Isis

Isis


Isis

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ISIS

 

Una novela de

 

BEATRIZ MALO

 

 

Portada: fotografía  y edición: Sofía Malo.

Mapa de Egipto: Beatriz Malo.

Publicación: Julio 2015.

 

Índice

Mapa de Egipto

I. Sais

Uno

Dos

Tres

Cuatro

Cinco

Seis

Siete

Ocho

Nueve

Diez

Once

II. Khemnu

Doce

Trece

Catorce

Quince

Dieciseis

Diecisiete

Dieciocho

Diecinueve

Veinte

Veintiuno

III. Tebas

Veintidós

Veintitrés

Veinticuatro

Veinticinco

Veintiséis

Veintisiete

Veintiocho

Veintinueve

Treinta

Nota del Autor

 

En sus más de tres milenios de historia, el País del Nilo ha sufrido cambios en las denominaciones de sus dioses y sus localidades; así como de sus mitologías y sus creencias.

Todo lo que se plasma en esta novela he intentado ajustarlo a las concepciones que tenían entonces los antiguos egipcios. Sin embargo, la gran variedad y matices de unas tradiciones a otras me han obligado a seleccionar aquéllas que se adaptaban mejor al hilo de los acontecimientos. Ante todo debo matizar que, a pesar de haber intentado ser rigurosa con los mitos originales, esta obra es una novela, y por tanto, para llevar a cabo una historia coherente he tenido que añadir elementos propios de ésta, así por ejemplo, interpretaciones que eran necesarias para dar unidad al relato.  

Por otro lado, a la hora de la confección de esta novela me surgieron diferentes problemas en cuanto a la denominación de los dioses y localidades egipcias. Debido a la complejidad de nombres y sus variaciones en las diferentes etapas históricas (sobre todo en las adaptaciones a la lengua griega, de la que a su vez derivan muchos de los nombres actuales) y para no confundir al lector, en este libro:

- Se han mantenido en su mayoría los nombres griegos de los dioses, ya que es la forma más extendida actualmente.

- En cuanto a las localidades, he intentado conservar su forma egipcia, salvo en los casos en que la gran similitud entre varias de ellas podía dar lugar a confusión, en cuyo caso opté por mantener el nombre actual (Dendera, Armant, El-Kab, Edfú).

- En otros casos los he dejado en su forma griega, ya que apenas había diferencia entre el nombre original egipcio y el griego (Buto, Sais, Busiris, Abydos, Biblos).

- En el caso de la ciudad de Tebas (así como Tebas Oeste), decidí mantener este nombre en su forma griega, y no el egipcio, debido a que hoy en día está muy popularizado este nombre para referirse a ella.

 

En todo caso, la novela se ha hecho en beneficio de la historia y para que resultara lo más sencilla para el lector.


Mapa de Egipto

I. Sais

 

 

 

Isis se adentró en el Gran Salón custodiada por su guardia. Petet y Tetet iban delante de ella portando los estandartes de Abydos que se identificaban con los suyos propios: un trono dorado sobre un fondo azul. A ambos lados Mestet y Mestetet y detrás Tefen y Befen. Y a su derecha, siempre cerca de ella, Horus. Sus siete escorpiones. Habían velado durante toda su vida por ella y Osiris, y tras la muerte de su hermano eran únicamente suyos.

El techo se elevaba sobre cientos de columnas acabadas en capiteles en forma de loto, pintados con vivos colores que imitaban el Nilo, como el resto de la sala. En los muros veía las anheladas escenas del Valle que jamás encontrarían allí en mitad del desierto. Mi Oasis, solía llamarlo su hermano pequeño, el dueño de ese palacio. Para ella esa sala había representado la perdición. Ahora regresaba y la sensación con la que la había abandonado siete años atrás era la misma, con la misma intensidad. Desde el instante en que pudo ver el rostro de Seth sentado en el trono no apartó la mirada de sus ojos. Con un solo vistazo a los pies del atrio su seguridad se hubiera derrumbado. Justo allí se detuvo, intentado contener su amargura, sin mirar abajo. Descargó su ira sobre él sin decir una palabra.

Seth se puso en pie y le sonrió sin adivinar si era desdén o ironía.

–    Hermana – le saludó.

Isis hizo una leve reverencia, con la mirada todavía en sus ojos. Por un instante se perdió en ellos ahora que pudo volver a verlos de cerca, rojos como la sangre y con la pupila granate. Rojos como el desierto, como toda la sangre que había jurado derramar para tomar lo que él creía que era suyo. Pero Egipto le pertenecía a ella. El orden del mundo había sido decidido en el momento de su concepción. Su madre había planeado junto a Toth la división del mundo entre sus cuatro hijos, y él había alterado el equilibrio, había roto la ley. Reconocía el predominio que siempre había ejercido Seth sobre sus hermanos. Siempre había sido el más alto, el más fuerte, el más diestro en la guerra. Era inteligente. En ocasiones, de niños, había deseado haber sido ella su compañera en el vientre de su madre en vez de su hermana Neftis. Después aprendió a ver que le faltaba el carisma de un rey, lo que a ella y a Osiris se le otorgó.

Seth descendió el par de peldaños para ponerse a su altura. Isis se adelantó a sus guardias. Temió no ser capaz de controlarse al tenerle tan cerca, siendo consciente de que actuaba como rey de Egipto, vistiendo como tal, y portando la corona blanca de Osiris. Se había atrevido a coronarse Señor del Sur. Vestía una túnica de lino bordado en oro, un faldellín con un cinturón con su nombre, y agarrándolo sobre el pecho, el cetro de oro y el flajelo de su hermano. En un impulso, Isis intentó quitárselos, forcejeó con él un instante y en seguida se detuvieron sin soltar ninguno las insignias. Isis respiró hondo ocultando su repentina inseguridad. Aquello no había sido inteligente.

