Isis

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Isis

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–  Conmigo era fácil porque siempre fui yo el que lo hice, incluso las veces en que tú deberías haberte acercado a mí – le recordó –. Tú hijo no va a ceder y no debe hacerlo.

–  Me pides que me vaya y que le encuentre – comprendió. No quería hacerlo, no quería encontrarse con él porque sabía que no la iba a perdonar –. Hay muchos que le estarán buscando en este momento.

–  Isis – esta vez se acercó a ella para hablarle, al pronunciar su nombre le recorrió un escalofrío. Lo hizo de la misma manera en que lo había hecho cuando revivió –. Cuando fui a pedirte que regresaras a Egipto, cuando estábamos en El Oasis, cuando te pedí ayuda, y cuando te pedí perdón, tú al final viniste conmigo.

Isis apretó los labios y cerró los ojos por un momento. No le fue difícil comprender que Horus sólo estaba esperando que actuara con él como lo había hecho Osiris con ella. Pero ahora que estaba allí ya no quiso marcharse, quería hacer realidad lo que tanto anheló desde que le había devuelto la vida. Respiró hondo y pudo oler su aroma mezclado con la resina de incienso. Era un olor dulce, que siempre lo había distinguido de todos los demás. 

–  Al final es Neftis la que estará a partir de ahora a tu lado – le contestó –. Quería ser yo.

Lo dijo con pena, sabiendo que al final no tendría otra opción que marcharse. Setenta días era el límite. Neftis estaría allí eternamente. La envidió. Volvió a reconocer que ella siempre antepondría su deber, y Osiris le había recordado que su obligación era atender los asuntos de la tierra sin importar el precio.

–  ¿Por qué no puedes entender todavía que la quiera? – le habló con el mismo pesar que ella lo había hecho –. Tú deberías entenderlo mejor que nadie. Tú también la quieres.

–  No es lo mismo – le interrumpió atónita.

–  Las dos sois mis hermanas, a las dos os quiero. Aunque tienes razón que no es lo mismo tú que ella. Contigo no sólo es amor. Sabes que si tuviera que elegir a alguien serías tú. ¿Aún lo dudas?

No lo dudaba, pero siempre permanecerían los celos por que su hermana ocupara un lugar importante a su lado. Osiris le había repetido muchas veces que ella era la mujer de la que no podía prescindir porque le aportaba todo lo que a él le faltaba. Habían estado juntos desde que fueron concebidos, habían compartido el mismo espacio desde ese momento. Después de su muerte todas sus palabras tomaron mucho más sentido. A ella le había ocurrido lo mismo y había sido capaz de crear la inmortalidad sólo para volver a estar con él.

Isis volvió la cara y se quedó mirando a la puerta que daba acceso a la sala donde había permanecido su cuerpo cuando lo trajeron allí. Se llevo la mano al collar de turquesa en forma de trono que no se había quitado en los últimos dos años. Con Osiris había compartido el gobierno de las Dos Tierras, que a su muerte dejó de pertenecerle a ella también.

–  Siempre me dolió que con Seth tuvieras más cosas en común que conmigo.

Isis se volvió a él despacio y negó en silencio. 

–  Eso es mentira.    

–  El equilibrio. Neftis y Seth, tú y yo – le recordó –. Cuando volvimos a Busiris después de estar en El Oasis supe en seguida que él te había dado todo lo que yo he sentido siempre contigo. Hoy lo veo también en tus ojos. Me da miedo que pudieras haberte quedado con él.

–  ¿Yo con él? – sonrió irónica –. No hubiéramos podido convivir.

–  Y aún así me duele que sólo con él hayas sentido esa pasión que a mí me has demostrado de otras maneras. Con cada cosa que hacías conmigo, con tus palabras, con tus consejos, con tu presencia.

–  Con mi mirada – comprendió –. Nunca me lo habías dicho.

–  ¿Y era necesario hacerlo ahora?

Le miró a los ojos un instante, perdida en el color verde brillante que se mezclaba con la luz tenue de las lámparas. Le abrazó fuerte, le dio un beso en la mejilla y volvió a rodearla con sus brazos como ella le había recibido. Hubiera necesitado ese día mucho antes. Se quedó un rato apoyada sobre su hombro mirando la pared pintada que tenía enfrente hasta que Osiris se separó de ella y en silencio se levantó.

–  Debe estar anocheciendo – le dijo.

Isis se puso en pie agarrando su mano. Su sonrisa le hizo recordar todo lo que le contó Seshat sobre su madre. 

–  Neftis…

Él negó en silencio y la guió hasta la sala interior. Isis se quedó un momento en el umbral mirando la mesa que Osiris había hecho su cama, con las patas en forma de garras y a los pies levantándose una cola de león. Seguía en mitad de la sala, sobre ella había colocado un colchón fino y sábanas de lino. En uno de los laterales todavía estaba el sarcófago y en el suelo alrededor había ánforas, recipientes abiertos y cerrados, montones de telas, estatuillas de madera de personas y animales. Isis se quedó mirando al desorden de todos los objetos que había por la sala.

–  Son muchas de las cosas que me ha traído Min de las ofrendas de Ipu – se disculpó.

Isis sonrió al entrar al interior. Ella hubiera puesto orden desde el primer día. Al mirar al techo se dio cuenta de la luz que iluminaba la sala y que le había resultado algo natural. Una pequeña bola de luz incandescente, de un color azulado.

–  Eso es un regalo de Toth la última vez que estuvo aquí. 

Estaba tan acostumbrada a verla en Khemnu que le había pasado desapercibida, como si fuera lógico que estuviera allí. La mesa le llegaba por la cintura, la miró un momento antes de sentarse en ella ayudada por Osiris. Él se colocó a su lado subiendo por unos escalones que había a los pies. La agarró de la mano y en silencio se quedó jugando con ella, la miraba de vez en cuando y sonreía. Isis le miraba a él y al techo alternativamente, sintiendo sus dedos acariciarle la palma de la mano.

