Isis

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Isis

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A pesar de todo se sintió en paz, con su venganza cumplida. Seth moriría al amanecer y su hijo recuperaría la corona y las insignias de su padre. Nejbet le acababa de decir que Amón iba a entregárselas antes de que saliera el sol. Seth las había guardado allí, en una de las salas más escondidas del Tesoro. Desde allí, vio cómo Mut le ponía una venda a Horus sobre el hueco del ojo.

–  ¿Qué vas a hacer? – le preguntó su hermana.

Sus ojos desprendían un brillo rojizo incluso en la oscuridad que las rodeaba. Pensó en la alternativa de que su hermano siguiera vivo a la mañana siguiente. Era lo que hubiera deseado para Osiris. Se pasó años buscándole para devolverle la vida. Todavía podía recordar perfectamente lo que Horus le dijo el día que se marcharon de El Oasis, cuando ella se perdió en las vistas del palacio desde la cueva. Le dijo que su madre quería que todos sus hijos fueran iguales, ella se había reído y le había dicho que era imposible. Ella misma había salvado a uno de sus hermanos y había condenado al otro. Pero no había sido justa, volvió a repetirse. Neftis se lo estaba diciendo. Pero ella necesitaba aquella venganza. Deseaba hacerlo, pero le frenaba la culpa. Anheló preguntar a Osiris. Él le había perdonado muchas veces. Le torturaba el no saber si podría vivir con ello toda su vida. Neftis le había pedido que no lo hiciera. Seth le había suplicado.

–  ¿Qué vas a hacer? – le insistió, al ver que no respondía y que tan sólo se quedaba mirándola –. ¿Qué haría Osiris?

Isis se pasó una mano por la cara levantando los ojos al techo. Osiris, pensó. Le necesitaba más que nunca. Tenía que decidirlo ya, irse o quedarse. Buscó con los ojos a Toth en la sala a pesar de que sabía que ya se había ido. O Seshat. Al ver a Neftis limpiarse las lágrimas deseó echarse a llorar ella también. Se contuvo. En ese instante, como si lo estuviera escuchando de sus labios, recordó sin esperarlo todos los títulos que Toth le había enumerado en la sala del trono de Khemnu antes de marcharse a Sais. La Señora de la Tierra Negra, la Señora del Norte y del Sur, Poderosa en Magia y Hechizos, Señora de la Vida, aquélla que ha creado la Inmortalidad, hermana y esposa del rey de las Dos Tierras Osiris, hija de padre y madre reales. Isis, que fue puesta bajo mi mano desde el día en que nació, mi pupila y quien ha seguido mis enseñanzas. Entonces le hizo recordar todo lo que ella era. Señora de la Vida, se repitió. También lo era de la muerte.

–  Haz lo que quieras – le susurró su hermana. 

Isis le dio un beso en la mejilla, la abrazó, le dijo que estuviera tranquila, y le pidió que volviera con Horus. Neftis asintió. Siempre confiaba en ella. Isis se dio la vuelta y se dirigió a la avenida del sur hacia las dependencias privadas de Amón. Allí se alojaba también Seth. Se dejó guiar a través de las estancias en penumbras, a veces tan solo por el tacto de sus manos sobre las paredes. Ella conocía ese palacio, se habían alojado allí las veces que habían visitado Tebas. En la oscuridad sus remordimientos se hicieron más intensos. Toth le había enseñado a ser justa. Osiris siempre lo fue. Ella siempre se esforzó por favorecer la vida, y después de que él muriera había deseado para su hermano el mundo de Occidente donde sólo pudieran acceder aquellas personas excelentes. Por un momento se sintió ardiendo en los lagos de fuego que había visto sobre los papiros de Toth y mientras la arena le abrasaba la garganta.

Estaba caminando a través de un pasillo que le llevaba al patio donde se encontraban los aposentos de Seth. Desde allí podía sentir el sufrimiento de su hermano. Su propia magia. Caminó a tientas con la mano puesta en la pared y con la mirada fija en la poca luz de la noche que entraba por el otro extremo. Se detuvo antes de salir y se apoyó un momento sobre el muro. Había sido demasiada la presión de ese día. Viéndose allí sintió traicionar a su hijo. Había elegido ir con su hermano. Esperaba poder estar para los dos. Esperaba que Horus no llegara a enterarse de que había estado allí. Ya le había desobedecido muchas veces. Ella misma se veía incapaz de enfrentarse a solas con su hermano. Estaban acostumbrados a pelear, jamás se habían lamentado de nada, y aunque lo hicieran nunca se lo habían reconocido mutuamente. Tampoco deseaba hacerlo esta vez porque no se arrepentía. Luego se había dado cuenta de que sí, pero odiaba reconocerlo.

Lloró en silencio. Había aguantado todo hasta ese momento. La piedra templada de la pared sólo le ofreció un apoyo. Hubiera deseado que estuviera fría, como en los primeros meses de la sequía. Eso le hubiera calmado. Tampoco le llegaba nada de aire desde el patio. Sólo le tranquilizó la soledad. Respiró hondo, se limpió las lágrimas con las manos y se acicaló el pelo y la ropa antes de seguir. Al menos ahora podría hablar sin que le temblara la voz.

Salió a un pórtico, y a su alrededor no se veía nada salvo la luz que salía por debajo de la rendija de la puerta que había a su izquierda. La abrió despacio y se encontró a su hermano tumbado en la cama, recostado sobre unas almohadas, tapado con una sábana, dejando las piernas y los brazos al aire. Estaba empapado en sudor, con los ojos cerrados. Tres sirvientes estaban atendiéndolo. Respiraba con dificultad, y tenía una de las manos apoyada sobre su frente. No sabía si la había escuchado llegar. En silencio Isis ordenó a todos que se fueran. Después de cerrar la puerta tragó saliva. No debía estar allí. Era una habitación pequeña, la cama estaba enfrente de la puerta, a un lado una mesilla mediando con la pared, y al otro lado una mesa corredera con velas, bandejas con frascos y cuencos de agua, y con varias sillas plegables al lado. A los pies de la pared de la izquierda se amontonaban las ropas sucias de Seth, trapos llenos de sangre, su espada y el resto de sus armas. Isis suspiró al rememorar ese día. Había sido un día largo y había decidido terminar allí. Volvió a mirarle a él y justo en ese momento le vio sonreír aunque seguía con los ojos cerrados.

