Isis

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Isis

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Hathor se había dado cuenta que él era diferente, que no se dejaría engatusar por ninguna mujer, ni siquiera por ella. Le sería difícil conseguir de él una entrega completa como lo había hecho con muchos otros. Con Seth fue sencillo. Un par de palabras, su presencia, decirle lo que deseaba oír. Recordó lo que le había dicho su padre, para ella Horus y para él Seth. Le complacería con gusto. Nadie había osado rechazarla. Sólo su padre. Que Horus se atreviera a retarla le hacía comprender que merecía la pena sentarse en el trono junto a él.

–  Con Neith has aprendido un mundo completo – le siguió hablando con todo lo que quería decirle –, te ha enseñado la perfección que debería haber sido. Quizá la que yo hubiera logrado si hubiera reinado desde el principio. Nos has juzgado a todos por esos fundamentos de Neith. Siempre me fascinó que creyeras realmente en ellos. Pero ésos son los principios de Neith, los que existían en un origen, principios puros. Aquí todo es mucho más complejo, todo aquello fue separado y ha perdido lo que había sido en el origen. Aquí ya nada es tan extremo, ni tan puro. Allí la luz era luz, aquí sin embargo hay amanecer, día y atardecer, además de la luz de la noche. Aquí hay demasiados significados y demasiados matices para una misma palabra o un mismo hecho. Traición, deber. Según como lo mires. Tengo que reconocer que Osiris supo ver la verdad en cada uno de los actos de la gente.

Hathor calló un momento. Del orgullo, ahora él la miraba con curiosidad. Empezar a hablar de todo ello le recordó a su pasado y de repente quiso contárselo todo.

–  Mi hermana me decía, cuando estábamos creando el mundo, que me excedía en los colores y en los aromas, y se enfadaba porque sobrepasaba las líneas que ella me había marcado sobre la tierra. Yo le decía que si hacía la línea un poco más amplia estaría dentro de sus límites. Entonces sí que era posible todo eso que te has llevado de Sais. Las normas se cumplían, todo era como debía ser. Siempre hice caso a Maat, pero a veces me decía que mi actitud, por mucho que quisiera hacerlo para bien, desequilibraría el mundo. Yo siempre seguí sus normas, hasta que vi que otros se saltaron el orden que mi padre y Toth habían establecido. Mi padre el primero al no hacerme su reina. Mis hermanos Geb y Nut después. Siempre admiré a Maat, que a pesar de todo se mantuviera en el orden y haciendo todo lo posible por cumplir la justicia.

–  Es lo que intento hacer yo – le susurro Horus.

Hathor lo sabía. Asintió, recordando a Osiris. A él había sido al único que había respetado. Odiaba verlo con Isis porque no la consideraba adecuada para ser la reina de Egipto. Demasiado temperamento, demasiado vengativa como para traer orden al mundo. Siempre creyó que debería haberse coronado a Neftis como reina de Egipto y a Isis en el Desierto. Hubiera sido la persona adecuada para calmar el carácter de Seth.

–  Maat quería que a pesar de todo se siguiera cumpliendo con la justicia – le repitió –. Le ofreció a Osiris la verdad que contenía su pluma. Veo que te has llevado de él el afán por imponer la ley, y también la determinación de tu madre.

–  ¿Por qué me hablas de la justicia? – le dijo al final, tras mirarla detenidamente. 

Ella había representado siempre todo lo contrario. Ella había roto el equilibrio muchas veces, había impuesto su voluntad, y estaba seguro de que esta vez estaba dispuesta a llegar hasta el final. Sin embargo, había algo que le empujaba a confiar en ella. Su voz seguía cautivándole sin saber si le estaba convenciendo o estaba siendo sincera. Veía en su rostro el anhelo de algo que no distinguía. No le dejaba leer en su corazón. La vio suspirar, mirar al frente, en las montañas del este, donde el cielo estaba oscureciendo.

–  Añoro los tiempos de mi padre – le confesó sin mirarle a la cara. Nunca se lo había dicho a nadie –. Aún no existía la noche.

Horus apretó los labios, recordando el primer día que había pasado en Egipto. La noche, se repitió. Era lo que más le había sobrecogido. Hathor estiró las piernas, volvió a encogerlas, y se mantuvo en silencio mirando el cielo que estaba empezando a oscurecer. Muchas de las cosas que había dicho al final lo había hecho sin pensar. Había pensado mucho en lo que le diría para convencerle, pero ahora sólo deseaba que confiara en ella, darle a él lo que siempre había esperado compartir con su padre. A todos los comparó con Ra, pero al tener a Horus a su lado había sentido mucho más. Volvió a sentirse cansada de todos los años que había pasado en vano luchando por alcanzar lo que pretendía. Sólo había querido a Ra y en ese instante le recorrió el mismo temor que creía haber olvidado, cuando su padre le dijo que no. El rechazo de lo que más deseaba y con la persona adecuada.

–  Dime – le habló de nuevo, mirándole a la cara, con una mezcla de súplica y rabia –, ¿cómo se siente cuándo le quitan a uno lo que es suyo? Y te lo niegan una, y otra, y otra vez… ¿Qué es lo que estás haciendo tú? Yo he hecho lo necesario.

–  ¿Te estás justificando?

–  Tú eres el único que necesito que me juzgue. Y ahora es el momento en que deberías hacerlo.

La miró a los ojos. Lo llevaba haciendo en todo el tiempo desde que había comenzado a hablar. Ese era el día del que Neith le había hablado cuando aún vivía en Sais. Decidió que no quería a otra reina que no fuera ella. Le cogió de la mano y su tacto de nuevo le hizo estremecerse. Él le acarició brazo, la recorrió entera con la mirada, hasta entrelazar sus dedos entre las trenzas de la peluca y sostenerle el cuello acercándola a él. Respiró su aroma y despacio le dio un beso en la mejilla. Al mirarla de nuevo la vio seria, pero orgullosa. 