Mirando las estrellas se introdujo en los pensamientos de su hermano. Sonrió aún más. Él quería que supiera lo que estaba pensando y mientras lo hacía apretó fuerte su mano. Vio el instante en que le devolvió la vida. El despertar con su aliento, con sus palabras, con ella. Cada día había sido su primer pensamiento al despertar. La soltó cuando las estrellas del techo empezaron a parpadear con luz propia y la bola se convirtió en una pequeña luna. Isis contuvo la respiración. De pequeña, cuando Seshat le contaba las historias de sus padres, había deseado que sucediera algo así. Se sentía feliz porque algunos de sus antiguos deseos se hicieran realidad en el momento en que más lo necesitaba.

Osiris le señaló hacia la esquina derecha y al instante se abrió una puerta oculta que jamás había sabido que existía. Por ella apareció un mujer con un vestido azul oscuro, con una peluca corta y dejando a su paso un leve sonido de sus sandalias sobre la piedra. Isis se quedó inmóvil sobre la cama. Osiris se acercó a ella y le saludó como sabía que lo llevaba haciendo durante años cada día. Envidió que para él hubiera sido su costumbre hasta ese día que ella estaba allí. Había notado que Nut la había mirado de reojo y había intercambiado con Osiris unas palabras que no escuchó. Tampoco prestó atención. No podía hacer otra cosa que mirarla hasta que Osiris le hizo un gesto para que se levantara. Bajó apoyándose en el par de escalones que tenía debajo y cuando se quedó a unos pasos de ella no pudo apartar la mirada de sus ojos.

–  No puedo abandonar el cielo – le explicó mientras agarraba sus manos y le daba un beso –, pero es un precio pequeño por haber sido vosotros los que heredasteis el Valle y ahora por vuestro hijo. 

No se parecía a nadie que conociera, ni a ella o a Neftis, ni a Ra, como tampoco se parecía a Hathor o a Maat. Ella le transmitía protección. Aquello era para lo que había sido creada por Ra, para cuidar de los hombres y más tarde en su exilio de aquellos que vivían en el cielo, y ahora también de Osiris.

–  Y ahora que estáis los dos – les dijo, mirándoles a ambos y soltando sus manos –, contadme cómo será el cielo de Occidente.

Isis miró un momento a Osiris. Sabía que ella se encargaría del firmamento en el mundo que iban a crear, pero no se había esperado esa pregunta.

–  Eterno – le contestó Isis.

No lo dudó, así sería Occidente y por tanto su cielo también. Nut asintió, miró un momento al techo que aún seguía brillando como una noche a cielo abierto y volvió a mirarles a ambos con una sonrisa cómplice.

–  Bien – contestó –, pensaré en ello, pero ya tengo una idea de cómo lo haré. Sé que contáis con la ayuda de Maat.

Isis no indagó en sus ideas. El deseo de planificarlo, de imaginarlo y de verlo en su momento se le hizo esta vez mucho más fascinante. Era lo que siempre le había ocurrido con Toth, y sabía que Nut tampoco la decepcionaría. Antes de que se marchara sólo pudieron hablar de lo que había hablado con Seshat la noche anterior. Estaría de vuelta en Abydos en tres días con los planos del Amduat.

Cuando Nut se despidió y el cielo volvió a ser el techo pintado que había sido siempre, Isis aún mantuvo la mirada perdida en la puerta oculta del muro cubierto con jeroglíficos, como el resto de la sala. Osiris la rodeo con un brazo por los hombros y la llevó junto a la cama. Ahora quería estar con ella. Para Isis no hubo nada que le recordara a nada ni nadie que existiera más allá de aquella habitación. Esa noche se convirtió para ella en la continuidad de los tres días que había interrumpido hacía veintitrés años. Osiris se quitó la túnica y dejó que ella le retirara las vendas. Anubis se las había estado cambiando cada día y mientras iba enrollando el lino, notó que su piel aún estaba húmeda con los ungüentos y las resinas, y su olor llenándolo todo. Aún tenía cicatrices por todo su cuerpo. Cuando dejó el rollo de lino junto a una de las patas de la cama, no se levanto. Con sus manos y con sus labios fue curando cada una de sus heridas. Cuando le miró a la cara supo que hasta ese día le había estado doliendo.    

No quiso quedarse dormida esa noche, se aferraba a su brazo con fuerza siendo consciente de que estaba con él.  Quería llevarse cada instante a su lado. La luz de la bola lo iluminaba todo e incluso con los ojos cerrados todavía podía ver su brillo.

Supo que se había dormido cuando notó la mano de Osiris despertándola. Sonrió al verle. Hacía mucho que no lograba dormir sin soñar. Desde Sais. Pero esa noche le aportó mucho más que un simple tiempo vacío.

–  Vamos – le dijo –, quiero enseñarte una cosa que sólo se puede ver al amanecer.

Isis se levantó sorprendida y a la vez feliz. Él ya estaba preparado y ella se puso en un momento su vestido. Abrió la puerta por la que había entrado su madre y le siguió. Era un pasillo de escaleras ascendentes, estrecho y tenían que ir agachados para no darse con el techo. No se veía nada, y cuando Osiris se paró supuso que habían llegado al final. Escuchó una puerta abrirse y al instante pudo ver la luz de la mañana reflejarse en los últimos escalones. Salieron a una sala por uno de sus laterales y lo primero que tuvo ante ella fueron dos estatuas sentadas en dos tronos y vestidas con ropas y joyas. Los rayos del sol les iluminaban directamente. Cuando se puso de frente, al borde de la luz, supo que eran Osiris y ella.

–  Durante estos años he necesitado ocupar mi tiempo en cualquier cosa – le habló Osiris, mientras ella no dejaba de mirar las estatuas –. Algunos meses después de que te fuiste empecé a sentir que iba a morir de nuevo. Estaba perdiendo la vida, no podía pensar, me costaba levantarme cada día. Anubis me dijo que intentara recuperar lo que tú me diste con los rayos del sol y el agua del Nilo. Me trajo una piedra de oro que había tenido todo el día anterior al sol bajo el agua en un cuenco. Funcionaba. Y se me ocurrió construir esto.  

