Isis

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Isis

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Isis estuvo atenta al ver levantarse las murallas de la ciudad y en ese momento Maat les dio la orden de prepararse para llegar. Se pusieron en pie y se acercaron a la proa. Al mirar hacia el oeste vio al ejército por la carretera a un kilómetro de distancia de la orilla. Horus ordenó detener los barcos cuando un carro se acercó a la orilla. Isis vio a Horus y a Herishef intercambiarse gestos con los brazos y la cabeza para que cumpliera con lo que habían establecido en los últimos días. En cuanto el ejército tomó el camino hacia Tebas Oeste ellos se acercaron al canal que llevaba al borde de las murallas de Tebas. Había un par de guardias en lo alto y al instante apareció Amón entre ellos. Les observó un momento y dio su consentimiento para que abrieran las puertas que unían el canal con el embarcadero del palacio.

En cuanto pasó a través de ellas, Isis se quedó con la mirada fija en el lago. Todos los que les esperaban eran sirvientes de palacio, el patio seguía tan impresionante como lo recordaba, rodeado de palmeras, árboles y flores, como si la guerra allí no les hubiera afectado. De inmediato recordó que Hathor estaba allí. Cuando terminaron de desembarcar Mut salió a recibirles por la avenida que llevaba al pilono del este que daba acceso a las zonas públicas del palacio de Amón.

Horus se dejó atender por todos los que le ofrecían agua y comida. Recelaba de todos, miraba a su alrededor sin olvidar un instante que se encontraba en la ciudad que no había logrado tomar durante dos años. Bebió y comió con temor de que estuviera envenenado. Dio un poco a Nubneferu, que como siempre, se mantenía sobre su hombro, tranquilo. Como le había sucedido en Dendera, toda aquella perfección parecía anunciarle un desastre inminente. Su halcón siempre parecía adelantarse a una situación de peligro y le había tranquilizado que esta vez no se pusiera nervioso, pero las advertencias de su madre le habían dejado inquieto. Intentó desecharlas al pensar que eran los temores de Neftis. No quiso salir a recibirla cuando supo que llegaba a Nubt. Se había cruzado con ella un par de veces en palacio. Se habían quedado mirando. Ella intentó hablar con él, pero como le había sucedido cuando supo de ella en Sais, no le produjo una buena sensación.

Se olvidó de todo en cuanto vio a Mut acercarse por la avenida custodiada por esfinges de carnero, con el pilono de palacio de fondo sobre el que ondeaban dos banderas azules a ambos lados, y dos obeliscos protegiendo las jambas en forma de estatuas sedentes de Amón. Él se adelantó unos pasos para recibirla. Mut se quedó justo donde terminaba la calle e hizo un gesto a Horus para que se acercara más. Detrás de ella iban dos nubios portando uno un abanico y el otro un parasol, y cinco sirvientas más. Horus obedeció con la mirada puesta en ella. Era mediodía, el parasol le daba sombra por completo, y su peluca y sus ropas se movían levemente por el aire que le daba uno de los nubios. Parecía demasiado confiada, le sonreía, se mantenía erguida y supo de inmediato que no se arrepentían de nada.

–  Sed bienvenidos a Tebas – le dijo en voz alta –, la Ciudad del Sur se os entrega intacta, como en el pasado, siempre servirá al Señor de las Dos Tierras, que ahora sois vos. Habéis mostrado valor y os habéis ganado nuestro reconocimiento como nuestro señor y señor del Sur. Que la palabra de Neith sea aceptada.

Horus se mantuvo alerta en todo momento y contuvo la respiración al verla llevarse la mano entre su túnica. Cuando volvió a sacarla le extendía un collar con tres moscas de oro.

–  Aceptadlo como regalo de la ciudad por vuestro valor – le susurró en voz baja, sonriendo aún más al darse cuenta que no confiaba en ella ni todo lo que se pudiera encontrar.

Horus se acercó hasta quedarse a la sombra de su parasol y lo tomó de su mano. Lo miró un momento y cuando levantó la mirada vio más allá de sus ojos negros. Mut no se lo impidió. Estaba siendo sincera. Le aceptaban a él como rey, pero hubo algo en su corazón que le hizo dudar. Demasiado orgullo. Mut le sostuvo la cara entre sus manos y le dio dos besos. Sintió un escalofrío al contacto de su piel helada y de sus labios aún más fríos.

–  Tebas nunca se ha rebelado contra el poder del rey – y esta vez habló para todos, haciendo que Horus se colocara a su lado, agarrándole la mano –, siempre se ha mantenido leal al Señor del Sur.         

Horus respiro hondo. Estaba declarando que su poder podía ser mayor al suyo y todos lo entendieron así. Se sentían demasiado seguros porque nadie iba a reclamarles haber apoyado a Seth. Le estaba diciendo que no habían traicionado a nadie porque hasta que Neith dijo lo contrario, Seth había sido el Señor del Sur. Sabía elegir muy bien las palabras. Vio a Toth y a Ra asentir. Sus padres habían sabido mantener a Amón de su lado. Él debería hacer lo mismo. No le importaba su soberbia y aún más la de su esposo si les servían a él y eran un apoyo fuerte. Ya había comprobado que como enemigos podían ponérselo muy difícil. Amón puede hacer de esto un abismo, le había dicho a su madre la mañana antes de marchar hacia el Sur. Lo había conseguido. Empezó a considerar que quizá no habría sido tan mala la solución que había tomado su madre. Se sentía engañado, pero si al final daba resultado podría perdonárselo. Mut se dio la vuelta y Horus la siguió de su lado por la avenida hasta palacio. Había esperado atravesar esos muros por haberlos conquistado. Era lo único que le decepcionaba.

Isis había escuchado a Mut con rabia al demostrarles su inmunidad. Siempre había sido demasiado arrogante, pero en el pasado se habían llevado bien y la había considerado una gran mujer con la que siempre se había entendido. En el fondo esperaba volver a recuperar esa ciudad para ellos. Parecía que lo habían conseguido, y con ello también Armant. Montu apoyaría lo que Amón dijera. Ahora sólo quedaba que Hathor y Seth reconocieran también a su hijo. Por ellos era por los que más temía.