–  Soy yo – le dijo simplemente.

–  Ya sé que eres tú – le contestó. Y su sonrisa se hizo aún más amplia –. ¿Ahora eres tú quien cierra las puertas?          

Estar con él siempre le aturdía. Le atraía por lo que una vez le había ofrecido, por su poder, porque la desconcertaba. Había una parte de ella que todavía tenía muy presente las veces que le había dicho que sólo la quería a ella. De aquello hacía décadas. Después, primaron sus traiciones y su odio irracional.

Isis no contestó. Se acercó al borde de la cama y le miró como siempre había deseado. A punto de morir, sufriendo, como él lo había hecho con ella y con Osiris. Sintió un cosquilleo en sus manos. Estar allí en pie le hacía sentir poderosa, pero al instante apretó los labios cuando vio la herida en la pierna. Seth siempre tuvo la capacidad de no sentir remordimientos por nada, de quedarse únicamente con ese primer sentimiento que la había abordado a ella. Y su orgullo, algo que era común en los dos.

–  ¿Recuerdas cuando me suplicaste? – le preguntó Seth. Notó que le costaba, pero aún así aparentaba que le era sencillo el esfuerzo y más aún lo que le estaba diciendo. Isis contuvo la respiración y apretó los puños. Le estaba hablando del día en que despedazó a Osiris delante de ella –. En este momento lo hago yo.

Al abrir los ojos y mirarla a la cara dejó caer el brazo que tenía en la frente sobre el colchón, extendió las manos con las palmas abiertas y le suplicó con la mirada que le ayudara. No escondió su dolor. Apretó las mandíbulas. Sabía lo mucho que le dolía. Isis sintió una punzada en el estómago. Sintió que se le volvían a llenar los ojos de lágrimas. Seth apartó la mirada y rió en voz baja.

–  ¿Estás llorando por mí?

Su risa había sido amable. Como antes. Su sonrisa le había delatado que estaba satisfecho por verla allí. Isis lamentó que todo se hubiera estropeado, que hubieran tenido que pasar por todo aquello cuando se podría haber evitado. Siempre había anhelado esa alternativa. El equilibrio.

–  Sí, Seth – le contestó con rabia, levantando la voz –, estoy llorando por ti, por mi hermana, por mi hermano, y por mi hijo, porque estoy aquí contigo en vez de estar con él.

Por primera vez vio resignación en él.

–  Neftis – susurró –, no ha venido. Esperaba que viniera.

–  ¿Cómo eres capaz? – le reprochó atónita.

No pudo decirle más. Y vio que en realidad no comprendía por qué Neftis se había mantenido alejada de él. Ni siquiera entendía que le tenía miedo. Isis no se esforzó por hacérselo ver, porque no le haría entender.

–  Es mi mujer – le dijo, como si fuera su obligación.

–  Me pidió que no te matara – le dijo, intentando mantener la calma y no hacerle pagar por todo lo que también había hecho a su hermana. Apartó todo lo que vio en ella porque sino no hubiera podido continuar –, pero no esperes que algún día vuelva contigo.

–  Tú tampoco me vas a matar – pero de nuevo era una súplica.

Isis negó en silencio.

–  Me duele tanto verte así – le confesó tras un silencio.

–  Por favor – le repitió él.

Isis respiró hondo. Podía oler todavía la sangre que cubrían las ropas sucias de su hermano, su espada, y sobre todo su pierna hinchada, la gangrena, el olor de la muerte que se desprendía de la herida. Se puso de rodillas sobre la cama y tocó la herida con los dedos. Notó todos los músculos de su hermano contraerse y ahogar un grito de dolor. Isis buscó sobre la mesa un cuchillo y cogió uno de los que estaban mejor afilados. Lo sopló para desinfectarlo con su aliento, puso su mano sobre la pierna de Seth y de inmediato abrió la herida ayudándose del cuchillo y retiró la punta de hierro. Casi se había deshecho del todo extendiendo el veneno por su cuerpo. Isis la terminó de deshacer en la palma de su mano y con la otra presionó fuerte la herida hasta que no quedó nada y el color de la pierna recobró su tono cobrizo. Aún se quedó mirando un rato más su mano sobre la pierna, sintiendo en ella toda la magia que fluía desde su corazón y recordando la primera vez que lo había hecho.

Escuchó a Seth suspirar, le miró de reojo. Se estaba pasando las manos por la cara, con los ojos cerrados, aliviado. El dolor por verse en la muerte, condenado por ella, le había hecho temer porque se cumpliera en él todo lo que había jurado hacerles. Isis retiró la mano al dudar en haber hecho bien.

–  Siempre supe que si perdía la guerra podría salvarme si todavía te quedaba algo de afecto por mí.

Isis sonrió irónica. Ella pensó lo mismo una vez. Aún estaba de rodillas sobre la cama, miró de nuevo la pierna de su hermano que había curado. Sus palabras le hicieron olvidar toda la lucha. Pensó que todo acabaría ese día, pero ahora le asaltaba la duda de que todavía fuera capaz de negar a su hijo al día siguiente. Después de lo que había hecho por él debía aceptar.

–  Tienes que reconocer a Horus como Señor de las Dos Tierras – le susurró, todavía con la mirada perdida en su pierna.

Isis sólo escuchó el silencio. Se volvió para mirarle exigiéndole una respuesta.

–  Hay mil maneras de que alcancemos una paz entre tú y yo.

–  Pero ahora no sólo estamos tú y yo – le recordó.

