con Nefertum a recibir los cargamentos de turquesa y cobre del Sinaí. Mientras esperaban a que sus hombres descargaran los carros de las caravanas y los animales, Isis le había preguntado por Toth. Le había dicho que llevaba todos esos días trabajando en la biblioteca. Seshat había estado muchos días con ella, comiendo o cenando, y muchas noches paseando por palacio. No habían vuelto a hablar de nada personal, sólo sobre los asuntos de gobierno que Seshat necesitaba para apuntar en los anales. Pero desde el día que despidieron a Horus y a sus hombres no había vuelto a ver a Toth.

Nunca se había sentido demasiado cómoda con Nefertum. A pesar de haberse criado en el mismo palacio que él, apenas habían cruzado un par de palabras en toda su vida, y ella nunca supo cómo iniciar una conversación porque él siempre lo evitaba. Siempre frases cortas, secas, aunque supiera que no lo hiciera con mala intención. Con el único con el que se había llevado bien había sido con Osiris, y parecía que con Horus. Ese día estaba aún más inquieta, porque Aiwu, el jefe de las caravanas, había pedido una audiencia privada con ella. Le había dicho que le recibiría esa tarde. Nefertum la había mirado con recelo, por no haber hablado delante de él. Ella tampoco se disculpó. Nefertum se había retirado y había acudido detrás del mercader. Isis les observó susurrar, sabiendo que le estaba contando lo que hablaría con ella esa tarde. No quiso entrometerse.

Cuando se dirigieron a los almacenes después de que los escribas de palacio se hubieran hecho los informes, al quedarse solos, con la única compañía de sus abanicadores y los sirvientes con los parasoles y el agua, Nefertum le ofreció un saco de tela blanca en el que había guardado una de las piedras sin tallar mientras contaban los sacos y vigilaban el peso de todos ellos.

–  Es el regalo de mi madre – le dijo, mientras ella lo cogía de la mano –. Ve con esto a sus orfebres y diles que la tallen y la engarcen. Puede ser uno de los últimos cargamentos que recibamos.         

Isis asintió. Ya no se acordaba de que los primeros días Seshat le había dicho que le reservaría parte de las turquesas. Le preocupó su última frase. Algo había ocurrido en el Sinaí. Respiró hondo, de ello ya se ocuparía esa tarde. Miró al cielo y vio que aún le daba tiempo a pasarse por los talleres. El día anterior el jefe del los telares le había pedido que acudiera en cuanto pudiera.

Isis le dio las gracias a Nefertum y se dirigió a los talleres que se situaban al final de la calle que desembocaba en el recinto de la biblioteca. Antes se detuvo en los talleres de joyas. Pidió ver al orfebre de Seshat y cuando se presentó ante ella, sacó la piedra de la bolsa. Le ordenó que fabricara con ella un trono, y que lo engarzara en plata, para un colgante. Ese era el símbolo y el color de Abydos y de su realeza. Cuando lo tuviera con ella lo dotaría de magia. Cualquier amuleto que la protegiera le sería útil.

Mientras estuvo en los talleres de las telas no dejó de pensar en que algo hubiera salido mal en el Sinaí, porque Seth estuviera influyendo en la zona. Isis se quedó junto a la puerta observando a los hombres que estaban tejiendo mientras escuchaba lo que el jefe de los talleres de lino le estaba diciendo. Le señaló un par de telares en los que no había nadie. Había ordenado telas y ropa para que su ejército los recogiera a su vuelta. Isis reparó los telares con su magia. Con ellos rotos no podrían cumplir con los encargos que le había pedido. Había aprendido a utilizar su magia en cualquier situación que lo requiriera. No podía permitirse perder el tiempo. Su hijo regresaría en una semana y estaba cumpliendo al detalle todo lo que se había propuesto.

Le había costado adaptarse durante la primera semana desde que regresaron de Sais. Sintió que todo el mundo estaba conspirando contra ella, que la apartaban. Ahora había visto que como antes, ella era poderosa y que debía estar ahí porque era necesaria. Ahora mucho más que antes. Sentirse ocupada, rigiendo el país, le había dado aún más fuerza. Volvía a tener esperanza por todo lo que estaba haciendo, le había vuelto a encontrar un sentido, lo hacía por Osiris, pero la venganza por recuperar lo que era suyo, por dárselo a su hijo, por vengarse de Seth, le había hecho ver aquello como una continuidad en su vida. Los años en Sais parecían ahora tan ajenos, que le daba la sensación de que no le habían pertenecido a ella. Su magia era lo único que le recordaba lo mucho que había ganado. Le había venido bien alejarse de Horus por un tiempo, le había hecho volver a recobrar la confianza en sí misma y verse capaz de afrontar de nuevo la dirección del país.

