Isis

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Isis

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Horus la miró atónito. Leyó en ella todo lo que estaba pensando. Le estaba perdonando. Horus negó en silencio. Isis se sintió confusa. Miraba a su hermano, arrodillado suplicándole. En ese momento sólo podía recordar de él un pasado en que entre ellos todo había estado bien. También miraba a su hijo con la cara empapada en sangre, con su espada en la mano, apretando fuerte la empuñadura. No podía mirarle a la cara. Se dio la vuelta buscando a la única persona que podría ampararla en esos momentos. Toth estaba de pie ante el trono.

–  Que todo esto termine – le pidió –. Y que mañana la orden de Neith sea ratificada por todos.

Toth asintió. Horus aceptó también. Era la única manera de acabar. Estaba agotado. Ordenó que abrieran las puertas y le obedecieron. Isis miró a Seth levantarse con un último esfuerzo y alejarse rechazando la ayuda de sus hombres. Al instante algunos se retiraron, pero casi todos se quedaron para atender a Horus. Isis ordenó que trajeran agua, hierbas y ungüentos. Mut vigiló que se hiciera todo lo que había ordenado. Horus se sentó en una silla y se apoyó con la espalda en una de las columnas de la sala. En ese momento sintió todo el dolor del ojo que ya no tenía y del resto de las heridas de sus brazos y piernas. Cerró el otro ojo y se dejó atender por Mut y su madre.

Sintió los trapos de agua tibia primero sobre su cara y después por el resto de las heridas. Cuando le colocaron las hierbas y los ungüentos apretó las mandíbulas, le escocía. Pero al instante le calmó por completo el tacto de una pluma. Sintió que se quedaba dormido, pero en ese momento Mut le llamó para que fuera a los aposentos que le habían preparado. Cuando abrió el ojo sólo quedaban allí unos pocos sirvientes, sus escorpiones, Mut, Seshat, Maat, Neftis y Hathor. Se quedó mirándola a ella, a unos pasos, sosteniendo unos frascos y unos trapos de lino. Ni siquiera le importó que su madre se hubiera marchado, ni tampoco le importó adónde.

–  Hathor – le dijo Mut –. Llévale a la habitación.

Ella asintió mientras Horus se levantaba. Estaba un poco mareado. El ver sólo por uno ojo le aturdía aún más. Al mirarla recordó que debía tener cuidado con ella. Salieron por una de las galerías laterales seguidos de sus escorpiones. Ya era de noche y agradeció el aire fresco que le recibió al otro lado de las columnas. Evitó mirarla mientras le guiaba con el dedo y con simples indicaciones a través de los pasillos y las salas. Bordearon el lago del palacio de Amón alrededor del cual se distribuían las las dependencias donde alojaban a los invitados que llegaban a Tebas.

Entraron en una de las primeras estancias con vistas al lago y a la parte trasera del palacio. La habitación estaba casi en penumbras, con la única luz que llegaba de las antorchas que llevaban sus escorpiones. Horus les ordenó que montaran guardia durante toda la noche. Tomó una de las antorchas y entró con Hathor a la habitación. Ella se mantuvo quieta en el umbral y él se adelantó para sentarse en la cama. La miró un momento y le pidió que le dejara solo. En vez de eso se acercó unos pasos. Horus volvió a mirarla sin entender qué estaba haciendo. De todos ella era la que más le había confundido. Le intrigaba. Le había defendido esa tarde como Señor de las Dos Tierras, pero tantos cambios de lealtades le hacía sospechar que sólo pretendía hacerse con un lugar preeminente en Egipto, a su lado, como reina. La miró de arriba abajo. Si él quisiera podría destruirla como a Seth por su traición. A la vez quería tenerla a su lado.

–  Nadie me ha reclamado que te entregue el Sinaí – le dijo de repente. Al mirarle a los ojos le hablaba como lo había hecho ante su padre, como si estuviera emitiendo un veredicto –. Yo no fui creada para servir a nadie. Mi hermana se convirtió en señora de Iunu y mi padre me dejó mantener Dendera después del último juicio antes de que se marchara a navegar en la barca del sol.