Seth estiró el brazo y le agarró de la muñeca tirando de ella. Isis se acercó un poco más. Aún estaba empapado en sudor, su piel estaba ardiendo, mucho más de lo que estaba acostumbrada. Sabía lo que quería y en el instante en que la tocó no le importó más que quedarse con él. Le estaba pidiendo lo mismo que una vez le propuso en El Oasis. Unir el Desierto y el Valle entre los dos. Quizá era lo que debería haber hecho entonces. Habría evitado todo lo que vino después. Había acudido a él dudando, y él se aprovechaba para convencerla. Isis respiró hondo sabiendo que debía marcharse. No lo haría.

Notaba su poder en ella, persuadiéndola con su actitud, con su tacto. Parecía elegir las palabras y el momento exacto para acercarse a ella. Aún más a ella que la conocía bien. Le estaba acariciando el brazo, Isis sentía su corazón acelerarse por todo el calor que le transmitía. Hasta que no pudo evitar mirarle a los ojos. Rojos, brillantes, ardientes. Deseó repetir todo lo que había sentido con él una vez, dejar de odiarle. Estaba cansada de la guerra, de su enfrentamiento con él. Estaba agotada de tanta responsabilidad, de sus obligaciones. Por un instante deseó que fuera Osiris el que estuviera con ella. Pero era Seth. Anhelaba sentirse querida por alguien.

–  Ojalá pudiera quererte como antes – le susurró Seth.

Isis apretó los labios, deseando abandonarse a lo que le acababa de pedir. Dejó que la acercara a él, que la acariciara, que la besara. Isis se tumbó a su lado sobre las almohadas y cerró los ojos mientras él recorría sucuerpo. Estaba agotada y sus caricias le ayudaron a devolverla al pasado al que tanto ansiaba volver. En un instante sintió que lo recuperaba.

–  Seth – le llamó.

Quería decirle que aceptaba, pero al abrir los ojos supo distinguir la realidad en la que se encontraba.

–  Deja que me vaya – le suplicó.

–  Tu lugar es conmigo.

Isis sintió un nudo en la garganta al recordar que era lo mismo que le había dicho muchas veces en El Oasis, cuando ella era consciente de que no estaba haciendo bien y quería negarse. Vuelves porque me necesitas, le solía decir también. Su respuesta sólo fue una excusa para entregarse a él. Necesitaba al menos esa noche. Dejó que jugara con las trenzas de su peluca, que le desabrochara la túnica y que buscara los pliegues de su vestido para acariciarle la piel. Volvió a cerrar los ojos al sentir sus manos recorriéndola desde las piernas hasta la cintura. Pero en ese instante le detuvo agarrándole ella con sus manos sobre las suyas.

Se incorporó sobre la cama, asustada. Había sentido algo, y no le dio tiempo a distinguirlo cuando la puerta se abrió de repente. Se mantuvo quieta, mirando a Horus a la cara. Era lo último que había deseado y él parecía estar buscándola habiendo esperado esa traición. Horus deseó que nunca hubiera despertado de las aguas de Sais. Se culpó por haberle permitido estar a su lado todo ese tiempo. Apretó los puños y la vio a ella como la única a la que debía apartar de su vida. Siempre pensó que era demasiado débil para enfrentarse a su hermano. Recordó lo que había visto en ella el día que intentó indagar en su interior en Sais. Odio, pero en él se mezclaba algo más. Entendió que era el dolor porque hubiera sido él quien se lo hubiera causado.

Horus la había necesitado mucho más que para favorecerle en la guerra y a su ejército. Creía que era la única que iba a estar con él hasta el final. Verla allí, era comprender que todo su apoyo había sido una mentira. Desenfundó la espada que había utilizado esa tarde con Seth. Isis se levantó de inmediato y le pidió que guardara la espada. Al suplicarle la odió aún más.

–  Te encuentro aquí, cuando me has jurado siempre que lo que querías era mi victoria, acabar con él y darme a mí las Dos Tierras – le reprochó, sin moverse del umbral –. Y ahora le has ofrecido a él lo que me pertenece. ¿Esto es lo que debo esperar de ti?

–  Horus – le suplicó.

Le miró a los ojos, le dolía saber que tenía razón. Horus negó en silencio. Isis tuvo miedo cuando le vio apretar con fuerza el mango de la espada. No reaccionó, no se esperaba que la levantara contra ella. Un instante después sintió el filo de bronce cortándole el cuello. Dejó de respirar, se llevó la mano al cuello sintiendo la sangre en su boca y desbordándose entre sus dedos. Escuchó pasos, voces, pero al instante dejó de sentir nada, cayó al suelo, apoyando la espalda contra el borde de la cama. Sintió que su corazón dejaba de latir, pero un segundo después lo hacía con fuerza y pudo respirar hondo. Parpadeó un par de veces, miró a su alrededor y vio a Horus desaparecer por el umbral. Al volver a mirar a sus manos todo estaba lleno de sangre, su vestido, el suelo. Miró hacia arriba cuando Seth se puso delante de ella. La ayudó a levantarse y cuando volvió a mirarle sus ojos le recordaron todo lo que su hermana había hablado de él. Cada día se volvía más cruel. Había conseguido todo lo que se había propuesto. 

–  Vete – le pidió.    

Isis salió de allí sin decir nada, siendo consciente de que ahora sí que lo había perdido todo. Pensó en Osiris. Sólo le quedaba ese lugar que aún no había creado. Y acababa de estar a punto de perderlo también. Al salir a la avenida que unía las zonas privadas del palacio con las estancias donde se habían alojado fue consciente de que había muerto por un instante. Lo había arriesgado todo por haber confiado demasiado. Otra vez. No quiso enfrentarse al día siguiente.