En el recibidor, justo antes de entrar en la sala del trono Isis se acercó con disimulo a Horus, su guardia. Con una mirada la entendió. Él asintió levemente. Isis se acercó sosteniéndole con una mano por la cintura, notó la empuñadura de su espada.

–  Estate atento – le dijo al oído.

Pero cuando volvía para sentarse con su hermana, que estaba junto a Tueris en una de las sillas de los laterales, su hijo la detuvo agarrándole del brazo. Por un momento se sintió descubierta. La miró advirtiéndole que disimulara.

–  Este lugar es mucho más extraordinario de lo que había visto en Sais – le habló en voz baja –. Gracias a ti estamos aquí hoy, por fin seré el rey de las Dos Tierras, y mañana al amanecer Nejbet me colocará la corona blanca sobre mi cabeza.

Isis no lograba entender qué tenía que adivinar de aquella reacción. Le miró de reojo, ese día llevaba la corona roja y vestía con la mejor túnica que ella misma había tejido y bordado para ese día antes de comenzar la guerra. Los collares y las joyas de oro, plata, coralina y lapislázuli, conjuntaban con el traje. Isis miró hacia el patio de entrada, sobre uno de los bancos de piedra esperaba su halcón. Horus había entrelazado su brazo con el suyo y caminaba despacio a lo largo de las columnas junto a la puerta de entrada a la sala del trono, que aún estaba cerrada. Mut les había pedido que esperaran allí, les habían ofrecido comida y bebida, los sirvientes paseaban con bandejas en las manos ofreciendo a todos lo que quisieran tomar, y el olor a incienso lo inundaba todo.

No sabía si le hablaba con ironía o no. No se esperaba que en ese momento le estuviera reconociendo lo que había hecho y se lo estuviera agradeciendo. Hasta esa misma mañana le había reprochado por ello. Al cabo de un rato, despacio, sin dejar de hablar, apretó su brazo con la mano. Isis sintió en ella algo frío, como una pequeña placa de metal, y cuando bajó hasta su mano y la cerró sobre la suya adivinó que era una punta de flecha.

Se introdujo en su mente y le advirtió que la guardara, que si la necesitaba la dotara de magia o de veneno y que la utilizara en su beneficio. Era la punta de hierro que Anhur le había regalado como una flecha. Horus se retiró para seguir hablando con todos los que se congregaban allí. Había sabido que había pedido a su guardia llevar con él un arma, pero él también había desobedecido lo que él mismo había ordenado. Seth había jurado destruirles e incluso ahora temía porque su odio fuera mucho mayor que la palabra de Neith. Al darse la vuelta vio la mirada de Toth clavada en ella desde el otro lado de la sala, pero en seguida asintió con la cabeza. Ella le respondió de la misma manera. Como su hijo, él también lo acababa de adivinar, y se lo permitía.

Tuvieron que esperar una hora más hasta que abrieron las puertas de la sala del trono. Al escuchar el movimiento de los pasadores y pestillos desde el otro lado todos se quedaron en silencio. Horus se adelantó junto a Toth y Ra, y mientras caminaba hacia allí su guardia le ofreció su maza de oro. Se detuvieron justo en el umbral. A su alrededor se colocaron sus escorpiones y el resto de su guardia. Isis dio una última mirada a Horus, su guardia, antes de que se colocara justo detrás de su hijo. Ella se levantó de la silla donde había estado sentada, y se llevó una mano sobre su cadera derecha, justo donde había guardado la punta de flecha que su hijo le había dado. Respiró hondo mientras caminaba al centro del vestíbulo intentando ver el interior. No se oía nada. Horus seguía esperando en el umbral. Desde allí sólo pudo ver la pared pintada del final de la sala y dos tronos vacíos que sabía que se levantaban sobre un atrio.

Horus estaba en pie, custodiado a su derecha por Toth y a su izquierda por Ra. Detrás de él sentía la presencia de sus guardias. Mantuvo la mirada al frente a lo largo de un pasillo flanqueado por hombres de palacio, y al final del todo, a los pies de las escaleras que subían al atrio, Seth en el centro, con Amón a un lado y Hathor al otro. A su izquierda un poco más apartados estaban Mut y Montu. Toda su vida se había preparado para destruir a aquellos que tenía ante él. No pudo apartar la mirada de Seth. Seth, pensó. Sobre todo a él. Sentía que sus ojos le abrasaban a pesar de la distancia. Le odiaba. Eran los mismos ojos rojos de Neftis. En ella vio la desolación del desierto, los de Seth eran crueles, el reflejo de la sangre.

Al dar el primer paso al interior se ciñeron sobre él todas las miradas de los presentes. A cada paso que se acercaba se impregnó de todo el poder que una vez le había mostrado Neith. La luz que entraba por las galerías que se abrían a ambos lados dejaba el interior en un juego de luces y sombras brillando entre las columnas, los colores y la decoración de la sala. El atrio recibía la luz del sol directamente y el brillo de los tronos de oro se reflejaba tras sus anfitriones marcando su distancia con el resto de los invitados y sobre todo de los que se acercaban allí. Habían querido impresionarle, demostrarle que no habían sido vencidos. Seth. Imponente, firme en su posición, sin renunciar a su orgullo. Severo, desafiante. Era la imagen que esperaba y que le confirmaba como el responsable del caos que se había adueñado de Egipto. Hathor, mucho más bella que las estatuas que le habían fascinado en Dendera. Al fin la veía en persona. Amón. Que decía entender en los susurros del viento del norte. Le había hecho imposible la victoria. Miró de reojo a Montu y a Mut. Él, un guerrero excelente, y ella tan altiva como le había recibido.