–  ¿Qué quieres? – le interrumpió. No tenía ganas de entretenerse en una conversación que sabía que acabaría con una petición de su parte –. Dime qué quieres.

–  Quiero mantener el Sinaí en mi poder y que me devuelvas el gobierno de Dendera.     

Intentó indagar en ella. Sus ojos se clavaban en él hablándole de toda la ambición que poseía. Sabía que deseaba mucho más. Se levantó y Hathor continuó sonriéndole como si diera por hecho que le daría todo lo que le pidiera. No pudo leer en ella.

–  Hoy soy la persona que más lealtad te guarda y lo haré siempre si me haces tu esposa.

Horus asintió, era lo que le había dejado ver en la sala del trono. Se le hacía difícil decirle que no. Luego recordaba todas sus traiciones. También todo su poder. Hathor se acercó un poco más mirándole a la cara. Sus palabras se repitieron en su cabeza, sin entender qué pretendía decirle en realidad. 

–  Te devolveré tu ojo – le dijo antes de que pudiera decir nada, mientras le tocó las vendas que lo cubrían con los dedos. 

Era la primera vez que le tocaba. Se estremeció mientras la escuchaba hablar. Una voz dulce, le cautivaba. Esta vez no pudo interrumpirla. Le habló de lo que debía tomarse, de los frascos que llevaba en la otra mano y que le dejó en la mesita junto a la cama. Le dijo que volvería por la mañana y que antes de volver a la sala del trono para ser coronado tendría de nuevo su ojo.

Mientras le hablaba de ello recordó que no había visto a su madre desde que le había estado curando. Ella podría habérselo devuelto en un instante. La había visto cientos de veces en el campamento devolver la salud a sus hombres, curarles las heridas, devolverles miembros amputados. Un ojo para ella hubiera sido sencillo.

–  Ve a buscar a mi madre – le dijo.

–  Tu madre…

Hathor estaba colocando los frascos con las pócimas en el orden que se los debía tomar para poder reconstituirle la visión. Se dio la vuelta, pareciendo sorprendida por su petición. Su respuesta le dejó en evidencia. En vez de terminar la frase se acercó de nuevo a él, con una sonrisa que parecía negarle su orden. Horus no supo cómo reaccionar. Le estaba escondiendo lo que sabía, y aún así no fue capaz de obligarla a hablar, ni siquiera a contestarle o insistir. 

–  Te miro y veo que nunca has estado con una mujer – le susurró –. Crees que Neith te lo ha aportado todo. No es así, ella nunca te hubiera mostrado todo. Por eso me creó mi padre. Igual que él me ha querido desde el primer día que me tuvo ante él, he amado a muchos que han venido a mí. Tu madre cree que os hago débiles. Algún día me necesitarás. Ella me odia, pero soy yo la que debería haber sido siempre la reina de Egipto. Isis ha creado esta situación y aún duda en apoyarte a ti o a tu hermano. Ella es mucho más débil que yo.  

–  ¿Dónde está? – tenía la certeza de que lo sabía.

–  Sí… – asintió –. Todavía desconfías de ella…

Tenía razón. La observó mientras se daba la vuelta en silencio. También sabía que no había deseado a ninguna mujer hasta tenerla a ella.

– Mi padre quiere verme esta noche – le dijo mientras se alejaba –. Hace cuarenta años que no me llamaba.

Le había hecho evidente que su madre estaba tramando algo esa noche. No entendía por qué le había dicho que nadie le era más leal que ella o si simplemente era una treta para persuadirle. Quería que la hiciera su esposa y un instante después le estaba diciendo que esa noche estaría en la cama de su padre. Respiró hondo y todavía pudo oler el perfume de flores que había dejado Hathor inundando la habitación.