Al llegar a su habitación, se quitó la ropa con rabia, todas las joyas y la peluca. Se tumbo en la cama, pasándose la mano por el cuello. Ya no le quedaba nada, ni siquiera una pequeña cicatriz, pero todavía podía sentir el filo atravesándola. Recordó lo que le dijo Seshat cuando Toth se lo hizo a ella. Entendió esa sensación, pero su situación era muy diferente. Había visto la cólera en los ojos de Horus al blandir la espada. En ese instante supo que iba dirigida a ella en vez de a Seth. Ahora que podía pensarlo lo veía claro. Miró al techo, iluminado con la poca luz de la luna que entraba por las columnas que daban al patio. Había perdido las prioridades. No iba a ir a la coronación. Ni siquiera Toth podría defenderla esta vez. Al amanecer se marcharía con Neftis. Estaba segura que ella la seguiría adonde fuera.

Esa noche se esforzó por no quedarse dormida. La mayoría de sus sueños, como le había dicho su hijo la primera noche que pasaron en Egipto, eran diferentes a los de antes. Pero temía las pesadillas que le acechaban desde que comenzaron la guerra. Ese día había sido el peor de todos. Se puso la mano en el corazón sintiendo todavía el instante en que le había dejado de latir. Su magia hizo que volviera a palpitar, como hizo con Osiris. Estaba muy cansada. Con los ojos cerrados le fue imposible mantenerse despierta por mucho tiempo. Se durmió pensando en él, pero en su sueño le vio renunciando a ella. Soñó que había muerto y que Osiris la declaró injusta en el juicio. Le culpó por traicionarle a él y a su hijo, por haberle abandonado y darle a Seth lo que era suyo. Toth había apuntado todo lo que había leído en su corazón, cada uno de los malos actos que había cometido en su vida. Habían sido muchos. Isis empezó a llorar desesperada al ver a la devoradora Ammit a punto de comerse su corazón. Quiso que Toth leyera también todo lo bueno. Había superado con creces a sus pecados.

–  Isis – le llamaba Maat.

Intentó liberarse de su mano que la agarraba y que le impedía rescatar el corazón de las manos de Anubis que se lo estaba llevando a Ammit. Le suplicó que no lo hiciera, a él, a Osiris, a Neftis que estaba a su lado, a Toth. Lo último que hizo fue recordarle a Osiris el día en que le devolvió la vida. Sus ojos le miraron de la misma manera en la que Horus lo había hecho. Ira, desprecio, odio. En ese instante en vez de él, era Horus el que presidía el juicio con una espada curva en su mano y tenía a Hathor a su lado. Había recuperado el ojo perdido, pero en vez de verde era completamente rojo.

–  Isis – volvió a escuchar la voz de Maat y a apretar aún más su brazo –. Isis.  

Se levantó de golpe, sudando, inquieta, sin saber muy bien dónde se encontraba. Tebas, recordó. Maat estaba con ella, sentada en el borde de la cama, con una mano sobre su brazo agitándola suavemente. Supo de inmediato que había ocurrido algo. En un instante recordó todo lo que había ocurrido la noche anterior. Miró a través de las ventanas y apenas había amanecido. Había dormido un par de horas. Le dolía la cabeza. Se tocó la cara y vio que tenía lágrimas en los ojos. Miró de nuevo a Maat y temió que vinieran a buscarla con un mensaje de su hijo.

Tenía la certeza de que la iba a condenar de alguna manera. El exilio le parecía lo más probable.

–  Tu hijo se ha marchado – le dijo –. Nadie sabe donde está. No le encontramos por ningún rincón de la ciudad. Ra ha mandado partidas por toda Tebas. Estamos interrogando a los guardias por si alguien le ha visto a salir. Horus, su guardia, le dejó en las estancias de Seth y dice que le ordenó regresar a su habitación para esperarle allí. Seth fue a buscar a Amón y sabemos todo lo que ha ocurrido.

Con una mirada le dijo que no había omitido el más mínimo detalle, y que la situación en ese momento era mucho más complicada de lo que imaginaba.

–  Amón fue a buscar a Horus a su habitación – continuó –, sus guardias aún estaban esperando. Despertó a Toth y a Ra, y mi padre me fue a buscar a mí para que me encargara de que todo se cumpliera en palacio. Amón nos ha convocado a todos al amanecer en la sala del trono. Creo que hoy no se va a celebrar la coronación de Horus como rey – Isis asintió, era evidente que no –. Seth nos ha traído sus condiciones. Yo tengo las mías. No sé si Toth querrá aportar algo más.

Isis respiró hondo, pocas veces había visto a Maat tan alterada a pesar de que intentaba mantenerse serena. Seth había logrado la excusa perfecta para cambiar el orden del juicio. Él siempre había sido imprevisible, le había faltado orden, organización, pero reconoció que con su fuerza y sus tretas lograba todo aquello que de otra manera le hubiera sido imposible conseguir.

–  Intentaremos arreglarlo – le prometió Maat mientras se ponía en pie.

Al despedirse también notó que le estaba echando la culpa. Había sido demasiado brusca al decirle adiós. Se sintió intimidada. No tenía ganas de levantarse de la cama. Se quedó mirando el cielo azulado más allá de las ventanas. Aún no había salido el sol y la había despertado con el tiempo justo para darle tiempo a vestirse y a acudir a la audiencia. Suspiró. Seth tenía condiciones. Quizá hoy sí que se viera obligada a acudir a una coronación, la de su hermano, la que según su hijo había sido gracias a ella. Tenía razón. Deseó saber esas condiciones, también las de Maat. No le había dado confianza, ella también temía que podían perder.

Pensó en dónde podría estar su hijo. Isis había querido marchase esa mañana y él se le había adelantado. Tuvo miedo. Recordó su mirada la noche anterior. Se había marchado para castigarla, estaba renunciando al trono de las Dos Tierras porque sabía que era lo único con lo que conseguiría hundirla, porque era por lo que había luchado desde que Osiris murió.

Sintió los primeros rayos del sol sobre su rostro y aún no había tenido fuerzas para levantarse. El día anterior había esperado ese momento para ver al fin a su hijo con la doble corona y las insignias de su padre. Sin Horus allí no tenía motivos para pelear por Egipto. Que se lo quede mi hermano si tanto lo desea, pensó con rabia, que se lo quede, y que todos vean el error que han cometido. Isis suspiró. Ella podría haberlo evitado. Se miró sus manos y respiró hondo para no volver a llorar. Debería haberlo dejado morir. Pensó en no poder convivir con la culpa y ahora igualmente tendría que soportarla.

