Isis

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Isis

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Se llevó la mano al vientre y por un instante estuvo decidida a levantarse y dar la orden de marcharse. Ese no era el lugar para su hijo, no podría educarle en un sitio como aquél. No sabía cómo aprovechar lo que allí había. Neith no le pondría trabas. Tan dispuesta estaba a recibirles como a dejarles marchar. Ella estaba ajena a todo lo que sucedía más allá de las marismas, y sólo se inmiscuía si había alguien que se lo pedía. Dispuesta y a la vez aislada. Isis la miró de nuevo y coincidió con sus ojos. Pero en vez en vez de turbarle, su mirada le aportó calma. No se movió, y en un instante sus pensamientos cambiaron y vio ante sí los años que viviría en sus territorios. Isis sonrió para sí, irónica. Se arrepintió de la impotencia que la había hecho dudar. Neith. La había convencido en un instante. Lo confirmó de nuevo. Allí lo tendría todo, tanto el orden como la contradicción. Se acostumbraría. Tenía que aprender a respetar ambos y a distinguirlos por sí misma.

Neith bajó la mirada a su plato e Isis la observó terminar. Se levantaron cuando ella lo hizo mismo, después de una espera que se le hizo eterna. La siguieron al exterior de la cabaña a un gesto suyo y se dirigieron al embarcadero donde esperaba una barca vacía, suficiente para llevarlos a todos. La que les había traído se marchó de regreso a Khemnu en cuanto les dejaron allí. En cubierta había un cofre y una pila con recipientes de cerámica a los pies del mástil. También había entre ellos arcos, carcaj con flechas, lanzas, anzuelos y redes. Neith se acercó, izó la vela y al terminar miró hacia arriba. De inmediato comenzó a soplar un viento que les empujó entre los cañaverales, y tras un par de horas comenzaron los campos de papiros sobre las marismas.

La isla que habían dejado atrás era tan grande que no se abarcaba a ver la otra orilla, custodiada por los millones de juncos característicos de aquél lugar. A las islas que llegaron en el mismo centro de los campos de papiros eran mucho más pequeñas, que podían ser recorridas en unos cien pasos. No había vegetación, sólo arena y unos pocos árboles. Arribaron en la isla del centro, donde se levantaba una cabaña de dimensiones modestas, a imagen de la gran cabaña de Neith.

–  Os he preparado esto para vosotros – les dijo Neith en cuanto desembarcaron. De inmediato se dirigió a los guardias de Isis –. Sacad las cosas y metedlas en la cabaña.

Los guardias hicieron lo que les mandó, y en cuanto se quedaron solas Neith se acercó un poco más a Isis. Se quedaron las dos mirando la cabaña. Neith indiferente e Isis decepcionada. Se le hacía muy difícil la idea de vivir en aquella choza y compartida con sus guardias, en un espacio de tierra que no abarcaba ni la mitad de su antiguo palacio.

–  Os he traído ropa y un poco de comida para que paséis unos días – le habló sin mirarla –. Os dejaré la barca. Después podréis pescar aquí o ir a cazar al oeste del campo de papiros. Que vayan tus guardias, tú no vayas allí. Al otro lado comienza el desierto, que no se adentren mucho. La pesca y la caza de las marismas es buena, evitad el desierto profundo.

–  Muy bien – asintió.

–  Yo me voy ahora. Vuelvo a repetirte que si necesitas algo vendré.

–  Gracias.     

Neith se dio la vuelta, se metió en el agua y desapareció entre los papiros nadando. Isis miró a su alrededor, contemplando el paisaje que la envolvía. Únicamente papiros verdes que nacían del agua, iluminados por los rayos blancos del sol, y en mitad de todo ello su isla con la que sería su casa desde ese momento. Alrededor había cuatro islas más pequeñas que eran simples elevaciones de tierra.

– Deberíais entrar.

Horus siempre la sacaba de sus ensoñaciones.

– Sí – le contestó con la mirada perdida en la puerta abierta.

Se detuvo un momento en el umbral. El resto de sus guardias estaban colocando lo que Neith les había dejado. Horus estaba tras ella esperando a que entrara. Isis sólo tenía en la cabeza lo que serían sus días a partir de entonces. Se sentía desolada, sin ganas. Estaba muy cansada. Vio en uno de los laterales un montón de mantas dobladas una encima de otra. Entró, se acomodó mientras las estiraba sobre las pieles que cubrían el suelo y las colocaba como si fuera una cama. Se recostó y cerró los ojos. Por primera vez no vio nada, no pensó en nada. Respiró un par de veces y su mente se quedó vacía. Ya no volvió a existir nada para ella hasta que abrió los ojos de nuevo.

Al principio miró a su alrededor desconcertada. Luego se acordó de todo. Suspiró y cuando se dio cuenta que estaba sola empezó a llamar nerviosa a sus guardias. Nadie le contestó. Salió afuera y una luz pálida le recibió. Entornó los ojos. No había sol, pero el brillo de la luz le hacía daño. Aquello era la noche en aquel lugar. La noche sólo se diferenciaba del día en la ausencia del sol, pero el brillo y la luz seguía existiendo. Pasarían muchos años hasta que volviera a ver la oscuridad. La barca no estaba en su sitio y eso le hizo pensar que sus hombres habían salido a cazar. Se sentó sobre la arena, a unos metros del agua bajo el árbol que daba sombra a la entrada de la casa, y esperó.

