Isis

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Isis

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Al darse la vuelta vio en el otro extremo de la calle, entre la arena un escorpión que corrió a esconderse entre los cestos y las cerámicas vacías a las puertas de la casa de enfrente. Caminó rápido y lo cogió en sus manos. Lo levantó hasta la altura de sus ojos y se quitó la capucha para observarlo mejor. Sus escamas y sus pinzas doradas durante el día se habían tornado de un color blanquecino a la luz de la luna. Miró arriba y abajo de la calle. No había nadie, tan solo murmullos en los tejados y los patios. Se acercó el escorpión a la boca y con un soplo de aire le hizo mucho más venenoso. Una sola picadura sería mortal. Le rozó con los labios para sentir todo lo que sintiera el escorpión y dotarle de inteligencia.

Sin pensar en las consecuencias y cegada por la ofensa de Usert se dirigió a la parte trasera de la casa y lanzó el escorpión. Sin mirar atrás caminó rápido en dirección opuesta, atravesando los estrechos callejones entre las casas de adobe de los barrios bajos, dando un rodeo para evitar pasar por el centro de la ciudad, para no tentarse a acudir al palacio de Min, y llegar a la puerta del desierto de Ipu. No quiso llamar a sus hombres, se merecían una noche de descanso. Siempre le habían sido leales, era lo único que le quedaba ahora, y se sintió en la obligación de recompensarles de esa manera. Quería hacer algo bien cuando estaba a punto de causar un gran mal. Durante el camino evitó levantar la mirada del suelo, se sentía confusa, y a medida que se alejaba de la casa comenzó a arrepentirse de lo que había hecho. Al lanzar el escorpión lo consideró justo, como una venganza hacia su hermano. Fue consciente cuando se sentó en un bordillo de una casa cerca de la muralla, mirando la puerta cerrada por la que habían llegado.

Pero en vez de arrepentirse juró que con ese gesto crearía un mundo mejor, más justo, como Osiris se merecía. Sin levantarse apretó los puños, la mandíbula y miró al cielo con rabia. El ciclo de la muerte y la vida lo había creado ella, había resucitado a su hermano y había creado vida de lo que antes había estado inerte. Llevaba la prueba con ella. Quería que su hijo gobernara un país justo. Aquello era imposible, pero le daría a su hermano el orden que en su mundo sí podría existir inalterable. Concibió en un instante lo que sería Occidente. 

Se puso en pie y se acercó a la puerta. Había guardias patrullando las murallas y en lo alto de las torres. Vio que de vez en cuando la miraban desconfiados. No le importó. Con una mano rozó la madera, con la única imagen en su mente que las ideas que iban fluyendo. Sólo los mejores serían dignos del reino de Occidente. Proyectó una imagen de lo que Egipto debería haber sido. Así sería el reino de su hermano, el culmen de lo que no habían podido concluir en vida. Todo lo que la muerte había frustrado. Pero ella estaba decidida a hacerlo posible. Ya había comenzado dando el paso más importante. Había jurado encontrar la manera en que muerte no negara la existencia. Pero ahora lo matizaba, pues sólo sería posible para aquellos que tuvieran el corazón limpio. Osiris tendría la última palabra para decidir quiénes formarían parte de su reino, pero ella pondría trabas tanto a los justos como a los injustos para que incluso de los primeros quedaran únicamente los mejores.

Toth sabía leer en los corazones, entenderlos. Todavía recordaba admirada el día que en que de pequeña le leyó el corazón y lo tradujo a palabras escritas sobre papiro. Le gustó, y le asustó. En aquel papiro estaban escritos todos sus pensamientos, todos sus sentimientos, y cada una de las acciones que había realizado ese día. Todavía le seguía asustando, a pesar de que ahora podía entenderlo, e incluso practicarlo; pero jamás sabría tanto como él. Tanto a ella como a sus hermanos les había enseñado algunas nociones básicas, pero se había guardado para él y su mujer el secreto del conocimiento más profundo.

Quería ir a verle antes de partir al exilio, quería que le diera unos últimos consejos, pero ahora su objetivo era hablarle de sus intenciones. Él debería hacer realidad sus planes. Él hacía realidad los pensamientos de la gente, y ella se aprovecharía de haber sido siempre la primera para él. La adoraba, lo sabía, y lo dejaría todo de lado con tal de ayudarla en una causa que él también consideraba como primordial. Sabía que estaría de acuerdo con ella.

Volvió al escalón y se sentó, cerró los ojos y se apoyó en una de las jambas, quería dormir, pero de nuevo era incapaz de conciliar el sueño. Pensó en Anubis y en la tumba de Osiris. Sabía que estaría cuidando de él.

Un pinchazo en su mano la sacó de su ensoñación. Se miró la palma y en un instante recordó todo lo que había sucedido unas horas atrás. Por un momento quiso correr y deshacerlo todo. Respiró hondo un par de veces, nerviosa. Ya estaba hecho. El hijo de Usert moriría en menos de una hora. El verse dueña de la vida y el poder eliminarla le hizo sentirse poderosa una vez más, pero esta vez sí que vino tras ello el arrepentimiento que se había esforzado por negar. Pensó en su hijo. En pie, dudó un momento en regresar a aquella casa y ofrecerles todos sus conocimientos. Se sentía culpable. Siempre se había esforzado por mejorar la vida de su familia y de los habitantes de su país. Ella había creado medicinas, pócimas, fórmulas. Sentía que se estaba traicionando a ella misma comportándose como su hermano Seth, y fue eso lo que le decidió a regresar. No quería que alguien inocente fuera la primera víctima en ser juzgado por Osiris. Temió sobre todo que su hermano la odiara por permitirlo.