–  Isis – esta vez era su hermana la que le llamaba desde la puerta.

La miró detenidamente. Llevaba un vestido ajustado, bordado con zigzags en colores azules, rojos y verdes. Las sandalias eran de piel y con cuentas de los mismos colores del vestido a juego con las joyas. Le miró los brazos, tan finos como cuando era niña y en su rostro se notaban los huesos de los pómulos y las ojeras disimuladas con el maquillaje y una peluca que le llegaba por el pecho. Notó que había estado llorando.   

–  Lo siento – le pidió Neftis, sin atreverse a entrar a la habitación. Ella también se había enterado de todo.

Isis negó. Neftis no tenía la culpa de nada. Vio que lamentaba el haberle pedido que lo salvara y que todo hubiera desembocado en eso.

–  No dejaré que te lleve con él – le prometió de nuevo.

Su hermana le ayudó a vestirse, y salieron hacia la sala del trono cuando ya no quedaba nadie en los alrededores de sus estancias ni en el lago. Sólo quedaba Horus para custodiarlas hasta allí. Les dijo que había visto a muchos irse ya. Al entrar en el vestíbulo vio que eran las últimas que llegaban. Toth estaba a la puerta esperándolas, junto a la jamba derecha terminada en un capitel pintado en forma de loto.

Las vio acercarse, quieto, inmóvil. Isis recordaba las veces que le había visto tan impasible, cuando incluso para él lo que vendría después era incierto. La adversidad que no podía controlar. Le había visto así el día en que llegaron a Abydos con el cuerpo de Osiris. Con esa misma mirada observando los riscos del oeste desde el borde del Nilo, buscando el lugar exacto para esconder a su hermano. Unos días antes la había recibido igual en Khemnu, cuando llevaban dos años Anubis y ella buscando los pedazos de Osiris a lo largo del río. 

Isis no se atrevió a mirar hacia el interior de la sala a través de las puertas abiertas. No se oía nada. Toth no dijo nada cuando se detuvieron a unos pasos de él. Una vez le había dicho Seshat que Toth se sentía responsable de cada error aunque él no lo hubiera cometido. Lamentaba que el mundo no hubiera tenido lugar como él había planeado cuando nacieron del Nun. También le había dicho que tenía la esperanza de que Horus encaminara el país que se había precipitado al caos tras la muerte de Osiris.

Toth se introdujo por un momento en su mente mientras se daba la vuelta hacia el interior, anunciándolas a todos en voz alta. Estaba decepcionado. Si gana Horus, todo volverá al equilibro, le había dicho Seshat. De todos él era a quien menos hubiera deseado decepcionar porque fue quien más había confiado en ella. Caminaron detrás de él hasta el fondo de la sala. Maat y Ra estaban al borde de las escaleras, y de inmediato se dio cuenta que ambos tronos estaban frente a frente delante de ellos, mediando unos metros de distancia. En uno estaba Seth, mirándola con una sonrisa, orgulloso, contento. Al ver el otro trono vacío supo que era para ella. Todos los demás se congregaban en los laterales de la sala. Neftis se apartó detrás de su asiento.

Isis se sentó en la silla y al colocarse aguantó la mirada a su hermano. Apretó los reposabrazos con fuerza, al pasar los dedos por encima distinguió en relieve el nombre de Mut y todos sus títulos que la relacionaban con Tebas. Intentaba concentrarse en otra cosa que no fuera los ojos de Seth frente a ella, su sonrisa, su confianza. Aún así, se vio obligada a no apartar la mirada. Cuando se había despertado creyó que no tendría fuerzas para soportar la audiencia de ese día. Ahora le quería mirar a la cara y demostrarle que aún tenía el coraje de estar allí. Por un momento pensó que si tantas veces había logrado superar todo lo que le había hecho, también podría esta vez. Suspiró. Ese día era diferente. Le mantuvo la mirada aún sabiendo que retarle ya sería en vano.     

Ambos prestaron atención a Toth cuando comenzó a hablar. Se había colocado al lado de Maat. Vio que ella llevaba un papiro enrollado en la mano. Las condiciones, adivinó. Ra, al lado de su hija, también tenía en su mano otro rollo de papiro. Toth habló con todo detalle de lo que había ocurrido esa noche. Isis se mantuvo tensa, apretando con fuerza los reposabrazos, sintiendo la mirada de su hermano y todas las palabras de Toth como aguijones dentro de ella. Volvió a mirarle a la cara cuando Toth anunció a todos que Horus se había marchado. Seth tan sólo le devolvió una sonrisa. Estaba nerviosa por sus condiciones. Volvió a recordar que Maat no tenía mucha esperanza en poder evitar darle lo que pretendía. Las Dos Tierras. Sabía que era eso.

Terminó de escuchar a Toth sumida en el color rojo de las pupilas de su hermano. Había intentado comprenderle tantas veces, le desconcertaba, jamás encontró una razón lógica que justificara sus actos. No la había. Nadie había vuelto a ver a Horus después de que se marchara de la habitación de Seth. Tampoco estaba su halcón. Ninguno de los guardias le había visto salir de la ciudad. Todas las puertas habían permanecido cerradas, pero Toth aseguró que no estaba en Tebas. La partida que habían mandado a Tebas Oeste, temiendo que se levantara en armas y dirigiera el ejército contra la ciudad, tampoco le había encontrado allí.

–  Por tanto la palabra de Neith hoy no tiene valor – habló Ra inmediatamente después de que Toth anunciara que sin su presencia, Horus no podría hacer valer sus derechos como Señor de las Dos Tierras.            