Horus respiró hondo al detenerse a unos metros de ellos. Seth parecía retarle a comenzar de nuevo una guerra. Que lo haga, deseó. Pero en ese instante vio a Toth y a Ra adelantarse y subir al atrio. Cada uno se quedó en pie delante de uno de los dos tronos, Toth a la derecha y Ra a la izquierda. Ellos presidirían el juicio, que debía ser una ratificación de la orden de Neith. Ella era la existencia, y por tanto tenían que aceptarlo. En ese instante se rompió el silencio y él mismo se dio la vuelta para colocarse junto a sus guardias en uno de los laterales más próximos al atrio, justo enfrente de los que hasta ese momento habían sido sus enemigos.

Los murmullos se elevaron entre todos los presentes mientras Toth y Ra, en lo alto del atrio, hablaban en voz baja antes de comenzar. Isis lo había visto todo desde el centro de la sala, entraron justo después y esperaron a una prudente distancia detrás de ellos. Había sido un recibimiento demasiado frío. Ella había conteniendo la tensión hasta ese momento. Tenía a su hermano demasiado cerca. Verle de nuevo junto a Hathor le hizo estallar toda su magia que logró contener con los puños cerrados.

Miró a Ra. De nuevo deseó conocer su nombre para acabar con todos ellos en un instante. Miró a su alrededor intentando calmarse. Maat fue la primera que se dirigió a unas sillas que había en los laterales a los pies del atrio para ellos y todos los que le habían acompañado también se dirigieron hasta allí. El resto de sus sirvientes se mantuvo en pie en la parte trasera. Neftis fue la única que dudó antes de acercarse. Isis la había visto observar a Seth, temerle. Volvió a ver en ella la duda, el imaginarse que no iban a salir de allí. Vio su miedo porque al final se viera obligada a marcharse con él.

Neftis se sobresaltó cuando ella la agarró del brazo para dirigirse a los asientos. Sabía que le había hecho daño con su magia. Le era muy difícil controlarse. Al tener a Seth delante todos sus recuerdos habían vuelto a ella, todo su dolor, su odio, las traiciones, cada una de las despedidas en las que él había salido triunfante. Se había cruzado con su mirada un instante. Otra vez la subestimaba. No midió lo que estaba haciendo. Soltó a su hermana y se dirigió a él. Se quedó a unos pasos de su rostro. Él estaba a punto de sentarse en una de las sillas pero la esperó en pie. Notó que toda la sala se quedaba en silencio mirándoles a ellos. No le importó.

–  Hermana – le sonrió, de la misma manera en que lo había hecho cuando la recibió en El Oasis, la última vez que le había visto hasta ese día.

Ella respiró hondo al escuchar su voz. No le contestó. Al notar su aliento sobre su rostro toda su ira desapareció al instante. Se sintió confusa. Parpadeó un par de veces y volvió a perderse en sus ojos.

–  Seth – le respondió.

Apretó los labios y contuvo la respiración cuando le sostuvo la mano. Le faltaban las palabras. Su hermano siempre lograba desesperarla hasta hacerla perder toda la razón. Bajó la mirada y se quedó con los ojos fijos en la mano que le agarraba. 

–  Crees que después de todo lo que me has hecho – le habló entre dientes, en voz baja, con rabia –, todo lo que has hecho sufrir a Neftis, y a Osiris, a mi hijo, a todo el país. Te crees todavía con derecho a exigir lo más mínimo. No me importa – y en ese momento volvió a mirarle a los ojos –. Te juré que no tendrías Egipto y que iba a recuperar lo que me habías quitado. Yo he ganado.

Isis intentó soltarse, pero él le apretó aún más fuerte. Seth sonrió a pesar de todo. Ella misma hubiera necesitado más, derribar los muros de su palacio, destruirle por completo como le había jurado cuando se marchó de El Oasis; pero estaba satisfecha por saber que ese día le había devuelto parte de lo que él siempre había hecho con ella. Aún así, su hermano no reaccionó más que con aquél apretón.

No había notado que Horus se había acercado. Obligó a Seth a soltarla y le advirtió que no le provocara. Seth se mantuvo quieto. 

–  El mismo temperamento – sonrió, mirándoles a ambos.

Pero en ese instante Seth levantó un brazo e hizo una señal a los hombres que custodiaban las puertas de entrada. Isis se dio la vuelta al escuchar chirriar las maderas. En ese instante le volvió a latir el corazón con fuerza, miró a Toth y a Ra. 

–  ¿Qué estás haciendo? – le preguntó Toth a Seth.

Él no respondió y con otro gesto hizo que cerraran las galerías con las puertas correderas de bronce.

–  ¡Abre las puertas! – ordenó Horus.

Isis buscó a Horus, su guardia, tras ella. Vio que se había llevado la mano bajo su túnica. Isis asintió para que estuviera preparado. Seth levantó los brazos y pidió silencio. Se adelantó ante Toth y Ra al exigirle una explicación. Isis se había cruzado con la mirada de su hermana. Era una trampa, reconoció. Pero ya no tenía tiempo para pensar en ello. Al mirar a Amón notó que también estaba sorprendido. Hathor estaba tensa. Seth estaba actuando por su cuenta. Había tenido ese presentimiento desde que leyó en Neftis todo su temor. Al menos esta vez habían venido preparados.

–  Yo estoy aquí no para firmar una paz, sino para pedir que se me otorgue lo que me merezco. Yo soy hijo de los reyes de Egipto Geb y Nut, hijos de Ra – comenzó, de cara a Toth y Ra –, es a mí a quien me corresponde ocupar el puesto de mi hermano Osiris.

–  ¡Tú se lo arrebataste! – le gritó Isis. No pudo contenerse al escucharle hablar así –. Tú le mataste, ¿y te atreves a reclamar su puesto?

Toth levantó una mano pidiéndole que se callara. Querían escuchar lo que él tenía que decir. Seth la miró un instante.

–  Nadie en Egipto es más poderoso que yo – continuó –. El cargo se me debe dar a mí.