– Disculpadme – Isis se detuvo en seco al chocar de frente con una mujer, mientras su mano le sostuvo del brazo –. Disculpadme – repitió la chica, al ver que le había manchado el vestido con la red llena de peces que llevaba en la mano –. Si puedo ayudaros en algo…acompañaros a vuestra casa…

Al levantar la mirada el rostro de la joven, de apenas unos quince años, se torno frío, sintió terror, y de inmediato cayó de rodillas a sus pies. Isis se agachó para levantarla, había cometido el error de no ocultar su identidad, y la habían reconocido. A pesar de todo esa mujer le hizo sentir bien, esa preocupación inesperada le hizo calmar toda la rabia al ser despreciada unas horas atrás. Recordó que todos los hombres no habían sido creados iguales. 

– Mi señora, yo… – no acertaba a pronunciar las palabras. No sabía qué debía decir ante la Señora de las Dos Tierras –. No sabía que erais vos, no me hubiera atrevido a tocaros… yo sólo quería…

– Tranquila – le sonrió, pero la mujer no apartaba la mirada de los pies.

Isis la observó. Sus ropas estaban viejas, su pelo trenzado a la espalda estaba húmedo y vio en una red los peces que la habían mojado. Era la esposa de algún pescador. Sabía que muchos se preparaban para pescar durante la noche. Eran los momentos más peligrosos, pero también muy útiles para aprovechar a vender todo lo que habían pescado en las tiendas durante el día. Miró al cielo, estaba amaneciendo.   

– ¿Quién eres? – le preguntó.

– Satith, hija de Feith el pescador – contestó temblando.

Isis sonrió. Ella la había tratado bien sin saber quien era, cuando la vio se había arrodillado como correspondía hacia la reina de Egipto. Esa prueba era suficiente para entender lo que en su día pretendía comprobar su hermano.

–  Mírame a los ojos – le ordenó.

Era lo que sus súbditos más temían, lo que más les intimidaba, lo que estaba prohibido a no ser que el soberano lo pidiera.

Sus ojos era la muestra que les diferenciaba del resto de los hombres y de sus subordinados, un privilegio único para ella y sus hermanos que marcaba su condición real. El verde y el rojo, los colores opuestos, como la caña y la arena. El Valle y el Desierto.

Satith obedeció. Levantó la cabeza con miedo hasta posar sus ojos en los suyos. Isis sabía el efecto que causaba. Un verde intenso, brillante, la luz que permanecía en la oscuridad. Los mismos que había poseído su hermano, de la misma manera en que Seth y Neftis compartían la intensidad del desierto.

Tras unos segundos consideró que había sido suficiente. Ahora tenía otros problemas que resolver y muy poco tiempo, pero aquella joven la acompañaría. Quería compensarla con algo más que su presencia, y además le sería muy útil para dar una lección a la casa a la que se dirigía.

–  Ven conmigo.

La chica dejó caer la red y la siguió a sus espaldas a unos cuantos pasos siempre detrás de ella. Isis sonrió al sentirse observada. Hacía mucho que no podía actuar ante nadie como lo que era. Cuando supo que la había descubierto, no se esforzó por ocultarlo. De inmediato reconoció que su vanidad iba a ser un inconveniente. Estaba intentando huir y mantenerse oculta, y aquello y lo que pensaba hacer la expondría por completo ante Seth. Sabía que la perseguía, había visto a rastreadores siguiéndoles en el desierto. Allí en el Nilo sería aún más fácil darle caza, y más aún si se dejaba ver. No iba a pasar desapercibida. No pudo evitarlo, pero aquello no se volvería a repetir en el futuro. Pensó en su hijo. Tenía que ser más prudente.  

Al llegar a la casa donde no la habían acogido vio congregadas en la puerta a una docena de personas y otras muchas que pasaban a preguntar y se iban comentando en voz baja. A mitad de camino Isis había vuelto a transformarse en la anciana que fue a pedirles asilo esa misma noche, pero esta vez cambió también sus ropas por el mejor lino, sandalias de cuero, una peluca adornada con una diadema de oro, y joyas de oro y plata con piedras preciosas. Lo había hecho mientras andaba y notó que Satith se quedó rezagada. Volvió a por ella, la agarró de la mano y caminaron hasta llegar a la puerta de la casa.

–  ¿Qué ocurre? – preguntó a la gente.

Todos se volvieron hacia ella, se quedaron en silencio, la miraron y nadie dijo nada. Vio que algunas mujeres estaban llorando. Otros parecían estar simplemente esperando. Un poco apartados estaban unos sirvientes sosteniendo unos abanicos de palma y otros a su lado vestidos con armas. Un médico de palacio estaba allí. 

–  Nuestro sobrino – contestó un hombre señalando a su mujer y a otra pareja a su lado. Después señaló a los niños que estaban con ellos –, su hermano. Entre todos hemos reunido lo suficiente para pagar al mejor médico de Ipu y hacer ofrendas en las capillas del palacio de Min. No vivirá. Así que mujer, si no tienes nada que aportar aquí, márchate y déjanos llorarle.

Sintió una punzada en el pecho al oír hablar de la muerte. Ella la conocía perfectamente. Había notado el desprecio del hombre al hablar. Por su ropa, tan solo un faldellín, descalzo, y sin arreglar y con el rostro agotado, adivinó que habían corrido allí por una llamada urgente en mitad de la noche. Él tan sólo había visto a una mujer rica acompañada por su sirvienta, curiosa, que quizá quisiera burlarse de su situación y tener un nuevo tema para comentar esa noche en alguna fiesta mientras volvía de otra. Pero ella sí tenía mucho que aportar. Se irguió orgullosa, casi molesta por el trato de aquel hombre.

–  No vivirá porque el veneno del escorpión está paralizando sus músculos, sus huesos, y todos sus órganos. Ese veneno no tiene cura, salvo la que yo pueda darle.

El hombre que había hablado se hizo paso hasta llegar a ella. La miró con desprecio. Con la luz tenue del amanecer el rostro del hombre oculto por las sombras hubiera resultado amenazante para cualquier otra persona. A ella le dio seguridad para enfrentarse a él.

–  Cuando el sol despunte en el horizonte tu sobrino morirá.

–  ¿Quién eres, bruja?

Isis sonrió desafiante.