–    Hermana – le repitió sonriendo aún más, esta vez en voz baja –, eres valiente.

–    He venido para que tú y todos los presentes oigáis este juramento – separó la mano del cetro y también de él. Paseó la mirada por la sala, reconocía todas las caras como servidores fieles de su hermano Seth, los que la habían traicionado, y precisamente por ello intentó mostrar autoridad en su tono. Sólo evitó a su hermana, sentada en su trono junto al del de su hermano. Ella era su único punto débil allí –. Juro que mi ira caerá sobre todos vosotros. Juro que el control de Egipto será mío y que lo preservaré por siempre. Tú, Seth – le apuntó –, asesinaste a nuestro hermano, a mi esposo Osiris, rey de Egipto. Rompiste el juramento que hicimos a Maat. Por su cuerpo, te condeno a la miseria, a una vida eterna sumida en el caos. Llegará el día en que derribe los muros de este palacio, caerán en la arena y se mezclarán con el polvo hasta que no quede ni su nombre ni su recuerdo.

–    Contén tus palabras, bruja – le dijo entre dientes.

A medida que hablaba había visto cómo detrás de su amenaza, había crecido un miedo incontrolable en él, por saber que todo lo que decía se iba a cumplir. Ella poseía el control total sobre la magia, él solo era el señor del desierto y su poder se limitaba a aquellos territorios áridos. Eso era antes, y era consciente de que tras la muerte de Osiris, todo el orden se había alterado. Osiris siempre había sabido mediar entre los dos, ellos tenían un temperamento fuerte y sus peleas desde niños habían sido constantes. Sin él, no sabía hasta donde iban a ser capaces de llegar. Neftis era demasiado dulce como para influir en el carácter de Seth. Jamás se atrevería a aconsejarle nada por mucho que fuera su propia vida en ello. Sólo se había puesto de parte de ella cuando Osiris fue asesinado y estuvo a punto de marcharse con Isis de no haber sido por la inseguridad que le hizo permanecer allí. Sabía que Neftis amaba a Osiris, que siempre lo había querido, y para cualquiera ella era una persona fácil de querer. Seth se parecía más a ella misma e incluso hubo un tiempo en que pensó que su única salida sería quedarse con él, ser su reina, allí, ocupar el lugar en que su hermana estaba sentada; cuando Osiris la traicionó. 

–    No tendré piedad el día que pueda vengarme de ti. 

–    Jamás tendrás ese honor – Seth le agarró del brazo, sintiendo cómo sus dedos se iban tensando cada vez más hasta hacerle daño. Al volver a hablar lo hizo en un susurro –. Mira a tus pies hermana. Mira. Justo aquí estaba el sarcófago en el que nuestro hermano se tumbó y del que no volvió salir. Qué treta más sencilla, un simple juego y después de nuestro último encuentro... ¿Le encontraste? ¿Le encontraste vivo? 

Isis respiró hondo, la rabia, la pena, la impotencia, una mezcla de sentimientos le hizo no poder controlarse. Quiso gritarle, matarlo. Sólo pudo llorar en silencio, apretando los dientes, mirándole a los ojos. Cuando salió de aquella sala siete años atrás juró volver el día en que encontrara a Osiris y que en ese momento él volvería a sentarse en el trono de Egipto junto a ella. Lo hizo, lo encontró más allá del Mar Verde, todavía con un soplo de vida. Pero en la frontera Seth se lo volvió a arrebatar. Y lo volvió a recuperar. Por eso había vuelto.

–    Le encontré – contestó simplemente, orgullosa al recordar cada paso que había dado hasta llegar allí.

Isis hizo un gesto para soltarse y él relajó su mano. En vez de dejarla libre la acercó a él, y al oído le dijo unas palabras.

–    El trono de Egipto es mi objetivo. Si te interpones como lo hizo nuestro hermano, tu destino será el mismo.

–    Sea – Isis le miró a la cara para responder y ambos asintieron ante el reto que se llevaba fraguando desde que los cuatro hermanos tomaron la parte que les correspondía del mundo.

La reverencia que le dedicó ella y la sonrisa de despedida de él sólo era un gesto más en aquella guerra que todos habían visto venir y que se hizo patente tras el asesinato de su hermano. Isis apresuró el paso hacia la salida seguida de sus escorpiones, así le gustaba llamar a Osiris a sus guardaespaldas. Le echaba tanto de menos. Del salón del trono salió a un vestíbulo, guardado por los servidores y guardias de palacio, y de ahí a un patio donde aguardaban sus camellos. Le habían jurado inmunidad a ella y a sus acompañantes desde que puso un pie en palacio hasta la caída de la tarde. Quedaban un par de horas para que se pusiera el sol pero quería estar cuanto antes lejos de allí. Antes de que le ayudaran a montar en su camello una voz familiar la llamó a sus espaldas. Neftis.

Tenía las riendas en la mano y no las soltó ni se dio la vuelta ante su llamada. No se había calmado aún y ante la voz de su hermana se pasó la mano por la cara intentando controlar su llanto. No se movió cuando Neftis la abrazó por detrás y le dio un beso en la mejilla.

–    Lo siento tanto – le susurró –. Tantísimo.

Isis no encontró consuelo ella, sólo rabia. La miró a los ojos, los mismos ojos que su hermano gemelo, ese rojo que tantas veces se le había aparecido en sueños atormentándola. Se había resistido a mirarla durante el tiempo que estuvo en el Gran Salón, ahora que volvía a tener su rostro ante sí se sintió un poco más tranquila. Ella no tenía la culpa de nada. No había podido hacer más. Neftis no era como ella. Si ella era la fuerza, la decisión, Neftis era todo lo contrario. Demasiado buena, había pensado siempre, como Osiris. Quizá por eso habían congeniado siempre tan bien, quizá por ello sus frutos habían tenido lugar con Neftis y no con ella. Esta vez fue Isis quien la abrazó un momento, olvidando toda traición de ambos.