Los días pasaron unos detrás de otros con la monotonía de la luz y el esperar tras levantarse a que regresaran sus guardias con algo de comer para el resto del día. Se habían fabricado varios juegos con los restos de huesos y con una tabla de madera que habían traído de otras islas. Se aburría. Horus no le dejaba ir con ellos a cazar o a pescar, y ella se dejaba cuidar por él. Lo único que le hacía olvidar un poco el paso del tiempo era nadar y recoger papiros. Había recogido ya muchos, pero parecía que nunca eran suficientes. Los había puesto a secar y siempre que sus hombres volvían de caza la encontraban entretenida sentada bajo el árbol, cortando los tallos, extendiéndolos sobre una gran plancha de madera que le habían hecho para ella, cruzándolos unos con otros, hasta que consiguió un rollo de más de treinta metros. Cuando lo tuvo listo fue a cortar uno de los papiros y se fabricó un cálamo. El día anterior había mandado a Horus que le trajera lo que necesitaba para fabricar la tinta.

La única ilusión que la mantenía era su hijo. Tenía ganas de verle, de comenzar a enseñarle. Hasta ahora no había visto ninguna manera de aprovechar su estancia, como le había dicho Toth. Se sentía frustrada, allí no había nada que aprovechar. Al menos cuando naciera su hijo tendría un entretenimiento más allá que comer, dormir, y jugar al senet, a los palos o a contar historias mientras cenaban. En el papiro comenzó a escribir historias y enseñanzas que hablaban por las tardes y que la hacían olvidar cuando estaba sola.      

De vez en cuando miraba su reflejo en la superficie del agua. Habían pasado cinco meses desde que estaban allí, y dos más desde que había concebido a su hijo. Se estaba mirando y acariciando su vientre cuando sintió una presencia tras ella. Se giró y vio a Neith. No la había escuchado llegar. No la había visto desde el día que les dejó en aquella isla.

–  Ven conmigo.

Isis obedeció. Se subió en la barca y la condujo a la gran cabaña.

–  Entra – le indicó –, ahora voy yo.

Caminó sobre las hojas del camino hasta llegar a la casa. Pasó entre la cortina de lana de color ocre y vio que todos los demás vanos también estaban tapados con cortinas de tela. La única luz provenía del fuego del hogar central, que dejaba a su vez una atmósfera cargada de humo y aromas mezclados en él. Respiró hondo. Era un olor agradable y una calidez que la alejaba de la constante humedad en la que había vivido los últimos meses.

Se mantuvo en pie ante el fuego hasta que Neith entró. Mientras servía un par de copas de una de las jarras que había en los laterales le empezó a inquietar el motivo por el que estaba allí. Le había parecido extraña su aparición después de tenerles tantos meses olvidados, pero no se había preguntado nada hasta llegar allí. Durante todo ese tiempo se había mantenido en un estado de abandono al que le invitaba todo a su alrededor. Era la primera vez que no pensaba en nada, ni en su pasado ni en sus problemas ni en todo lo que le aguardaba el día que saliera de allí. En realidad, después de un par de días en las marismas parecía que no había existido nada más que aquello. Sólo podía pensar en el paso aburrido de los días, en cómo matar el tiempo y en el nacimiento de su hijo.

Tomó la copa que Neith le tendió. La olió, era agua, y bebió. Neith se sentó en el trono y ella siguió esperando donde se encontraba.

–  He ido a buscarte porque quiero enseñarte algo – le dijo, viendo por primera vez en ella el atisbo de una sonrisa.

A la izquierda de su silla había un cofre grande decorado con motivos que le recordaban a Egipto: lotos, soles alados, cobras, buitres, pero sobre todo la imagen de un rey en el que reconoció a Ra. Lo miró mientras Neith llevaba su mano a la tapa del cofre y lo acariciaba.

–  Acércate.

Neith le tendió la otra mano como un gesto para que hiciera lo que había dicho. Isis la miró con desconfianza, pero se acercó. Cuando estuvo a unos pasos de ella Neith cogió el cofre sobre su regazo, se lo puso sobre sus piernas cruzadas y lo abrió para ella.

–  La corona roja del Bajo Egipto – le dijo Neith antes de que pudiera reconocerla.

En la penumbra de la sala y de la sombra que ella misma hacía sobre el cofre sólo pudo distinguir en ese instante la espiral que culminaba la corona.

Isis no dejó de mirarla mientras continuó hablando, quería cogerla, tenerla consigo otra vez. Tantas veces se la había colocado a Osiris sobre la cabeza cuando viajaban al Norte. En ese momento sintió cómo todo su pasado y todos sus deberes volvían a ella.

–  Toth me la mandó junto con la misiva en que me anunció que vendrías aquí. Me pidió que la custodiara.

–  ¿Y por qué has esperado hasta ahora para enseñármela?

Isis la miró a los ojos, resentida. Era la primera vez que se atrevía a contestarla o a reclamarle algo. Neith le sonrió.

–  Necesitabas que te recordara por qué estás aquí.

De repente sintió toda la fuerza que Neith desprendía a través de sus ojos. Eso le cohibió de nuevo.

–  Dame las manos – le dijo de repente.

Le tendió ambos brazos alrededor del cofre e Isis le agarró las manos hasta las muñecas. Apretó fuerte al sentir una oleada de energía que emanaba de su contacto y que al instante le inundó el cuerpo entero. Quiso separarse, pero Neith se lo impidió. El placer y el éxtasis al que le había llevado en un principio, segundos después se convirtió en una punzada de dolor en su vientre. Se encorvó levemente, lo que le permitieran los brazos firmes y la mirada de Neith. El dolor se fue diluyendo hasta que no quedó nada.

Isis se mantuvo así, en pie, sosteniendo con fuerza las muñecas de Neith y ella las suyas, teniendo todavía en ella la desazón que le había dejado esa intensidad que no había sentido nunca. Tenía la respiración acelerada y era incapaz de reaccionar.

–  Eso que has sentido es el poder – le susurró Neith.

Le soltó las manos, cerró el cofre para dejarlo en su sitio y se puso en pie. Al mismo tiempo se hizo a un lado y le hizo un gesto como dándole paso.

