Isis

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Isis

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Isis miraba con anhelo la montaña a la que debían llegar, con miles de recovecos que habían sido elegidos por Toth como el mejor lugar para confundir a todo aquel que se acercara. Isis sabía muy bien cual era la verdadera entrada. Tenerla tan cerca le hacía pensar que no era real. Osiris, pensaba. Había esperado mucho. A medida que se acercaron escucharon ladridos y vieron perros entre las montañas de alrededor. Ante la entrada estaba tumbado un chacal negro, de la mitad de la altura de una persona, que se puso en pie acercándose al borde del risco. Al instante, a su lado, apareció Anubis. Isis le saludó con la mano y él las esperó allí, viéndolas acercarse. No sabía que hubiera vuelto. Isis le abrazó en cuanto llegó a su lado, le preguntó qué tal estaba, cuándo había llegado.

–  Llevo aquí un año, cuando me aseguraron que Horus tenía bien defendida la frontera en Nubt.

Isis asintió. Su chacal se había acercado para olerla y ella le acarició antes de volver a hablar.

–  Yo te traigo a tu madre – le sonrió.

Anubis miró a Neftis. Ya se había dado cuenta, pero estaba esperando que Isis se lo dijera. Estaba a unos pasos tras ella, le miraba, y cuando Isis le dio la mano para que se pusiera a su lado, Anubis se acercó para darle un beso.

–  ¿Y Osiris? – le preguntó Isis de inmediato.

Se lo había dicho en voz baja, impaciente, pero también con temor de volver a estar con él. Había deseado ese momento y a la vez tenía muchas cosas malas que anunciarle.

–  Dentro – le contestó.

–  ¿Está bien?

–  Ve con él – le contestó.

–  Avísale de que he llegado.

Después de tantos años quería que la esperara llegar. A esas horas el sol de la tarde iluminaba esa parte de la colina. Todavía hacía mucho calor. Isis observó el horizonte del oeste, hacia donde se encaminaba el sol.

–  Padre – escuchó decir a Anubis desde el interior –. Tus hermanas acaban de llegar.

Escuchó también la voz de Osiris, una contestación entre susurros y respuestas de Anubis que ya no entendió. Isis se quedó mirando al sol con los brazos cruzados. Todo lo que había sucedido hasta ese día dejó de tener importancia. Estaba donde quería estar. Se dio la vuelta en cuanto notó a Anubis tras ella. Entró sola. En el vestíbulo no vio a nadie, era una sala rectangular, y apenas pudo ver nada en la oscuridad. Las puertas a la sala principal estaban abiertas. Vio luz a través del pasillo que conducía allí. Se quedó parada un momento antes de continuar, acostumbrándose a la poca luz del interior. La vio esperándola en pie, en el centro de la sala. Le miró a los ojos. Era él. Al abrazarle no quiso soltarle nunca. Le había necesitado tanto todos esos años.

–  Vamos a sentarnos – le susurró él.

–  No – le suplicaba.

Y aún se aferraba más fuerte a él. Le escuchó reír y al final le dejó que la apartara unos centímetros, que le limpiara las lágrimas y que le mirara a los ojos. Isis sonrió también. Ya no eran los ojos de su hijo en los que imaginaba verle a él. Ahora es él, volvía a repetirse. Osiris le acercó un par de cojines para sentarse. No le soltó las manos, le observó en silencio antes de ser capaz de decir cualquier cosa. Debajo de la túnica aún le cubrían todo el cuerpo las vendas de lino. Tan sólo dejaba al descubierto las manos y los pies. Supo que tenía que hablarle de todo lo que había ocurrido.

–  ¿Qué está pasando? – le preguntó Osiris.       

Isis se entretuvo mirando el resto de la estancia. Había pasado encerrada allí setenta días. Todo estaba como lo recordaba. Había una mesa en el centro de la sala, justo a su lado, las paredes estaban cubiertas con escenas y palabras sagradas que le recordaban su vida en Abydos, la misma que quería continuar en Occidente, y el suelo de piedra estaba cubierto por alfombras y cojines. Se quedó mirando las lámparas que había encima de la mesa. Las llamas le recordaron el momento en que Ra hizo estallar en cenizas el papiro que contenía la palabra de Neith.