Se tumbó en la cama y mirando al techo pensó en su madre. Le parecía lógico que la odiara, competían por lo mismo. No podía negar que Hathor tuviera razón al decirle que sería una buena reina. Tenía determinación, pero a la vez temía que algún día rivalizara incluso con él por imponerse en el puesto del rey. A la vez esa competencia le atraía. Cerró el ojo y volvió a buscar su aroma en el aire de la habitación. Poco a poco se fue haciendo más tenue por la brisa de la noche que entraba por la ventana que daba al lado de palacio. De Isis no consentía el más mínimo desdén, pero de una mujer como Hathor… Su madre siempre supo mantenerse en su lugar con Osiris y a la vez colaborar juntos. Con él había sido diferente. Se había entrometido y le había obligado a aceptar cosas que él hubiera hecho de otra manera. Volvió a recordar que Hathor sabía algo. No iba a permitir que Isis volviera a actuar por su cuenta y menos en ese momento en que a la mañana siguiente iba a ser coronado como Señor del Sur. Se levantó y se puso las sandalias que había dejado justo a los pies de la cama. Tenía que ir a buscarla.

Hathor le había mencionado la posibilidad de que apoyara a Seth. Mientras estuvo en la sala del trono había temido que le perdonara. Había visto sus ojos clavados en los de su hermano cuando cayó de rodillas ante él. Había sentido pena por él. Lo temió desde un principio. Le había dado la punta de flecha para que la utilizara si la situación se descontrolaba. Había hecho bien, pero una vez que vio que le había condenado a muerte se había arrepentido. Antes de salir cogió la espada que había utilizado esa tarde. Estaba limpia. Se puso una túnica encima y salió de la habitación.

Se llevó con él a Horus, a Tefen y a Befen. Indicó a Horus que fuera a su lado. Le preguntó por Isis. Él tampoco sabía donde estaba. Le dijo que había abandonado la sala cuando Mut regresó con todo lo que había ordenado. Se fue con Neftis sin decir nada. Estuvieron hablando un rato en el vestíbulo. Él las había visto discutir y al final abrazarse. Neftis regresó a la sala. A ella la recordaba cuando se levantó para marcharse.

La buscaron en la zona donde le habían alojado a él. Nadie sabía dónde había ido. Cuando encontró a Neftis, a punto de irse a dormir, tampoco le dijo nada. Empezó a pensar que quizá Hathor tuviera razón. En sus pensamientos se mezclaba todo lo que sabía de ella y sus propios principios. Le irritaba no saber a quién creer. Era la primera vez que se había sentido tan confuso. Le desesperaba pensar que su madre hubiera estado todo ese tiempo manteniendo la más mínima esperanza por alcanzar un acuerdo en secreto con Seth. Hathor le había hecho sospechar aún más por todo lo que no le había dicho. Tampoco se fiaba del todo de ella. Había utilizado su propia persona, su belleza, sus promesas, para alcanzar sus intereses como reina, y sabía que disfrutaba con ello. Su madre la había criticado mucho a lo largo de su vida y él también la había considerado peligrosa. Temía pensar que también le estaba manipulando a él.

Hathor aún mantenía el Sinaí, recordó, y si Seth sobrevivía, gobernaría los reinos extranjeros desde Biblos. Ese reparto podía significar una amenaza constante para él. Y ahora veía la posibilidad de que su madre no le apoyara. Habían discutido mucho a lo largo de esos tres años, incluso desde Sais. Ya había actuado algunas veces por su cuenta, y temía que lo estuviera haciendo otra vez. Antes se trataba de ayudarle a él, ahora lo dudaba. No quería que se encontrara frente a frente con Seth porque podía arruinar todo lo que él había conseguido. Ya lo había hecho al acudir a Khemnu y aún podían empeorar más las cosas. No quería una paz como la que había establecido su padre hacía cuarenta años.