–  Horus es el legítimo heredero – le advirtió Toth.

–  No.

Isis intentó calmarse. Si entraban en un debate sobre quién debía o no ocupar el cargo, sobre los derechos y las leyes, sabía que Toth ganaría. Intentó pensar aquello para no desesperarse de nuevo al escuchar esa negativa. Horus no se lo tomó tan bien. Vio que iba a contestarle cuando ella le detuvo agarrándole del brazo.

–  Déjale que hable – le susurró.

–  Yo también tengo sangre real – se explicó Seth –. Horus es débil, el cargo de Señor de las Dos Tierras le queda demasiado grande. Con él se han sucedido todas las desgracias en Egipto, ha traído la muerte sobre la tierra al haber sido concebido de un muerto.

Isis sonrió irónica, dolida. Después de que no había podido negarle la paternidad de Osiris, que ya todo el mundo lo aceptaba, ahora intentaba justificarse con aquello. De inmediato se le empañaron los ojos de lágrimas.

–  Cómo te atreves – susurró.

Pero se mantuvo quieta en su sitio. Todavía tenía agarrado el brazo de Horus. Lo apretó aún más fuerte intentando respirar hondo. También notó a su hijo tensar todos los músculos. No quiso decir nada porque no quería arriesgarse a que la echaran del juicio. De nuevo confió en Toth para que lo solucionara.  

–  Seth – habló Toth. Su voz le tranquilizó, como siempre lo hacía –, exiges que te demos el cargo de Osiris mientras su hijo está vivo.

–  ¿Qué vida se puede obtener de un muerto? – insistió y se volvió para mirar a Isis –. Sólo a partir de la brujería. 

Él sabía tan bien como ella que era capaz de dotar de vida a todo aquello que lo había poseído alguna vez. Las aguas del Nilo, sanar todo aquello que estaba enfermo, y cuando Osiris murió le había recuperado. Él lo sabía. Le miró a los ojos. Estaba serio, pero con la cabeza alta, se sentía poderoso. Lo estaba disfrutando. Recordó las palabras de su hermana cuando estuvieron en Jem. Cada día es más cruel. No llegaba a entender cómo Neftis había soportando tanto. En tan sólo unos minutos a ella había logrado hundirla y desarmar todos sus argumentos. Su hermana había aguantado más de cuarenta años.

Estaba insistiendo en lo que más le dolía, y sobre todo por ver a muchos en la sala que asentían dándole la razón. Isis se adelantó impotente. Les estaba convenciendo.

–  Toth – le habló a los pies del atrio, mirándole y a la vez suplicándole que detuviera todo aquello –, tú fuiste testigo, Anubis también. Diles de que no es verdad eso que dice.

Isis sintió que se le quebraba la voz. Respiró hondo. Toth estaba sentado en el trono, le miraba a los ojos, tenía apoyadas las dos manos sobre sus piernas, y la escuchaba tan firme como lo había hecho con Seth. Deseó que estuviera Osiris allí con ella. Él habría sabido solucionarlo, siempre encontraba las palabras adecuadas y sabía mantenerse tranquilo en situaciones como aquella.   

–  Si todo es cierto, que Osiris venga aquí – le retó Seth, sabiendo que no le sería posible.

Isis se dio la vuelta, sintiendo que estaba justo detrás de ella. Al mirarle a los ojos supo que ya sabía de antemano que era imposible.

–  Que él decida quién quiere que sea el que ocupe el trono de las Dos Tierras.

–  ¿Cuántas veces me has llamado bruja? – le habló en voz baja, contenida, suficiente para que le oyeran a su alrededor –. Por no haber tenido todo lo que Osiris y yo hemos poseído. Tú querías el Nilo, pero es mío y ahora de mi hijo. Tú mataste a Osiris, pero yo he creado la inmortalidad para él. Yo le di la vida. Si el desierto ha venido a Egipto es porque tú estás aquí.

–  Esta ciudad ha sido abierta para el Señor de las Dos Tierras – todos se giraron a Hathor, que hablaba mirando a su padre. Isis contuvo la respiración. Que viniera de ella le desconcertó –. Horus ha sido declarado por Neith como tal. Su palabra vale por la de todos.

–  No – levantó Seth la voz.  

A su lado, Isis sintió que su voz se le clavaba hasta lo más hondo. Se negaba. Al volver a mirarle sus ojos desprendían la misma ira y el triunfo que había visto el día en que se encontraron en la frontera de Egipto. Primero se había quedado mirando a Hathor, ella le respondió con una actitud desafiante. Vio a su hijo observándola con admiración. Ella se había acercado a su lado, y había quedado claro que todos los que una vez se habían enfrentado a él, ahora le reconocían. Ella siempre lograba cautivar a cualquiera que la escuchara. Con su palabra pareció solucionar aquella discusión que Isis sintió por un instante como una vuelta a la guerra.

Ra se levantó de su asiento. 

–  Mañana Horus será coronado – declaró.

–  No – volvió a repetir Seth.

Y sin decir más se dio la vuelta, caminando deprisa a medida que los presentes le dejaban pasar hasta las puertas cerradas de la entrada. Isis le vio alejarse, en ese momento se dio cuenta de que había estado respirando deprisa, nerviosa. Todavía sentía el temor por que todo aquello hubiera derivado en un enfrentamiento. Aún así, odió que hubiera sido Hathor la que se hubiera impuesto en vez de ella, que hubiera silenciado a Seth y convencido a Ra.

 


Veinticinco

 

 

 

Horus se había vuelto hacia Hathor al escucharla hablar. Se había adelantado hasta quedarse a unos pasos de él. Respiró hondo y todo su aroma a flores le hizo olvidar que hasta el día anterior habían estado en guerra, que había conquistado el Sinaí, destruido las defensas de Nejbet, que había apoyado a Seth, que había intentado destruir a sus padres en más de una ocasión y también a él. La observó mientras hablaba, su cuerpo cubierto por un vestido ajustado y sobre él una túnica de manga corta de dos capas de lino plisadas, y tan fino que a pesar de todo dejaba ver la piel. Llevaba un collar de flores blancas y azules del que por detrás caía una cuerda trenzada en oro hasta la cintura, y una peluca con flequillo que no le llegaba a los hombros. Observó cada detalle de su rostro para quedarse fijo en sus ojos.   