Isis le miró extendiendo las manos al resto de la capilla para explicárselo. Aquella era la estancia interior, por el pasillo se dirigía a una antesala donde había un altar en el centro y cuatro pequeños nichos alrededor donde había en la parte superior una estatua en cada una, de su hijo, de sus padres, y de Ra. Anubis y él habían empezado a construir desde el interior. Primero habían excavado las escaleras, después la capilla con sus estatuas, hasta abrir el vano que cada día al amanecer dejaba entrar los rayos del sol directamente a sus rostros en el interior. Allí también era donde le dejaban las ofrendas los enviados de Min. Osiris le fue explicando hasta que se quedaron en el umbral. Tenía prohibido abandonar esa montaña. Desde allí se podía ver el Nilo. Isis pensó en su hijo. Teniendo ante ella el río se cernieron todas las preocupaciones que había abandonado la tarde anterior. Sabía que Osiris tenía razón y debía marcharse.

–  En cuando Seshat vuelva y yo haya hecho realidad el Amduat me iré a buscar a Horus – decidió –. Y sólo volveré cuando se haya sentado en el trono de las Dos Tierras.  

Osiris estaba a su lado. Cuando levantó los ojos él la estaba mirando. Estaba decidida. Todo lo que necesitaba había sido poner en orden sus pensamientos. Había sido fácil cuando todo lo había hecho por su hermano, por su hijo había sido mucho más complicado. El tiempo le había hecho perder las prioridades, como Toth había sabido.

–  No permitas que Seth tome el poder – le insistió –. No quiero que él ocupe mi lugar después de todo lo que os ha hecho sufrir, a ti y a Neftis. No cedas en nada y haz lo que haga falta.

Volvió a mirar al Nilo. Egipto había sido de Osiris y ahora sólo podía pertenecer a su hijo. Fue la misma decisión que proclamó el día que fue a jurar ante Seth, en su palacio, cuando juró que le destruiría. Se culpó por haber pensado en ceder. Tenía setenta días. Serían suficientes.

Al darse la vuelta se quedó mirando al interior desde allí, y esta vez, en vez de a las estatuas, observó el dintel que había sobre la entrada al pasillo. Un escarabajo alado portando el sol. No se había fijado.

–  Me recuerda todo lo que has hecho – le explicó Osiris mirando también el escarabajo pintado –. Siempre fuiste capaz de enterrar todo lo malo, incluso la muerte, y transformarlo en algo bueno, en vida.

Isis sonrió. Toth también le dijo una vez lo mismo. Se dio cuenta en ese instante de las respuestas a lo que le preguntó Neith en Sais. Si Osiris había muerto había sido para completar la vida con la eternidad. Y era una respuesta que ya sabía. Dejó a Osiris marcharse a través de las escaleras por donde habían subido allí. No podía salir del interior de esa montaña porque Toth le había hecho invulnerable sólo dentro de ella. Isis quería ver el sol un poco más. Al cabo de un rato vio a dos personas acercarse por el camino del río. Distinguió a Anput y a su hija trayendo ánforas de agua. Sonrió. No había pensado que Anubis se las había traído con él. No las había visto la tarde anterior y tampoco pensó que estuvieran allí. Bajó por los riscos de las montañas y salió a recibirlas. Habían pasado tres años desde que las había conocido en Khemnu, pero aún así, Quebenut no se había olvidado de ella.

Volvió con ellas a la ladera oeste, donde estaba Anubis vigilando siempre la entrada. No vio a Neftis, y mientras Anubis le contaba sobre el tiempo que llevaban allí, ella miraba de vez en cuando la entrada. Sabía que había ido a ver a Osiris. Anubis le dio las gracias por haberla traído, le prometió que la cuidarían, le volvía a dar las gracias, y ella simplemente asintió, escuchándole en silencio. Si se marchaba, al menos esperaba que Osiris estuviera bien. Anheló ser ella la que por fin permaneciera a su lado. Recordó la conversación que había tenido la noche anterior con su hermano, nada más recibirla. Le fue inevitable. Neftis también lo necesitaba, y ahora estaría tranquila sabiendo que ambos estarían bien.

Pensó que disfrutaría los días que estuviera allí, pero en vez de eso, cada hora esperaba el momento de marcharse. Ser consciente de sus responsabilidades le hacía estar incómoda esperando. Quería volver pero para quedarse. Pensaba en Horus constantemente, pensaba en las palabras que le diría, en cómo la recibiría, si al final la perdonaría.

La mañana que vio a Seshat acercarse se sintió aliviada. Habían sido tres días. Fue con Anubis a recibirla. La distinguió por sus ropas, por su vestido de leopardo, por su manera de andar. La acompañaban unos guardias que llevaban una caja cubierta con telas de lino. Sabía lo que contenía, si iba a crear el Amduat aquello sería imprescindible. Ammit.

La acompañaron hasta la entrada de la tumba. A los pies de la colina los guardias destaparon la jaula e Isis se acercó hasta ponerse de rodillas junto a las barras. Ammit estaba tumbada en el suelo, era casi del tamaño del chacal de Anubis, que también se había acercado para olerle. Toth le había dicho que la mantenía aturdida con vino que le daba cada día y Seshat le había traído así hasta allí. Una cadena le ataba a una de las barras por el cuello. Neftis salió del interior al escucharles y se acercó a su lado para ver a la devoradora. Anput y Quebenut llegaron poco después de Seshat, y no se atrevieron a acercarse. Isis comenzó a organizarlo todo de inmediato.