Al salir de las residencias se quedó mirando desde el borde del muro el lago de Amón que se situaba justo debajo de él. Era tan grande como el de Khemnu. Tenía a su lado unas escaleras que terminaban en el agua y todo a su alrededor eran árboles y jardines que se mezclaban en la oscuridad con los muros de palacio. Se tocó la venda que le cubría el ojo. No le dolía, pero le costaba enfocar la mirada con el que aún podía ver.

Respiró hondo perdido en la superficie negra del agua, con unos leves reflejos de la luz de la luna. A través de los árboles aún se podían ver luces en palacio. Había pensado mucho en esa ciudad. Lo que aprendió de ella con Neith, las conversaciones con Toth. Mencionar el nombre de Tebas siempre le impuso respeto y una protección que emanaba de sus murallas infranqueables. En su interior todo se mantenía como si la guerra no hubiera tenido lugar allí. No había signos de los asedios que había sufrido, de la falta de provisiones por las sequías que su madre había provocado en los campos para que pudieran acercarse a los muros. No habían logrado hacer mella en la vida diaria de la ciudad. Sabía que era gracias a Hathor por la que todo aquello se había mantenido en excelentes condiciones. Recordó Dendera. Le había fascinado esa ciudad. Khemnu era perfecta, pero Dendera le había atraído con sus colores, su aroma, sus detalles. Como ella.

Se giró un momento para comprobar que sus escorpiones aún seguían con él. Estaban esperando a unos pasos a su espalda. Miró las estrellas y la luna. Recordó la noche en que se encontró a Anubis y a Isis hablando en una de las salas de Khemnu. Ese tema había sido delicado para él. Lo consideraba una traición y una ofensa hacia él. Sonrió irónico. Ahora él estaba casi decidido a aceptar a Hathor cuando sabía, y ella le había reconocido, que había tomado a muchísimos hombres que se lo habían pedido o que a ella se le antojaban. Intentó justificarla con que Hathor no estaba casada, que era su naturaleza, y como le había dicho antes de marcharse, su padre la había creado para enamorar a los hombres. Recordó cuando Neith le mostró lo que ella era. Le transmitió una sensación de placer, alegría, había escuchado la misma voz cautivadora con la que le había hablado esa noche y al declararle como rey en la sala del trono. Nada más soltar sus manos esa sensación se transformó en orgullo, vanidad, y sobre todo satisfacción por saberse poderosa. Es lo mismo que tú sentirás algún día, le dijo Neith. Él había sonreído cuando añadió que algún día se sentiría digno de ella. No le contestó, pero entonces había pensado para sí que más bien sería al revés, y aún lo seguía pensando. Hathor era demasiado voluble. De repente supo dónde podía encontrar a Isis. Su madre también tenía esa misma debilidad cuando se trataba de sus hermanos.

–  Llévame a los aposentos de Seth – ordenó, dándose la vuelta y señalando sólo a Horus.

–  Sí, mi señor.

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Isis salió de la sala del trono en cuanto Mut se encargó de cuidar a su hijo. Neftis la estaba desesperando. No dejaba de preguntarle qué iba a ocurrir con Seth. Isis deseó dejarle morir. Bastaba con no ir a extraerle la punta de flecha. Sólo podía pensar en su hermano mientras atendía a su hijo. Cuando dejó que Mut le fuera curando las heridas salió con Neftis al vestíbulo.

–  ¿Ahora te preocupas por él? – le reprochó.

–  Tengo miedo – le respondió –. Quiero saber qué vas a hacer.

–  Merece la muerte que le he dado.

Isis recordó el instante en que Seth salió de la sala. Le suplicaba su ayuda, como Neftis ahora. Tenía los brazos cruzados, respiraba hondo, y estaba a punto de echarse a llorar. No había habido un solo día desde que regresó que Neftis no hubiera llorado por lo más mínimo. Y aún así le estaba pidiendo que no le dejara morir.

–  No quiero que muera – le dijo Neftis, mirándola de reojo y apartando los ojos al instante –. No le dejes que me vuelva a llevar con él, por favor, pero tampoco le deseo lo que le has hecho.