Isis se volvió para mirarle. No estaba acostumbrada a escucharle, su voz era potente, grave. De Toth estaba acostumbra a su determinación, su seguridad, pero aunque Ra mostrara también todo eso, le intimidaba el estar ante él cuando jamás había tenido la oportunidad. Osiris también le había dicho lo mismo cuando regresó del juicio de Khemnu tras la rebelión. También le dijo que había escuchado decirle a Toth que estaba cansado de los asuntos de la tierra. Le miraba y tenía la certeza de que tampoco quería estar allí. 

Ra levantó la mano sobre la que tenía el papiro que contenía el mensaje de Neith proclamando el orden que se establecería la paz que ella y Toth habían forzado. Ya no tiene valor, se repitió Isis. Todavía pensando en esas palabras el papiro estalló en llamas en su puño y todas las cenizas volaron a su alrededor hasta caer al suelo. Contuvo la respiración al ver por primera vez usar el poder que Toth les había dicho que tenía. Las llamas. Su nombre. De nuevo deseó poseerlo. Lo necesitaba. Su magia no era suficiente. Tenía que someter al fuego a su hermano y todo lo que le pertenecía. Se arrepintió de no haberle dejado morir. Había tenido la oportunidad. Había deseado una oportunidad y la había dejado pasar. Miró con anhelo las cenizas que habían caído al suelo.

–  Hoy se firmará una paz en que las dos partes se repartan las posesiones que hasta ayer estaban bajo el poder del Señor de las Dos Tierras – declaró Ra –. Escucharemos lo que cada uno tiene que decir.   

Él miró a Seth, ella también. Su hermano esperó un momento antes de hablar. Se irguió en la silla, pensó en lo que ya traía preparado.

–  Horus ha renunciado a ser coronado como Señor de las Dos Tierras – habló –, por tanto es a mí a quien me corresponde el cargo que antes fue de mi hermano.

–  No podéis darle el cargo a él cuando mi hijo aún está vivo – le interrumpió Isis, gritándole, sin poder contener la rabia, a punto de levantarse de la silla.

–  Es al hermano y no al hijo al que se le debe dar la herencia que fue de nuestros padres.

–  Es a Osiris a quien se le entregó el Nilo – le reprochó, mirando a la vez a Toth y a Seth, esperando que él la defendiera –, y tiene que ser mi hijo quien reine en él.  

Seth hablaba tranquilo, confiado. Ella estaba desesperada, nerviosa. Intentó pensar en lo que diría Osiris. Él hubiera querido que fuera su hijo. Seth le contestó con una sonrisa.

–  Pido que se me dé lo que me corresponde – continuó su hermano. Isis se mantuvo sentada en el borde del trono, agarrando fuerte los reposabrazos –. Egipto nunca ha prescindido de un rey. Es necesario para mantener el orden en la tierra. Horus ya ha destruido demasiado y ha provocado que el desierto llegue a las mismas riberas del Nilo.

Isis no dijo nada esta vez. Era la misma excusa que había utilizado para deslegitimar a su hijo. Esperaría hasta que decidiera terminar con todas sus acusaciones. Sabía que también las habría para ella cuando habló mirándole a los ojos.

–  Isis – le dijo –, tú eres mi hermana, y creo que debo ser generoso contigo porque tú también fuiste una vez Señora de las Dos Tierras. Dos veces te he ofrecido mantener tu puesto a mi lado. Las dos veces te has negado. Aún así, dejaré que elijas tú el lugar de tu exilio. En el cielo con nuestra madre, o en la tierra con nuestro padre.

Ella no dijo nada. Se había imaginado algo así. Después siguió hablando de los castigos que quería para todos aquellos que se habían rebelado contra él, que perdonaría si le juraban fidelidad como rey ese mismo día. Más que ella, le preocupó cuando habló de Neftis. Quería mantenerla como su reina. Isis se giró, estaba unos pasos tras ella. Vio el terror en sus ojos. Toth también había jurado protegerla y esperaba que al menos a ella pudiera defenderla.

Isis no dijo nada cuando Seth se quedó en silencio al terminar. Miró a Maat de reojo. Le había prometido que intentarían arreglarlo. Suspiró mientras abrió el papiro, y lo leyó un momento en silencio antes de hablar en voz alta. Le dio la razón en que la herencia de Egipto debía pasar por derecho a su hijo y no a Seth. Pero le reconoció a Seth que las Dos Tierras no podían prescindir de un rey. Dio un periodo de setenta días para que se buscara a Horus por toda la tierra y se presentara allí para declarar por sí mismo si renunciaba al gobierno de Egipto.  

Isis suspiró. Setenta días. Los mismos que había tardado en devolverle la vida a Osiris. En ese tiempo se mantendría la paz. Cada uno volvería a su palacio y no tendría lugar ningún ataque. Maat miró a Seth, luego a Isis. Les preguntó directamente si consentían. Se miraron un momento. Osiris, pensó. Deseó que él estuviera ocupando su lugar. Pero Maat le estaba ofreciendo unas condiciones muy favorables para la situación en la que se encontraba. Él también las hubiera aceptado. Seth esperó a que ella decidiera primero. Ambos asintieron.


Veintisiete

 

 

 

Habían huido de Tebas de manera apresurada antes de que Seth pudiera decidir cualquier cosa sobre ellas. Toth les había dicho que se fueran antes de la tarde. Isis transformó sus rostros, el de su hermana y el suyo, y tomaron una de las embarcaciones que las habían traído hasta allí. Seshat les había acompañado hasta el embarcadero real y las ayudó a llegar al otro lado de las murallas. Ella ya regresaba a Khemnu. Al verla a ella no le pusieron ningún impedimento. Ni siquiera le preguntaron sobre las dos mujeres que la acompañaban.