–    Si he jurado destruirlos a todos, a ti te juro por nuestro hermano Osiris que te libraré de la muerte.

–    ¿Has visto a mi hijo? – le preguntó mientras Isis subía al camello y se colocaba sobre los mantos y la silla.

–    Me ayudó en todo lo que le pedí.

–    Protégele de él – le suplicó reteniéndola con sus manos sobre su pierna.

Isis asintió, y no perdió un segundo más en retirarse de allí seguida de su guardia de siete hombres. Cabalgaron lo más rápido que les permitieron los camellos y la luz del día. Al caer la noche se detuvieron en una de las muchas cuevas escondidas de los wadis que unían las rutas de Egipto con el desierto y los pueblos más allá de él, Egipto con los dominios de Seth.

Dejaron los camellos a los pies de la montaña bebiendo en un pequeño manantial. Ellos ascendieron hasta cobijarse de miradas indiscretas y de cualquier animal salvaje en la cueva más elevada. No estaba segura si dormiría esa noche, como no lo había hecho la anterior de camino al palacio de su hermano, y como le sucedía desde hacía años. Al menos quería tener ante sí el objetivo que ahora le movía. Ese palacio, la destrucción de ese Oasis.

Ordenó a sus guardias que descansaran en el interior, que comieran y durante la noche hicieran turnos de dos. Ella haría el primero junto a Horus. Él siempre había representado para ella y su hermano un apoyo incomparable al resto. No dudaba ni un ápice de los demás, pero a él le valoraba de manera especial por haber sido creado especialmente por sus padres para Osiris el día después de que todos nacieran, para que le protegiera de cualquier adversidad.

–    Mi madre ya intuyó que Seth nos causaría problemas – comentó al escuchar a Horus acercarse tras ella, sigiloso, hasta quedarse a su lado.

–    Tu madre quería que todos fuerais iguales.

–    Imposible – sonrió irónica.

Estaba al borde de la cueva, apoyada en el umbral, viendo a lo lejos el palacio de su hermano iluminado por las últimas luces del sol, recortado por el cielo negro tras él. Le recorrió un escalofrío. Era tan siniestro a esas horas del día, los muros inmensos entre la oscuridad del cielo del este, la luz anaranjada del oeste que hacían estallar en llamas la piedra roja de la muralla y las torres más altas. Pero ella conocía además el interior, y aquello que se escondía era lo que más temía. El caos gobernado por su hermano y sin embargo, representado imágenes de Egipto que poblaban todos y cada uno de los muros interiores de las estancias y de los patios. También la propia vegetación y el agua que todavía quedaba bajo la tierra árida de aquella zona, y que él se esforzaba en explotar en las numerosas  plantas y estanques de palacio. Aquello era la poca vida que Seth había podido retener en el momento en que se dividieron los poderes entre los hermanos, y que se reflejaba en las pocas palmeras que nacían alrededor de los muros. Eso y las ciudades gemelas de Nubt y Gebtu a orillas del Nilo.

Comenzaba a hacer frío. Se frotó los brazos desnudos y miró a Horus. Él asintió, entendiéndola. Le observó mientras rebuscaba en uno de los sacos que habían dejado en la entrada y regresaba con un manto de lana. Se lo puso sobre los hombros y se quedó allí hasta que no quedó más que oscuridad en el horizonte. Ese día no había luna y las nubes cubrían el cielo. Era un mal augurio. Había intentado sentirse segura, se había presentado ante él amenazándole en su propia casa. Había declarado la guerra. Sólo tenía a su favor que aún permaneciera en su hermano la falta de previsión, su incapacidad para organizar, su desorden. Suplicaba que no hubiera aprendido con el paso de los años, que Neftis no le hubiera aportado un poco de sensatez. Si todo ello fallaba, suplicaba que aún le quedara un poco de afecto por ella y que eso fuera su debilidad.

Respiró hondo, con lágrimas en los ojos. Desde hacía siete años no recordaba un solo día que no hubiera llorado por ella, por la situación, por su hermano. Veía que aquello era demasiado para una sola mujer. Había recorrido Egipto y en el sur todos los gobernantes locales le habían dado su apoyo, se habían congraciado con ella y le habían dado el pésame por la pérdida del rey, Osiris. Sin embargo, su despedida siempre había sido la misma, la decepción por saber que ahora todos eran leales a Seth a pesar de sus palabras de apoyo. En el Norte era diferente. Tenía el apoyo incondicional de Toth y Min, pero a veces dudaba de que fuera suficiente. Ahora Seth era el legítimo rey de Egipto, el trono era suyo por derecho. Maldijo a Neftis y a Anubis. Ese hijo debería haber sido suyo, y no de su hermana. Ahora él sería el heredero. Incluso había intentado convencerle de que tomara el trono, tendría su ayuda y si Anubis se hubiera decidido a hacerlo, Neftis les habría apoyado de manera incondicional. Sabía también que aquello habría sido condenarle a una muerte segura. Seth siempre le odió. 

Isis suspiró. Aquella infidelidad de sus hermanos era lo único que le había unido a ella y a Seth por algún tiempo. Recordó las confidencias que habían compartido ella y Seth durante los meses que estuvo hospedada en su palacio al principio de los reinados de ambos, después de la paz que habían pactado tras la rebelión del Sur. Todo ello quedó empañado por el último pensamiento que siempre se le venía a la cabeza cuando pensaba en aquel lugar. Su traición, su cobardía. Se llevó una mano al vientre y paseó la mirada en la oscuridad del desierto. Sería su hijo quien fuera rey, durante toda la eternidad gobernaría sobre la tierra el linaje de Isis y Osiris.   