Ese día haría realidad, durante doce horas, el mundo que juzgaría a todos los que murieran a partir de entonces y a los que ya lo habían hecho y esperaban el juicio. Occidente esperaría hasta que hubieran conseguido la victoria. Quería considerarlo su triunfo. Mandó a Neftis, a Anput y a Quebenut con Seshat y sus guardias. Les dijo que esperaran en el Nilo hasta que ella hubiera terminado. Isis necesitaba quedarse a solas con Anubis y Osiris. Antes de que se marcharan ordenó que abrieran la jaula de Ammit. El guardia que llevaba la llave dudó un momento. Mientras, Seshat le ofreció la bolsa con los papiros y con una mirada le felicitó sabiendo de antemano que lo haría bien.

Cuando se quedaron solos, Anubis la agarro de la cadena y tiró de ella haciendo que se levantara. Apenas podía andar, se caía continuamente sin poder sostenerse en pie. Osiris estaba sentado en la sala, junto a la mesa, pero al verles entrar, Anubis llevando a Ammit y ella los papiros, asintió de inmediato. Isis ya le había contado que estaban esperando a Seshat. Ella asintió también mirándole orgullosa a lo ojos. Pasaron a la sala donde Osiris dormía, donde estaba la falsa puerta que ese día daría acceso al Amduat.

Se puso delante de la puerta de piedra, llena de conjuros que Toth había escrito. Con sólo pensarlo, mientras sentía toda la magia fluir desde su corazón, ayudada por la presencia de Osiris que la completaba, respiró hondo cuando vio a través de la piedra la oscuridad completa. Se adelantó y a cada paso, con ambos papiros de la mano, todo lo que allí contenían fue introduciéndose en su corazón, y allá donde miraba la oscuridad se transformaba en arena, en agua, en piedra, en fuego. En cada hora fue creando cada espacio que le correspondía. Todo se levantaba mucho más inmenso de lo que había imaginado sobre el papiro, como ella deseaba. Ahora tenía todo ello en su corazón, la tinta y el papiro se habían fundido con su piel y se habían unido a su magia.

–  La Sala de las Dos Verdades – proclamó al pisar en ella, un instante después de crearse delante de sus ojos.

Los muros y las columnas eran de marfil, adornados con piedras preciosas, el suelo de plata y el techo de lapislázuli con estrellas de electro. El trono era de oro y los nueve escalones que le separaban del suelo de coral. En medio de todo ello, una balanza también de oro. Aún Maat debía ofrecerles su pluma, que mantenía oculta en Iunu, para poder comenzar los juicios. Cuando todo terminara, pensó. Cuando pusiera orden en la tierra podría ofrecérsela para extender la justicia a Occidente.

Osiris se adelantó y ella le vio caminar hasta allí. Subió cada uno de los escalones con decisión, y se sentó en el trono acariciando los reposabrazos, mirándola a los ojos. Le devolvía lo que se merecía y le estaba reconociendo que había sido gracias a ella. Le veía orgulloso, satisfecho, feliz. Llevaba simplemente una túnica de lino, iba descalzo, no llevaba peluca y tampoco se había vestido con joyas. No era necesario cuando él mismo representaba la realeza. Le tendió una mano e Isis se acercó. La agarró fuerte y la miró con una decisión aún mayor al tenerla a su lado.

–  Tu voz me despertó de la muerte – le dijo, sosteniendo su mano entre la suya y mirando el brillo de sus ojos –, y quiero escucharla por toda la eternidad. Quiero que estés aquí a mi lado en cada juicio y vengas conmigo a Occidente.

Isis respiró hondo y asintió.

–  Yo te esperaré aquí para recibir a nuestro hijo cuando se haya cubierto de gloria en la tierra – Osiris se levantó sin dejar de mirarla, sin soltarla –. Le recibiré como mi heredero, para que en sus años de reinado jamás pueda ser cuestionado. 

Isis le respondió con un leve asentimiento, y su mirada, que tan bien entendía. Al darse la vuelta miró a Anubis esperar al fondo de la sala. Él había sido testigo de las palabras de su padre. Él también asintió y se acercó para colocar a Ammit en su sitio. Una vez que las cadenas estuvieron bien sujetas al suelo, continuaron creando las seis horas restantes hasta llegar al muro que daría paso a Occidente. Isis miró las puertas cerradas de bronce. Al otro lado aún no existía nada. Se dio la vuelta. Aquello se haría realidad la próxima vez que volviera.


Veintiocho

 

 

 

Con un vaso de una mano y con un dátil en otra, Hathor se levantó del suelo donde había calentado el té y se acercó de nuevo a la cama. Se subió con cuidado y se sentó de rodillas sobre las piernas de su padre. Hathor había intentado convencerle toda la tarde de que la dejara ir a ella también a buscar a Horus.

–  A Maat le has ordenado que fuera y a mí ni siquiera me dejas volver a Dendera – le suplicó cansada y esperando otra negativa. Sin embargo, estaba decidida a irse al día siguiente de Tebas –. Por favor, padre…

Ra negó en silencio mientras ella intentaba convencerle con sus excusas, sus caricias, sus súplicas que él tanto adoraba. Hathor se quedó en silencio mirando al otro lado de las columnas mientras mordía el dátil y bebía un poco de té. Toda la estancia se había inundado del olor a menta. Al respirar hondo volvió a mirar a su padre, rogándoselo de nuevo. Ya todos se habían marchado de Tebas, tan sólo quedaban allí ellos dos. Incluso Seth había vuelto a El Oasis. Maat y Toth habían sido los encargados de mandar partidas para buscar a Horus. Sabía que Seth también le estaba buscando en secreto. Antes de irse le había dicho que intentara convencer a su padre para encontrarle y entregárselo a él. Le había dicho que sí, pero ella lo hacía por otros motivos. Tenía a su favor que tanto Seth como Horus confiaban en ella, pero estaba esperando al último momento para decidirse por el vencedor.