–  Siéntate.

Isis volvió a dudar, pero obedeció.

Se sentó y esperó en silencio mirándola expectante. Neith parecería estar disfrutando de todo aquello.

–  ¿Cómo te sientes?

Isis pensó un instante.

–  Incómoda – le contestó.

–  ¿Por qué?

Y volvió a quedarse callada intentando pensar en las palabras para expresarse. Hasta ese punto le cohibía su presencia y aún más después de lo que había ocurrido.

–  Porque este no es mi lugar – contestó –. Este no es mi trono.

–  Aún así sientes el orgullo de ocupar el lugar.

–  No.

Había contestado segura, con la verdad. Neith se sorprendió. Había creído distinguir en ella lo que le había confirmado.

–  Nadie más que yo se ha sentado en el lugar que ahora ocupas. Muchos desean hacerlo y nadie ha podido. Tan solo mi nombre les impide acercarse a mis dominios a no ser que yo lo permita. Yo sé de todos tus pasos. Yo conozco todo lo que existe.

–  Dime por qué Osiris murió.

Su imagen le había venido a la cabeza de repente y surgió en sus labios la pregunta que jamás logró responder. Si aquello no era lo que tendría que haber sucedido, no podía entender por qué ocurrió. Hacía cinco meses que no pensaba en él ni en nada que tuviera que ver más allá de Sais. Neith no respondió de inmediato. Isis insistió, conteniendo las lágrimas.

–  ¿Por qué murió Osiris?

Lo había dicho con rabia, exigiéndole una respuesta. No le estaba preguntando por los motivos que ya sabía. Osiris había muerto porque Seth le había matado, pero necesitaba conocer la razón que sostenía ese hecho. Neith siguió sin responder. Cuando estuvo a punto de levantarse para marcharse, le habló.

–  ¿Por qué? – repitió Neith, sin demostrar ninguna emoción. No parecía extrañada, pero Isis intuía que no quería decírselo –. ¿Me preguntas por qué?

–  Sí.

–  Toth se guarda para él una sabiduría mucho más profunda que la que os ha enseñado a ti y a tus hermanos e incluso a su hijo, Ra mantiene en secreto su verdadero nombre,  y yo me guardo mis razones – le hizo un gesto con la mano –. Levanta. 

Isis se levantó y una vez en pie, Neith se acercó a ella a menos de un palmo de su rostro. Había sido clara. Isis supo que le estaba negando una respuesta que no debía conocer.

–  Aquí tienes todo lo que deseas saber – le susurró –. No debes preguntarme. Aprende a buscar.

–  ¿Y cuando lo sepa? – le retó.

Neith esbozó una sonrisa confiada sin decir nada más, porque tenía la certeza de que jamás encontraría por ella misma una respuesta. La bordeó para sentarse en el trono e Isis se dio la vuelta siguiéndola con la mirada.

–  Hay algo más – le dijo antes de despedirla –. Tendrás que irte. No podrás dar a luz aquí. Iría en contra de las leyes de este lugar. Aquí el nacer no existe. Cuando estés preparada para tener a tu hijo házmelo saber y te llevaré a otro lugar. Luego podrás volver con él.   


Seis

 

 

 

Al volver a su isla en mitad de los campos de papiros, Isis se sumió en un estado de abandono al que invitaba todo a su alrededor. En los meses anteriores desde su llegada había logrado olvidarlo todo y vivir en las marismas formando parte de ellas. No pensando en antes ni después, sólo ocasionalmente cuando miraba su reflejo en el río y recordaba que su hijo tendría un futuro más allá de Sais. Tras la visita de Neith, no cabía en su mente otra cosa que no fuera el sentimiento que la había inundado al sostener sus manos. Después se repetía la pregunta que no quiso responderle.

Sólo deseaba que pasaran los días para ver a su hijo. Quería prepararle, enseñarle, que pasaran los años, quería devolverle Egipto. También quería aprender ella todo lo que contenía aquel lugar. Toth había tenido razón, pero no sabía cómo aprovechar todo lo que Sais podía ofrecerle. Desde el día que Neith la llevó a su casa, sabía que era muchísimo más de lo que podría intuir. A veces pensaba que no estaba preparada. Sabía que iba a decepcionar a Toth y que no iba a poder cumplir su promesa. Si tras el nacimiento de su hijo iba a educarle en ese pequeño trozo de tierra sin nada que demostrara su futuro como rey, no lo conseguiría.

Sabía que sus hombres cruzaban los límites de Sais alguna vez cuando decían salir de caza. Lo intuía nada más verles volver. Su actitud era distinta. A veces pensó en decirles que la llevaran con ella y pasar aunque fuera un segundo alejada de allí. Pero sabía que no podía arriesgarse. Cuando Neith le dijo que debería marcharse de allí sintió miedo. Allí estaba segura. En Egipto se exponía a que la descubrieran. No se había imaginado volver por muchos años.

La rutina y tanto tiempo sola le hacían pensar en situaciones opuestas, a veces tenía la certeza de que volvería y su hijo se sentaría en el trono de su padre. Otras se imaginaba viviendo allí para siempre, y otras muchas regresando y siendo derrotados por su hermano. Luego se daba cuenta que en Sais, donde no se distinguían los sentimientos opuestos, donde todo era único, un mismo pensamiento le llevaba a considerar todas las posibilidades. Siempre acababa por reconocer como cierta la opción que más deseaba: ver a su hijo en el lugar de Osiris.