–    Mi señora – le susurró Horus –, es hora de que nos releven. Acabo de despertar a Petet y Tetet.

–    Yo me quedaré vigilando.

–    Debéis dormir.

Isis observó su silueta en la oscuridad y sintió una de sus manos sobre su hombro. Tenía razón, al menos tenía que intentar descansar. Se dejó guiar por él al interior y con la única luz de una lámpara se introdujo entre las mantas de las que se habían levantado sus otros dos guardaespaldas. Agradeció el calor y cerró los ojos. Se arropó apretando fuerte las mantas. Siempre era la misma imagen la que veía cuando todo se quedaba oscuro. La angustia de su hermano por salir del sarcófago, la risa de Seth, el silencio de Neftis, sus propias súplicas y sus intentos por liberarle, y siempre abría los ojos en el momento en que su hermano la agarraba del cuello y la arrojaba al suelo. Ese momento en que se quedaba sin respiración y era consciente del fin de la vida de Osiris. Jamás había entendido el concepto, pero en ese momento cobró sentido esa palabra que hasta entonces sólo había sido un abstracto, irreal, algo que hasta entonces sólo había tenido nombre, una palabra que existía por el mero hecho de que la eternidad había tenido un principio. Comprendió a su vez el concepto de eternidad en la muerte. Desde el origen, el mundo había sido dual, y hasta ese momento la vida era lo único que había carecido de opuesto.   

Con los ojos abiertos buscó la luz de la lámpara. Estaba apagada, y la angustia creció aún más en ella. Desde hacía siete años no hubo un solo día que no pensara en ello, le agotaba, como los recuerdos que se habían acumulado en su corazón. Esa había sido la imagen que al regresar Seth había tenido de ella. No había sido difícil adivinarlo en su rostro reflejando el triunfo. Sus amenazas no habían significado nada para él, había visto a una mujer hundida, cansada. En ese instante sólo aumentó su deseo de vengarse de él.

Pero ahora su única salida era huir. Había sido consciente desde el momento en que la espada curva de su hermano había cortado en pedazos el cuerpo de Osiris cuando lo había traído de vuelta. Cuando creyó que su vida volvería a ser como antes, él volvió a arrebatárselo todo. No había hecho más que cruzar la frontera entre los reinos extranjeros y Egipto, y Seth ya estaba esperándola. Una nueva traición. Había pasado cinco años buscando el sarcófago y cuando por fin pudo recuperarlo de las manos de los reyes de Biblos, el príncipe que la había acompañado como escolta la entregó a Seth. Debería haberlo imaginado, pero como a veces le había ocurrido, había confiado demasiado.

Seth la había obligado a mirar mientras cortaba su cuerpo y arrojaba los catorce pedazos al río. La muerte, reconoció de nuevo, eso había significado. Ella no podía permitirse morir. Sonrió levemente al saber que había encontrado la manera de reconstituir la vida de Osiris. Entonces juró ofrecerle la inmortalidad. Con su magia, la sabiduría de Toth y los cuidados de Anubis lo habían logrado. Había identificado la vida con la muerte, no de la manera en que ella anhelaba y como se había propuesto, sino en una nueva realidad. Ese pensamiento siempre le reconfortaba, pero de nuevo se derrumbaba al saber que ese tipo de existencia jamás sería completa. Aún era pronto para saber si había sido para bien o para mal. Ahora sólo podía ver la parte negativa. Él jamás volvería con ella, nunca podrían compartir el espacio de los vivos. Al menos se sentía tranquila al saber que no había perdido su realeza, que Osiris seguiría siendo rey en Occidente, una tierra intacta a imagen de Egipto reservada para los hombres justos y los servidores que sólo él aceptara. Todos los demás desaparecerían.

Era la otra cara de venganza hacia Seth. La negación de un gobierno eterno sobre Egipto y la concepción de un hijo legítimo que vengaría a su padre. Los dos desafíos aún secretos con los que Seth no contaba. Deja que se confíe, le había dicho Horus cuando le había anunciado su intención de regresar a El Oasis. Ese era su plan. Ella siempre había sabido ver a largo plazo, su hermano nunca. Otra de las ventajas que le favorecería y que para ella era un punto clave.

Cuando pensaba en el futuro, que solía ser en contadas ocasiones, se sentía segura, orgullosa, con fuerzas, con esperanza. Buscó a tientas el brazo de Horus que se había tumbado a su lado y escuchó que giraba su cabeza hacia ella.

–    Mi hijo llevará tu nombre – le habló en un susurro –. Será el protector de Egipto y de la realeza de la misma manera que tú siempre nos has protegido a nosotros.

–    Mi reina y señora de la Tierra Negra – le contestó solemne –, es un honor el que me concedéis.

–    Mi hermano me enseñó la justicia, y quiero honrarle ofreciendo a cada hombre lo que se merece. Este es el regalo que quiero hacerte.

–    Gracias, mi señora.

Isis le correspondió apretando fuerte su brazo durante unos segundos. Ya lo tenía decidido, pero consideró que ese era el momento de darle la noticia; ahora que había decidido huir, que se había dado cuenta que era la única salida para cumplir sus planes. Se dio la vuelta entre las mantas, incómoda, con la mano en el vientre. Aún se sentía dolorida. Se acarició sobre la túnica de lino que había llevado puesta durante todo el día y despacio se llevó la mano entre sus piernas. Aún tenía cicatrices del falo de madera que le había permitido concebir a su hijo. Le dolía al andar, al sentarse, cuando cerraba las piernas. De nuevo Seth la había minusvalorado. Había creído que arrancando la semilla de su hermano y echando su miembro a los oxirrincos acabaría para siempre con su linaje. Ni siquiera eso había sido un obstáculo. Había sido mucho más doloroso, pero si aquella prueba significaba una victoria, no le importaba haber pagado con su sangre ese momento. Durante siete años ya se había acostumbrado al dolor, a la falta de higiene, al calor, al frío, a un continuo viajar. Aún así, ese modo de vida seguía molestándola, más aún tras haber disfrutado durante ese día de las comodidades del palacio de su hermano y recordando el tiempo que pasó en Biblos como nodriza del hijo pequeño de los reyes Malkart y Astarté.