–  Serás mi reina – declaró, pero también estaba decidido a imponer condiciones –. Mantendrás el Sinaí en tu nombre, y controlarás toda la producción de metal y turquesa que será enviada a mi palacio. Te encargarás de la frontera de Biblos y de la correspondencia con el país del las islas de Hau Nebu, les dirás que sus puertos libres del Delta serán mantenidos como les prometí además de la amistad con ellos. Seguirás siendo la reina del Punt, pero abrirás para mí las rutas tanto por tierra como por mar, todo ello será llevado a Tebas. Quiero tener contento a Amón y sé que si comercias con el Punt en tu nombre y en el de Amón conseguiremos muchos más beneficios. Y yo me encargaré directamente del gobierno en Egipto y de las relaciones con Tueris.

Hathor asintió en silencio. Le parecía justo. Al fin, pensó. Esta vez fue ella la que le besó en los labios y esperó un momento antes de separarse para susurrarle al oído.

–  Eres la primera persona que me pide antes mi poder que mi cuerpo.

–  ¿No es la primera razón por la que tú estás aquí?

Hathor le miró de nuevo. Él sonreía, ella también. Horus se puso en pie y le tendió una mano para que se levantara.

–  Aquí nací – le señaló el pueblo –. Aquí construiré mi palacio.

Las sombras de finales de la tarde se extendían por todo el poblado y en ese momento vio a Nubneferu descender volando hasta posarse en el hombro de Horus. Sus plumas doradas emitían destellos anaranjados, dejando una estela de brillo a su paso. Ya lo había visto en Tebas, pero en ese instante, aquella imagen le resultó mágica. Luego se dio cuenta que eran tan solo el reflejo de los rayos del sol. Hathor les miró fascinada. El Halcón, pensó. Así era como había escuchado nombrar a Horus entre sus hombres, incluso dentro de sus propias filas.

Hathor volvió los ojos a los tejados de las casas de Jem. A ella no le era muy difícil imaginarse allí una gran ciudad. Era lo que había hecho cuando creó el mundo junto a Maat. Observar un paisaje e imaginar los edificios que iban a levantar. Fue la última de las condiciones que Horus le puso, ser ella quien hiciera la nueva sede real en el tiempo que él regresara al Sur para reclamar las coronas de las Dos Tierras. 

–  Diré que fuiste tú quien me encontró – le prometió –. Cuando vuelva a Jem celebraré contigo mi victoria y sólo entonces te haré mi mujer y mi reina.        


Veintinueve

 

 

 

En cuanto recibió la respuesta de Toth, partió desde Abydos hacia las rutas del este. Le había pedido sus mejores hombres para organizar una partida con sus escorpiones y un grupo de soldados para protegerles. Nadie había visto a su hijo. Cada día, cuando caía el sol y levantaban las tiendas en uno de los recovecos de las montañas, se quedaba mirando trabajar a sus hombres, desilusionada, agotada, sintiendo cada anochecer como un fracaso. Los días pasaban, los iba contando uno a uno haciéndose a la idea de que Horus jamás aparecería. Para castigarme, pensaba. Al cerrar los ojos pensaba en Osiris, le dolía por él. Había puesto todas sus esperanzas en ella, como siempre lo había hecho. Sería la única decepción, pero definitiva. Cada noche se culpaba por saber lo mucho que se había equivocado. Al menos necesitaba ver a su hijo para pedirle perdón. Sería la primera vez que lo haría y cuando Osiris le habló de ello se avergonzó porque su orgullo la hubiera llevado a esa situación. Debería haber contado con él, reconocía. Todos esos años sola la habían hecho olvidar que podía confiar en alguien más que en ella misma.

Esa mañana había llegado un mensajero de Toth con una tablilla de barro. Le decía que su hijo acababa de presentarse ante él y reclamaba que se le dieran las coronas que eran suyas. Quería acabar con la guerra con un juicio y todos los nobles habían sido convocados en Khemnu. No ponía nada más. Faltaban diez días para que se cumplieran los setenta días de plazo, no le decía quién le había encontrado o si se había presentado por su propia voluntad. Lamentaba no haber sido ella. Había planificado volver a verle de otra manera. Mientras envolvía la tablilla en las telas y ataba las cuerdas para devolverla al mensajero se quedó mirando el desierto, recordando los años en que viajó por aquellos parajes para acabar en Khemnu. Todo a su alrededor le hacía pensar en ello, en la incertidumbre. Pensaba mucho en Neftis. Siempre le ocurría cuando se adentraba en lugares tan inmensos como aquellos. Montañas de todas las tonalidades rojas, naranjas y marrones, incluso blancas, que parecían arder a esas horas del atardecer. Neftis siempre le había dicho lo maravilloso que le había resultado esos parajes. Ahora se encontraba en un lugar parecido. Pensaba en ella y en Osiris. Le había sido difícil despedirse de él. Le había sido más sencillo al hacerlo junto a sus escorpiones y sobre todo que Seshat la hubiera acompañado hasta el mismo borde del desierto. Una vez en el barco pudo planear con ella todo lo que estaba por venir. Como siempre le ocurría, le aportó calma para afrontar el viaje.  

Y aunque no había sido ella, al menos le habían encontrado, o había entrado en razón para reclamar su herencia al margen de ella. Estaba nerviosa. Mientras esperaba en el patio de entrada, junto al altar de la piedra negra, vio a demasiados hombres moverse de un lado a otro, con animales y carros, como si estuvieran organizando una partida. Pensó que serían de todos aquellos que acababan de llegar para el juicio, pero tampoco había visto signos de que alguien más que ella hubiera llegado a la ciudad. El mayordomo de palacio había salido a recibirla a la carretera del desierto por donde había llegado, y ahora volvía para decirle que la estaban esperando. Isis hizo un gesto a Horus, su escorpión, para que la acompañara. Vio mientras se acercaba al vestíbulo que al otro lado tan solo estaban Toth, Seshat, Nefertum, los guardias de Khemnu y sus sirvientes, y esperándola en el centro de la sala su hijo. Estaban serios, supo que había pasado algo. Temió que de nuevo que Seth se hubiera negado a reconocerle.