–  Llévame dentro – y antes de seguirle, hizo un gesto con la cabeza señalando a Satith –. Ella también viene.

Pasaron a la sala central de la casa y desde ahí, por un pasillo en la esquina izquierda, las condujo hasta la habitación donde yacía el niño. Antes de adentrarse en las zonas privadas miró hacia las columnas que se abrían al patio. En la semipenumbra distinguió a los pies de una de ellas su escorpión. Con un solo pensamiento hizo que fuera hasta ella y se refugiara entre los pliegues de su vestido mientras caminaba. Lo necesitaría.

Isis y Satith esperaron en el umbral a un gesto del hombre. Él se adentró y le dijo unas palabras al oído de Usert que estaba sentada en la cama al lado de su hijo mientras observaba con toda atención las palabras y los ungüentos que el médico colocaba en el cuerpo del niño. En uno de los laterales estaba el mayordomo y los sirvientes colocando las decenas de frascos que el médico le iba pidiendo.

De inmediato todos se giraron para mirarla. Usert fue la primera en reprocharla. Se acercó a ella levantando la voz con una mano en alto amenazándola. Isis entró en la habitación con su acompañante detrás de ella sin atender a sus órdenes de que se detuviera y desapareciera de allí. Cuando estuvo a unos pasos de ella se mostró a ellos como Satith la había visto por casualidad.

–  ¿Ahora también vas a atreverte a echarme de tu casa?

La misma expresión que había visto en el rostro de Satith la observó en cada uno de los presentes. Todos menos en los del médico. Al mirarle de reojo vio su sonrisa cómplice. Se conocían, Nofretptah había sido el responsable de los ritos cuando ella y su hermano habían visitado por última vez la ciudad. Era el mejor médico de la ciudad porque ella le había enseñado personalmente ese arte. Ninguno se movió de donde estaba, salvo él. Se acercó a ella, se arrodilló y le besó los pies. Al levantarse le tomó las manos para besarlas.

–  Mi señora – le dijo suspirando, todavía sin salir de su asombro –, es todo un honor teneros con nosotros.

Ella le correspondió con un leve asentimiento de cabeza. Con sus manos entre las suyas se dirigió a los demás en voz más alta.

–  Este es el trato que he esperado desde un principio de cada uno de vosotros – les dijo severa. Ninguno la miraba directamente, pero sabía que la estaban escuchando –. Era una prueba que debías pasar aún sin saber quien era yo. Todos mis súbditos deben regirse por las leyes que mi hermano y yo establecimos. Ese es el castigo por incumplirlas.

Señaló al niño y en ese instante la madre se arrodilló para suplicarle a sus pies. Entre llantos le pidió que no le dejara morir, pero también le dejó ver una situación mucho más amplia. Isis había entendido entre las lágrimas de Usert que habían sucedido muchas desgracias tras la muerte del rey, que incluso allí en Ipu, el lugar más fértil de Egipto, las cosechas empezaban a ser malas, se sucedían enfermedades en los animales, y el río ya no era capaz de regar las tierras como antaño.

–  Por favor señora, os lo suplico, no nos castiguéis así. Si vuestro hermano y esposo, el rey Osiris, ya no puede ocuparse de la vida de la tierra, por favor, no nos abandonéis vos también. Vos conocéis las artes de la sanación, sois la dueña de la vida de los hombres. Vos sois una mujer y tenéis el corazón capaz para entender a una madre. Por favor, por favor, por favor…

De la rabia y el deseo de venganza, las súplicas de la mujer le hicieron sentir lástima. Tenía razón en todo lo que decía. Ella tenía la capacidad de favorecer la vida, también de destruirla, pero quería que la recordaran por la primera. Se hizo paso entre la mujer, el mayordomo y el médico que se habían acercado a ella. Isis se concentró en el niño. Volvió a pensar en el suyo propio. Estaba tendido sobre la cama, inerte, con los ojos cerrados y la cara empapada en  sudor y aceites sagrados. Apenas podía respirar. En el pecho y en los brazos había escritos conjuros de sanación. Vio la pierna derecha, hinchada y completamente entumecida, deberían haberla amputado en el momento en que le pinchó el escorpión para evitar que el veneno infectara el resto del cuerpo. No viviría más de media hora.

Sobre la mesa en uno de los laterales de la habitación, bajo un pequeño vano, estaban todos los utensilios que había traído Nofretptah. Se acercó allí, sirvió en un cuenco de cerámica un poco de agua. Antes de darse la vuelta miró al cielo a través de la ventana abierta en la parte superior del muro. Suspiró nerviosa. A esas horas debería estar ya preparada en la puerta del desierto y saliendo de la ciudad. Sus hombres estarían preocupados. Respiró hondo, cerró los ojos y les vio allí. Ahora necesitaba un momento para concentrarse por completo, y cerró a ellos su mente. No podía desconcentrarse. Se dio la vuelta y con paso resuelto se acercó a uno de los sirvientes y le ofreció el agua.

–  Dáselo a beber cuando yo te diga.

Él asintió.

Isis metió la mano entre los pliegues de su vestido y cuando volvió a sacarla el escorpión brillaba en su mano. Lo puso al sol, bajo los pocos rayos de la mañana que entraban por la ventana. Con un gesto rápido cerró el puño, se oyó un crujido, y cuando volvió a abrir la mano sólo había polvo que vertió en el cuenco de agua.

–  Dáselo a beber.

No dijo nada, miró el cuenco, pero al acercárselo a la boca del niño vio que dudaba.

–  Dáselo a beber – repitió.

En cuanto el agua rozó sus labios el niño abrió los ojos y cuando se terminó el cuenco, en su cuerpo ya no quedaba rastro del veneno. Isis se dio la vuelta antes de que se postraran ante ella agradeciéndoles su ayuda. Tenía que irse y no podía entretenerse en el protocolo.

–  Daréis la mitad de vuestros bienes a esta mujer – dijo, señalando a Satith –. Así pagaréis la deuda que habías contraído conmigo y con la justicia de mi hermano. 