Desde que había tenido a su hermano delante de ella todo lo que había ocurrido se mezclaba en su corazón sin distinguir lo que sentía. Recordó su estancia en Sais. Incluso en ese momento no sabía qué hacer. Sabía que no debía curarle. Miró a su alredor, el vestíbulo estaba a oscuras, salvo por la luz que llegaba de la sala del trono. Al otro lado estaba el patio que daba acceso a palacio desde el pilono del embarcadero real. Se sintió un poco mejor al sentir el aire de la calle. Hasta ese instante se había sentido prisionera en la sala que ahora mantenía las puertas abiertas. Miró al interior. Vio a Hathor caminar de un lado a otro, a las órdenes de Mut, organizarlo todo. Tenía miedo porque ahora se acercara a su hijo al saber que había perdido a Seth. El resto de los presentes se fueron marchando por las galerías de los laterales. Ahora sólo quedaban aquellos que estaban atendiendo a Horus. Le dolía verle así, que hubiera perdido un ojo, pero sobre todo que su victoria se hubiera basado en la ventaja que le había dado. Él le dio la flecha, quizá se imaginaba algo así por parte de Seth. Aún así no había sido una lucha justa. Seth le hubiera vencido. Leyó los pensamientos de su hermana. Era lo que pensaba. Seth se lo había reprochado también.    

Había estado hablando con Toth nada más descender del trono. Le preguntó por qué no les había ayudado si con su palabra hubiera sido suficiente. Tenía el poder para imponerse, todos consideraban ya a Horus el rey de las Dos Tierras. Sólo tenía que haber obligado a Seth a someterse a Neith. Su contestación le hizo sentirse aún más culpable.

–  ¿Cómo crees que podía ayudarte si tú misma has roto el pacto? – le habló en voz baja, tenso, pero no se lo reprochó, sólo se estaba disculpando por lo que había sido inevitable –. Nada de armas, era el trato que Horus había comunicado a Seth. Ambos lo habéis incumplido. Sabía que él tenía a varios hombres armados en la sala. Por eso no te dije nada antes. Pero ahora no puedo defenderte.

A pesar de todo se sintió en paz, con su venganza cumplida. Seth moriría al amanecer y su hijo recuperaría la corona y las insignias de su padre. Nejbet le acababa de decir que Amón iba a entregárselas antes de que saliera el sol. Seth las había guardado allí, en una de las salas más escondidas del Tesoro. Desde allí, vio cómo Mut le ponía una venda a Horus sobre el hueco del ojo.

–  ¿Qué vas a hacer? – le preguntó su hermana.

Sus ojos desprendían un brillo rojizo incluso en la oscuridad que las rodeaba. Pensó en la alternativa de que su hermano siguiera vivo a la mañana siguiente. Era lo que hubiera deseado para Osiris. Se pasó años buscándole para devolverle la vida. Todavía podía recordar perfectamente lo que Horus le dijo el día que se marcharon de El Oasis, cuando ella se perdió en las vistas del palacio desde la cueva. Le dijo que su madre quería que todos sus hijos fueran iguales, ella se había reído y le había dicho que era imposible. Ella misma había salvado a uno de sus hermanos y había condenado al otro. Pero no había sido justa, volvió a repetirse. Neftis se lo estaba diciendo. Pero ella necesitaba aquella venganza. Deseaba hacerlo, pero le frenaba la culpa. Anheló preguntar a Osiris. Él le había perdonado muchas veces. Le torturaba el no saber si podría vivir con ello toda su vida. Neftis le había pedido que no lo hiciera. Seth le había suplicado.

–  ¿Qué vas a hacer? – le insistió, al ver que no respondía y que tan sólo se quedaba mirándola –. ¿Qué haría Osiris?