Isis se acercó a Horus mirándole a los ojos, intentado adivinar lo que había pasado en ese momento y durante los dos meses que no había sabido nada de él. Le abrazó, no le importó que la última vez que se habían visto hubiera estado a punto de causarle la muerte. Le miró a la cara y vio que en aquellos meses había cambiado.  

–  Prepárate porque nos vamos a El Oasis – le dijo, dándole con esas palabras la bienvenida –. Partimos al amanecer.  

Esa noche cenó con Seshat en una sala cercana a sus aposentos. Había ido a buscarla mientras se estaba cambiando en su habitación. Bes la ayudó en todo, les sirvió la cena y ella sonreía por lo mucho que le había echado de menos. Cuando se quedó a solas con Seshat volvió a preocuparse. Estaban sentadas en el suelo, junto a una mesa baja con varias bandejas con pescado en salsas de miel, panes con diferentes formas y especias, empanadas de verduras y carne, y en el centro de la mesa varias jarras con agua, zumos, vino y cerveza. Seshat le sirvió una copa de cerveza y se la ofreció. Isis esperó en silencio viéndola llenar la suya y beber un sorbo.

–  ¿Qué es lo que sabes? – le preguntó Seshat.

Isis no entendió la pregunta. En todo ese tiempo no le había llegado ninguna noticia de su hijo ni del país. Las únicas veces que se encontraron con caravanas en el desierto los mercaderes les dijeron que no sabían nada. Tras su breve recibimiento en la sala del trono Horus se había retirado y Toth no se había dirigido a ella. Mientras se bañaba, antes de la cena, en el estanque de sus aposentos, sufrió por marcharse de allí para volver al desierto. A El Oasis, le había dicho su hijo. No quiso preguntar por qué, pero entendió por el tono de Seshat que la situación era mucho más grave de lo que imaginaba, o al menos que a ella no le iba a gustar.

–  Ayer nos llegó un mensaje de Seth – comenzó –. Ha puesto como condición indispensable que el juicio para reconocer a Horus como Señor de las Dos Tierras debe celebrarse en su palacio. Horus aceptó de inmediato.

Seshat calló un momento para coger un trozo de empanada. Isis bebió un poco de su copa y se sirvió una ración de pescado. Mientras la escuchaba fue comiendo despacio, intentado calmar con el sabor dulce de la comida toda su inquietud.

–  También es incondicional que tú no puedas estar presente – añadió, mirándola de reojo. Isis contuvo un momento la respiración. Una condición muy propia de Seth –. Horus regresó hace unos quince días, inmediatamente después escribimos a todos los nobles para avisarles de su vuelta. Les mandamos una copia como la que tú recibiste.

–  ¿Por qué volvió? – le interrumpió.

–  Hathor le encontró.

Isis comprendió por qué había sido Seshat la que había decidido contarle todas las novedades. La miró irritada incluso sabiendo que ella no tenía la culpa. Respiró hondo y bebió un poco de cerveza. No podía seguir comiendo.

–  Y hay más cosas que él nos dijo al volver – le advirtió. Isis asintió. Quería saberlo todo –. Cuando sea coronado como Señor de las Dos Tierras se casará con Hathor. Ahora ella se ha quedado en Jem donde Horus le ha encargado la construcción de su nuevo palacio.

–  Al menos ha sido prudente al dejarla aparte de esto – contestó irónica.

Isis miró de nuevo a Seshat. Si hubiera sido su hijo el que le hubiera dicho todo aquello habrían acabado mucho peor que la última vez. Respiró hondo. De todo ello lo que más le ofendía es que al final Hathor se hubiera quedado con Horus. Tenía miedo por lo mucho que pudiera influir en él.

Seshat entendió su rostro, su actitud, tan sólo su silencio. En ese momento, cuando estuvo a punto de desahogarse con el gran error que había cometido su hijo, Seshat le preguntó por Osiris. Isis no pudo evitar sonreír. Le habló del Amduat, de cada sala, de cómo había levantado los muros y había creado con su magia todo lo que Toth había escrito sobre papiro, y de la promesa que le hizo Osiris en la Sala de las Dos Verdades.

–  Maat tiene algo preparado para ti la próxima vez que te vea – le susurró, a pesar de que nadie podía oírlas, con una sonrisa cómplice que le decía que tenía que ver con Osiris.

–  ¿La pluma? – intuyó.

Seshat negó en silencio.

–  Aparte de su pluma – añadió alargando el silencio.

Isis la miraba impaciente.

–  Una semilla.      

E inmediatamente cambió de tema. Isis respondió a todo lo que le preguntaba sobre sus meses en el desierto y Seshat le habló de cómo lo habían vivido allí. A pesar de todo no dejó de intrigarle para qué quería darle Maat una semilla. Sabía que por mucho que lo pensara el día que la recibiera le sorprendería. No preguntó más porque quería que fuera así. Cuando todo termine, pensó. Aún así, al pensar en ese momento no dejaba de sobrecogerle que fuera en El Oasis y que ella no pudiera estar presente.

–  ¿Y yo dónde me quedaré? – le preguntó cuando ya se estaban levantando y Bes apareció por las columnas del patio con otros sirvientes para recoger.

–  Donde tú quieras que no sea en el interior de las murallas de su palacio.

Isis asintió.

–  Estaré cerca – le prometió. 