Vio que todos asentían, y al pasar del lado de Satith la escuchó darle las gracias entre susurros. Salió de la habitación con paso rápido, pero escuchó que Nofretptah la siguió y la detuvo en la sala principal.

–  Señora – le dijo en un susurro, con la mirada baja, pero acercándose a su oído para que nadie más pudiera escucharlo. Tras él habían salido a observarles el resto de la casa, tanto la familia que estaba en la habitación, los sirvientes desde la puerta que daba a las cocinas, como los familiares que habían estado esperando en la puerta de la casa –, huid de inmediato, os lo suplico. Seth ha dado orden a todo Egipto de capturaros. Sus palabras tienen poco sentido aquí para nosotros. Sabéis que Min os tiene en gran aprecio y esta misma mañana ha ordenado que se ignoren los mandatos de Seth. Pero también hay muchos que desde la muerte de vuestro hermano y los años malos que se están sucediendo están deseando un motivo para recibir una recompensa. Si eso significa traicionaros, lo harán. Hay también muchos que piensan que él debería ser ahora dueño de Egipto. Legítimamente lo es. Pero yo os pido, en mi nombre y del gobernador Min, no se lo permitáis.

–  No lo haré – contestó. 

–  Luchad por el trono de vuestro hermano.   

Isis asintió y salió corriendo en dirección a la puerta del desierto. En menos de una hora los rumores se extenderían por la ciudad y en pocos días por toda la región. Tenía que huir. Las palabras de Nofretptah le dieron aún más fuerza para recuperar lo que era suyo. No las necesitaba, sabía que era su deber, pero le dieron coraje. Sin embargo, después de todo aquello, mientras recorría las calles de Ipu comenzando la actividad del día, sólo tenía ante ella las noticias que había intuido y que eran peores de lo que imaginaba. Sin su hermano la tierra se moría, incluso allí, en Ipu, el lugar más fértil de Egipto, consagrado especialmente por ellos. La situación sería mucho peor en otras ciudades, y eso podría frenar e incluso impedir su huida. Confirmaba que no debía exponerse de esa manera, como lo acababa de hacer allí.

La mala situación de Egipto favorecía por completo a Seth. Gracias a ello le sería mucho más fácil robarle las lealtades, o como le había dicho Nofretptah, gente dispuesta a traicionarla para recibir la recompensa por ella. Si esa noche había resuelto entregar a su hermano Osiris únicamente la gente justa para que viva en su reino, ahora confirmaba que aquél proyecto debía tomar cuerpo. Toth. Siempre era la primera persona a la que había recurrido cuando le tenía cerca y la primera en quien se acordaba cuando tenía algún problema.

Aquello era mucho más que eso. Para Isis era su responsabilidad. No iba a permitir que Seth arruinara todo lo que ella y su hermano habían creado. No iba a permitir que alterara aún más el orden del mundo. Era ley que el orden primara sobre el caos. Seth ya había roto con el orden, y no iba a permitir que destruyera todo lo demás. Se sentía en la obligación de hacer realidad lo que Egipto debería haber sido. Reparar el daño que su hermano Seth había hecho aunque fuera en otro lugar y ella no pudiera disfrutarlo. Al menos Osiris sí, y eso era suficiente. Él quizá se lo merecía más que ella. Él sabría gobernar un mundo perfecto, ella sin su ayuda no.

Aceleró el paso al ver que estaba llegando a la muralla y aún más cuando vio a sus guardias esperar ya preparados con los camellos para salir de inmediato. Su cabeza volvió a la realidad en la que se encontraba. El fracaso, la huida, la incertidumbre. Pensó de nuevo en Toth cuando de un salto, sin detenerse y con la ayuda de Horus, se montó en la silla de su animal.

–  Mi señora – le habló Horus en voz baja, antes de ponerse en marcha –, ¿qué habéis hecho?

Vio que lo sabía. Que todos lo sabían. Sólo con verla así vestida y sin ocultar quien era hubiera delatado que algo iba mal. Isis le miró con orgullo y él bajó la mirada.

–  No te atrevas a cuestionarme – contestó impasible.

Se dio la vuelta y se puso en marcha seguida de sus siete guardaespaldas. Nadie le impidió alejarse ni salir de allí.  

–  Por la ruta del desierto – ordenó cuando ya estuvo segura de que nadie les seguía y habían dejado atrás la ciudad –. Cabalgaremos día y noche si hace falta, pero tenemos que llegar a Khemnu cuanto antes.

Toth era el único que la ayudaría y el único capaz de hacerlo. Y ella cumplió su palabra. Cabalgaron día y noche tan sólo descansando para dormir un par de horas o dejar descansar a los camellos. Ella utilizó su magia para evitar que sus animales sufrieran cualquier daño. Y para su hijo. Ahora sentía el huevo fuerte dentro de ella. Las aguas de Ipu la habían curado por completo. Al pensar en ello las palabras de Nofretptah volvieron a ella. La tierra se estaba volviendo yerma desde la ausencia de su hermano. Ella no lo había notado ni en su viaje al norte y ni a su regreso. En realidad en aquellos momentos no le importó la tierra, ni los animales. Nada. Nada le importaba que no fuera recuperar a Osiris y encontrar la manera de que volviera con ella. Ahora era consciente de las consecuencias. Cuando ella huyera, Egipto se vería regido por las leyes del desierto, tanto la tierra donde ya se estaba dejando notar, como en los hombres desde el momento en que ella no estuviera allí.

Durante siete días vio ascender el sol por los riscos del este y ocultarse por las montañas del oeste. Habían evitado la ruta principal por los wadis. Habían caminado a una cierta altura por las laderas que les permitían cabalgar, evitando, si no era imprescindible, el fondo de los valles secos. Había visto a oteadores todas las tardes en el horizonte. Por las noches cuando se acostaba, temía despertar con una espada pagada por su hermano Seth en el cuello. Pero siempre eran sus pesadillas las que la despertaban o la mantenían en vela.