Ella le miró de reojo cuando Ra anunció su coronación. Le sonrió y él intentó leer en su mente. Sólo pudo ver lo que más deseaba. Su ambición era ser reina. Se lo había pedido a su padre, antes de crear a Geb y Nut, estuvo a punto de conseguirlo con Seth, y ahora estaba segura de alcanzarlo con él. Horus la quiso para él. Cuando regresó a Egipto pensó en tomar a alguien tras la guerra que pudiera servirle como una alianza para unir el Norte y el Sur. Con ella podría tenerlo todo. La deseaba, pero a la vez le recorrió un escalofrío al pensar que le estaba dominando. Su madre siempre la había tenido por alguien muy peligrosa, y sabía de su odio hacia ella.

Volvió la mirada al frente intentado pensar con claridad. Miró a su madre, aún tensa, respirando hondo, con la mirada perdida en Seth. La sala se había quedado en silencio viéndole marchar hacia la salida. Sólo se escuchaban sus pasos.     

Isis contuvo la respiración al ver a Seth desenfundar una espada de uno de los hombres que habían guardado las puertas. De reojo vio que Horus, su guardia, desenfundaba también su espada y al mirar a su hijo reaccionó de manera instintiva. Isis sacó en un instante la punta de flecha que le había dado y toda su magia se concentró en ella. No apuntó, simplemente deseó que se clavara en él.

Escuchó un gritó de dolor de su hermano. Vio un hilo de sangre a través del muslo, no veía la punta. Horus corrió hacia suguardia y le quitó la espada de las manos. Seth siguió avanzando. Horus le esperó con la mirada puesta en sus ojos y cuando estuvo a punto de levantar la espada, cuando Seth estuvo a unos pasos de él, se detuvo.

–  Juré luchar hasta destruirte – le habló Seth en voz alta, mirándole a los ojos –. Yo no aceptaré una paz si no es con tu muerte.

Horus respiró hondo, sabiendo que él había jurado también lo mismo. Recordó el odio que había visto en él a través de Neith. Por un momento le paralizó al verlo a través del brillo rojo de sus pupilas. Él mismo quería ganarse el derecho de gobernar a través de la guerra, ahora tenía la oportunidad.

Seth había proclamado que se merecía el cargo de Osiris por ser su hermano, le había deslegitimado a él diciendo primero que no era hijo de Osiris, y luego que su vida sólo traería la perdición a Egipto. Había justificado merecérselo por ser el más fuerte, pero si Seth le mataba, además tendría todos los derechos para sucederle porque era el heredero. Tueris se lo había dicho la noche de su banquete de bienvenida en Khemnu. Era lo que había ocurrido hasta que él volvió de Sais, y por lo que habían luchado en el Sur.

–  Las Dos Tierras son mías ahora – le susurró Horus.

–  Entonces lucha por ellas – le retó –. Eres débil, como tu madre. Si fueras tan poderoso no las hubierais perdido. Al menos las hubieras recuperado. 

Horus le atacó primero. Sabía que se estaba burlando de él. Horus podía adelantarse a todos sus movimientos, pero Seth sabía luchar mejor. Isis se mantuvo donde estaba, quieta, con los brazos cruzados y deseando que cada mandoble de su hijo se clavara en Seth. Vio que poco a poco empezaba a cansarse, Seth había alcanzado a su hijo en un par de ocasiones. Tan sólo fueron cortes superficiales, pero el suyo le dolía más. Veía que le temblaba la mano, que le dolía la herida que ella le había causado. Aún así siguió luchando y en un último intento logró alcanzar a Horus. Isis le tenía de espaldas pero lo adivinó por el grito de su hijo y por la sonrisa de Seth. Horus se llevó la mano a la cara, y cuando volvió a sostener la empuñadura con las dos manos vio todo lleno de sangre. Al volver a atacar lo hizo con rabia, con odio, y de inmediato pudo ver que había perdido un ojo. Isis fue adelantarse, pero su guardia le sostuvo para que se mantuviera allí. No podía intervenir. Se tapó la boca con la mano y con la otra apretó fuerte el brazo de Horus. Sólo podía esperar a que terminaran. 

Vio que la magia de la punta de flecha estaba llegando al corazón. Seth estaba cansado, casi no podía levantar la espada, ya sólo detenía y se alejaba de los ataques de Horus. Contuvo un par de veces la respiración, se miró la pierna y cayó de rodillas. Al verle sufrir de aquella manera sintió lástima. Cuando vio que un instante después su hijo le clavaría la espada, no quiso que le matara. Negó en silencio, y en ese momento escuchó a su hermana detrás de ella.

–  Por favor – le suplicó. La miró y vio que estaba llorando –, no dejes que le mate. 

Que ella se lo pidiera le hizo arrepentirse aún más de haber causado una lucha injusta. Se suponía que quería hacer bien las cosas y si su hijo había ganado era porque ella le había ayudado. A pesar de todo lo que su hermano le había hecho sufrir, le dolió verle así.

Horus se quedó parado mirándole arrodillado ante él. Quería que se humillara antes de acabar con él y que proclamara ante todos que él había vencido.

–  Isis – le suplicó Seth, buscándola con la mirada entre la gente –, no has sido justa.

Le estaba pidiendo que le ayudara, que le curara. Nadie más que ella podía. Su hermana también le estaba insistiendo detrás de ella. Seth le habló con lo único que podía hacerle cambiar de opinión. Había luchado siempre por dar a cada uno lo que se merecía. Sabía que aunque él no lo había sido nunca, ella antepondría siempre lo correcto, como Osiris había hecho.