Una mañana en que se despertó cuando sus guardias estaban preparándolo todo para irse a pescar, ella esperó tumbada entre las pieles y mirando el interior del tejado formado por los tallos de loto que crecían sobre él. Cuando se quedó sola se metió al agua y se quedó tumbada suspendida en la superficie. Cerró los ojos y vio el Nilo, su palacio de Abydos, la brisa del Norte. Decidió que había llegado el momento, su hijo debía nacer. Con sólo pensarlo, Neith apareció un par de horas después.

–    Vámonos – le dijo, sin descender de la barca –, ya lo he preparado todo.

–    Tenemos que esperar a mis hombres – le avisó antes de subir.

–    Ellos ya están en mi casa.

Isis subió, y en silencio, Neith condujo la barca a través de los papiros primero, y después entre los juncos que protegían su isla. La amarró en el embarcadero y se dirigió a su lado hasta su cabaña. Sus escorpiones estaban allí, preparados y vestidos con sus armas y su armadura. Neith le indicó con una mano que esperara a su lado y ella se dirigió a su trono. Les miró un momento antes de hablar. Isis estaba expectante, había pensado muchos lugares a los que ir. Desde que supo que se tendría que marchar había repasado muchas veces los pueblos y ciudades que había en el Delta, pero cuando encontraba uno adecuado, siempre encontraba inconvenientes para descartarlo. Venía con la idea de proponerle varios lugares: Baset donde gobernaba Bastet, viajar a Buto con Uadyet, incluso estaba dispuesta a ir a Dyannet al este, donde gobernaba el hijo de Uadyet. A veces incluso pensaba en Busiris, la sede real del Delta, donde Osiris se había hecho construir un palacio para residir durante sus viajes al Norte. Desde que él murió había quedado prácticamente abandonado y la población reducida a un cuarto, muy diferente a la gran ciudad que había sido. Cualquiera de esos lugares era adecuado, los dos primeros porque además de estar a un par de jornadas de Sais, las mujeres que los gobernaban le eran fieles, habían compartido muchas veladas juntas y confiaba en ellas. Dyannet no le gustaba tanto, pero sabía que estaría segura, el viaje era lo que le daba miedo, estaba lejos, en el Delta Oriental, pero iría si no le quedaba otra opción. Y Busiris… porque lo deseaba, y porque no habría ningún peligro al haber quedado olvidada. A nadie se le ocurriría buscarla allí porque no sería lo lógico. Pero en ese momento no se atrevió a decir nada hasta que Neith le aconsejara o decidiera por ella. En el fondo sabía que lo que dijera lo aceptaría, pues al mirarla a los ojos todavía reconocía el gran dominio que ejercía sobre su voluntad.  

Isis se había colocado en medio de sus hombres, unos pasos adelante. Esperaba la palabra de Neith, pero ella alargó el silencio, como considerando lo que aún no había decidido. Isis estaba nerviosa. Odiaba la espera, pues sabía que en ella no existía la más mínima improvisación. Neith respiró hondo y apoyó la barbilla sobre su puño cerrado. Seguía mirándola, estudiándola.

– Horus – dijo de repente. Él se irguió en el sitio, jamás se había dirigido a él personalmente. Isis le miró de reojo, sorprendida de que se dirigiera a él primero en vez de a ella –. Guiarás el barco por este ramal del Nilo hacia el sur. En los límites de Sais os estarán esperando. Aunque porten las velas rojas y los signos de Seth, seguidles. Os quedaréis en Jem.

– Así lo haré.

Se llevó la mano izquierda sobre el hombro derecho y se agachó levemente a modo de respeto. Isis no reaccionó. Jem, en los dominios de Ra, a pocos kilómetros de Mennefer. No se podía creer que la mandara allí. Estaría expuesta, la descubrirían en pocos días. Inconscientemente negó con la cabeza sin dejar de mirar a Neith. Ella asintió.

– Isis – pronunció su nombre con rotundidad. La propia alusión a ella le hizo bajar la mirada a sus piernas cruzadas sobre la silla y a sus manos agarrando fuerte las garras de leopardo del reposabrazos –. Isis, mírame.

Ella obedeció. Neith mostraba seguridad, pero con una pizca de ironía. Isis sentía que la estaba retando al enviarla al sur. Eso era lo que debía evitar y precisamente le mandaba a uno de los dominios que dudaba de su lealtad hacia ella. No sabía que estaba intentado probar.

– Recibiré a tu hijo y lo consagraré como el futuro Señor de las Dos Tierras – afirmó –. Ahora idos.

Isis se dio la vuelta y salió deprisa de la cabaña seguida de sus guardias. Se empezó a sentir agobiada, el olor a incienso le estaba mareando y la penumbra le impedía ver a su alrededor. Necesitaba salir de allí, respirar. Al cruzar la puerta, miró atrás para ver si la seguían. Horus estaba a un par de pasos de ella y el resto de sus guardias también. La última imagen que tuvo de Neith antes de que se corriera la cortina de la entrada por completo fue siniestra, sentada en su trono coronado por la cabeza de un leopardo, en la semipenumbra que dejaban los vanos cubiertos con las cortinas y las brasas del hogar recién apagadas. Ella erguida, inmóvil, formando parte del conjunto, con una túnica de lana que escondía un cuerpo de hombre, y su rostro que siempre lograba intimidarla, la cabeza afeitada y sus ojos negros que parecían estar observándola incluso cuando no estaba presente.

Por un momento intuyó que le estaba anunciando la muerte. Su augurio podía significar cualquier cosa menos las palabras que había pronunciado. La primera vez que la conoció había sido ambigua y ahora estaba segura que no sólo eso, si no que detrás de su afirmación existía la otra cara de lo evidente. Recibiría y consagraría a su hijo, pero lo que temía era el precio que pagaría a cambio. Al subir a la barca miró al sur, conteniendo su rabia. Quería negarse ante su imprudencia. Al ver a sus guardias izar las velas dudó, mezclándose en ella los sentimientos, como le había ocurrido cada día en aquél lugar. Quizá no existía nada más y esta vez el significado era el de las palabras que había pronunciado.