Seshat fue con ellas hasta Abydos y les prometió que regresaría en un par de días para llevarle los papiros que hicieran realidad el Amduat. Se lo había dicho por el camino. Cuando salieron de la ciudad no había imaginado que Seshat le sugeriría quedarse en Abydos. Pensaban que todas iban a Khemnu. Mientras navegaban por el canal que unía el embarcadero y las murallas había visto a cientos de guardias en las calles de la ciudad y cuando tomaron el río el ejército de Amón se estaba acercando desde el desierto del este. Miró hacia occidente. El de su hijo seguiría acantonado en Tebas Oeste. Isis miraba el paisaje a su alrededor imaginándose que vería a Horus en cualquier momento. Seshat le había prometido que harían todo lo posible por encontrarle. Sobre todo Toth no iba a dejar que Seth gobernara en las Dos Tierras sin haberlo intentado todo.    

Cuando Seshat les dejó en la orilla oeste de Abydos sus rostros volvieron a ser los suyos. Isis no se había hecho a la idea de que iba a regresar hasta ese momento. Había sido demasiado repentino. Seshat se lo había contado dando por hecho que ellas ya imaginaban que iban allí. Había deseado quedarse todas las veces que había pasado por ese lugar, ahora al fin desembarcaba. Miró los riscos del oeste y aunque hacía casi veintitrés años que se había marchado recordaba bien el camino. Para Neftis resultó un camino largo hasta alcanzar la montaña bajo la que se escondía la casa de Osiris. Tuvieron que pararse un par de veces, Isis estaba impaciente y las constantes paradas de su hermana le incomodaban aún más. No dejaba de repetirle que se diera prisa y ella se esforzaba por mantenerse a su lado. Tenía calor, estaba cansada, y el agua que había llevado en un odre de la mano ya se le había acabado.    

Isis miraba con anhelo la montaña a la que debían llegar, con miles de recovecos que habían sido elegidos por Toth como el mejor lugar para confundir a todo aquel que se acercara. Isis sabía muy bien cual era la verdadera entrada. Tenerla tan cerca le hacía pensar que no era real. Osiris, pensaba. Había esperado mucho. A medida que se acercaron escucharon ladridos y vieron perros entre las montañas de alrededor. Ante la entrada estaba tumbado un chacal negro, de la mitad de la altura de una persona, que se puso en pie acercándose al borde del risco. Al instante, a su lado, apareció Anubis. Isis le saludó con la mano y él las esperó allí, viéndolas acercarse. No sabía que hubiera vuelto. Isis le abrazó en cuanto llegó a su lado, le preguntó qué tal estaba, cuándo había llegado.

–  Llevo aquí un año, cuando me aseguraron que Horus tenía bien defendida la frontera en Nubt.

Isis asintió. Su chacal se había acercado para olerla y ella le acarició antes de volver a hablar.

–  Yo te traigo a tu madre – le sonrió.

Anubis miró a Neftis. Ya se había dado cuenta, pero estaba esperando que Isis se lo dijera. Estaba a unos pasos tras ella, le miraba, y cuando Isis le dio la mano para que se pusiera a su lado, Anubis se acercó para darle un beso.

–  ¿Y Osiris? – le preguntó Isis de inmediato.

Se lo había dicho en voz baja, impaciente, pero también con temor de volver a estar con él. Había deseado ese momento y a la vez tenía muchas cosas malas que anunciarle.

–  Dentro – le contestó.

–  ¿Está bien?

–  Ve con él – le contestó.

–  Avísale de que he llegado.

Después de tantos años quería que la esperara llegar. A esas horas el sol de la tarde iluminaba esa parte de la colina. Todavía hacía mucho calor. Isis observó el horizonte del oeste, hacia donde se encaminaba el sol.

–  Padre – escuchó decir a Anubis desde el interior –. Tus hermanas acaban de llegar.

Escuchó también la voz de Osiris, una contestación entre susurros y respuestas de Anubis que ya no entendió. Isis se quedó mirando al sol con los brazos cruzados. Todo lo que había sucedido hasta ese día dejó de tener importancia. Estaba donde quería estar. Se dio la vuelta en cuanto notó a Anubis tras ella. Entró sola. En el vestíbulo no vio a nadie, era una sala rectangular, y apenas pudo ver nada en la oscuridad. Las puertas a la sala principal estaban abiertas. Vio luz a través del pasillo que conducía allí. Se quedó parada un momento antes de continuar, acostumbrándose a la poca luz del interior. La vio esperándola en pie, en el centro de la sala. Le miró a los ojos. Era él. Al abrazarle no quiso soltarle nunca. Le había necesitado tanto todos esos años.

–  Vamos a sentarnos – le susurró él.

–  No – le suplicaba.

Y aún se aferraba más fuerte a él. Le escuchó reír y al final le dejó que la apartara unos centímetros, que le limpiara las lágrimas y que le mirara a los ojos. Isis sonrió también. Ya no eran los ojos de su hijo en los que imaginaba verle a él. Ahora es él, volvía a repetirse. Osiris le acercó un par de cojines para sentarse. No le soltó las manos, le observó en silencio antes de ser capaz de decir cualquier cosa. Debajo de la túnica aún le cubrían todo el cuerpo las vendas de lino. Tan sólo dejaba al descubierto las manos y los pies. Supo que tenía que hablarle de todo lo que había ocurrido.

–  ¿Qué está pasando? – le preguntó Osiris.       

Isis se entretuvo mirando el resto de la estancia. Había pasado encerrada allí setenta días. Todo estaba como lo recordaba. Había una mesa en el centro de la sala, justo a su lado, las paredes estaban cubiertas con escenas y palabras sagradas que le recordaban su vida en Abydos, la misma que quería continuar en Occidente, y el suelo de piedra estaba cubierto por alfombras y cojines. Se quedó mirando las lámparas que había encima de la mesa. Las llamas le recordaron el momento en que Ra hizo estallar en cenizas el papiro que contenía la palabra de Neith.

Le contó todo lo que había ocurrido sin mirarle a la cara. Se le hacía difícil, de muchas cosas se sentía avergonzada y no quería que la malinterpretara por sus malos actos.

–  Nunca te he pedido que respondieras ante mí – le interrumpió Osiris, mientras le estaba poniendo excusas para justificarse, quedarse con él y no volver.