Horus la miró atónito. Leyó en ella todo lo que estaba pensando. Le estaba perdonando. Horus negó en silencio. Isis se sintió confusa. Miraba a su hermano, arrodillado suplicándole. En ese momento sólo podía recordar de él un pasado en que entre ellos todo había estado bien. También miraba a su hijo con la cara empapada en sangre, con su espada en la mano, apretando fuerte la empuñadura. No podía mirarle a la cara. Se dio la vuelta buscando a la única persona que podría ampararla en esos momentos. Toth estaba de pie ante el trono.

–  Que todo esto termine – le pidió –. Y que mañana la orden de Neith sea ratificada por todos.

Toth asintió. Horus aceptó también. Era la única manera de acabar. Estaba agotado. Ordenó que abrieran las puertas y le obedecieron. Isis miró a Seth levantarse con un último esfuerzo y alejarse rechazando la ayuda de sus hombres. Al instante algunos se retiraron, pero casi todos se quedaron para atender a Horus. Isis ordenó que trajeran agua, hierbas y ungüentos. Mut vigiló que se hiciera todo lo que había ordenado. Horus se sentó en una silla y se apoyó con la espalda en una de las columnas de la sala. En ese momento sintió todo el dolor del ojo que ya no tenía y del resto de las heridas de sus brazos y piernas. Cerró el otro ojo y se dejó atender por Mut y su madre.

Sintió los trapos de agua tibia primero sobre su cara y después por el resto de las heridas. Cuando le colocaron las hierbas y los ungüentos apretó las mandíbulas, le escocía. Pero al instante le calmó por completo el tacto de una pluma. Sintió que se quedaba dormido, pero en ese momento Mut le llamó para que fuera a los aposentos que le habían preparado. Cuando abrió el ojo sólo quedaban allí unos pocos sirvientes, sus escorpiones, Mut, Seshat, Maat, Neftis y Hathor. Se quedó mirándola a ella, a unos pasos, sosteniendo unos frascos y unos trapos de lino. Ni siquiera le importó que su madre se hubiera marchado, ni tampoco le importó adónde.

–  Hathor – le dijo Mut –. Llévale a la habitación.

Ella asintió mientras Horus se levantaba. Estaba un poco mareado. El ver sólo por uno ojo le aturdía aún más. Al mirarla recordó que debía tener cuidado con ella. Salieron por una de las galerías laterales seguidos de sus escorpiones. Ya era de noche y agradeció el aire fresco que le recibió al otro lado de las columnas. Evitó mirarla mientras le guiaba con el dedo y con simples indicaciones a través de los pasillos y las salas. Bordearon el lago del palacio de Amón alrededor del cual se distribuían las las dependencias donde alojaban a los invitados que llegaban a Tebas.

Entraron en una de las primeras estancias con vistas al lago y a la parte trasera del palacio. La habitación estaba casi en penumbras, con la única luz que llegaba de las antorchas que llevaban sus escorpiones. Horus les ordenó que montaran guardia durante toda la noche. Tomó una de las antorchas y entró con Hathor a la habitación. Ella se mantuvo quieta en el umbral y él se adelantó para sentarse en la cama. La miró un momento y le pidió que le dejara solo. En vez de eso se acercó unos pasos. Horus volvió a mirarla sin entender qué estaba haciendo. De todos ella era la que más le había confundido. Le intrigaba. Le había defendido esa tarde como Señor de las Dos Tierras, pero tantos cambios de lealtades le hacía sospechar que sólo pretendía hacerse con un lugar preeminente en Egipto, a su lado, como reina. La miró de arriba abajo. Si él quisiera podría destruirla como a Seth por su traición. A la vez quería tenerla a su lado.

–  Nadie me ha reclamado que te entregue el Sinaí – le dijo de repente. Al mirarle a los ojos le hablaba como lo había hecho ante su padre, como si estuviera emitiendo un veredicto –. Yo no fui creada para servir a nadie. Mi hermana se convirtió en señora de Iunu y mi padre me dejó mantener Dendera después del último juicio antes de que se marchara a navegar en la barca del sol.

–  ¿Qué quieres? – le interrumpió. No tenía ganas de entretenerse en una conversación que sabía que acabaría con una petición de su parte –. Dime qué quieres.

–  Quiero mantener el Sinaí en mi poder y que me devuelvas el gobierno de Dendera.     

Intentó indagar en ella. Sus ojos se clavaban en él hablándole de toda la ambición que poseía. Sabía que deseaba mucho más. Se levantó y Hathor continuó sonriéndole como si diera por hecho que le daría todo lo que le pidiera. No pudo leer en ella.

–  Hoy soy la persona que más lealtad te guarda y lo haré siempre si me haces tu esposa.

Horus asintió, era lo que le había dejado ver en la sala del trono. Se le hacía difícil decirle que no. Luego recordaba todas sus traiciones. También todo su poder. Hathor se acercó un poco más mirándole a la cara. Sus palabras se repitieron en su cabeza, sin entender qué pretendía decirle en realidad. 

–  Te devolveré tu ojo – le dijo antes de que pudiera decir nada, mientras le tocó las vendas que lo cubrían con los dedos. 

Era la primera vez que le tocaba. Se estremeció mientras la escuchaba hablar. Una voz dulce, le cautivaba. Esta vez no pudo interrumpirla. Le habló de lo que debía tomarse, de los frascos que llevaba en la otra mano y que le dejó en la mesita junto a la cama. Le dijo que volvería por la mañana y que antes de volver a la sala del trono para ser coronado tendría de nuevo su ojo.

Mientras le hablaba de ello recordó que no había visto a su madre desde que le había estado curando. Ella podría habérselo devuelto en un instante. La había visto cientos de veces en el campamento devolver la salud a sus hombres, curarles las heridas, devolverles miembros amputados. Un ojo para ella hubiera sido sencillo.

–  Ve a buscar a mi madre – le dijo.