Le contó todo lo que había ocurrido sin mirarle a la cara. Se le hacía difícil, de muchas cosas se sentía avergonzada y no quería que la malinterpretara por sus malos actos.

–  Nunca te he pedido que respondieras ante mí – le interrumpió Osiris, mientras le estaba poniendo excusas para justificarse, quedarse con él y no volver.

–  Sé que me he equivocado.

–  ¿Y eso es suficiente para abandonarlo todo?

Isis se quedó callada, todavía con la mirada perdida en la habitación. Osiris no le estaba culpando, pero le notaba tenso. A la vez ella misma se sentía dolida por lo que pudiera pensar de lo ocurrido en los últimos días en Tebas, y por la decepción de no haber sabido guiar a Horus donde se merecía.

–  Las Dos Tierras ya no dependen de mí – le contestó, mirándole de reojo.

Le vio negar en silencio, apartar la mirada. Ella ya no fue capaz de decir nada. Deseaba que él pudiera darle una respuesta que lo arreglara todo, que con su palabra pusiera solución a lo que ocurría más allá de esa colina. Cuando Osiris la observó en silencio supo que él no se resignaría a que se dejara vencer. Vio su decisión por no dejar triunfar a su hermano. Por primera vez vio en él muchos de los sentimientos que ella había soportado durante décadas. Ni siquiera eso le incitó a prolongar aquella guerra que ya consideraba perdida.

–  Desde que me perdiste lo has dado todo, ¿para acabar hoy así? – le habló. Isis le escuchó, sabiendo que esta vez no habría nada que pudieran hacer –. Todo lo que has sufrido para que Horus ocupara mi lugar. Seth quería haberme preguntado. Yo te respondo ahora. Es mi voluntad que Horus, mi hijo, ocupe el trono de las Dos Tierras, y quiero que hagas cumplir mi palabra.

–  ¿Cómo quieres que lo haga? – le respondió con resignación.

En ese instante desvió la mirada a las manos de Osiris sobre suyas que le agarraban fuerte.

–  Desde que accedimos al trono muchas veces me advertiste sobre Seth y me exigías que no le perdonara jamás. Yo también me equivoqué al confiar en él. A pesar de todo has logrado siempre recuperarte de lo que él te ha hecho, en momentos más difíciles que este. Me encontraste a mí dos veces, me devolviste la vida, ¿y no le vas a dar a tu hijo la ayuda que necesita? Has cuidado del mundo entero. ¿Por qué se te hace tan difícil? 

Isis no respondió. Apretó los labios y respiró hondo para poder mirarle a la cara. Le hablaba con decisión, como recordaba cada vez que se sentaba a su lado a dirigir las audiencias. Siguió hablando recordándole la persona que había sido en el pasado y que le estaba exigiendo que volviera a ser. Fue a apartar la mirada, pero en ese instante le sujetó la cara para que no lo hiciera.  

–  ¿Y para mí? – susurró –, ¿crees que es fácil estar aquí pensando que no puedo hacer nada por ayudarte?

Isis no dijo nada. Nunca lo había pensado de esa manera. Pensaba que de los dos era ella quien más había sufrido sólo porque corría peligro y casi todo dependía de ella. Cuando bajó la mirada Osiris la soltó, en silencio cogió una copa de la mesa y bebió. 

–  No podemos estar juntos en esto – le hizo entender –. Y tú eres la única que pude solucionarlo. Me has demostrado que puedes hacerlo. Siempre era yo el que te pedía consejo cuando no sabía qué hacer y siempre me diste la solución que necesitaba.

–  Creo que ya no sé distinguir lo que está bien de lo que no – y entonces le habló de Sais. Todo había cambiado desde que había vuelto de allí. 