–  Sé que me he equivocado.

–  ¿Y eso es suficiente para abandonarlo todo?

Isis se quedó callada, todavía con la mirada perdida en la habitación. Osiris no le estaba culpando, pero le notaba tenso. A la vez ella misma se sentía dolida por lo que pudiera pensar de lo ocurrido en los últimos días en Tebas, y por la decepción de no haber sabido guiar a Horus donde se merecía.

–  Las Dos Tierras ya no dependen de mí – le contestó, mirándole de reojo.

Le vio negar en silencio, apartar la mirada. Ella ya no fue capaz de decir nada. Deseaba que él pudiera darle una respuesta que lo arreglara todo, que con su palabra pusiera solución a lo que ocurría más allá de esa colina. Cuando Osiris la observó en silencio supo que él no se resignaría a que se dejara vencer. Vio su decisión por no dejar triunfar a su hermano. Por primera vez vio en él muchos de los sentimientos que ella había soportado durante décadas. Ni siquiera eso le incitó a prolongar aquella guerra que ya consideraba perdida.

–  Desde que me perdiste lo has dado todo, ¿para acabar hoy así? – le habló. Isis le escuchó, sabiendo que esta vez no habría nada que pudieran hacer –. Todo lo que has sufrido para que Horus ocupara mi lugar. Seth quería haberme preguntado. Yo te respondo ahora. Es mi voluntad que Horus, mi hijo, ocupe el trono de las Dos Tierras, y quiero que hagas cumplir mi palabra.

–  ¿Cómo quieres que lo haga? – le respondió con resignación.

En ese instante desvió la mirada a las manos de Osiris sobre suyas que le agarraban fuerte.

–  Desde que accedimos al trono muchas veces me advertiste sobre Seth y me exigías que no le perdonara jamás. Yo también me equivoqué al confiar en él. A pesar de todo has logrado siempre recuperarte de lo que él te ha hecho, en momentos más difíciles que este. Me encontraste a mí dos veces, me devolviste la vida, ¿y no le vas a dar a tu hijo la ayuda que necesita? Has cuidado del mundo entero. ¿Por qué se te hace tan difícil? 

Isis no respondió. Apretó los labios y respiró hondo para poder mirarle a la cara. Le hablaba con decisión, como recordaba cada vez que se sentaba a su lado a dirigir las audiencias. Siguió hablando recordándole la persona que había sido en el pasado y que le estaba exigiendo que volviera a ser. Fue a apartar la mirada, pero en ese instante le sujetó la cara para que no lo hiciera.  

–  ¿Y para mí? – susurró –, ¿crees que es fácil estar aquí pensando que no puedo hacer nada por ayudarte?

Isis no dijo nada. Nunca lo había pensado de esa manera. Pensaba que de los dos era ella quien más había sufrido sólo porque corría peligro y casi todo dependía de ella. Cuando bajó la mirada Osiris la soltó, en silencio cogió una copa de la mesa y bebió. 

–  No podemos estar juntos en esto – le hizo entender –. Y tú eres la única que pude solucionarlo. Me has demostrado que puedes hacerlo. Siempre era yo el que te pedía consejo cuando no sabía qué hacer y siempre me diste la solución que necesitaba.

–  Creo que ya no sé distinguir lo que está bien de lo que no – y entonces le habló de Sais. Todo había cambiado desde que había vuelto de allí. 

Osiris negó en silencio y en vez de contestar le empezó a hablar sobre su vida en Abydos, sus viajes por Egipto, los veranos en Busiris. Su voz, mientras le hablaba sobre su pasado le transportó a todo aquello que le contaba. Le hizo recordar su papel como Señora de las Dos Tierras, todo lo que habían levantado juntos a lo largo de Egipto, él enseñando a cultivar las tierras, imponiendo justicia, construyendo ciudades, y ella instruyendo a los nobles para que siguieran todo lo nuevo que estaban estableciendo tanto en el Norte como en el Sur. Le recordó también las embajadas de los países extranjeros de Biblos, del reino de los Hau Nebu y de la reina Tueris. 

–  Eso es lo que pretendías encontrar a tu vuelta – le dijo Osiris al final. Sabía que tenía razón.

–  Quiero que Horus pueda tener en su mano y continuar todo eso – le aclaró.

–  ¿Entonces por qué no le ayudas? – Isis fue a responderle, pero él continuó antes de que pudiera decir nada –. Eres su madre, no la reina. ¿Alguna vez me ocultaste algo? ¿Actuaste por tu cuenta sin decirme nada? Con él con más razón debes ser transparente. ¿Cómo quieres que confíe en ti? Aunque no me tengas no estás sola, tienes que contar con él.

Isis sabía que había intentado imponerse sobre su hijo, nunca se había resignado a dejarle a Horus el control completo de Egipto. Quería intervenir, y se había equivocado. Miró a su alrededor, miraba a Osiris. Le estaba hablando de su confianza pero tenía la certeza de que no la recuperaría nunca. No la estaba reprendiendo, sabía que no se lo decía para hacerla daño. Estaba siendo firme y se lo agradecía.

Se quedó con la mirada perdida en la mesa, en las bandejas con algo de comida y las copas y jarras de agua. Se acomodó en los cojines, le estaban doliendo las piernas. Pensó en las muchas veces que había cenado con Horus en Sais, en Khemnu, la mayoría de las veces para discutir. Con Osiris también había discutido por todo tipo de razones, pero nunca había sido realmente con la intención de imponerse sobre él. Con su hijo a veces pensó que tenía derecho. Recordó el día en que fue a buscar a Seshat y la encontró en los tejados del palacio, cuando estaba hablando con Nut. Aún tienes que aprender a no ser la reina de las Dos Tierras, le había dicho Seshat de parte de su madre. Osiris se lo acababa de repetir, pero no podía evitarlo.

–  Horus jamás va a volver a confiar en mí – le dijo Isis. 

–  Y todo por no pedirle perdón.

Isis se mantuvo callada. Para ella no era sencilla.      

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