Pensó en su propio palacio, en Abydos, a orillas del Nilo, el estanque que se abría al río. También en las temporadas en que pasaban en su palacio de Burisis en el Norte. Los patios llenos de árboles frutales, flores, animales y fuentes. Hacía tan sólo un mes que se había marchado de Abydos, pero no se había atrevido a poner un pie en el palacio abandonado siete años atrás. Había pasado tres meses en Abydos para enterrar a Osiris, y en ese tiempo no había visto la luz del día. Demasiado miedo como para salir a la superficie. Toth había creado para ellos un complejo subterráneo con todas las comodidades dignas de la reina de Egipto. Una sala en el lado oeste compuesta únicamente por un altar donde iban a reconstituir el cuerpo de Osiris, una gran sala central para ella con un lecho, sillas y mesas, cientos de cojines en los laterales, los muros pintados y columnas con inscripciones que protegerían aquel espacio, los mismos que cubrían por completo la sala donde descansaban todos los pedazos de Osiris dentro del sarcófago que había sido la trampa de su hermano. Ella adoraba la luz, pero durante ese tiempo tuvo que conformarse con las antorchas que cubrían los muros de la sala, y los tenues rayos del sol que le llegaban cada vez que salía al vestíbulo a recibir a Toth o a Anubis.

Su escondite se situaba al oeste de Abydos, retirado por completo de la ciudad, tras unos riscos que hacían la entrada invisible. Su única compañía durante esos meses había sido Toth, Anubis y el cuerpo sin vida de Osiris. Sin embargo, la mayoría del tiempo lo había pasado sola. Su sobrino se pasaba la mayoría de las horas vigilando los alrededores de la tumba, y cuando estaba allí, le dejaba sólo para que se dedicara a la momificación de Osiris. Toth sólo venía por las tardes para traerles todo lo que necesitaban para el día siguiente.

Al cerrar los ojos, de nuevo rememoró las palabras que Toth le había dicho antes de entrar a la sala para resucitar el cuerpo de Osiris. Sólo tres días, le insistió. Su voz había sido autoritaria, pero le aportó la seguridad que en ese momento a ella le faltaba. Y tu objetivo un hijo, el heredero que volverá a equilibrar el mundo. Ella asintió. Su hijo, lo que más necesitaba. Después de que Anubis se negó a ocupar el trono, insistiendo en ser únicamente el guardián del cuerpo de su padre, Isis tuvo que encontrar otra solución.

Se despertó todavía con las palabras de Toth en sus oídos y su mirada sobre ella que le hablaba de todo lo que un día estaba por venir, cuya responsabilidad era únicamente suya. Hubiera deseado que los ojos de Horus que la habían despertado hubieran sido los de Toth. Él hubiera sabido exactamente lo que hacer, y le hubiera aconsejado el mejor camino a seguir en ese momento. Si algo reforzaba a la luz del día era su necesidad de huir. Debía escapar cuanto antes y esperar.     

Bebió un poco de agua de la alforja que le ofreció Horus mientras se incorporaba. El sol entraba de lleno en la cueva y le deslumbró por un momento mientras se desperezaba.

Con la vista puesta en el suelo de la cueva, cegada por la luz de la mañana, se acercó hasta el umbral. Con una mano sobre sus ojos observó de nuevo el palacio de Seth. Respiró hondo al recordar las grandes expectativas que había tenido el día anterior al tener esa misma imagen ante ella. Durante el mes que había durado su viaje se había mentalizado para destruir a su hermano con sus palabras, se había imaginado tomando ese palacio para ella, desterrándole a un lejano país extranjero, con el apoyo de su hermana. Había esperado que por el simple hecho de ser lo que ella era iba a conseguir que todo su palacio se arrodillara a sus pies. Ella era la reina de Egipto, sí, pero había olvidado que su hermano era el dueño de todo aquello. Abarcó el desierto inmenso con la mirada, la desolación infinita, de donde emergían esporádicamente puntos de vida de gentes sin civilizar. Todo ello era de su hermano, un territorio mucho más amplio que lo que era Egipto. Y aún así, los cuatro hermanos habían anhelado poseer el Valle. 

Desde el momento en que cruzó las enormes puertas de bronce se vio prisionera en el interior de los muros. Todos sus recuerdos volvieron a ella y comprendió que jamás le doblegaría. De todo lo que hubiera deseado sólo pronunció el juramento que en el futuro le mostraría todo lo que no le había dicho. Era suficiente un simple vistazo a su alrededor para saber que allí ella no era señora de nada, y eso fue lo que le impulsó en ese instante para regresar con sus hombres. Debían marcharse ya. Se dio la vuelta y ordenó que recogieran todo y que prepararan los camellos. Escondieron los estandartes bajo los mantos sobre los que montaban, sus soldados se vistieron con túnicas opacas que imitaban a los pueblos del desierto para ocultar sus armas, y ella únicamente se dejó puesta la túnica de dos días de viaje y se cubrió con las mismas ropas que sus hombres. En seguida, ocultos cualquier signo que delatara su realeza pusieron marcha hacia el Valle, deteniéndose lo necesario, hasta que tres días después sus pies rozaron las aguas del Nilo. Sonrió ante el frío del agua que le recorrió el cuerpo y se sumergió entera en una de las playas alejadas de los cocodrilos e hipopótamos.