Volvió a beber un sorbo del té, y mirando a los ojos de Ra supo que jamás había visto en nadie que no fuera él todo el talento que contenía Horus. Él tenía que ocupar el trono de las Dos Tierras y debía ser a su lado. Horus no la negaría como lo había hecho su padre. Había visto en sus ojos el deseo, y también la duda por su pasado. Pero sólo necesitaría tiempo para que se rindiera a ella. Todos lo habían hecho. Y esa tarde su padre también lo haría. Se había vestido con una túnica de lino semitransparente, la peluca recogida en una coleta baja con un lazo, llevaba uno de los mejores perfumes de flores e incienso de Punt y muchas de las joyas que Ra le había regalado. También se había maquillado como más le gustaba, con las sombras doradas, la raya con polvos de kohl y lapislázuli y los labios de rojo brillante. Volvió a insistirle, a suplicarle de todas la maneras. Y todavía se negaba.

Lo había intentado mientras preparaba el té sobre una bandeja de bronce con orificios y debajo un cuenco de cerámica con fuego. Todos sus encantos no lograban hacerle cambiar de opinión. Sabía que era testarudo, pero siempre había logrado todo lo que quería acercándose a él. Siempre le complacía de tal manera que le era imposible negarle nada. Sólo una vez.    

–  ¿Qué es lo que tengo que hacer? – le preguntó, a punto de perder los nervios –. No me has dado ni un solo motivo por el que no me dejas ir. Sabes que yo mejor que nadie puedo hacerle volver. Porque tienes celos, ¿no es así?

–  No irás – le prohibió, en un tono de voz que le obligaba a callar.

Hathor lanzó de un golpe el vaso que estalló en pedazos sobre una de las columnas. No podía controlarse cuando alguien le impedía hacer su voluntad. Sabía que iba a hacer lo que hiciera falta, porque aquélla era la oportunidad que necesitaba. De su padre, como de todos los hombres que habían estado con ella, se había llevado sus secretos, sus miedos y sus deseos. Si al final tengo que desobedecerle, pensó, sea. No le importaban las consecuencias. Sabía que al final siempre se tornarían en su favor.  

–  Cuánto odias que al final consiga con él lo que tú me negaste – le reprochó –. Me deseabas tanto que tenías miedo de cederme tanto poder que al final poseyera mucho más que tú. Y no te diste cuenta que eras el único con el que lo hubiera compartido todo. Amabas tanto el cetro y las coronas, el trono, las reverencias, la sumisión de todos los que te rodeaban.

Hathor sonrió levemente al ver que estaba consiguiendo desesperarle. Ra apretaba los labios con fuerza e intentaba calmarse respirando hondo. Ella se mantuvo serena. Había perdido los nervios por un instante, pero al comenzar a hablar supo perfectamente lo que decía para recordarle lo que más había temido y su error. Vio que la agarraba fuerte de la muñeca y escuchó en un susurro que se callara.  

–  No me hiciste tu esposa porque me conocías demasiado bien – continuó –. Eso creías. Y luego fueron Geb y Nut los que te desobedecieron. Confiabas tanto en ellos… ¿Y yo? Hathor es tan preciosa, tan bella, nadie más que ella me ha dado tantas alegrías. Recuerdo que se lo dijiste a Toth una vez. Pero tan caprichosa, era lo que tú pensabas también, y mezclado con todo el poder con el que me creaste temías que te cuestionara algún día. Cuánto te equivocabas.

Ra la silencio en un instante, le agarró con una mano por el cuello y la empujó fuerte sobre la cama, bocarriba. Hathor contuvo el aliento, intentado respirar y apartar sus manos de ella. Pero un segundo después volvió a concentrarse en sus ojos, y poco a poco relajó los dedos. Se quedaron en silencio. Hathor sabía que le había hecho recordar lo que más le dolía. Ella. La alternativa de un mundo a su lado. Pero él siempre quiso gobernar en soledad, tal como le había sido entregado el mundo. Maat había sido la mejor de sus cuatro hijos, en ella había dejado toda la responsabilidad cuando se marchó a la barca del sol. Tan sólo había vuelto una vez al año para verla a ella. Pero de Maat no tenía celos aunque poseyera mucho más de lo que ella tendría jamás. El orden, la verdad, la justicia, todo aquello iba mucho más allá del trono, como Neith, y como Toth, ellos dominaban otras realidades que se imponían sobre las Dos Tierras, y les respetaba. Les admiraba y sobre todo de Maat siempre había recibido lo mejor. Es el puesto de Isis lo que me pertenece, le había dicho a su padre cientos de veces, lo que le había dicho a Seth cuando le juró hacerla su reina cuando la rebelión triunfara y se lo volvió a jurar al declarar el Sur independiente tras la muerte de Osiris.  

Muchas veces vio que Ra se arrepentía y que intentaba ayudarla para favorecerla a ella. Nunca fue suficiente. Después de cuarenta años volvía a introducirse en los asuntos de la tierra. En esos días lamentó aún más no haber tomado a Hathor para él y saber que ahora se entregaría a Horus. La había creado para eso, una mujer para amarle y a la vez con un poder similar al suyo, y después tuvo miedo de que le hiciera débil. Quería todo el poder para él y al final lo había perdido.  

–  Padre – le habló en voz baja, viendo la pena en sus ojos, e insistiendo aún más –, ¿cómo hubiera sido el mundo gobernado entre tú y yo? Tan cerca me tenías que no te dabas cuenta, como ahora. Te estoy pidiendo lo que merezco. 

La observo un momento, serio, a sus labios, que evitaban dibujar una sonrisa para ocultar su triunfo. Podía condenar a todos menos a ella. Era a la vez lo que más deseaba en ese instante, como en muchos otros, cuando le hablaba con aquella osadía que nadie más se había atrevido a demostrarle. Se acercó un poco más a ella, apretándola aún más, evitando que se moviera. La miró a los ojos antes de acercarse para susurrarle al oído.  

–  Si hace falta te llevaré conmigo a mi barca y te ataré con cadenas de fuego para tenerte vigilada y que sufras por intentar desobedecerme.