Ese día comió sola y apresurada en su habitación, con la única compañía de Bes y de los sirvientes que le habían servido. Miraba al cielo continuamente deseando que llegara la hora para entrevistarse con Aiwu. En cuanto terminó se cambió de ropa, se retocó el maquillaje y se echó perfume. Le ordenó a Bes que la acompañara. Entraron en la sala del trono por el pasillo trasero. La puerta principal estaba abierta, y en cuanto los guardias la vieron sentarse en el trono de Toth, se giraron desde el umbral para recibir sus órdenes. Bes se quedó de pie a su lado y le pidió que le trajera algo de beber. Dio un par de sorbos al vaso de zumo de granada que le sirvió de una mesa que había en uno de los laterales y al volver a mirar al vestíbulo ya la estaba esperando Aiwu con otros diez hombres. Hizo un gesto con la mano a sus guardias para dejarles entrar. Fueron anunciados y después de saludarla, Isis escuchó lo que tenía que decirle.

Era un hombre bajo, de piel tostada, con una túnica marrón que le cubría los brazos y las piernas por completo. En la cabeza llevaba atado un pañuelo blanco y aunque no se atrevía a levantar la mirada supo que estaba nervioso. Ese atuendo le recordó los días en que ella tuvo que viajar por el desierto junto a sus escorpiones cuando abandonó el palacio de Seth. La voz de Aiwu le interrumpió sus pensamientos. 

–  Hathor ha conquistado el Sinaí – le dijo sin rodeos –. Ha mandado un ejército en nombre de Seth y se ha proclamado Señora de las Minas de Turquesa y del Cobre. Toda la península es suya. Han destruido las guarniciones egipcias y se ha impuesto como reina del Sinaí. Cuando mis caravanas estaban embarcando en la costa con toda la producción para dirigirse al Nilo con mis burros y camellos, nos llegaron las noticias de que un ejército mandado por Hathor desde el sur con un tercio de las fuerzas que eran de Amón y otro por el príncipe Hammon desde el norte estaban atacando y arrasando todos los puestos egipcios. Hace dos días hemos recibido en el desierto a dos soldados que regresaban de una batalla en las minas de turquesa. En realidad fue una masacre porque apenas pudieron oponer resistencia. Aquellos dos hombres murieron la misma noche en que nos alcanzaron. Contaron que eran doscientos hombres contra dos ejércitos. No ha quedado nadie vivo que antes hubiera podido apoyaros a vos y a vuestro hijo.

Isis le había escuchando mirándole fijamente. A cada palabra había apretado el reposabrazos con más fuerza. Necesitó unos minutos para asimilar lo que le acababa de contar. Sentía desbordarse su magia al pensar en el nombre de la que había sido la responsable de aquello. Hathor. Le recorría por sus brazos un hormigueo que intentaba calmar apretando las manos con fuerza sobre la madera. No quería hablar hasta que se hubiera calmado. Todos esperaban con la mirada en el suelo esperando una respuesta.

–  Que vegan Toth, Seshat y todos los nobles de esta ciudad – ordenó.  

Y sin moverse del sitio esperó a que todos ellos estuvieran presentes. Toth fue el primero en llegar junto su hijo, acompañado por un par de sus guardias. Llegaron también todos aquellos que ocupaban cargos importantes en palacio y en la administración. La sala se fue llenando en medio de un silencio incómodo. Todos vieron que aquella llamada urgente, su porte tenso y la presencia del jefe de las caravanas no auguraba nada bueno. Nefertum se quedó a los pies del atrio, y Toth subió a su lado. Bes se apartó de inmediato unos pasos al verle acercarse. Nefertum no le había dicho nada. Toth la miró a los ojos y comprendió lo que ocurría. Se quedó en pie a su derecha y de inmediato llegó Seshat por la puerta principal, haciéndose paso entre la gente que la dejaba pasar hasta el atrio. Ella también leyó en sus pensamientos y se sentó en el trono a su lado, el que era suyo.

Isis esperó unos instantes más antes de ponerse en pie. En ese momento todos se fijaron en ella, interrumpiendo los pocos susurros que había en la sala. En un principio sólo había visto en aquello una amenaza para su seguridad, y como una ofensa personal hacia ella. Pero ahora se daba cuenta que esa situación les convenía. Era una oportunidad para una victoria mucho más fácil.  