– ¿A Jem? – le preguntó Horus después de organizar el barco para zarpar.

– Si Neith ha dicho que a Jem, iremos a Jem.

Pero lo dijo con rabia. Vio en la pregunta de Horus que él también dudaba. Los dos se entendieron, sabiendo que no había lógica en todo aquello.

–  Quiero ver quien nos espera al salir de estas marismas – le susurró –. No sé lo que trama.

–  No me gusta que vayamos al sur.

–  A mí tampoco.

–  Una vez que salgamos de aquí podéis ir donde queráis.

–  No – contestó. Sabía que eso no era posible. Debía obedecer. No quería atenerse a las consecuencias de hacer su voluntad. Su situación no se lo permitía –. Iremos a Jem – repitió convencida –, pero juro que si algo le pasa a mi hijo volveré a Sais para destruir sus dominios. No quedará nada de este lugar, lo convertiré en una plaza más de Egipto, me sentaré en su trono y la desterraré a los desiertos del oeste para que no vuelva jamás.

Estaba tan nerviosa que no midió sus palabras. Ni siquiera le importó que Neith pudiera enterarse, o que estuviera más allá de sus posibilidades cumplir lo que había dicho. Miró a Horus mientras hablaba. Él la escuchó y al final se atrevió a pasar su mano por la espalda de Isis. Ella se apartó con desprecio. Intentó respirar hondo y calmarse. Horus volvió a tocarla. Esta vez su gesto consiguió relajarla.

–  Sentaos – le sugirió –. Llegaremos a los límites de Sais al anochecer. 

Isis le bordeó y fue a sentarse en la proa. No se movió en todo el día. Le dolían las piernas cuando estaba mucho tiempo de pie y desde hacía días le molestaba la presión que ejercía el huevo dentro de ella. La ansiedad de la despedida era ahora mucho mayor al considerar todas las posibilidades, y sobre todo por salir de Sais. Toth había acertado en enviarla allí, quizá Neith también estuviera en lo correcto al mandarla a Jem. Aquello la calmó un poco a medida que se iban alejando de los grandes juncales y el Nilo era cada vez más abierto. Se había precipitado al juzgar su decisión.

Distinguió los límites de Sais cuando a lo lejos atisbó en la orilla un pequeño poblado y cuando poco a poco el día dejó paso a la noche. Al mirar el cielo anaranjado en el horizonte una sensación de calma la inundó. Hacía mucho que no veía caer la tarde, y por primera vez añoró la noche que venía tras ella. Se quedó mirando los riscos del desierto hasta que Horus llamó su atención. Le indicó con el brazo la orilla oeste, un barco de papiro con las velas rojas y en el centro la cabeza de un animal con el hocico curvado y las orejas cuadradas pintado en negro y del que destacaba pintado un ojo rojo.

–  Ayúdame – le pidió enseguida a Horus. Él le ofreció su brazo para que se levantara y sin soltarlo se acercaron a la barandilla.

Isis se quedó mirando aquel animal cosido en la tela. Un animal que no existía pero que Seth había creado para representarse a sí mismo. Aguantó al borde del barco agarrada a Horus, tensa, nerviosa. Arribaron a una prudente distancia de ellos.

–  Seguimos en territorio de Neith – susurró Isis casi para sí.

Horus asintió sin dejar tampoco de mirar al frente. No podían distinguir quienes eran.

–  Estad preparados – les avisó ella, levantando el tono de voz para que se enteraran también los demás –, puede ser una trampa. Tened a mano vuestras espadas. Atracaremos aquí.

En ese momento se dio la vuelta. Después de todo el viaje ausente, se volvió a dirigir a sus hombres.

–  Mestet y Mestetet – les indicó –, os quedaréis de guardia en el barco. Vosotros tened preparados los arcos. Los demás venís conmigo. Horus, tú de mi lado.

Se giró de nuevo y se apoyó con las manos en la barandilla. Miró donde estaba el barco con los estandartes de Seth. Había gente en la orilla. Sólo una mujer y dos hombres en una playa que permitía arribar a pequeñas barcas, semioculta por la vegetación que crecía a unos metros de ella. En cubierta no había nadie y no veía a nadie más.

Dejaron su barco oculto entre unos cañaverales. No sabía si les habrían visto llegar. Al bajar del barco el agua les llegaba por la cintura. Tuvieron que atravesar un tramo a pie hasta llegar a la orilla.

–  Vamos.

No supo exactamente en qué lugar terminaron las tierras de Sais y pisaron las arenas de Egipto. No pudo pensar en ello hasta que distinguió a Neftis esperándola a los pies de su barco. Era el barco de su hermana. No se había dado cuenta. Aceleró el paso y cuando ella la vio llegar sonrió y la recibió con un abrazo. Fue en ese momento cuando supo que estaba de vuelta en Egipto.

–  Isis – le susurraba, repitiendo su nombre.

No se había imaginado encontrarse con ella, pero al tenerla abrazada lo agradeció profundamente. Su hermana. Al menos estaría segura que Neftis haría todo lo posible por ella. Fue entonces cuando fue consciente de que ya estaba en Egipto, cuando toda la presión que había sentido durante el viaje, por la incertidumbre y por no saber qué le esperaba, cuando se dio cuenta de que la energía que se concentraba en las marismas de Neith ya no la inundaba. Por un momento se sintió vacía.

Se separó de Neftis y la miró a la cara sin soltar sus brazos. Ahora toda la ansiedad fue por regresar. Intentó respirar hondo un par de veces. Miró a su alrededor intentando ver algo que reconociera. Habían sido muchos meses en Sais, pero no sabía hasta qué punto le había influido aquel lugar. Por más que respiraba no lograba llenar sus pulmones, le quemaban. 