Hathor supo que estaba diciendo la verdad. Ella tampoco pensaba ceder. Ra dejó que se levantara de la cama cuando intentó apartarse de él. Hathor se quedó al borde, en pie, retándole en silencio. Se obligó a mantenerse tranquila, e intentar no pensar en el dolor del castigo que le había prometido. A pesar de todo le asustaba verse ante él cuando estaba enfadado, y sobre todo ser castigada. No soportaba el dolor. Con otra persona hubiera montado en cólera, pero tampoco nadie hubiera tenido el coraje de enfrentarse a ella. No pudo evitar reprocharle que no sería capaz, que temía dejarla ir y que era un cobarde por no ir a verla durante cuarenta años y ahora prohibirle hacer lo que quisiera.

Ra había levantado la mano amenazándola. Vio que iba a pegarla, pero en un instante, ella se quitó el vestido y se quedó desnuda delante de él mirándole a los ojos. Ra levantó una ceja, desconcertado, sin entender qué pretendía. Ella le miraba orgullosa, enfadada, irritada y a la vez indiferente.

–  Pégame – le dijo.

Pero en vez de eso Ra se echó a reír. En un instante desapareció todo su enfado y todo lo que habían hablado le pareció algo trivial. Cuando reaccionaba de una manera tan inesperada no podía hacer otra cosa que olvidarlo todo. La miró, seguía seria, esperando. Él volvió a reír. Al rato Hathor se relajó también y le sonrió levemente.

–  A mí no podrías hacerme daño – le aseguró.

Ra suspiró. Ya no era ningún reproche.

–  Vete antes de que acabe el día – le permitió.

Hathor se agachó y recogió su ropa, se dio la vuelta y se marchó mientras se vestía. Salió rápido de la habitación sin decir nada, temiendo que se arrepintiera de haberla dejo ir. Ra se entretuvo viéndola soltarse la cinta del pelo, atusarse las trenzas y el vestido, antes de llamarla cuando estaba a punto de perderla de vista al final del pasillo.

–  Hathor – le llamo. Ella se detuvo y se dio la vuelta –. Procura hacer todo lo posible por enamorar a Horus, porque cuando me marche quiero llevarme a Seth conmigo. Compláceme.

–  Siempre lo hago, padre.  

Hathor le hizo una leve reverencia, y retomó su camino hacia el patio hasta desaparecer. Partió justo al atardecer sin despedirse de nadie. Cogió una de las barcas en el lago de palacio y cruzó el río hasta la orilla oeste. Durmió entre los cañaverales, y al amanecer se quedó un momento mirando las murallas de la ciudad desde la orilla oeste. Habían logrado mantenerla intacta. Amón había demostrado que conocía su ciudad mucho mejor que Isis y Osiris su país. Les había traído provisiones a pesar de los asedios, había visto nacer las cosechas por mucho que el desierto avanzaba hasta el Nilo y les había traído información continua de los movimientos del ejército de Horus. Ahora todos ellos habían marchado al mando de Herishef de regreso a Henen-Nesut, el de Seth se había retirado con él y lo había acantonado en Nubt, y Amón y Montu mantenían sus fuerzas en Armant. Maat y Toth habían organizado partidas de exploradores con parte de los ejércitos para buscar a Horus, y de Isis y Neftis no habían vuelto a tener noticias. Toth les dijo que se habían ido con Seshat a Khemnu. Ella no tenía duda de que estaban en Abydos. Incluso allí habían corrido los rumores de que estaban preparando un mundo en el que Osiris pudiera reinar por toda la eternidad. Deseó que fuera así para que al fin pudiera librarse de Isis. Y Neftis haría cualquier cosa por alejarse de Seth.

Se dio la vuelta dejando Tebas atrás hasta llegar al poblado de Tebas Oeste, detrás de las montañas de la orilla occidental, en la ruta que unía el Nilo con el oasis de Jarga. Aún quedaban restos del campamento del ejército de Horus, pero pasó de largo hasta llegar al oasis. Caminó entre los hombres que llegaban con las caravanas, los camellos y los burros, las mercancías, las tiendas, las casas de juncos y adobe. Estaba cansada. Habían pasado dos días y sólo podía pensar en lo que le había dicho su padre. Se había dado cuenta mientras caminaba por las dunas del desierto que sólo tendría una oportunidad si elegía a Horus. Seth siempre la conducía al fracaso, pero había prometido a los dos exactamente lo mismo. De nuevo fue consciente de que estaba esperando a decidir cuando viera una victoria clara, a pesar de que le condujera de nuevo al lado de Seth.

Fue la primera vez que deseó que alguien le garantizara una seguridad, una posición para siempre, la realeza que tanto había buscado. Estaba cansada de intentar olvidarlo ejerciendo su poder sobre todos aquellos que le aseguraban su respeto y aceptaban todas sus sugerencias. Quería terminar. Y sabía que era porque había encontrado a la persona adecuada. Alguien igual a ella. Se sentó a descansar bajo una de las palmeras junto a un lago. Se quedó mirando la superficie del agua, brillante, con los rayos cayendo sobre ella en esas horas centrales del día. Bebió un poco de agua y se comió el pan que había cogido de un saco de unos mercaderes sin que se dieran cuenta. Respiró hondo y supo que Horus había pasado por allí. Podía sentir sus pasos, que habían dejado un ápice de su presencia en cada lugar que había pisado. Hathor sonrió perdida en el brillo del agua. Su padre había tenido celos de Horus. Él, se repitió, que siempre la había empujado a complacer a los hombres para ganarse así su poder.

En los días que siguieron tomó la ruta de los oasis y a medida que fue caminando hacia el norte a través del desierto, tuvo claro el lugar en el que acabaría. Sais. Sus pensamientos se mezclaban entre los reflejos del calor sobre la arena. Pensando en Horus, también se veía a ella misma. Había huido muchísimos siglos atrás por el mismo motivo, cuando su padre le negó compartir el poder. Le dolió, se sintió traicionada, huyó porque realmente quería desaparecer si no le concedía lo que le correspondía. Ella había buscado inconscientemente el único lugar afín a ella. Sus pasos le guiaron a Punt. Horus no tenía otro amparo más que Neith.