–  Tu madre…

Hathor estaba colocando los frascos con las pócimas en el orden que se los debía tomar para poder reconstituirle la visión. Se dio la vuelta, pareciendo sorprendida por su petición. Su respuesta le dejó en evidencia. En vez de terminar la frase se acercó de nuevo a él, con una sonrisa que parecía negarle su orden. Horus no supo cómo reaccionar. Le estaba escondiendo lo que sabía, y aún así no fue capaz de obligarla a hablar, ni siquiera a contestarle o insistir. 

–  Te miro y veo que nunca has estado con una mujer – le susurró –. Crees que Neith te lo ha aportado todo. No es así, ella nunca te hubiera mostrado todo. Por eso me creó mi padre. Igual que él me ha querido desde el primer día que me tuvo ante él, he amado a muchos que han venido a mí. Tu madre cree que os hago débiles. Algún día me necesitarás. Ella me odia, pero soy yo la que debería haber sido siempre la reina de Egipto. Isis ha creado esta situación y aún duda en apoyarte a ti o a tu hermano. Ella es mucho más débil que yo.  

–  ¿Dónde está? – tenía la certeza de que lo sabía.

–  Sí… – asintió –. Todavía desconfías de ella…

Tenía razón. La observó mientras se daba la vuelta en silencio. También sabía que no había deseado a ninguna mujer hasta tenerla a ella.

– Mi padre quiere verme esta noche – le dijo mientras se alejaba –. Hace cuarenta años que no me llamaba.

Le había hecho evidente que su madre estaba tramando algo esa noche. No entendía por qué le había dicho que nadie le era más leal que ella o si simplemente era una treta para persuadirle. Quería que la hiciera su esposa y un instante después le estaba diciendo que esa noche estaría en la cama de su padre. Respiró hondo y todavía pudo oler el perfume de flores que había dejado Hathor inundando la habitación.

Se tumbó en la cama y mirando al techo pensó en su madre. Le parecía lógico que la odiara, competían por lo mismo. No podía negar que Hathor tuviera razón al decirle que sería una buena reina. Tenía determinación, pero a la vez temía que algún día rivalizara incluso con él por imponerse en el puesto del rey. A la vez esa competencia le atraía. Cerró el ojo y volvió a buscar su aroma en el aire de la habitación. Poco a poco se fue haciendo más tenue por la brisa de la noche que entraba por la ventana que daba al lado de palacio. De Isis no consentía el más mínimo desdén, pero de una mujer como Hathor… Su madre siempre supo mantenerse en su lugar con Osiris y a la vez colaborar juntos. Con él había sido diferente. Se había entrometido y le había obligado a aceptar cosas que él hubiera hecho de otra manera. Volvió a recordar que Hathor sabía algo. No iba a permitir que Isis volviera a actuar por su cuenta y menos en ese momento en que a la mañana siguiente iba a ser coronado como Señor del Sur. Se levantó y se puso las sandalias que había dejado justo a los pies de la cama. Tenía que ir a buscarla.

Hathor le había mencionado la posibilidad de que apoyara a Seth. Mientras estuvo en la sala del trono había temido que le perdonara. Había visto sus ojos clavados en los de su hermano cuando cayó de rodillas ante él. Había sentido pena por él. Lo temió desde un principio. Le había dado la punta de flecha para que la utilizara si la situación se descontrolaba. Había hecho bien, pero una vez que vio que le había condenado a muerte se había arrepentido. Antes de salir cogió la espada que había utilizado esa tarde. Estaba limpia. Se puso una túnica encima y salió de la habitación.

Se llevó con él a Horus, a Tefen y a Befen. Indicó a Horus que fuera a su lado. Le preguntó por Isis. Él tampoco sabía donde estaba. Le dijo que había abandonado la sala cuando Mut regresó con todo lo que había ordenado. Se fue con Neftis sin decir nada. Estuvieron hablando un rato en el vestíbulo. Él las había visto discutir y al final abrazarse. Neftis regresó a la sala. A ella la recordaba cuando se levantó para marcharse.

La buscaron en la zona donde le habían alojado a él. Nadie sabía dónde había ido. Cuando encontró a Neftis, a punto de irse a dormir, tampoco le dijo nada. Empezó a pensar que quizá Hathor tuviera razón. En sus pensamientos se mezclaba todo lo que sabía de ella y sus propios principios. Le irritaba no saber a quién creer. Era la primera vez que se había sentido tan confuso. Le desesperaba pensar que su madre hubiera estado todo ese tiempo manteniendo la más mínima esperanza por alcanzar un acuerdo en secreto con Seth. Hathor le había hecho sospechar aún más por todo lo que no le había dicho. Tampoco se fiaba del todo de ella. Había utilizado su propia persona, su belleza, sus promesas, para alcanzar sus intereses como reina, y sabía que disfrutaba con ello. Su madre la había criticado mucho a lo largo de su vida y él también la había considerado peligrosa. Temía pensar que también le estaba manipulando a él.

Hathor aún mantenía el Sinaí, recordó, y si Seth sobrevivía, gobernaría los reinos extranjeros desde Biblos. Ese reparto podía significar una amenaza constante para él. Y ahora veía la posibilidad de que su madre no le apoyara. Habían discutido mucho a lo largo de esos tres años, incluso desde Sais. Ya había actuado algunas veces por su cuenta, y temía que lo estuviera haciendo otra vez. Antes se trataba de ayudarle a él, ahora lo dudaba. No quería que se encontrara frente a frente con Seth porque podía arruinar todo lo que él había conseguido. Ya lo había hecho al acudir a Khemnu y aún podían empeorar más las cosas. No quería una paz como la que había establecido su padre hacía cuarenta años.

Al salir de las residencias se quedó mirando desde el borde del muro el lago de Amón que se situaba justo debajo de él. Era tan grande como el de Khemnu. Tenía a su lado unas escaleras que terminaban en el agua y todo a su alrededor eran árboles y jardines que se mezclaban en la oscuridad con los muros de palacio. Se tocó la venda que le cubría el ojo. No le dolía, pero le costaba enfocar la mirada con el que aún podía ver.