Pasarían allí la noche, al resguardo de los cañaverales. En el último tramo del camino se habían apartado para evitar la población de Nubt y Gebtu en la que acababa el camino del desierto, y la única que, a pesar de pertenecer a las tierras fértiles del Nilo, Seth ejercía como señor real. Eran las únicas concesiones, cada ciudad en un margen del Nilo, que le había permitido Osiris en su reino como una manera de calmar sus ansias de poseer Egipto entero. Eso no había conseguido la paz, y ahora significaba un puente para su hermano que le permitiría descubrirla si se adentraba entre sus gentes. Habían dado a parar al norte de Gebtu, la ciudad del este, para evitar cruzar el poblado y con las primeras luces de la mañana salir hacia Khemnu. Habían necesitado acercarse a orillas del Nilo para reponer agua y provisiones, pero sería demasiado arriesgado continuar por el río. Isis miró las barcas apostadas en los embarcaderos al sur, donde comenzaba el puerto y que unían las dos ciudades a través del Nilo. Eso hubiera sido lo más rápido y lo más cómodo, un barco. No podían arriesgarse. 


Dos

 

 

 

Las rutas del desierto oriental eran las más peligrosas, pero para su situación era la única opción que había podido considerar. En las primeras jornadas de camino habían visto a lo lejos partidas de su hermano. La estaban buscando y no le había sido muy difícil adivinar que habían tomado ese camino en vez de viajar por el Nilo. Eso hubiera significado su muerte en la primera mañana de viaje. Había tenido dos opciones, viajar al norte o al sur. Sin duda sólo podía dirigirse al norte. Llevaban una semana caminando y escondiéndose en el desierto, pasando frío y hambre. Sólo habían conseguido un par de antílopes a los que sus hombres habían dado caza hacía dos días. El resto tuvieron que tomarlo de sus reservas y ya estaban acabadas. Allí su magia era mucho menos efectiva que en Egipto, apenas había podido hacer emerger agua de las rocas, lo suficiente para no morirse de sed; ni tampoco había sido capaz de conservar la carne de la caza para el viaje.

Estaba tan cansada que ni siquiera podía pensar en las palabras correctas para seguir protegiendo a su hijo de las carencias que a ella y a sus guardias les eran continuas desde que abandonaron el palacio de Seth. A la mañana del décimo día, al levantarse, sintió que algo en su interior se quebraba. Sintió una oleada de pánico que le hizo gritar llamando a Horus. El huevo no debía romperse.

–  ¡No, no, no!

–  Señora, ¿qué ocurre? – pero ella seguía negándose a creer que el cascarón que protegía a su hijo en su vientre, que Toth lo creó para ser inquebrantable hasta su nacimiento, pudiera romperse sólo un mes y medio después de haber sido creado. Horus le retiró las manos de su regazo para evitar que se hiciera daño y la cogió en brazos –. Nos vamos de aquí. ¡A los camellos! – ordenó de inmediato al resto de los hombres.

Isis se aferró a su cuello rogándole que la pusiera en el suelo y que no les condujera al Valle.

–  Mi misión es protegeros, señora – le dijo firme, mientras la colocaba en la silla –. Lo haré aunque tenga de desobedecer órdenes. Nos vamos a Egipto.

Isis le miró a los ojos, desafiante. Le había contradicho, pero ella también era consciente de que no podía aguantar allí un día más. Ni siquiera podía mantenerse erguida, no tenían comida ni agua, y la vida de su hijo corría peligro. El pánico le había dejado paso a la sensatez en cuanto Horus le sostuvo la mirada antes de dar la orden de partir.

–  ¡A Egipto! – elevó ella la voz, secundando la orden del jefe de su guardia.

Suplicó en silencio que su hijo aguantara esa jornada. Había calculado cada paso desde Nubt y sabía que estarían a la altura de la ciudad de Ipu. Desde allí llegarían a la orilla del río a media tarde, pero teniendo en cuenta que debían aflojar el paso estarían allí a la caída de la noche. Debía aguantar.

Horus intentó hablar con ella en un par de ocasiones, darle ánimos, pero sólo recibió como respuesta su silencio. Su mente estaba puesta en las aguas del Nilo. Empezó a temer que hubiera calculado mal la distancia o los días, que en vez de desembocar en Ipu, fuera otra ciudad en la que irían a parar. No sabía si había predicho que saldrían allí por el deseo de que fuera así. Min gobernaba la ciudad y siempre había sido uno de los mejores amigos de su hermano Osiris. Jamás había negado de ellos, como sí había ocurrido con otros muchos gobernantes de otras ciudades. Osiris le había enseñado muchos de sus secretos y él siempre le hablaba de la deuda que tenía con su hermano por haber hecho de su provincia la más fértil de todo el país. Ella por su parte le había ofrecido como regalo aguas mágicas para que las mujeres jamás temieran por la falta de descendencia.

–  Al caer la tarde estaremos en Ipu – fue lo único que dijo en todo el día, en apenas un susurro, mirando el horizonte donde poco a poco se iba poniendo el sol.

Min y Toth eran los únicos en los que confiaba ciegamente. Hathor de Dendera había sido la primera en levantarse contra su poder. Siempre tan caprichosa, apoyando a aquél que saciara sus intereses. No le sorprendía, pero tras ella cayeron muchos de los que ahora dudaba de su lealtad. Amón de Tebas, Montu de Armant, Nejbet en El Kab y Nejen, y más al sur sus gobernantes eran demasiado débiles como para oponerse a los grandes señores, hasta llegar a Jenu. A partir de allí comenzaba el reino de Wawat y de Kush, donde su reina Tueris también había cambiado sus lealtades. Ella era la que más le había afectado. En su lejana Región de las Cataratas había oro, y su apoyo a Seth inclinaba la situación a favor de él.