Recorrieron el espacio que normalmente tardaban las caravanas casi un mes en tan solo una semana. Para ella además, aquel paisaje le invitaba a viajar rápido. Sólo montañas y arenas. A veces tenía que reconocer que había belleza dentro de ese paisaje inerte. Las propias rocas solían tener formas caprichosas sobre todo en los altos de las montañas formando arcos y monolitos, en ocasiones conjuntos de ellos, pero siempre de ese color rojizo que tanto le angustiaba. Pensó en Neftis. A ella le hubiera gustado. La belleza que se encontraba en el silencio y la soledad. Para su hermana eso era la perfección absoluta. Isis suspiró. Tan sólo se sentía tranquila al observar algún signo de vida en algún rastro de escorpión o serpientes, o en alguna manada de animales hechos a ese clima; pero siempre salvaje, peligroso. Al anochecer, cuando hacían un alto para descansar, miraba a su alrededor y se sentía vacía. No quería que su país se convirtiera en eso.

En la tarde del séptimo día, cuando tuvo ante ella las murallas de Khemnu sintió la misma debilidad que la obligó una semana atrás a regresar al Nilo. Sonrió al saber que esta vez era únicamente la sensación de sentirse a una jornada de casa. Fue la primera noche que durmió tranquila. Al pensar en Toth adivinó que él ya sabía que estaba allí.  


Tres

 

 

 

La luz del sol entraba por sus párpados, mientras las manos de Seshat peinaban su pelo en una trenza en el lado izquierdo de su cabeza. Sus dedos acariciaban su cabeza y le hacían cosquillas. Le hacía reír con sus palabras, diciéndole que se estuviera quieta, y la impaciencia de su hermana por que después la peinara a ella. Cada mañana y durante el resto del día y a lo largo de muchos años, aquella mujer que había ejercido de madre para ella y para sus hermanos la había hecho feliz. Mientras miraba a esa niña desconocida en la distancia, a la puerta de una de las casas junto a la ribera, había evocado esa misma sensación que un gesto tan sencillo le había hecho disfrutar tanto de pequeña. Había cerrado un momento los ojos para poder recordarlo mejor. 

Toth siempre había sido un poco más duro con ellos, pero al final si tuviera que elegir el cariño de uno de los dos, ahora no dudaba que el de él siempre había sido mucho más fuerte. Había reforzado esa idea el día en que tomó el trono junto a su hermano. Mucho más allá de la responsabilidad que Ra había puesto sobre él, al mismo tiempo ofreciéndole la regencia de Egipto tras el exilio de sus padres Geb y Nut, y la educación de sus hijos, los fututos señores del mundo cuando tuvieran edad; Toth la había querido mucho más que a su propio hijo. No sabía si a sus hermanos también, pero a ella estaba segura que sí. En Seshat eso jamás fue así. El día en que se sentó en el trono de Egipto le había confesado que para él ella significaba la primera de sus hijas. Sonrió ante sus palabras, ambiguas, pues él no tenía ninguna hija, pero que sólo cobraron sentido con el tiempo. Ahora no tenía ninguna duda de que era así. En pie, con las riendas del camello en la mano, miró los muros de su palacio que se elevaban por encima de las casas de adobe. Aquél era el único lugar adonde podía regresar.

Había mandado a Petet y Tetet a otear los alrededores de palacio y entregar un mensaje a Toth antes de dirigirse allí. Sabía que no hacía falta que se anunciara, porque él ya sabía que estaba en Khemnu. Quería seguir un protocolo, aún sabiendo que ella podía saltárselo. Al ver a sus dos guardias regresar sonriendo, ella misma esbozó una sonrisa cuando le confirmaron que la recibiría esa misma mañana.

–  Quiere veros de inmediato – le dijo Tetet –. Lleva varios días esperando vuestra llegada.

–  Vayamos entonces.

Se subió al camello y caminaron rápido hacia las puertas de palacio haciéndose paso entre la gente y las tiendas al borde de las casas. No se esforzó por ocultarse. A pesar de sus ropas gastadas del viaje, de no estar maquillada, el sayo marrón sucio que todavía llevaba sobre sus hombros, se mostró con la dignidad de una reina y dejó que todo aquel que pasara a su lado supiera quien era. Tras abandonar Ipu había  reservado su magia y sus fuerzas para llegar hasta allí. Estaba cansada y no le importó que la vieran así. Todo el mundo callaba y se arrodillaba a su paso.

Al tomar la avenida que llevaba a palacio, custodiada por miles de estatuas de ibis a ambos lados y palmeras que les daban sombra, su corazón empezó a latir mucho más deprisa. Tras ellas se veían las casas de los nobles y los murmullos de los mercados y tiendas en las calles. Desde que había atravesado las murallas se había sentido segura, como antes. Aquella ciudad era inexpugnable, y el palacio aún más. A medida que se acercó a los muros observó los cientos de palabras sagradas que lo protegían, y las imágenes, todas ellas con una función protectora. Igual que sobre las murallas que rodeaban la ciudad. Los muros eran imposibles de derribar. Observó maravillada la fachada principal, apreciando cada detalle conforme se acercaba. Allí estaba representada la creación.

Allí, en ese mismo lugar, había emergido la tierra desde las aguas oscuras del caos y donde había brillado por primera vez el sol. Las aguas del Nun habían contenido toda la existencia, el pasado y el futuro, todo el saber, la justicia, la perfección; pero también las fuerzas incontrolables, la guerra y la destrucción. De la propia energía que contenían las aguas, estalló la luz de la oscuridad, y el orden se separó del caos. Aquél fue una vez el principio de todo.

Toth encarnó toda la sabiduría del universo naciente, y de su propia fuerza se reflejó una imagen opuesta y complementaria a la vez, que cobró vida. Seshat, su mujer. Ella representó toda la belleza más allá del saber necesario para poner el orden el mundo primigenio. Seshat se convirtió en su compañera imprescindible para iniciar una existencia que tuviera continuidad. Ella fue quien comenzó a contar el tiempo, quien inició el presente. Seshat fue su apoyo, su consejera, como lo había sido para Isis y para sus hermanos; pero sobre todo fue la responsable de anotar cada acontecimiento para la posteridad. Toth había ideado la perfección eterna, mientras Seshat hizo que todos sus logros se recordaran.