Quiso mantenerse tranquila, pero no estaba preparada para recibir todas aquellas noticias a la vez. No pudo dormir. Estuvo toda la noche dando vueltas en la cama, pensando en Hathor, odiándola, y en Seth, maldiciéndole y buscando la manera de cruzar las murallas de El Oasis. Ella quería estar presente. Era la segunda vez que vetaba su presencia. En ese sentido confiaba más en Horus que en Osiris cuando fue al juicio en Khemnu tras la rebelión. Horus no cedería en lo más mínimo. Miraba el techo, el cielo de la noche al otro lado de las columnas, el patio, las copas de los árboles. Acabó levantándose y sentándose en las escaleras del pórtico que bajaban hacia el jardín. El aire fresco de la noche le calmó un poco. La que continuamente le venía a la cabeza era Hathor y no pudo dejar de pensar en ella hasta que el cielo empezó a clarear. De todas ella era a la última que quería ver con su hijo. Cualquiera menos ella. 

–  Mi señora – escuchó la voz de Bes detrás de ella.

Se puso en pie al verle con ropa en la mano y entraron en la habitación para cambiarse mientras él arreglaba la cama. Intentaría no reprochárselo a Horus en cuanto le viera y durante el viaje. Pensó en lo que le había dicho Osiris, tenía que hacer las paces con él, colaborar en vez de enfrentarse. Esperaba ser capaz después de lo que Seshat le había contado. La tarde anterior le había visto diferente, más firme, más decidido, más poderoso. Sabía que también habría considerado su situación con ella en el tiempo que estuvo en el desierto, y con Neith. Al menos la aceptaba a su lado.

Esa vez viajaron por la carretera del este, paralela al Nilo. En los días que duró el viaje no pudo acercarse a su hijo. Ella viajó con Seshat en un palanquín llevado por varias decenas de nubios. Su hijo iba a la cabeza en su carro junto a Toth, sus escorpiones y los guardias de Khemnu y sus sirvientes. De vez en cuando Horus, su guardia, se acercaba para contarles a través de una de las ventanas por dónde iban y las pocas órdenes que iba dando Horus que se resumían a seguir adelante o detenerse para pasar la noche.

Antes de desviarse por la ruta del wadi de Hammamat a El Oasis, se detuvieron a las afueras de Gebtu a pasar la noche. Ese día había hablado con Seshat por enésima vez de lo que representaría Hathor para el país y de todos los detalles que Horus les había contado a ella y a Toth. A Isis le parecían buenos acuerdos, Horus había sido prudente, pero todavía le quedaba la incertidumbre de lo que realmente pretendía Hathor y su actitud una vez que se la declarara Señora de las Dos Tierras. No se hacía a la idea de que otra persona más que ella pudiera poseer ese título. Luego recordaba todo lo que le estaba esperando en Abydos y se consolaba pensando que allí aún seguiría siendo la reina. Siempre había deseado estar al lado de Horus una vez que recuperara las coronas. Ahora, si Hathor estaba con él sería mucho más difícil, y no sabía hasta qué punto él estaba dispuesto a perdonarla después de todo lo que había pasado.

Dudó en ir a buscarle esa noche. Estaba en la litera con Seshat, en silencio, esperando la cena. Afuera escuchaban las voces de los hombres levantando las tiendas. Isis miró a su alrededor buscando alguna razón para no ir a ver a Horus. Dudaba al pensar que no serviría de nada. Miraba los cojines sobre los que estaba sentada, la alfombra que había en el centro con los juegos que se habían llevado para pasar el tiempo. Seshat estaba recostada con los ojos cerrados, hacía un rato que le había dicho que tenía sueño. Ella se quedó mirando el atardecer a través de la ventana cubierta con gasas. De vez en cuando Horus, su guardia, se acercaba para preguntarles qué tal estaban, o si necesitaban algo. Él era el que se había encargado de organizar su litera y vigilar a todos aquellos que la llevaban sobre sus hombros.

Isis se volvió hacia la entrada cuando escuchó que alguien corría las telas. Se sorprendió cuando vio a su hijo pidiéndole permiso para entrar. Seshat se despertó y al verle allí les dejó solos. Cuando se marchó él entró y se sentó a su lado. Se quedaron mirando, ella esperaba que le dijera algo y Horus parecía no saber cómo empezar.

–  Supongo que ya sabrás todo lo que he hecho y todo lo que voy a hacer – comenzó.     

Isis asintió. Se dio cuenta que le había dado tiempo para que lo asimilara antes de hablar con ella. Ella misma también había necesitado esos días para ser consciente de la situación con la que se había encontrado a regresar.

–  No te voy a culpar por lo de Hathor – le dijo de inmediato. Se había dado cuenta que no tenía sentido –. Lo acepto, pero sólo debo decirte que tengas cuidado.

–  Lo sé – le contestó brusco. No quería comenzar discutiendo –. Vengo para contarte una cosa. Hay algo más que sólo saben Toth y Neith.

Isis asintió. Había acabado hablándole en voz baja, y le había dejado inquieta cuando se levantó, miró fuera y volvió a sentarse a su lado. Cuando lo hizo la agarró del brazo y se acercó hasta quedarse a unos centímetros de ella. La miró a los ojos y un instante después se acercó para susurrarle una palabra al oído.

–  Utilízalo – añadió en voz baja, aún sujetándole fuerte el brazo y sin separarse un centímetro de ella –. Sé que lo necesitabas, y por eso quería que tú lo supieras.

El nombre de Ra, el que tanto había deseado conocer. Respiró hondo, repitiéndose el nombre en la cabeza. Abrazó a Horus, le apretó fuerte, casi temblando por el gran poder que le acababa de ofrecer. Sin querer mientras le tenía con ella, estuvo a punto de echarse a llorar recordando el momento en que le había hecho huir de Egipto.   

–  Lamento mucho lo que ocurrió – le susurró.