Isis se pasó una mano por la cara levantando los ojos al techo. Osiris, pensó. Le necesitaba más que nunca. Tenía que decidirlo ya, irse o quedarse. Buscó con los ojos a Toth en la sala a pesar de que sabía que ya se había ido. O Seshat. Al ver a Neftis limpiarse las lágrimas deseó echarse a llorar ella también. Se contuvo. En ese instante, como si lo estuviera escuchando de sus labios, recordó sin esperarlo todos los títulos que Toth le había enumerado en la sala del trono de Khemnu antes de marcharse a Sais. La Señora de la Tierra Negra, la Señora del Norte y del Sur, Poderosa en Magia y Hechizos, Señora de la Vida, aquélla que ha creado la Inmortalidad, hermana y esposa del rey de las Dos Tierras Osiris, hija de padre y madre reales. Isis, que fue puesta bajo mi mano desde el día en que nació, mi pupila y quien ha seguido mis enseñanzas. Entonces le hizo recordar todo lo que ella era. Señora de la Vida, se repitió. También lo era de la muerte.

–  Haz lo que quieras – le susurró su hermana. 

Isis le dio un beso en la mejilla, la abrazó, le dijo que estuviera tranquila, y le pidió que volviera con Horus. Neftis asintió. Siempre confiaba en ella. Isis se dio la vuelta y se dirigió a la avenida del sur hacia las dependencias privadas de Amón. Allí se alojaba también Seth. Se dejó guiar a través de las estancias en penumbras, a veces tan solo por el tacto de sus manos sobre las paredes. Ella conocía ese palacio, se habían alojado allí las veces que habían visitado Tebas. En la oscuridad sus remordimientos se hicieron más intensos. Toth le había enseñado a ser justa. Osiris siempre lo fue. Ella siempre se esforzó por favorecer la vida, y después de que él muriera había deseado para su hermano el mundo de Occidente donde sólo pudieran acceder aquellas personas excelentes. Por un momento se sintió ardiendo en los lagos de fuego que había visto sobre los papiros de Toth y mientras la arena le abrasaba la garganta.

Estaba caminando a través de un pasillo que le llevaba al patio donde se encontraban los aposentos de Seth. Desde allí podía sentir el sufrimiento de su hermano. Su propia magia. Caminó a tientas con la mano puesta en la pared y con la mirada fija en la poca luz de la noche que entraba por el otro extremo. Se detuvo antes de salir y se apoyó un momento sobre el muro. Había sido demasiada la presión de ese día. Viéndose allí sintió traicionar a su hijo. Había elegido ir con su hermano. Esperaba poder estar para los dos. Esperaba que Horus no llegara a enterarse de que había estado allí. Ya le había desobedecido muchas veces. Ella misma se veía incapaz de enfrentarse a solas con su hermano. Estaban acostumbrados a pelear, jamás se habían lamentado de nada, y aunque lo hicieran nunca se lo habían reconocido mutuamente. Tampoco deseaba hacerlo esta vez porque no se arrepentía. Luego se había dado cuenta de que sí, pero odiaba reconocerlo.

Lloró en silencio. Había aguantado todo hasta ese momento. La piedra templada de la pared sólo le ofreció un apoyo. Hubiera deseado que estuviera fría, como en los primeros meses de la sequía. Eso le hubiera calmado. Tampoco le llegaba nada de aire desde el patio. Sólo le tranquilizó la soledad. Respiró hondo, se limpió las lágrimas con las manos y se acicaló el pelo y la ropa antes de seguir. Al menos ahora podría hablar sin que le temblara la voz.