–  Hathor se ha proclamado como reina, pero yo os digo que la única reina que jamás tendrá Egipto seré yo – habló en voz alta, determinante, y con orgullo. También con odio. De todos, a ella era a la que más odiaba. Más que a Seth –. Seth ha dividido el ejército. Será una buena oportunidad para lanzar un ataque al Sur. Nos han hecho un favor. Mi hijo volverá en una semana. Mandadle una misiva con todo esto que ha ocurrido. El Nilo ya está empezando a crecer, y es navegable. En una semana será capaz de traer con él todas sus fuerzas como habíamos planeado. Hay que atacar cuanto antes y aprovechar su error. Destruyendo primero a Seth podremos reconquistar después el Sinaí. Nosotros tenemos un ejército mejor equipado, más numeroso y mejor entrenado. Enviad mis palabras a mi hijo y que le sirvan como consejo.

Isis volvió a sentarse y con un gesto de la mano despidió a todos los que había convocado urgentemente allí. Cuando sólo quedaron Toth y Seshat, Isis acabó sonriendo.

Ellos también habían visto lo que aquello podría significar. Estuvieron hablando hasta que cayó el sol. Su hermano había cometido un error de estrategia. Era lo que había deseado el día que se marchó de El Oasis. Siempre le cegaría su obsesión por el poder y no se había dado cuenta que acababa de minar sus fuerzas. Podía tener a Amón o a Montu, pero su hijo mandaba un ejército mucho más poderoso. Estaba segura de que ellos le habrían aconsejado mantener el ejército unido en un momento en que Horus estaba a punto de dirigirse contra ellos. Se alegraba, porque eso a la larga podría producir escisiones internas.  Sobre todo Amón era un gobernante excelente, sensato, y el más poderoso del Sur. Quizá podría convencer a Seth y eso no les ayudaría. Osiris había confiado en él, le había proclamado príncipe de Tebas, y siempre les había servido bien hasta que vio la oportunidad de independizarse de Egipto y llegar a ser un reino independiente como lo era Tueris en la Región de las Cataratas. A Seth podría exigírselo en un futuro, pero si hubiera apoyado a Horus, eso hubiera implicado también renunciar a una posible autonomía.

Planeando los acontecimientos que se sucederían en unas semanas Isis deseó acompañar a su hijo en la guerra. Quería ver todo aquello de primera mano, observar cómo se ganaban las batallas en su favor y estar ahí cuando se reconquistara el Sur. Sobre todo quería estar para recibir a su hermano cuando ya lo hubiera perdido todo. Necesitaba ese momento. Toth le habló sobre el lugar en que Seth podría conducir su ejército. Ahora estaba en Nubt, pero era una ciudad mal defendida. Amón querría librarla en Tebas y eso a ellos no les convenía. Tebas se levantaba como una isla infranqueable en la época de la crecida, protegida por una muralla que la aislaba por completo. El muro del oeste daba al Nilo, y el acceso al resto de la muralla se convertía en una zona pantanosa debido a la inundación. Si se refugiaban en Tebas, la única salida era un asedio por río, que tendría poco sentido porque por las zonas del este la ciudad podría seguir abasteciéndose ya que el ejército era imposible que pudiera introducirse en los campos cubiertos de limo y agua. Y eso les daría tiempo para hacer regresar a las fuerzas que Hathor y Hammon tenían en el Sinaí.

Cuando Toth le expuso aquella posibilidad Isis borró toda la esperanza que acababa de dar al resto de los nobles. De hecho, al escucharle, estuvo segura que iba a ser lo que harían. Amón era demasiado inteligente como para no haber pensado en ello. Y a Seth le resultaría la mejor opción.

–  Entonces Horus tendrá que darse prisa y evitar que alcancen la ciudad.

Toth asintió.

–  Y me gustaría que tú fueras con él – le dijo, sin decirle que en realidad era la petición de su hijo. Horus le dijo que no quería que su madre pensara que estaba cediendo.

Isis le miró sorprendida. Horus era el primero que quería mantenerla alejada de la batalla. Y se suponía que ella debería quedarse para atender los asuntos de gobierno.

–  El ejército necesita de tu magia.

Isis pensó de inmediato en Heket. Ella sola no podría ocuparse de tantos hombres, y Heket le sería de gran ayuda ofreciendo a todos aquellos que estuvieran a punto de morir el aliento de la vida, para darle tiempo a ella a curarles. Le pidió que la dejara acompañarla. Toth asintió y mandó a Seshat que le escribiera para que viniera a Khemnu al día siguiente. Sólo había una hora de viaje entre las dos ciudades. Seshat se levantó y se marchó, y Toth ocupó el sitio donde había estado sentada.

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