Horus no contestó. Sólo notó que le acariciaba la espalda. Isis le habló en voz baja de todo lo que deseaba decirle. Le pidió perdón y le habló de lo que le había dicho Osiris cuando se sentó en el trono de la Sala de las Dos Verdades. Horus no aceptó en voz alta sus disculpas, pero al mirarle supo que estaba orgulloso de contar con ella de nuevo. Era la misma mirada que cuando le vio esperándola en la playa de Sais.

–  ¿Qué tal está mi padre? – le preguntó.

–  Bien – sonrió.

–  Me presentaré ante él cuando tenga conmigo la corona blanca y roja, y haya sido reconocido como rey de las Dos Tierras por cada una de las ciudades – le prometió –, y pueda devolverle sus insignias.

Isis asintió, recordando la última vez que había ido a El Oasis y Seth la había recibido portando la corona blanca y cruzados sobre su pecho el flagelo y el cayado que habían sido de Osiris. Ese día también había prometido destruirle. Ahora tenía el poder para hacerlo y estaba en su mano reducir a cenizas ese palacio que había sido la imagen de todo su sufrimiento. Horus le había regalado todo lo que había anhelado, y más allá de una obligación entendió que era su manera de perdonarla. 

–  ¿Y Neftis? – le preguntó también al cabo de un rato.

Isis levantó las cejas, sorprendida que le preguntara por ella.

–  Espero que se recupere – le contestó –. Sé que en Abydos va a estar bien.  

Horus asintió. Sabía que le gustaría que se preocupara por su hermana. Siempre le había suplicado que la respetara tanto a ella como a Anubis. Le era muy difícil, incluso en ese momento, pero en todos esos meses se había hecho a la idea de que quizá le convenía dejar de lado un pasado en el que él no había estado y que ya no le afectaría. Decidió no juzgarla tan duro, y sobre todo se había dado cuenta cuando Hathor le habló de Neftis. Aunque todavía no estaba convencido de que se mereciera todo el cariño que Isis le había dado siempre, de esa manera tan incondicional, decidió compensarle así cuando ella había aceptado a Hathor. Sabía que no le parecía bien, pero le agradecía que no se lo reprochara directamente.

–  ¿Y tú estás bien? – le susurró, como si esa pregunta se le hiciera la más difícil.

–  Sí.

Horus apartó la mirada recordando el instante en que estuvo a punto de matarla. Se levantó y se despidió de ella sin decir más. Isis suspiró con la mirada perdida en la cortina que cubría la entrada por la que acababa de marcharse, pero al final acabó sonriendo. Se alegraba de que Osiris hubiera tenido razón. Siempre la tenía y se lo había dicho con la certeza de que él la perdonaría. Cuando te pedí perdón, le había dicho, tú al final viniste conmigo. Pero eso no iba a borrar nunca la traición, como ella no la había podido olvidar en ningún momento. Y Horus era igual que ella en ese sentido. Pero estaba tranquila, y cuando Seshat volvió al palanquín y se fueron a dormir soñó cumpliendo la venganza que su hijo había hecho posible. Neith en realidad, pensó. Lo había deseado tanto y había sido tan sencillo, tan sólo con susurrarle esa palabra al oído.

Se despertó con el movimiento de la litera mientras los nubios la elevaban sobre sus hombros, tomaron la ruta del wadi de Hammamat, y después de tres días pudo ver al fin El Oasis. Ella debería permanecer fuera de las murallas. Ordenó que subieran la litera hasta lo alto del risco, donde la pendiente ya era más reducida, y desde donde tenía una vista excelente de todo el palacio. Mientras, ella esperó con Horus a una prudente distancia de las murallas. Vieron a cientos de guardias en lo alto de los muros. Sabía que Seth había dejado su ejército en Nubt, como Horus tuvo que dejarlo en Henen-Nesut. El acuerdo era tener como máximo doscientos hombres armados, el número que ellos habían traído como escolta.

–  Seth sabe que está derrotado – le dijo su hijo, esperando a que las puertas les fueran abiertas –, por eso ha querido traernos hasta aquí.

–  No te confíes – le advirtió Isis.

Era mediodía cuando habían llegado y hasta casi el atardecer no abrieron las puertas. En ese tiempo Horus permaneció con ella, hablándole de lo que podría suceder en el interior de esos muros, también de su impresión sobre ese lugar. El calor. Recordó la última sensación que se había llevado de Neith. A pesar de estar bajo la sombra de los parasoles, con el poco aire de los abanicos, bebiendo agua continuamente, no había podido evitar desesperarse por el calor que le envolvía. En cuanto empezó a caer el sol detrás de ellos, con la luz anaranjada adentrándose desde el wadi hasta el palacio, el color rojizo de los muros y de las diferentes torres que se elevaban en el interior, le recordó al fuego con los destellos de las llamas jugando entre las diferentes pinturas de terracota que adornaban los muros.

Horus miró a su madre en cuanto escucharon las puertas abrirse. Isis asintió y se retiró junto a sus escorpiones que Horus le había dejado para cuidarla en el tiempo que él estuviera en El Oasis. Mientras se alejaba sintió la presencia de Toth en ella. Sonrió para sí al adivinar su temor por lo que ahora sabía. Una vez le prohibió pensar siquiera en aquella posibilidad. Al buscarle con la mirada le vio desaparecer a través del umbral al mismo tiempo que abandonaba su interior. Lo último que le transmitió fue la confianza que siempre había puesto en ella.

Esa noche, mientras intentaba dormir, ordenó a uno de sus guardias que corrieran la cortina de la litera. Miró las luces en los patios y en la sala donde celebraban los banquetes. Deseaba estar allí, y durante todo el camino había intentado pensar en la manera de saltarse la orden de Seth. Toth le había dejado una sensación extraña. Desde que Horus le había dicho el nombre de Ra se sintió poderosa para terminar su venganza, su hijo le había permitido compartir con ella ese poder. Toth lo había adivinado cuando sólo se introdujo en ella para asegurarle que esta vez todo saldría bien. Hubo momentos en que era consciente de que sería capaz de hacer lo que hiciera falta ahora que tenía esa capacidad, pero Toth le aportó prudencia dentro de su venganza. Se lo agradeció.