–  ¿Te encuentras bien?

La voz de Neftis y un leve apretón en sus brazos le hizo sentirse como antes de conocer Sais. Miró sus ojos y encontró un leve amparo en ellos. Se sintió más tranquila. Asintió en silencio e intentó sonreír. Volvió a respirar hondo y esta vez le calmó por completo el aroma del Nilo. De inmediato pudo pensar en todo lo demás, en los planes que no conocía y en lo que vendría después de ese encuentro. Notó que Neftis intentó tirar de ella para conducirla a su barco.

–  ¿Qué vamos a hacer? – le preguntó sin moverse.

–  Ven conmigo.

–  No – se negó, alejándose un par de pasos de ella –. Cuéntamelo ahora.

–  Tienes que venir – le insistió.

–  Mis hombres también.

–  Sí, pero tú vienes en mi barco.

–  Y Horus.

–  Está bien. Él también.

–  Cuéntame lo que está pasando, no daré un paso más hasta que no lo hagas.

–  No tenemos tiempo – Neftis había reconocido en su insistencia lo testaruda que podía llegar a ser sin importar el momento –. Recibí un mensaje de Neith de que debía dirigirme a Mennefer de inmediato. Sólo yo podía ir. No ponía nada más. Luego allí ya nos contaron lo que teníamos que hacer. 

–  ¿Y Seth? – le preguntó. Desconfió al pensar que él podría estar enterado.

–  No dijo nada.

–  ¿No sospecha nada de esto?

–  No.

–  ¿Estás segura?

–  Vámonos, por favor.      

Isis cedió ante las insistencias de su hermana. La notó muy preocupada. Hizo un gesto a Horus para que les siguiera y al resto de sus hombres para que regresaran al barco y navegaran junto al suyo. El barco de Neftis era un barco real con un podio cubierto con lonas y pilares de madera en la popa. Cuando subieron a cubierta, ellas delante, agarradas del brazo, y detrás Horus con los dos guardias de Neftis, ella dio una orden y salió parte de la tripulación de las bodegas. Ellas se dirigieron hasta el atrio real y se sentaron entre los cojines esperando a zarpar. Isis no dejaba de mirar a su alrededor. Estaba pendiente de ver el barco en el que iban sus escorpiones, y de que Horus se mantuviera en guardia al pie del atrio junto a una de las columnas. En la otra columna delantera estaba uno de los guardias de su hermana. Una parte de ella tenía miedo por que Neftis pudiera traicionarla. Seth podría haberla presionado hasta tal punto de ser capaz de entregarla. Al mirarla se daba cuenta de que eso era imposible. Ella siempre iría primero que su hermano.

En cuanto el barco se puso en movimiento Neftis se acercó más a ella.

–  Corred las cortinas – ordenó.

Horus miró a Isis a través de los visillos semitransparentes antes de obedecer. Ella asintió y ayudó al otro guardia a correr la segunda fila de cortinas que las dejaría ocultas del resto del barco. Ya había anochecido y una única luz de una vela iluminaba el pequeño espacio del pabellón privado. Se quedaron en silencio, escuchando únicamente el ruido del exterior, los marineros hablando y los remos chocar contra el agua. A Isis le pareció extraño estar allí, sentarse en cojines y ver las bandejas de comida, jarras y copas en varias mesitas bajas enfrente de ella. Miraba todo ello sintiéndolo como algo extraño, hasta que se percató de que Neftis le estaba mirando el vientre. Sin darse cuenta se llevó una mano a él.

– Cuéntame por qué estas aquí – le dijo Isis.

Neftis levantó la mirada. La había sorprendido e Isis adivinó que la situación era para ella muy complicada. Confirmó que Seth no sabía que su marcha había sido por ella y eso le tranquilizó en parte. Eso no quería decir que no pudiera descubrirla. Estaba viajando en una barca real de su propiedad, después de que su reina hubiera recibido una misiva de que únicamente ella podía dirigirse al norte. Lo mínimo que haría Seth sería sospechar, y no dudaba que habría mandado espías a controlar a su mujer. No quería volver a inquietarse. Estaba allí y cuando supiera todo valoraría si debía quedarse o seguir huyendo. Neftis le contaría la verdad, de eso no tenía ninguna duda.

– Te estoy ayudando sin que Seth lo sepa – le insistió. Isis sabía que tenía miedo. Lo confirmó cuando se acercó aún más a ella hasta rozarla y enredar su brazo con el suyo, y más aún cuando al seguir hablando comenzó a jugar con sus dedos –. Tú siempre me has ayudado incluso con Anubis. Te lo debo todo. En Mennefer, cuando me dijeron que estaba allí por ti no lo dudé.

– ¿Hay alguien más en todo esto? – le preguntó de repente, al recordar el matiz del que antes no se había dado cuenta. En Mennefer le habían contado a ella y alguien más lo que sería de ella en los días siguientes.

– Sí – le confirmó. Isis esperó a que siguiera hablando –. Otras tres mujeres. Nos están esperando en Jem. Nos esconderemos allí hasta que tengas a tu hijo.

– ¿Quiénes? – al decirle eso temió, porque su embarazo era un secreto que sólo sabían sus guardias, Toth, Seshat, Neith y ahora ella y todos los que la habían visto. Quería que siguiera siendo un secreto, pero después de haber sido vista por tanta gente sabía que sería inútil y que la noticia alcanzaría pronto a su hermano y al resto del país. Lo principal era saber además quiénes eran esas otras tres mujeres. Neftis no quería decírselo. Había sido suficiente ver su expresión –. ¿Son de confianza?