A cada paso recordaba las terrazas sagradas para poder continuar bajo el sol del desierto y las noches frías. Pensaba en ellas, pobladas con los árboles de incienso, el aroma de todas las flores que nacían en las riveras, todos los enanos que las cuidaban. A su llegada le preguntaron que si era una diosa que venía de más allá de las estrellas para ser su reina. Cada vez que recordaba ese momento sonreía. Les había dicho que sí. Cuando volvió siempre buscó repetir esa sensación. Amón había ido a buscarla, le había hablado de su padre, de lo mucho que lo sentía. Tuvo que irse con él. Todos los enanos de Punt se habían congregado a su alrededor cuando le habían visto llegar, los que estaban a su lado le preguntaron que si era su rey. Hathor también les había dicho que sí. Amón la miraba sorprendido, pero a la vez alegre. Todo en Punt invitaba a ello. Los enanos les suplicaron que no se fueran, que la querían para que siguiera siendo su reina y que ahora que su rey había ido a buscarla, ellos les cuidarían y les darían todas las cosas buenas que contenía Punt. Hathor sabía que todo allí era maravilloso, pero se marchó. Le cargaron de regalos, le ofrecieron bolsas de incienso, collares de flores, perfumes con agua de las fuentes de Nilo. Les juraron que nadie más que ellos dos podrían poner jamás un pie en las Terrazas Sagradas. Todos allí les adorarían a ambos, y serían sus reyes hasta la eternidad. Aún soy la reina del Punt, pensó. Pero ella necesitaba mucho más, un poder real, Egipto, sobre los hombres y todos los nobles del país. 

No contó los días, pero al final acabó en los límites de Sais. No se atrevió a cruzar. Conocía todo lo que Neith poseía. Respiró hondo, sabiendo que hacía poco que Horus había pasado por allí. Miró hacia el este, y una hora después volvió a ver el Nilo. Sonrió, también allí estaba Horus. Lo vio de espaldas, sentado bajo una de las primeras palmeras que nacían entre los límites del desierto y los campos, con la mirada perdida en el poblado de Jem.

Se acercó despacio, intentando que no se diera cuenta. Ella misma también se quedó mirando las casas de adobe del pueblo. Había gente en las calles, pero sobre todo en el campo y en los huertos. Suspiró. Había pasado muchos años entre el desierto y la guerra. Allí en el norte incluso en el poblado más pequeño no se había sufrido tanto como en las grandes ciudades del sur. Lo único que le había ofrecido un poco de consuelo había sido Dendera. Había escuchado los rumores que le habían llegado a Tebas. No había vuelto a su ciudad desde que se marchó para conquistar el Sinaí. Decían que su alma se había quedado en Dendera para mantener intacta la ciudad. Ella la había realizado para que fuera bella eternamente. También había escuchado que Horus se había enamorado de ella mientras recorría todas las estancias de su palacio. Rió sin querer y en ese momento él se giró.

Horus siguió con la mirada hasta que se sentó a su lado. Había recuperado su ojo, estaba tranquilo, pero esperaba que nadie le encontrara nunca. Él se quedó mirándola sorprendido de que alguien hubiera logrado encontrarle cuando se había esforzado tanto en alejarse de Egipto. Habían pasado dos meses desde que se marchó de Tebas, había acudido con Neith, y le había pedido quedarse allí para siempre. Hacía unas horas que acababa de abandonar Sais y ella había sido la primera en encontrarle.

Volvió a mirar las casas de Jem sin importarle la presencia de Hathor, pensando en el único nombre que había pronunciado Neith. Había ido a buscarla para pedirle consejo, ayuda, un lugar con ella. Cuando volvió a Sais deseó no abandonarlo nunca. Toda la energía que fluía en el aire se introdujo en él, recuperó su ojo, todo lo que había sufrido hasta ese momento se mezcló con el gran poder que él mismo poseía. Podía sentir todo en un instante y al tener a Neith ante él recordó que ella ya sabía todo de antemano. Estaba en el embarcadero de su isla, donde tantas veces le había llevado mientras vivió allí. Le recibió como la recordaba, con una simple túnica corta, un casco de cobre que se ajustaba a su cabeza rasurada, un carcaj sobre su espalda, la flecha en una mano y en la otra una gacela del desierto. Venía de cazar, y en silencio le hizo un gesto con la cabeza para que la siguiera a su cabaña donde le había enseñado el mundo.

Dejó todo a un lado de su trono, se sentó en él, y Horus esperó en pie cerca de la entrada hasta que extendió sus manos. Él se acercó mirándola a los ojos y tomó sus manos. Le transmitió el calor. Por un instante sintió que su cuerpo se fundía con las llamas que le recorrían entero, aún sabiendo que sólo era una sensación. Con el calor le inundó por completo el color rojo, y después no sintió nada. El fuego llevaba a la destrucción. Horus continuó mirándola sin entender, no había podido apartar la mirada de sus ojos. Sonrió levemente y le acercó un poco más a ella hasta tener su boca junto a su oído. Le susurró un nombre. Le había dado el nombre secreto de Ra.

Horus respiró hondo al sentir la brisa del norte. Empezaba a atardecer y pensando en ello incluso olvidó la presencia de Hathor. No sabía qué hacer con ese nombre, cómo utilizarlo. Hathor se había mantenido en silencio todo ese tiempo, a su lado, bajo la sombra de la palmera, esperando. Estaba viendo en sus ojos que había encontrado la manera de acabar al fin con la guerra. Decidió que sería con él con quien se sentara en el trono como Señora de las Dos Tierras.