Al amanecer se despertó con el ruido de camellos, caballos y hombres que resonaban del fondo del valle. Se asomó y distinguió a Amón y Mut. Ellos fueron los primeros y a lo largo de todo el día llegaron el resto de los nobles de Egipto. Tuvo la certeza de que a la mañana siguiente se celebraría la coronación de su hijo. Si Seth no volvía a negarse. Isis respiró hondo. Esta vez ya no podía negarse. Pero los días pasaban y nadie salía ni entraba de palacio. Veía a muchos caminar por los patios, por las noches veía las luces en las salas y en el resto de las estancias demasiado movimiento. La incertidumbre consiguió desesperarla hasta encontrar la solución que había buscado. Horus había sido quien había escuchado todas sus propuestas, también le había aconsejado desde quedarse esperando hasta ayudarle a cruzar las murallas de la manera que fuera. Algunas noches se acercó a algunas de las puertas traseras de palacio para intentar abrirlas con su magia. En todas ellas había puestos de guardias que le impidieron acercarse a menos de doscientos codos.

Diez días después de que llegaron, como cada tarde, estaba mirando el palacio, con los brazos cruzados a la sombra del palanquín, sabiendo que Seth estaba poniendo todo tipo de trabas a su hijo. Deseó ayudarle, estar con él, también sabía que podía desesperarse y acabar mucho peor de lo que hubiera podido hacerlo solo. En el último juicio al que no pudo ir, Osiris le admitió que estaba demasiado alterada como para defender cualquier causa y ser razonable. Ella no quería ser razonable, quería ser justa.

Tenía la certeza de que Seth estaría negándose a reconocer a Horus la realeza con la única excusa que le era posible, por la herencia que quería poseer, porque se creía con más derecho por haber sido hermano de Osiris. Es al hermano y no al hijo al que debe dársele la herencia que fue de nuestros padres, había dicho en Tebas. Cada vez que pensaba en ello sentía no poder controlar su magia. Apretaba los puños, deseando pronunciar en ese instante el nombre de Ra.

–  Seth me ha prohibido estar presente – le dijo a Horus cuando sintió sus pasos y vio su sombra acercarse detrás de ella –. Así que no seré yo quien le juzgue. Será él mismo el que se delate ante el tribunal.

Le miró un momento y vio que no la comprendía. Ella simplemente sonrió. Había pedido a su hijo que le mantuviera informada de lo que iba sucediendo cada día, pero nadie había salido para decirle nada. Decidió ser ella la que terminara con la guerra, mirar a los ojos a su hermano mientras le quitaba todo como le había jurado, y sólo entonces, cuando no pudiera reclamar ni Egipto, ni un lugar en la tierra, ni perdón, sólo entonces haría estallar en llamas cada una de las piedras de su palacio obligándole a estar a su lado hasta que no quedaran más que cenizas fundidas en la arena.

Después dejaría a Horus enviarle al exilio, como él se había atrevido a amenazarla a ella si llegaba a convertirse en Señor de las Dos Tierras.  


Treinta

 

 

 

Con el anillo de oro en la mano tenía muchos nombres en su cabeza. Borró su nombre y decidió escribir Nefer. En ese instante su rostro se transformó en el de otra mujer, mucho más bella de lo que ella era. Se miró al espejo y estuvo conforme. Horus la había despertado antes del amanecer. En todo ese tiempo había estado sentada con las piernas cruzadas con uno de sus anillos en la mano. Sólo tenía que cambiarle el nombre y cambiar su rostro para engañar al guardia que cuidara ese día la puerta. Pensó entrar por una de las puertas traseras, la que daba acceso a las estancias de los funcionarios. Había traído poca ropa, pero no le haría falta para hacerse pasar por una de las mujeres que habían vivido allí. Se levantó y despidió a Horus. Bajó por la ladera contraria a la ruta del wadi y se acercó caminando hasta que los guardias desde la muralla le mandaron detenerse.

Uno de ellos le preguntó de dónde era, de dónde venía, dónde vivía, quién era, sobre su familia, a la vez que los arqueros de lo alto del muro tensaban los arcos. Ella simplemente pidió hablar con el jefe de la guardia de esa mañana. Le hicieron esperar al sol casi una hora, hasta que abrieron las puertas y a través de una pequeña rendija salió el hombre con el que había estado hablando.

–  Dime qué quieres mujer – le ordenó brusco.

Habló desde una distancia prudente, en todo momento con la mano en el mango de su espada. Era un hombre rudo, tenía cicatrices en el pecho e iba vestido con un faldellín de lino y unas sandalias de cuero. Isis le miró a los ojos, pequeños y pintados de kohl. Sospechaba.

–  Yo viví aquí hace algunos años – comenzó, acercándose unos pasos, y al ver que no la detenía siguió andando mientras hablaba hasta quedarse a unos pasos de él –. Vengo a pedir justicia ante el que fue mi señor y de mis padres, de mi marido que sirvió en el ejército del Señor del Sur, y de mis hijos, desde que fue fundado este palacio.

–  Tenemos orden de no dejar pasar a ninguna mujer – le contestó en el mismo tono en el que le había hecho todas las preguntas y le había dado las órdenes.

–  Vengo de Nubt y sé que a la única mujer a la que no se deja pasar es a la hermana del rey del Sur.

–  Fuera.      

Fue a darse la vuelta pero en ese momento Isis sacó su anillo.

–  Creo que podemos llegar a algún acuerdo – le sugirió enseñándole el anillo y dedicándole una sonrisa.