–  Para mí si, para ti… – la miró de reojo y volvió apartarle la vista –, no sé…

–  Dime sus nombres – le exigió. Apretó fuerte la mano de Neftis impidiendo que siguiera moviéndola.

–  Todo ha sido idea de Neith – le advirtió, intentando que no la culpara a ella de aquel plan. Conocía el temperamento de su hermana –. Son Nejbet de El Kab y Nejen, Heket de Heror, y la reina Tueris.  

Isis bajó la mirada y relajó la mano que sostenía la de Neftis. Vio la intención de su hermana de seguir hablando para justificarse. Se llevó el dorso de la mano a los labios obligándole con el gesto a que callara. Tenía que digerir esos nombres. Le era inconcebible que aquellas mujeres que habían apoyado abiertamente a Seth fueran ahora las que la ayudaran a traer al mundo a su hijo. Se sintió desamparada, incluso de su hermana. De la única que podía fiarse era de Heket, que al menos se había mantenido al margen de las luchas de poder. La reconocía a ella, pero tampoco había negado nunca a su hermano. Pero Nejbet, que había fabricado la corona blanca para Osiris, y tras su muerte les traicionó jurando a Seth, y Tueris, sobre todo ella, la reina de Wawat y de Kush. Ella no podía estar allí.

– A Tueris no le permitiré que se acerque ni a mí ni a mi hijo. Ni a Nejbet, ni a Heket. O tú sola o me voy.

– Isis – le dijo en voz baja, vio que estaba a punto de echarse a llorar –. No te pasará nada porque están cumpliendo con la palabra que han dado a Neith. Nadie se atreverá a traicionar un juramento a ella. A ella se la respeta. Ellas están dispuestas a ayudarte. Son las mejores comadronas de la tierra. El tuyo será un nacimiento difícil. Está en tu mano el ganarte de nuevo su apoyo. Ellas ya han aceptado rendirte a ti su lealtad, y para siempre. Y con Tueris es con la primera con la que debes mostrarte amable. Olvida todo.

– ¿Pero por qué? – le insistió –. Cuéntame qué ha sido de Egipto en estos meses.

– La noticia de tu huida ha corrido por todo el país. Es cierto que Seth te busca. Es su tema de conversación cada día. No deja de repetir cuánto desea tenerte arrodillada ante él y hacer contigo lo mismo que hizo con Osiris, y sobre todo después del regalo que has hecho a Egipto. Dice que alardeas de reina cuando ya no eres nada. También intenta hacerme daño a mí amenazándote y advirtiéndome que correré tu misma suerte si no le sigo al fin del mundo y me mantengo al margen de todo. También suele decirme que va a poner a otra en mi lugar – calló un momento y se inclinó a coger una de las copas, la llenó, bebió y se recostó de nuevo a su lado. Tardó un momento antes de continuar y cuando lo hizo Isis notó el resentimiento que llevaba guardando su hermana durante años –, y sé muy bien quién es ella –. Isis lo sabía también. Hathor –. Espero que tarde mucho en enterarse de lo de tu hijo. Quiero que te salga bien, y quiero que él reine en Egipto. Si estoy aquí primero es por ti, tú eres lo primero, y después por todo lo que estoy segura de que vas a conseguir con ese niño.

– ¿Y durante estos meses hasta que recibiste el mensaje? – le interrumpió Isis, haciéndole responder a lo que en un principio le estaba preguntando.

– En El Oasis todo está muy tenso. Seth lo controla todo. Hace muchos viajes a Nubt. Yo no he salido de allí hasta que he venido aquí. Corren muchos rumores de que te han visto aquí o allí, o incluso una vez escuché hablar de que te habían capturado. Luego todo se desmiente, y Seth vuelve maldiciéndote y jurando que llegará el día que le supliques por tu vida y por todo lo que quieres. Jura que no tendrá piedad. Cada día se vuelve más cruel. Ha jurado ofrecer El Oasis a quien te capture y que ese día tomará Abydos para él.

– ¿Bajo el título de qué ha ofrecido El Oasis? – Isis recordaba que antes de marcharse a Sais, Seshat le había dicho que quien la entregara recibiría el virreinato del Desierto.

– Virrey de la Tierra Roja y de todos los Pueblos Extranjeros – le confirmó –, pero no se lo permitas.

– Tranquila – su advertencia le había hecho sonreír. Le recordó a cuando le pedía cualquier cosa de pequeñas y sabía que le haría caso.

– No sé que va a pasar cuando te vayas ahora – Neftis la miró –. Después de tener a tu hijo, quiero decir.

– Van a pasar muchos años hasta que pueda volver.

– Es cierto que estás en Sais, ¿verdad?

– Sí.

Neftis asintió. Comprendió de nuevo que Toth no podría haberla mandado a otro lugar más seguro.

– ¿Y cuándo recibiste la carta de Neith? – le siguió preguntando.

– Seth la recibió – continuó –. Vino a decírmelo en seguida. Me dijo que tenía que coger mi barco e irme a Mennefer, que Neith me había convocado allí. Me leyó la carta, lo que te he contado. Y me fui. Luego allí me encontré con Tueris, Nejbet y Heket. Nos habían mandado a todas el mismo mensaje para reunirnos en el lago del palacio de Ptah.

– ¿Ante quién?

– Ante Maat.

Toda su inseguridad desapareció en un instante. Maat le garantizaba que todo se cumpliría con lo que había dicho. Ella era la que prácticamente dirigía toda la provincia bajo las órdenes de su padre, Ra, pero también se dejaba aconsejar por ella. A pesar de todo, le seguía asustando la idea de exponerse tanto. Isis había considerado que incluso podía dar a luz sola. Después de que su hermana le advirtiera que sería difícil y de que Neith hubiera hecho todo aquello, dudaba. Quizá necesitara de todas ellas.