Con el paso de los días, cada uno anotado por ella en el tronco de la persea sagrada, se hicieron realidad las ideas que habían estado contenidas en las aguas primordiales del Nun. Junto a Toth nació el sol, y para que se ocupara de él creó a Ra, a quien dejó como rey del mundo que iban a ir formando juntos, con un poder creador igual que el suyo, con libertad y el secreto de crear la vida. Y así lo hizo. En su soledad Ra creó a sus hijas para que le ayudaran en la tarea de organizar el mundo. Maat y Hathor. Sus ojos. El orden y el capricho. Opuestas y complementarias, con el ejemplo de Toth y Seshat, pero ambas femeninas. Ra siempre extrañó a una compañera como Toth había tenido, y lo compensó con sus dos hijas. Él valoraba mucho más a Maat, la consideraba imprescindible, pero Hathor fue siempre su debilidad. La hizo dueña del amor y todavía le seguía causando problemas. A él y al resto del mundo. Isis pensaba que debería haberla puesto algún límite. Una vez preguntó a Toth por qué Ra no lo hizo, y le respondió que por justicia. A Maat le había permitido ejercer con total libertad su afición al orden, a la verdad y al equilibrio; quería que ambas fueran iguales.

–  Pero no lo son – le contestó Isis convencida.

–  Claro que no lo son – le confirmó Toth –. Pero eso era lo justo. Tratar a las dos por igual. Él las quiere por igual.

A pesar de ser las dos hijas de Ra, Isis consideraba que a cada una habría que haberle otorgado lo que se debía, no lo que en teoría debería ser. Eso no era justicia. Lo justo era poseer cada uno lo que se merecía y podía controlar. Eso lo llevó a la práctica junto a su hermano, y el mundo había funcionado mucho mejor. Toth lo sabía también, pero la libertad que había dado a Ra le impidió controlarle sus propias creaciones.

Isis jamás había conocido personalmente a Ra. De pequeña era uno de sus sueños, y todavía tenía muchas curiosidades que le hubiera gustado preguntarle. Ella consideraba que el amor privaba de razonamiento, mientras que la verdad iba de la mano de la lógica, dando como resultado un saber mucho más perfecto. El amor era bueno cuando estaba bajo control, pero cuando se convertía en una pasión incontrolada dejaba de tener sentido y podía conducir a la destrucción. Ella lo sabía por sí misma. Pensó en Osiris, pero aún más en la rebelión encabezada por Hathor y Seth al comienzo de su reinado. El egoísmo de ella y la ambición de él, ambas únicamente formas de un amor propio en exceso, estuvieron a punto de destruir a los hombres y apartarles a ella y a su hermano del trono, asesinar a su hermana, derrocar a los señores de las ciudades y colocarse ellos como reyes absolutos creando una nueva raza de hombres que sirviera a sus intereses. Isis creyó que tras ser aplastada toda su fuerza y tras haber sido juzgados por Ra todo retomaría su curso. El amor de Ra por su hija le hizo mantenerla en el gobierno de su ciudad, en Dendera, y por sus súplicas por no castigar a Seth les prohibió tomar represalias contra él.

Isis sintió un escalofrío al recordar el odio que había sentido cuando Osiris le comunicó lo que se había deliberado en el juicio celebrado justo en ese palacio de Khemnu. A ella se le prohibió acudir. Seth había vetado su asistencia. Ahora volvían a unirse Seth y Hathor junto a todos los señores del sur y a la reina Tueris de Wawat y de Kush. Sabía que el país estaba dividido, y que allí en Khemnu se encontraba su apoyo más fuerte. Volvió a sentirse tranquila de estar allí. 

Isis suspiró y sin querer pensar más en ello azuzó a su camello para entrar por fin a palacio. Repasó las imágenes y las palabras de la fachada antes de entrar. Al final sonrió al evocar toda la historia de la creación con tan sólo mirar los muros. Se quedó mirando la última imagen en la esquina izquierda del palacio un momento antes de que cruzar las puertas. Había leído muchas veces todo lo que ponía allí. A veces con Toth, quien les enseñó el arte de la escritura, otras con Seshat, que le gustaba detenerse en las fechas, los momentos clave en que había sucedido cada acontecimiento; y sobre todo con Osiris, pues con él iba a ser con quien continuaría e hiciera realidad ese proyecto que sus mentores habían iniciado. No pudieron concluirlo, pero se sentía contenta por los años en que todo aquello fue posible. Al entrar en el patio de entrada un obelisco de oro y plata se levantaba hasta el cielo, de la misma manera que el árbol de Ipu crecía hasta casi rozar las nubes, concentrando en su punta todos los rayos del sol. A sus pies, sobre un altar de granito rosa, se situaba la piedra benben, una piedra de obsidiana negra brillante, lo que una vez había sido el origen de la Tierra Negra, las primeras arenas emergidas del agua que Seshat había petrificado en aquella pequeña pirámide sagrada. El recuerdo del origen, se leía en los jeroglíficos del altar, seguido de un poema que evocaba el primer día. Ese punto del universo todavía mantenía la esencia divina de los orígenes.

Las puertas de entrada estaban custodiadas por varios guardias. El balcón que se encontraba sobre ellas estaba abierto, desde donde Toth y su mujer hacían sus apariciones ante la gente durante las fiestas. Isis se los imaginó allí viéndoles entrar, pero al pensar en Toth, sintió que él también estaba pensando en ella. La estaba esperando en el salón del trono. Los soldados y servidores les acompañaron hasta allí, cruzando una serie de patios y estancias donde vio esperar a varios funcionarios y gentes de la ciudad a ser atendidos en audiencia.