Lo tomó de sus manos, lo observó, se quedó mirándola a ella y con un leve asentimiento le permitió el paso. Le hizo esperar al otro lado de las murallas mientras daba órdenes a sus hombres para que vigilaran la entrada. Cuando volvió con ella le hizo un gesto con la mano para que le acompañara. Atravesaron la calle principal hasta el otro extremo del recinto. Junto al harén se levantaba la casa del jefe de la guardia, y alrededor otras más pequeñas para el resto de sus subordinados.

En el trayecto había observado cada detalle. Todo se mantenía en una estabilidad aparente. Ella sabía que desde que comenzaron la guerra aquel lugar había decaído poco a poco a la vez que la mayoría de los habitantes se habían marchado al Nilo. Si se había mantenido había sido gracias a su hermana. No había visto a nadie, y mirando hacia el palacio tuvo la certeza de que todos estarían allí. Con los guardias había sido fácil, una vez dentro le sería mucho más difícil acercarse a su hermano.

El guardia le empujó hacia uno de los vanos de una de las casas de adobe. Al entrar vio a una mujer que se levantó al instante al verles entrar. Hablaron en voz baja, y él se marchó de nuevo. Isis esperó un momento antes de volverse hacia la mujer. Estaba de pie detrás de una mesa baja, había dejado sin terminar un cuenco de lentejas, y en el resto de la estancia se mantenía el olor a la comida. Aquella era la única habitación de la casa, iluminada por el vano de la puerta y el del patio.

–  Siéntate – le ofreció, indicándole uno de los cojines alrededor de la mesa.

Mientras le servía a ella también un par de cazos de lentejas y le ponía una cuchara y un vaso, notó que la miraba con recelo. Isis evitó su mirada y empezó a comer en silencio. Se detuvo cuando vio que ella se mantenía quieta ante la mesa, y continuaba mirándola fijamente.

–  Buscas la protección del rey equivocado – le dijo tras un silencio –. Deberías haberte quedado en Nubt.

–  No tenía a nadie más a quien acudir.

–  Cualquier juez y cualquier lugar son mejores que este.

Isis no contestó. Volvió a mirar al cuenco y comió un par de cucharadas más escuchando que la mujer se sentaba de nuevo. Ella la interrumpió agarrándole de la muñeca. Isis se detuvo. Supo que su consejo era lo mejor que cualquiera en su lugar hubiera podido hacer. No había leído en su corazón porque no podía permitirse la más mínima desconfianza. Nadie podía notar en ella nada extraño. Al observarla, esta vez advirtió toda la precaución de la que le estaba advirtiendo y la desolación que existía dentro de las murallas de El Oasis.

En voz baja, sin soltarle la muñeca, le suplicó que se marchara. Isis no la interrumpió. Cada una de sus palabras, que no se elevaban más que un susurro, le evocaba todo el peligro que ella misma había sufrido durante décadas. Isis se mantuvo inmóvil, extraña de escuchar su propia vida y la de sus hermanos a través de la imagen que esa mujer había tenido desde El Oasis. Le advirtió de todo lo que Seth era capaz, también de Neftis y el paréntesis de cierta prosperidad que habían tenido gracias a ella, y la comparación que ella misma había realizado muchas veces entre el reinado en el Desierto de Seth y el de ella y Osiris en el Nilo.

–  Vete – le insistió –. Llegas en un momento en que no te escucharán. Ni el Señor del Sur ni el del Norte interrumpirán su juicio para escuchar a una mujer por asuntos insignificantes. 

–  Él ha sido mi Señor y el de mis padres – mintió –. Es a él a quien debo pedir justicia.

–  Ya no estamos en los tiempos en que cualquiera podía acudir a pedir justicia al rey o la reina – suspiró –. Quizá hace un año la reina te hubiera atendido.

Isis sonrió levemente. Neftis, se repitió. Ella le hubiera dado el mismo consejo que aquella mujer.

–  Lo único que hará Seth si decide recibirte es hacerte promesas falsas y encerrarte en su harén.

–  No tengo nada – contestó. 

Pasó el resto de la tarde sola en el patio de la casa. No sabía cuánto tiempo la harían esperar hasta poder concertar una audiencia con Seth. Atravesar la muralla había sido sencillo, pero sabía que lo más difícil sería acercarse a su hermano sin delatarse. Deseó que Toth adivinara que estaba allí. Estaba impaciente por que el guardia regresara y le dijera lo que le habían comunicado en palacio. Tenía la certeza de que no la permitirían entrar. Allí fue consciente de que nadie podría acercarse a palacio en un momento como aquél. Pero ella conocía las debilidades de Seth, y si aquel guardia le transmitía lo que le había dicho, y sobre todo describía su belleza, tenía la certeza de que la querría ver. 

Allí, en el silencio de la tarde, en las sombras en las que se iba quedando entre los muros del pequeño patio, empezó a sopesar otras posibilidades. Ir esa noche a palacio, pedir una entrevista privada con Toth, o con Seshat, incluso pensó en Maat. Le interrumpió la voz seca del guardia al que había logrado sobornar en las murallas. Al levantarse vio detrás de él a otro hombre.

–  Él te llevara a palacio – le dijo simplemente, señalando con un gesto de su cabeza al hombre que le acompañaba.

Isis asintió, y sin decir nada salió detrás de él siguiendo una calle que dirigía directamente a las estancias privadas de El Oasis. Pasaron a través de unos patios siguiendo la muralla exterior, en los que reconoció muchas de sus tardes, sola, cuando había acudido con Osiris tras la rebelión de Hathor y Seth. Sólo los había visitado entonces, pero había sido su refugio en aquellos meses en los que sólo deseaba regresar al Valle.

Seguía de cerca los pasos del hombre que había ido a buscarla. Levaba una antorcha en la mano, y al observarle le resultaba familiar. No podía saber si lo había visto como uno de los guardias de su hermano o de su hijo. De Seth, reconoció. Pero en ese momento, al entrar una de las salas, vio a Horus esperando en el centro, en pie, con los brazos cruzados. El hombre se acercó para susurrarle al oído, Horus asintió y la miró a ella cuando se quedaron solos. No supo si la había reconocido. Isis había esperado en el umbral entre las columnas, y cuando él le hizo un gesto de la mano, se acercó.