Recordó con temor la última mirada de Neith, sintió que la estaba advirtiendo de algo. Ella había sentido por un momento el ser advertida de la muerte. Suspiró y cogió una jarra de agua ella también. Debería confiar en las manos en las que le había puesto. Confiaba en ellas como expertas en el arte de los nacimientos. Isis había extendido todos los conocimientos sobre ello y sabía con certeza de sus habilidades. Bebió de la copa y sintió la oscuridad de la noche como algo agradable después de tanto tiempo. La única luz de la vela le invitaba a dormir. Estaba cansada.

– Mañana seguiremos hablando – le dijo Isis tras un silencio.

– ¿No tienes hambre? – le ofreció –. No has cenado nada.

– No.

Dejó su copa en la mesa y Neftis hizo lo mismo. Antes de volver a los cojines y recostarse con una manta sopló la vela. El color negro lo inundó todo. Isis pensó en la Tierra Negra y en lo que iba a ser de ella en los próximos dos días hasta que naciera Horus. Y en los días de después. Temía no sobrevivir. 

–  Neftis – le susurró al cabo de un rato, cuando ya parecía que se había quedado dormida. Notó que se movía al escuchar su nombre –, ¿qué pasará contigo?

–  Yo volveré y aguantaré – le contestó, en el mismo tono confidencial.

–  A veces me sorprende que lo hagas todavía, después de tanto tiempo y de tantas cosas.

–  Nadie sabrá que te he visto y menos aún que te he ayudado.

–  Seth podría matarte por esto.

–  Ya lo intentó una vez y no lo consiguió.

–  Casi mueres por Osiris, y ahora te estás arriesgando por mí.

–  Con Seth es con quien debo vivir, pero vosotros también me importáis. Si tengo que hacerlo a escondidas, lo haré, pero no voy a dejarte sola.

En mitad de la oscuridad que le proporcionaban las lonas, el sólo escuchar la voz de su hermana le hizo confesar lo mucho que también temía por ella. Así era mucho más fácil. En otra ocasión se hubiera callado y sólo le hubiera pedido que tuviera cuidado, para Neftis también era más fácil en la oscuridad mostrarse segura.

–  Mañana por la noche llegaremos a Jem – dijo Isis, confirmando algo que ya sabían –. Al amanecer nacerá mi hijo.

–  Sí – contestó –. Maat nos advirtió de algo más. Pensaba contártelo mañana con más detalle. Tienes que ocultarnos, que nadie nos reconozca, cambiar nuestros rostros. Ella nos esperará en el embarcadero de la ciudad y nos va a llevar a la casa donde vamos a pasar estos días.

–  Neftis – volvió a repetir su nombre. Esta vez sólo necesitaba su apoyo –, ¿tú crees que todo va a ir bien?

Durante un rato sólo recibió su silencio. Notó que se movía y que se acercaba a ella. Sintió su mano sobre su hombro, después su mejilla apoyándose en ella y acabó por acariciarle el vientre. Isis se dejó, agradeciendo el contacto de su mano a través del lino.

– ¿Qué se siente? – supo que se refería al huevo.

– Mucha seguridad – le contestó, omitiendo el momento en que pensó que lo perdía.

– ¿Es de Osiris?

– Sí.

Isis la sintió bostezar y respirar hondo tras un largo silencio. Se le contagió y cerró los ojos. La oscuridad seguía siendo la misma, pero así se sentía mucho más relajada. Seguía notando el contacto de su hermana, su mejilla, su pelo, su mano todavía sobre su vientre. Al sentirla respirar fue entendiendo todos sus pensamientos. Se estaba comparando con ella. Le había preguntado por Osiris cuando ya lo sabía. Se había sentido celosa, pero detrás comprendió toda su resignación. En su mente estaba Anubis y lo que Horus podía llegar a ser. Para Isis lo de Anubis había sido un error y que había llevado a su hermana a la situación en la que se encontraba. Para Neftis era también la fuente de todos sus problemas, del odio de Seth hacia ella y otro motivo más para que él odiara a Osiris; sólo que para Neftis no había sido un mero descuido. Ella lo había buscado.


Siete

 

 

 

Al abrir los ojos un leve trazo de luz entraba por uno de los laterales. Miró a Neftis, que todavía seguía dormida a su lado, y se deslizó entre las mantas procurando no despertarla. Salió por uno de los laterales del pabellón y vio a Horus en la esquina todavía en pie. Caminó hacia él y supo que había estado ahí toda la noche.

–  Retírate a las bodegas – le dijo mientras se acercaba a él por detrás –. Duerme un poco.

Él se giró, sorprendido de escuchar su voz después de estar toda la noche pendiente de cuidar el pabellón. Isis se puso a su lado, apoyándose con una mano en la columna de la esquina donde él estaba.

–  Cualquier cosa que necesitéis, mandadme llamar.

Isis asintió.

Le vio alejarse, atravesando el barco hasta llegar a la trampilla que comunicaba con las bodegas y donde los marineros tenían también un sitio donde dormir cuando era su turno. Se quedó un rato más allí, recibiendo el sol de la mañana. Miró al cielo y después volvió a pasear la mirada por el barco. Los remeros a los lados, y un par de hombres más ocupándose de las velas. Eran pocos. Sabía que Neftis había sido prudente. Les miró a todos y observó que algunos la miraban con recelo. Miró también de reojo al guardia de Neftis en la otra columna, inmóvil, mirando al frente, con la mano derecha sobre la empuñadura atada al cinto. Nadie se atrevería a tocarla, pero dudaba de lo que ocurriera después, si todos aquellos encargados de llevarla hasta Jem, extenderían en su regreso a Nubt todo lo que habían visto. Tenía claro que lo harían, pero al menos cuando llegara ese momento ella estaría de regreso en Sais.

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