Respiró hondo perdido en la superficie negra del agua, con unos leves reflejos de la luz de la luna. A través de los árboles aún se podían ver luces en palacio. Había pensado mucho en esa ciudad. Lo que aprendió de ella con Neith, las conversaciones con Toth. Mencionar el nombre de Tebas siempre le impuso respeto y una protección que emanaba de sus murallas infranqueables. En su interior todo se mantenía como si la guerra no hubiera tenido lugar allí. No había signos de los asedios que había sufrido, de la falta de provisiones por las sequías que su madre había provocado en los campos para que pudieran acercarse a los muros. No habían logrado hacer mella en la vida diaria de la ciudad. Sabía que era gracias a Hathor por la que todo aquello se había mantenido en excelentes condiciones. Recordó Dendera. Le había fascinado esa ciudad. Khemnu era perfecta, pero Dendera le había atraído con sus colores, su aroma, sus detalles. Como ella.

Se giró un momento para comprobar que sus escorpiones aún seguían con él. Estaban esperando a unos pasos a su espalda. Miró las estrellas y la luna. Recordó la noche en que se encontró a Anubis y a Isis hablando en una de las salas de Khemnu. Ese tema había sido delicado para él. Lo consideraba una traición y una ofensa hacia él. Sonrió irónico. Ahora él estaba casi decidido a aceptar a Hathor cuando sabía, y ella le había reconocido, que había tomado a muchísimos hombres que se lo habían pedido o que a ella se le antojaban. Intentó justificarla con que Hathor no estaba casada, que era su naturaleza, y como le había dicho antes de marcharse, su padre la había creado para enamorar a los hombres. Recordó cuando Neith le mostró lo que ella era. Le transmitió una sensación de placer, alegría, había escuchado la misma voz cautivadora con la que le había hablado esa noche y al declararle como rey en la sala del trono. Nada más soltar sus manos esa sensación se transformó en orgullo, vanidad, y sobre todo satisfacción por saberse poderosa. Es lo mismo que tú sentirás algún día, le dijo Neith. Él había sonreído cuando añadió que algún día se sentiría digno de ella. No le contestó, pero entonces había pensado para sí que más bien sería al revés, y aún lo seguía pensando. Hathor era demasiado voluble. De repente supo dónde podía encontrar a Isis. Su madre también tenía esa misma debilidad cuando se trataba de sus hermanos.

–  Llévame a los aposentos de Seth – ordenó, dándose la vuelta y señalando sólo a Horus.

–  Sí, mi señor.


Veintiséis

 

 

 

Isis salió de la sala del trono en cuanto Mut se encargó de cuidar a su hijo. Neftis la estaba desesperando. No dejaba de preguntarle qué iba a ocurrir con Seth. Isis deseó dejarle morir. Bastaba con no ir a extraerle la punta de flecha. Sólo podía pensar en su hermano mientras atendía a su hijo. Cuando dejó que Mut le fuera curando las heridas salió con Neftis al vestíbulo.

–  ¿Ahora te preocupas por él? – le reprochó.

–  Tengo miedo – le respondió –. Quiero saber qué vas a hacer.

–  Merece la muerte que le he dado.

Isis recordó el instante en que Seth salió de la sala. Le suplicaba su ayuda, como Neftis ahora. Tenía los brazos cruzados, respiraba hondo, y estaba a punto de echarse a llorar. No había habido un solo día desde que regresó que Neftis no hubiera llorado por lo más mínimo. Y aún así le estaba pidiendo que no le dejara morir.

–  No quiero que muera – le dijo Neftis, mirándola de reojo y apartando los ojos al instante –. No le dejes que me vuelva a llevar con él, por favor, pero tampoco le deseo lo que le has hecho.

Desde que había tenido a su hermano delante de ella todo lo que había ocurrido se mezclaba en su corazón sin distinguir lo que sentía. Recordó su estancia en Sais. Incluso en ese momento no sabía qué hacer. Sabía que no debía curarle. Miró a su alredor, el vestíbulo estaba a oscuras, salvo por la luz que llegaba de la sala del trono. Al otro lado estaba el patio que daba acceso a palacio desde el pilono del embarcadero real. Se sintió un poco mejor al sentir el aire de la calle. Hasta ese instante se había sentido prisionera en la sala que ahora mantenía las puertas abiertas. Miró al interior. Vio a Hathor caminar de un lado a otro, a las órdenes de Mut, organizarlo todo. Tenía miedo porque ahora se acercara a su hijo al saber que había perdido a Seth. El resto de los presentes se fueron marchando por las galerías de los laterales. Ahora sólo quedaban aquellos que estaban atendiendo a Horus. Le dolía verle así, que hubiera perdido un ojo, pero sobre todo que su victoria se hubiera basado en la ventaja que le había dado. Él le dio la flecha, quizá se imaginaba algo así por parte de Seth. Aún así no había sido una lucha justa. Seth le hubiera vencido. Leyó los pensamientos de su hermana. Era lo que pensaba. Seth se lo había reprochado también.    

Había estado hablando con Toth nada más descender del trono. Le preguntó por qué no les había ayudado si con su palabra hubiera sido suficiente. Tenía el poder para imponerse, todos consideraban ya a Horus el rey de las Dos Tierras. Sólo tenía que haber obligado a Seth a someterse a Neith. Su contestación le hizo sentirse aún más culpable.

–  ¿Cómo crees que podía ayudarte si tú misma has roto el pacto? – le habló en voz baja, tenso, pero no se lo reprochó, sólo se estaba disculpando por lo que había sido inevitable –. Nada de armas, era el trato que Horus había comunicado a Seth. Ambos lo habéis incumplido. Sabía que él tenía a varios hombres armados en la sala. Por eso no te dije nada antes. Pero ahora no puedo defenderte.

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