Salió a un pórtico, y a su alrededor no se veía nada salvo la luz que salía por debajo de la rendija de la puerta que había a su izquierda. La abrió despacio y se encontró a su hermano tumbado en la cama, recostado sobre unas almohadas, tapado con una sábana, dejando las piernas y los brazos al aire. Estaba empapado en sudor, con los ojos cerrados. Tres sirvientes estaban atendiéndolo. Respiraba con dificultad, y tenía una de las manos apoyada sobre su frente. No sabía si la había escuchado llegar. En silencio Isis ordenó a todos que se fueran. Después de cerrar la puerta tragó saliva. No debía estar allí. Era una habitación pequeña, la cama estaba enfrente de la puerta, a un lado una mesilla mediando con la pared, y al otro lado una mesa corredera con velas, bandejas con frascos y cuencos de agua, y con varias sillas plegables al lado. A los pies de la pared de la izquierda se amontonaban las ropas sucias de Seth, trapos llenos de sangre, su espada y el resto de sus armas. Isis suspiró al rememorar ese día. Había sido un día largo y había decidido terminar allí. Volvió a mirarle a él y justo en ese momento le vio sonreír aunque seguía con los ojos cerrados.

–  Soy yo – le dijo simplemente.

–  Ya sé que eres tú – le contestó. Y su sonrisa se hizo aún más amplia –. ¿Ahora eres tú quien cierra las puertas?          

Estar con él siempre le aturdía. Le atraía por lo que una vez le había ofrecido, por su poder, porque la desconcertaba. Había una parte de ella que todavía tenía muy presente las veces que le había dicho que sólo la quería a ella. De aquello hacía décadas. Después, primaron sus traiciones y su odio irracional.

Isis no contestó. Se acercó al borde de la cama y le miró como siempre había deseado. A punto de morir, sufriendo, como él lo había hecho con ella y con Osiris. Sintió un cosquilleo en sus manos. Estar allí en pie le hacía sentir poderosa, pero al instante apretó los labios cuando vio la herida en la pierna. Seth siempre tuvo la capacidad de no sentir remordimientos por nada, de quedarse únicamente con ese primer sentimiento que la había abordado a ella. Y su orgullo, algo que era común en los dos.

–  ¿Recuerdas cuando me suplicaste? – le preguntó Seth. Notó que le costaba, pero aún así aparentaba que le era sencillo el esfuerzo y más aún lo que le estaba diciendo. Isis contuvo la respiración y apretó los puños. Le estaba hablando del día en que despedazó a Osiris delante de ella –. En este momento lo hago yo.

Al abrir los ojos y mirarla a la cara dejó caer el brazo que tenía en la frente sobre el colchón, extendió las manos con las palmas abiertas y le suplicó con la mirada que le ayudara. No escondió su dolor. Apretó las mandíbulas. Sabía lo mucho que le dolía. Isis sintió una punzada en el estómago. Sintió que se le volvían a llenar los ojos de lágrimas. Seth apartó la mirada y rió en voz baja.

–  ¿Estás llorando por mí?

Su risa había sido amable. Como antes. Su sonrisa le había delatado que estaba satisfecho por verla allí. Isis lamentó que todo se hubiera estropeado, que hubieran tenido que pasar por todo aquello cuando se podría haber evitado. Siempre había anhelado esa alternativa. El equilibrio.

–  Sí, Seth – le contestó con rabia, levantando la voz –, estoy llorando por ti, por mi hermana, por mi hermano, y por mi hijo, porque estoy aquí contigo en vez de estar con él.

Por primera vez vio resignación en él.

–  Neftis – susurró –, no ha venido. Esperaba que viniera.

–  ¿Cómo eres capaz? – le reprochó atónita.

No pudo decirle más. Y vio que en realidad no comprendía por qué Neftis se había mantenido alejada de él. Ni siquiera entendía que le tenía miedo. Isis no se esforzó por hacérselo ver, porque no le haría entender.

–  Es mi mujer – le dijo, como si fuera su obligación.

–  Me pidió que no te matara – le dijo, intentando mantener la calma y no hacerle pagar por todo lo que también había hecho a su hermana. Apartó todo lo que vio en ella porque sino no hubiera podido continuar –, pero no esperes que algún día vuelva contigo.

–  Tú tampoco me vas a matar – pero de nuevo era una súplica.

Isis negó en silencio.

–  Me duele tanto verte así – le confesó tras un silencio.

–  Por favor – le repitió él.

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