Todo el sur había apoyado a Seth tras la muerte de Osiris, en torno a Nubt como su más preciada posesión y Abydos como el límite de su poder real. Más al norte se mantenían leales a ella, pero dudaba. Salvo Min y Toth, en todos los demás había comprobado su inseguridad.

Al final del día, sin haberse detenido más que un par de minutos en las horas centrales del mediodía, sonrió sin saber si lo que estaba viendo era un espejismo o era real. El gran árbol de Ipu se elevaba hasta el cielo. Habían llegado. A medida que se acercaron a la ciudad sintió como recuperaba sus fuerzas, volvía a sentir la magia en ella. Miró a Horus que caminaba a su lado y sonrió, se giró a sus guardias y les confirmó que ya estaban allí. Se detuvieron al otro lado de la puerta de la muralla del camino que daba al desierto. Isis se había puesto un manto sobre ella como sus guardias, como si fueran simples tratantes de las caravanas. Allí llegaban continuamente mercaderes y necesitaban pasar desapercibidos. Al detenerse y bajar del camello dirigió la mirada al palacio de Min.

–  Es muy peligroso ir allí – le advirtió Horus.

–  Lo sé – y de inmediato se giró al resto de sus guardias –. Id a divertiros en la ciudad, comed y bebed, buscad una cama y techo donde pasar la noche. Nos encontraremos mañana al amanecer en este mismo lugar. Horus, tú vendrás conmigo.

Isis esperó a que el resto de sus hombres se fueran para hablar. Si les necesitaba sólo necesitaba pensarlo para que acudieran a ella, pero sabía que se habían ido preocupados por dejarla. En cuanto desaparecieron no pudo evitar un gesto de dolor.

– No estáis bien – Horus le agarró de los hombros y ella se dejó sostener.

– Bajemos al río – le suplicó.

Estaba tan preocupada porque algo pudiera salir mal. Necesitaba el agua que ella misma había consagrado. Si aquello no funcionaba estaba perdida, no aguantaría hasta Khemnu. Ahora estaba sola.

Las calles estaban prácticamente vacías. Tenía calor, estaba sudando bajo la túnica y la capucha que se había puesto. El miedo y el dolor no dejaban espacio para cualquier otro pensamiento. Agarraba fuerte el brazo de Horus, no le importaba hacerle daño. Él la guió rápido, a veces casi sosteniéndola en el aire con tal de aligerar el paso. Callejearon entre las casas de adobe y las gentes que volvían a sus casas del campo. El sol había desaparecido y las sombras de las casas dejaban la ciudad en semipenumbra. Isis sólo miraba al suelo de tierra batida evitando tropezar. Le dolía la cabeza, estaba mareada, y en uno de los tirones de Horus para no caer sintió de nuevo un crujido. Gimió.

–  Ya está – le habló Horus en cuanto llegaron al camino que conducía a los cañaverales del río que se abrían a una playa.

–  Ya está – repitió ella reconociendo en aquel lugar el sitio donde su hermano y ella habían bendecido la ciudad con la fertilidad eterna –. Ya está.

Se quitó el sayo, la túnica, y desnuda se adentró en el agua con las últimas fuerzas que le quedaban. Contuvo la respiración y con los ojos cerrados aguantó bajo el agua hasta que el dolor se transformó en energía que recorrió su cuerpo sanando lo que estaba roto. Salió del agua suspirando, contenta, tranquila. Horus estaba en la orilla con una tensión contenida sosteniendo el mango de su espada enfundada. 

–  Estamos bien – le dijo.

Y sin moverse sonrió.

–  Quiero descansar. Estoy agotada.

Horus no hizo amago de moverse cuando ella se sentó a sus pies, sobre las ropas que había dejado en la orilla. Esperó a que secara la arena antes de sacudírsela con la mano y ponerse las sandalias. Esperó un rato más mirando el río correr al norte. Vio pasar una barca de papiro con dos hombres que volvían de cazar en los cañaverales del sur de la ciudad. Recordó el último viaje que hizo con su hermano, y que había acabado con la funesta invitación de Seth. Le maldijo en silencio, como hacía a diario, pero ahora sus pensamientos eran otros. Ahora primaba la felicidad que había tenido desde que se convirtió en reina de Egipto. Ese había sido su último viaje juntos, pero hubo otros muchos. Cada dos años recorrían el río creando Egipto. La construcción del mundo había comenzado varias generaciones antes de su nacimiento, y ellos debían culminarla. Ahora ya no sería posible. Aunque habían sentado las bases de la perfección, todavía no estaba completa. Y sin Osiris, quedaría así para siempre. Ellos habían encarnado el orden, y si él faltaba, las profecías serían vanas. Isis sonrió irónica, siempre pensaba en ello como una posibilidad, pero de inmediato se daba cuenta de que todo eso ya no podría ser. Maat había sido alterada y ella jamás sería capaz de regresar al orden que debería haber sido.

Toth había sido claro, no había solución.   

–  Quiero saber cómo viven las gentes – dijo de repente, mirando correr las aguas del río –. Mi hermano siempre quiso saber cómo vivían los hombres bajo las leyes que él había creado. Siempre se preguntó cómo funcionaba realmente el mundo más allá de la bonita fachada que le mostraban los funcionarios de las ciudades en nuestros viajes, y de los rituales que nos ofrecían. 

» Para nuestro siguiente viaje me pidió que transformara su rostro para poder relacionarse con los hombres sin que le reconocieran y vivir durante un tiempo como ellos vivían. Decía que sólo así podría comprobar si sus métodos eran los correctos. Decía que eso era lo justo, que él había creado las leyes, así que también él debía someterse a ellas. Yo lo haré por él.

–  Mi señora… – pero no dijo más. Sabía que dudaba, y sobre todo que no era el momento para hacer experimentos o cumplir deseos de otros.