–  Hubo una vez que mi padre estaba en Iunu, cuando él gobernaba en la tierra y mis hermanos a los hombres – empezó a contarle –. Me llamó para decirme que estaba decepcionado con los hombres que mi hermana y yo habíamos creado. Me dijo que él deseaba que se parecieran un poco más a nosotros, que supieran llevar por sí mismos la organización de su país, que levantaran ciudades, que supieran conseguir sus recursos. Y entonces Geb y Nut le traicionaron, luego subieron al trono Isis y Osiris, y organizaron todo lo que mi padre deseaba según les iba explicando Maat. Yo me opuse, era demasiado lento, se implicaban demasiado, pero les dejé continuar a su manera. Siempre supe que yo hubiera podido realizar todo ello desde el principio. Y Seth me dio su apoyo. Si hubiéramos podido realizar todo lo que pretendíamos, reemplazar estos hombres por otros…

Hathor miró a todos ellos que estaban recogiendo a los animales del campo y volviendo a sus casas. De reojo vio que Horus la estaba escuchando atento.        

–  Creo que hubiera salido mal – reconoció, sonriéndole levemente.

Y siguió hablándole de los años que había pasado junto a Seth. Teniéndole a él a su lado entendió la diferencia entre ambos. Se había dado cuenta al verle entrar en la sala del trono de Tebas. Ahora estaba segura. Por alcanzar la realeza en Egipto había hecho cualquier cosa, y sabía que si Seth la respetaba era porque la necesitaba. También porque era a la única a la que no podía doblegar, por ella misma y por Ra. Hathor a su vez se había sentido bien a su lado, durante años había hecho su voluntad, pero ahora veía las consecuencias en la tierra de Egipto y no era lo que había deseado. Se había sentido poderosa, había tenido todo lo que deseaba, pero no la realeza. Se daba cuenta cada vez que acudía con Neftis. En los últimos años siempre comparó lo que había sido el reinado de Osiris con lo que sería el de Seth. No lo deseaba. Había reconocido en silencio que debía ser el linaje de Osiris el que estaba hecho para gobernar en el Nilo.

–  Había jurado ayudarle – le confesó –, que te buscaría y te entregaría a él.

Horus se había quedado mirándola mientras hablaba, todas sus palabras le hicieron apartar cualquier cosa de su cabeza para imaginar lo que le estaba contando. Ante su última afirmación estaba seguro que no lo haría. Recordó lo que le dijo en su habitación de Tebas. Estaba siendo sincera, y había tenido razón en que en esos momentos nadie le era más leal que ella. Siguió mirándola, deseando que le contara mucho más y seguir escuchando su voz.  

–  He pasado los últimos veinte años antes de la guerra yendo y viniendo de Dendera y Nubt a El Oasis. ¿Sabes todo lo que intentó con Neftis?

–  No me importa – le contestó de inmediato.

–  ¿No? – le miró de reojo y sabía que sí –. Lo sabes y te duele. Después de todo, gracias a ella estás aquí.

–  Puede que ayudara a mi madre, pero me ofende todo lo que ha hecho, traicionó a mis padres, apoyó a Seth, y ahora ha intentado convencer otra vez a mi madre para que la ayudara. Y mi madre una y otra vez no se da cuenta que sólo está jugando con ella.

Hathor rió. Horus estaba a punto de perder los nervios como cada vez que le mencionaban ese tema. 

–  Entonces también deberías odiarme a mí – le contestó Hathor. Horus calló y apartó la mirada –.  Como tu madre, odias reconocer que estabas equivocado. Puede que por mí Neftis muchas veces estuviera a punto de morir, no sé si al final era lo que pretendía Seth. Pero te equivocas si crees que estaba con él porque lo deseaba. Si Seth hablaba, había que obedecerle. Se hacía lo que él quería. Pero yo compartía muchas de sus opiniones y las que no, le apoyaba porque no tenía otra alternativa. Todas las acusaciones que dijo sobre ti, es todo lo contario. Él no será nunca capaz de dar vida, es por él que el desierto avanza en el Sur, y si vence, lo hará también en el Norte.

Horus respiró hondo mientras la escuchaba. Miró de nuevo los tejados de Jem, el lugar donde había nacido. Su tía siempre le había provocado unos sentimientos demasiado confusos, opuestos. Siempre había dudado de ella. Cuando la había visto en Nubt y en Tebas siempre la evitó. Las pocas veces que intentó hablar con él la había eludido apartándole la mirada como había hecho con Anubis. Siempre evitó pensar en ella porque también implicaba traición. Hathor tenía razón, pero se negó a reconocerlo ante nadie.

–  Veo que sabes cómo terminar con esto – comprobó ella de nuevo mirándole a los ojos.

–  Sí.  

En ese momento su mirada fue tan intensa que le fue difícil apartarla de ella. No le estaba pidiendo que le contara su secreto, aunque supiera que tenía la manera de acabar con la guerra.

No se atrevió porque sabía que venía de Neith. Estaba confiando en él. La palmera ya no le aportaba sombra, y el calor le rozaba la piel con la brisa que venía del norte. Su sonrisa fue tan cálida como en ese momento el atardecer. Hathor miró un momento atrás para ver el sol.

–  ¿Vas a volver a insistirme que te haga mi esposa? – comprendió cuando sus ojos volvieron a clavarse en él.

Ella negó en silencio, sin dejar de sonreír.  

–  Tú me lo pedirás.   

Horus se apoyó en el tronco de la palmera y rió ante su descaro. Tan sólo por eso le hubiera dicho que no. La miró de reojo. La deseaba. Se había presentado ante él después de dos meses de seguir sus pasos por los oasis y el desierto. Tenía la piel mucho más tostada que la última vez que la había visto, no llevaba las joyas ni los adornos que tanto le gustaban, tan sólo vestía una peluca manchada de polvo y un vestido blanco de lino semitransparente, en algunas zonas rasgado, y atado con una cinta roja a la cintura. Aún así toda su belleza seguía intacta.

A la vez la temía. Mientras le hablaba había logrado comprender su situación, se había puesto en su lugar. Ahora que volvió a mostrarle su vanidad recordó todo su pasado, no el que ella le había hecho ver, sino el que su madre le había contado y todo lo que él conocía. No podía olvidar que hasta hacía poco había sido su enemiga, el mayor apoyo de Seth y una amenaza para el mundo que sus padres habían creado.

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