Al cruzar la puerta de la sala de audiencias vio a Toth levantarse del trono y bajar el par de escaleras que elevaban su silla de ébano y oro. No sonrió, estaba tenso, la vio acercarse deprisa, y a pesar de estar feliz por volver a verla, ella sabía que la emoción le hacía ser mucho más frío. Isis sí que le sonrió y aún más cuando la abrazó. Al mirar sobre su hombro vio que Seshat se había puesto en pie ante su silla, ella no se movió de su lugar en el atrio. Toth la separó de él, la besó y sosteniéndole las manos la miró a los ojos.

–  Supimos de ti el día que llegaste a Ipu – le dijo, dándole así la bienvenida –. Min nos informó de lo que habías hecho. No me ha gustado que te expusieras así. Seth va detrás de ti, lo sabes, y sabes también que debes protegerte. Ha sido una imprudencia.

Su reproche le hizo bajar la mirada. Sabía que no había hecho bien, era consciente de ello, pero le dolía que eso fuera lo primero que le dijera.

–  Lo sé – contestó, volviendo a mirarle a los ojos con decisión –, y por eso te pido que me des cobijo aquí antes de marcharme. No tenía ningún otro sitio a donde ir. Y necesito de tu consejo, necesito que me ayudes.

Toth se mantuvo inmóvil durante un rato antes de asentir con la cabeza.

–  Hablaremos de ello esta noche.

Le soltó las manos y volvió a subirse al atrio para dirigirse a su mujer. Le dijo algo al oído y se sentaron cada uno en su trono. Toth suspiró y acabó sonriendo.

–  Isis – le dijo –, estate tranquila, porque conmigo siempre tendrás lo mejor.

Ella le correspondió con una reverencia. Había sido recibida como una reina y lo agradeció profundamente. Él siempre le dio lo que se merecía, incluso en los peores momentos en los que se lo podría haber negado. Incluso ahora que hubiera sido mucho más sencillo recibirla en privado, le correspondió con el ceremonial que había recibido en sus viajes con su hermano por las diferentes cortes de los señores del país. Se habían vestido con sus mejores galas, habían convocado a los miembros de la corte, y los soldados de la guardia y de la ciudad custodiaban la sala como en las audiencias extraordinarias. Reconoció que su visita era un hecho extraordinario y que ella todavía era reconocida allí como Señora de las Dos Tierras. Toth quiso marcar eso ante ella, pero sobre todo ante sus súbditos, y el homenaje que le guardaba como legítima en el trono del Norte y del Sur. Seshat se levantó y se acercó a ella, le dio un beso en la mejilla como bienvenida, y pasándole un brazo por los hombros la condujo a la salida.

–  Hoy volverás a ser tratada como una reina – le susurró Seshat mientras salían por la puerta, con una sonrisa cómplice, seguida por los guardias de Isis.

Isis se sintió orgullosa, reconfortada tras todos esos días de viaje continuo. Le condujo hacia las zonas privadas de palacio hasta que llegaron a su antigua habitación. Fue la primera vez que le traía recuerdos tan vívidos, el anhelo de regresar a aquellos días en que era una niña y su mayor preocupación era aprenderlo todo. Reconoció en ello la esperanza de ser la mejor. Ahora sus prioridades eran otras. Que su hijo se sentase en el trono de su padre, sin importar las consecuencias. No estaba segura de haber conseguido el objetivo de su niñez, pero estaba decidida a cumplir esa última meta que sería la definitiva. Había fallado muchas veces, y con el último error lo había perdido todo. Al mirar la habitación desde el umbral no entendió cómo no supo ver que Seth les estaba tendiendo una trampa. Ella que siempre se anticipaba a los pensamientos de la gente, que tan bien creía conocer a sus hermanos. Había cometido el error de volver a confiar en él.

Seshat la empujó suavemente hacia el interior con una mano en su espalda e hizo que se sentara en el tocador junto a las columnas que daban a un patio con un estanque en el centro, y que comunicaba su habitación con las que habían sido de sus hermanos y sus otros sirvientes personales. Como en todas las habitaciones de palacio, las paredes estaban pintadas con palabras e imágenes que daban significado a cada estancia. Aquella había sido la suya y la de su hermana, y en las paredes se veía a ellas de niñas jugando en el Nilo, en los patios, con frases que evocaban momentos que recordaba como felices en su vida, a pesar de que ahora le resultaban simples.

–  Toth me ha dado permiso para disponer de todos los sirvientes necesarios para que tú y tus hombres estéis cómodos – Isis volvió su cabeza hacia ella. Seshat se había quedado a su espalda, apoyando las manos sobre sus hombros. Había dejado a sus guardaespaldas en la sala común de aquellas estancias y ahora estaban solas –. Mandaré a unos cuantos que les sirvan a ellos, que les dejen bañarse, que les den ropas limpias y que les den de comer – Seshat se agachó y bajó la voz, sonriendo –. Yo te serviré personalmente a ti.  

–  Gracias – respondió simplemente, volviendo la mirada hacia la pared que tenía delante de ella, desviando de vez en cuando los ojos hacia el patio. Le traía tantos recuerdos aquel lugar.

Seshat salió un momento a dar las órdenes a las doncellas que había hecho llamar al salir de la sala del trono, y que habían esperado fuera de la habitación. Les mandó ir a buscar todos los utensilios que necesitaría para arreglarla, y cuando Seshat volvió con ella, comenzó a quitarle la ropa, la dejó en un rincón para que se la llevaran para lavar, y le hizo volver a sentarse hasta que regresaran con todo lo que había pedido: ropa, joyas, sandalias, maquillaje, peines, horquillas, y algo de comer.

Seshat la miró un momento con detenimiento. Isis la notó nerviosa, preocupada, algo triste. Se sentó en una silla a su lado, cruzó las manos sobre su regazo, suspiró. Isis esperó a que hablara.

–  Tendrás que irte – dijo al fin.

Isis asintió.

Aquello era tan solo la confirmación de lo que ya sabían.