–  Quiero saberlo todo – se adelanto. Para ella era el momento adecuado –, quiero aprender de mi hermano, incluso ahora que no le tengo, para un día enseñárselo a mi hijo. No sé si podré contar con alguien más que conmigo misma para educarle, y él debe ser rey. Un rey justo, como su padre. Horus – le llamó, y se levantó para mirarle a los ojos –, estamos partiendo al exilio. Sólo me tengo me tengo a mí.

Osiris… pensó. Le extrañaba, y cada día mucho más, más aún después de haberle devuelto a la vida. Siempre se había reído de la curiosidad de su hermano, de su implicación con el resto de las cosas, tanto la gente, como los animales, las plantas, incluso con aspectos tan abstractos como la belleza. Para Osiris todo era bonito, siempre encontraba la parte buena a las cosas. Para ella sin embargo no había nada mejor como su vida de reina, el desarrollo de sus dones, las comodidades de palacio, pues ese era su lugar, gobernando, y el de los hombres obedecer. Se había sentido poderosa, y eso era lo único que siempre se esforzó en perpetuar. Era aquello que podía perder, así que fue lo más protegió. Para ella Osiris era primordial, pero algo seguro, y ahora ya no lo tenía. Con su hijo no iba a fallar en algo tan sencillo.

Ahora veía las cosas tan diferentes. Se daba cuenta de lo mucho que le había admirado. Había sido consciente en vida, pero ahora en la muerte mucho más. Osiris… volvió a suspirar. A pesar de su afición por la bondad, en realidad se daba cuenta que era justicia. Su dulzura era respeto, el que ella no había tenido. Su curiosidad, fuerza. En esos años había cambiado por completo su visión del mundo, y lamentaba que hubiera tenido que ser de esa manera. Echó un último vistazo al Nilo, sus aguas ya oscuras, la brisa del norte, los riscos a la otra orilla recortados en el cielo anaranjado por donde se había ocultado el sol, los pájaros cantando a su alrededor, algún que otro chapoteo en la superficie. Le echaba de menos a él, pero también reconocía que extrañaba la vida como soberana. Sintió el fresco de las primeras horas de la noche, se vistió con la túnica a pesar de estar sucia, y se puso por encima el sayo marrón.

–  No te preocupes por mí esta noche – le dijo a Horus mientras se ponía la capucha. Isis cerró los ojos y adivinó de inmediato donde estaban el resto de sus guardaespaldas –. Ve con ellos, están en una de las Casas de la Cerveza de la puerta del desierto. Nos veremos allí mañana. Estaré bien.

Horus supo que no había lugar a discusión, asintió y la dejó sola. Estando en Egipto, no temía por ella. Su magia y su poder eran completos, y sabía que debía hacer como había dicho. Siempre había aprendido a retirarse cuando sus señores lo necesitaban. Isis regresó a la ciudad antes de que desapareciera del cielo cualquier resto de luz del día y se cerraran las puertas de la muralla. En los barrios bajos la gente empezaba a salir a las puertas de sus casas. Había grupos de hombres sentados sobre los peldaños de las casas jugando con tabas, pequeñas ramas y fichas, y hablando a la luz de hogueras encendidas entre círculos de piedras o recipientes de barro. Podía escuchar a las mujeres hablar en los tejados y de vez en cuando cantar alguna canción. Sonrió. A todo aquello era a lo que se refería su hermano.

Siguió caminando y callejeando por la ciudad. El silencio y la soledad se fue haciendo patente a medida que se adentraba en los barrios acomodados. Allí reconoció un poco más su antigua vida, las veladas en los patios en las noches de verano, las cenas y las fiestas. Esa noche sólo quiso adentrarse en cualquier casa al azar que le pudiera ofrecer un mínimo de comodidades. Se quedó parada un momento antes de tocar la puerta. Era una casa grande, había visto un jardín resguardado por un muro un poco más alto que la altura de un hombre. Se había subido a un árbol que había en uno de los laterales para alcanzar a ver el interior. Había visto una mujer con su hijo jugando en los pórticos con un par de animales y le pareció que ese era un buen lugar para probar lo que su hermano siempre quiso hacer.

Inmediatamente después de tocar la puerta, bajó la cabeza, se pasó una mano por la cara y pronunció las palabras en voz baja. Escuchó el sonido de la puerta y al abrir los ojos vio unos pies en el umbral. Al volver a levantar la cabeza vio a la mujer que no reconocía en ella a otra persona que una anciana. Isis comenzó a hablar pidiéndole asilo por una noche.

–  Fuera – le cortó en un tono seco y duro.

Isis contuvo su rabia por la sorpresa. Jamás nadie había osado tratarla así. Recordó que debía actuar como lo que aparentaba ser.

–  Sólo esta noche – insistió ella.

–  Fuera.

La mujer había levantado la voz y había cerrado la puerta de un golpe. Isis se quedó durante un rato mirando la puerta cerrada. Al tenerla delante, con un simple vistazo supo ver el interior de la mujer. Usert, su nombre, viuda hacía unos meses, madre de varios niños pequeños; pero orgullosa, prepotente desde niña. Podría haber intentado en otras casas, pero esa primera decepción la llevó a abandonar sus planes. Esos experimentos quizá hubieran entretenido a su hermano, pero para ella había significado una ofensa. Era consciente de que la población era mucho más cauta tras la muerte de Osiris. Detrás de la aparente continuidad estaba el miedo por el futuro inmediato. Pero en ese momento no le importó el temor de aquella gente por abrir su casa a un extraño. Ella era la reina y quiso hacérselo pagar. Se sentía a la vez decepcionada por haber fracasado en el primer intento, y aquello le dio más coraje para castigar a aquellos que habían producido en ella ese cúmulo de sentimientos.

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