Isis caminó despacio hasta él, con la mirada en sus pies. Cuando Horus la agarró de los brazos y le dio un beso en la mejilla, le dejó saber la situación en la que se encontraban. Al entrar le había notado preocupado, tenso, pero sobre todo cansado.

Horus jamás la había visto con otro rostro que no le pertenecía, ni con unos ojos que no emitieran ese destello verdoso como el que él mismo poseía. No le sorprendió cuando Toth le había dicho esa tarde al salir de la audiencia que su madre había logrado entrar en El Oasis. Siempre encontraba la manera de intervenir. Habían pasado los días sentados debatiendo sobre un mismo tema. Nunca se habían encontrado con un caso como aquél e incluso a veces veía a Toth dudar. A parte de todos los nobles de Egipto, habían convocado también a cuarenta y dos jueces de las diferentes provincias, todos aquellos que mejor estaban instruidos en las leyes que Osiris les había enseñado. De todos ellos había quienes daban la razón a Seth y otros a Horus. Tras diez días no se habían puesto de acuerdo y Seth había vuelto a explotar todas sus acusaciones contra él, por su inexperiencia, su concepción, como aquél que había traído la perdición a Egipto, como el heredero ilegítimo. Isis por primera vez se mantuvo tranquila al leer en Horus todo lo que había sucedido.

–  He venido para que Seth me juzgue – le susurró –. Haz que pueda entrar en la audiencia y que le suplique ayuda como Señor de las Dos Tierras.      

Horus asintió. A pesar de verla en un cuerpo extraño, vio en su actitud que estaba decidida a derrotar a Seth. Le hizo esperar allí, y un par de horas después vinieron a buscarla unos sirvientes de palacio para llevarla a una habitación. Al tumbarse en la cama se quedó mirando el techo, y sonrió al pensar en volver a ver a su hermano. Deseaba poner fin a ese juicio que había logrado dividir de nuevo a los nobles, incluso a los jueces, entre él y su hijo. Sabía que ya jamás podría sentir la más mínima compasión hacia él.    

Esa noche no pudo quedarse dormida, pensando únicamente en el día siguiente. Su habitación estaba custodiada por un par de guardias, y antes de que saliera el sol uno de los sirvientes vino a traerle ropa y maquillaje. La arreglaron durante esa mañana un par de peluqueras y al mediodía la custodiaron los guardias a la sala del trono.

Al regresar allí, sintió de antemano todas sus promesas cumplidas, las que hizo el día en que había vuelto para jurar que le destruiría. Isis se quedó sentada en una silla en uno de los laterales del vestíbulo. No había nadie y las puertas estaban cerradas. Sin embargo, pudo escuchar voces que venían del interior, hasta que el mayordomo de palacio salió anunciándole que Seth daba comienzo a la sesión de la tarde, y que a la primera que quería escuchar era a ella.

Al entrar vio que todos estaban sentados menos Seth. Estaba ante su trono, observándola serio. Evitó cruzarse con su mirada, de la misma manera que lo había hecho cuando Horus la recibió. Apretó los puños cuando le hizo adelantarse hasta los pies del atrio. Sentía cosquilleos desde su pecho hasta sus manos, e intentó contener su ira al detenerse. Recordó un instante el momento en que había yacido allí el sarcófago de Osiris. De inmediato se obligo a mantenerse serena, a no pensar en otra cosa que no fuera Seth.

Él alargó el silencio. Sentía sus ojos sobre ella, su curiosidad, sus intenciones. Era eso lo que pretendía conseguir. Seducirle, hacerle hablar con lo que ella deseaba, delatarle en sus propias palabras, como él solía hacer con todos aquellos que le rodeaban. Tenía muy presente su último encuentro.

Isis miró de reojo a su alrededor. Había sillas extendidas a ambos lados de la sala, donde se sentaron los nobles, y otros estaban sentados en el suelo con tablillas y papiros y todos los utensilios de escritura. Vio a Seshat, cerca del atrio, sentada en una silla mientras estaba escribiendo algo en un papiro, y a su lado tenía una cesta con más en blanco. Ella tendría apuntado cada detalle de todos esos días.

Isis perdió la concentración por un momento cuando Seth se dirigió a ella al darle la bienvenida. Estuvo a punto de mirarle a los ojos, pero en ese instante recordó el protocolo. Se arrodilló y con las manos sobre el suelo y la cabeza agachada comenzó a hablarle.

–  Mi señor, vengo a vos para pedir justicia – comenzó –. Mi nombre es Nefer y vos habéis sido siempre el garante de este palacio donde nací.

–  Hablad – le indicó.

Isis suspiró mirando las baldosas entre sus manos. Sabía que ya podría levantarse, pero en vez de eso, le observó de reojo un poco más, repasando las palabras que le diría. Seth le tendió una mano para que se levantara y mirarla aún más de cerca.

–  Yo fui la esposa de uno de los hombres que marchó con vos a la guerra. Al año de que comenzara me dijeron que mi marido había muerto, pero yo ya le había dado un hijo varón. Antes mi esposo se ocupaba de los rebaños de palacio y cuando se marchó, mi hijo era joven pero podía ocuparse de todas las tareas de su padre con mi ayuda. Entonces vino el hermano de mi marido a buscarme y me reclamó que tenía que ser él quien debía poseer todo lo que mi esposo había tenido en vida. Nos echó a mi hijo y a mí de la casa, nos quitó los rebaños, y tuvimos que vivir en casa de mi hermana hasta que el palacio fue abierto cuando la señora Neftis se marchó al juicio de Tebas y pudimos marcharnos a Nubt donde aún tenemos una casa cerca del río.

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