–  Seth jamás pasará de esta ciudad – y esta vez lo dijo con un tono de absoluta seguridad. Isis sabía que sería así –. Ve al norte. Cuanto más al norte mejor. Toth y yo estamos hablando del mejor lugar al que enviarte. Ya te explicará él sobre eso, pero ten siempre presente que en ningún lugar estarás completamente segura. Te llevarás todos los amuletos que Toth y yo te hemos preparado para que a Seth le sea imposible localizarte. Ten allí a tu hijo y espera. Confía en Toth, él hará todo por ti.

–  Por la Tierra Negra – le corrigió.

Isis sabía el cariño que le tenía por encima de todos, incluso a veces dudaba que por encima de su mujer. No. Por encima de Seshat no. Si alguna vez, en su orgullo lo había creído, después comprobaba que ella nunca podría ser remplazada por otra. Sin embargo, había visto que Seshat a veces se creía que Toth la dejaba en un segundo plano, y aquélla fue una de esas ocasiones. Isis la adoraba, y no quería hacerla sentir mal. Al hablar de aquella manera supo que parte de su tristeza era por eso. Con su matización le hizo ver que lo que Toth perseguía era el bien de Egipto y no sólo el suyo propio. Era cierto que la ayudaba porque la quería, pero también porque era la única persona después de su esposa con la que se había complementado de una manera casi perfecta con él, con la capacidad de dirigir un país y hacerlo prosperar.   

Seshat se levantó al escuchar a sus doncellas entrar en la habitación y llamarla para pedirle permiso para comenzar a arreglarla. Isis la observó dirigirlas, una a preparar la ropa, a otra dejar las bandejas de comida en una mesa a los pies de la cama al otro lado de la estancia, y otras que se ocupaban del abanico. Isis hizo que le sirvieran un vaso de zumo de granada, su favorito. Mientras bebía y comenzaban a abanicarla, con el leve sonido de las hojas de palma meciéndose en el aire, perdió la mirada en la silueta de Seshat moviendo y organizando su servicio. Era esbelta, y ese día vestía uno de sus mejores vestidos de piel de leopardo, que le dejaba un hombro al descubierto y el otro la manga le cubría el brazo hasta la muñeca. Siempre la recordaba vestida con esas pieles. Cuando estaba en privado apenas solía llevar joyas, remplazándolas casi siempre por un rollo de papiro en una mano y una cesta con tinta y cálamo en la otra. Siempre solía ir de un lado para otro con sus utensilios de escritura. Ese día sin embargo, iba adornada con collares, pulseras, diademas sobre las pelucas, anillos y sandalias, de oro con piedras preciosas. Al mirarla a la cara veía la imagen de todo el saber, unas facciones completamente simétricas, y esos ojos negros, profundos. Ella siempre les decía que eso era porque cuando no tenía con que apuntar algo, sus propios ojos hacían de tinta para escribirlo en su corazón y así recordarlo siempre.

Seshat le sacó de su ensoñación llamándola para que fuera al estanque a bañarse. Agradeció el agua fría y aún más cuando salió y allí de pie, entre las flores y los árboles, Seshat le pasó una esponja de tela empapada en incienso por todo el cuerpo. Se sintió limpia, y aún más cuando le echó aceites y cremas y la mezcla de olores inundó el aire.

–  ¿Han llegado aquí los mensajes de Seth? – le preguntó de repente Isis mientras la vestían.

–  Sí – le dijo Seshat, pero no hizo falta que le diera explicaciones para saber que no los iban a tener en cuenta.

–  ¿Qué recompensa ha ofrecido por mí?

–  El virreinato.

Isis la miró desconcertada.

–  El virreinato de la Tierra Roja y de los Pueblos Extranjeros.

–  ¿Pero qué pretende mi hermano?

Levantó la voz, indignada. Sabía perfectamente lo que pretendía con ello, pero no le podían permitir llegar tan lejos. Los propios señores de las provincias de Egipto debían frenarle.

Seshat intentó calmarla acariciándole los brazos. Todos comprendían que esa recompensa implicaba que él renunciaría al título de rey del Desierto para convertirse en el de rey del Valle. Otorgaría el reino a un virrey dependiente personalmente de él. Y eso a cambio de ella.

–  Por eso no puedes permitir que te capturen – le insistió Seshat en lo mismo que le había dicho Toth. Ahora comprendía mucho mejor la preocupación con la que la había recibido –. Si no te tiene, jamás podrá legitimarse como Señor de las Dos Tierras.

–  No – le contradijo –, entonces será mucho peor. Mientras no me tenga, o sea él personalmente quien me alcance, tendrá un motivo para concentrar bajo su poder el dominio del mundo – Isis miró un momento al suelo. Tenía la solución –. Entregadme vosotros. Que Toth me entregue. Él será virrey del Desierto, y será capaz de resistir desde allí. Yo conseguiré una manera de escapar y me iré lejos, a las Islas del Mar – se detuvo de repente cuando fue a decirle que esperaría hasta que su hijo pudiera ocupar el trono. No quería hablar de su hijo delante de las sirvientas; de momento era un tema que debía guardar en secreto con la gente en la que confiaba –. Esperaremos a lanzar yo desde el norte y tú desde el este un ataque coordinado a mi hermano, que no dudo en que se instalará en Nubt. Es el único lugar donde tiene una autoridad completa.

–  Escúchame bien – le habló firme, haciéndole callar y acatar lo que le fuera a decir –. No te vas a dejar capturar por tu hermano ni por nadie que le sirva, y menos aún te vamos a entregar. Aguantarás en el norte hasta que llegue el momento. Aguantarás como sea, nosotros resistiremos aquí, y Min en Ipu. Con nuestras ciudades apoyándote todo el norte se mantendrá leal a ti. Si tenemos que levantarnos en armas lo haremos, y venceremos. Y ya llegará el momento en que recuperes tu trono – para tu hijo, pensó, pero tampoco se atrevió a decirlo en voz alta.

–  Sí – afirmó. No podía contradecirla, porque como siempre, tenía razón. Era sensata.  

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