Osiris negó en silencio y en vez de contestar le empezó a hablar sobre su vida en Abydos, sus viajes por Egipto, los veranos en Busiris. Su voz, mientras le hablaba sobre su pasado le transportó a todo aquello que le contaba. Le hizo recordar su papel como Señora de las Dos Tierras, todo lo que habían levantado juntos a lo largo de Egipto, él enseñando a cultivar las tierras, imponiendo justicia, construyendo ciudades, y ella instruyendo a los nobles para que siguieran todo lo nuevo que estaban estableciendo tanto en el Norte como en el Sur. Le recordó también las embajadas de los países extranjeros de Biblos, del reino de los Hau Nebu y de la reina Tueris. 

–  Eso es lo que pretendías encontrar a tu vuelta – le dijo Osiris al final. Sabía que tenía razón.

–  Quiero que Horus pueda tener en su mano y continuar todo eso – le aclaró.

–  ¿Entonces por qué no le ayudas? – Isis fue a responderle, pero él continuó antes de que pudiera decir nada –. Eres su madre, no la reina. ¿Alguna vez me ocultaste algo? ¿Actuaste por tu cuenta sin decirme nada? Con él con más razón debes ser transparente. ¿Cómo quieres que confíe en ti? Aunque no me tengas no estás sola, tienes que contar con él.

Isis sabía que había intentado imponerse sobre su hijo, nunca se había resignado a dejarle a Horus el control completo de Egipto. Quería intervenir, y se había equivocado. Miró a su alrededor, miraba a Osiris. Le estaba hablando de su confianza pero tenía la certeza de que no la recuperaría nunca. No la estaba reprendiendo, sabía que no se lo decía para hacerla daño. Estaba siendo firme y se lo agradecía.

Se quedó con la mirada perdida en la mesa, en las bandejas con algo de comida y las copas y jarras de agua. Se acomodó en los cojines, le estaban doliendo las piernas. Pensó en las muchas veces que había cenado con Horus en Sais, en Khemnu, la mayoría de las veces para discutir. Con Osiris también había discutido por todo tipo de razones, pero nunca había sido realmente con la intención de imponerse sobre él. Con su hijo a veces pensó que tenía derecho. Recordó el día en que fue a buscar a Seshat y la encontró en los tejados del palacio, cuando estaba hablando con Nut. Aún tienes que aprender a no ser la reina de las Dos Tierras, le había dicho Seshat de parte de su madre. Osiris se lo acababa de repetir, pero no podía evitarlo.

–  Horus jamás va a volver a confiar en mí – le dijo Isis. 

–  Y todo por no pedirle perdón.

Isis se mantuvo callada. Para ella no era sencilla.      

–  Conmigo era fácil porque siempre fui yo el que lo hice, incluso las veces en que tú deberías haberte acercado a mí – le recordó –. Tú hijo no va a ceder y no debe hacerlo.

–  Me pides que me vaya y que le encuentre – comprendió. No quería hacerlo, no quería encontrarse con él porque sabía que no la iba a perdonar –. Hay muchos que le estarán buscando en este momento.

–  Isis – esta vez se acercó a ella para hablarle, al pronunciar su nombre le recorrió un escalofrío. Lo hizo de la misma manera en que lo había hecho cuando revivió –. Cuando fui a pedirte que regresaras a Egipto, cuando estábamos en El Oasis, cuando te pedí ayuda, y cuando te pedí perdón, tú al final viniste conmigo.

Isis apretó los labios y cerró los ojos por un momento. No le fue difícil comprender que Horus sólo estaba esperando que actuara con él como lo había hecho Osiris con ella. Pero ahora que estaba allí ya no quiso marcharse, quería hacer realidad lo que tanto anheló desde que le había devuelto la vida. Respiró hondo y pudo oler su aroma mezclado con la resina de incienso. Era un olor dulce, que siempre lo había distinguido de todos los demás. 

–  Al final es Neftis la que estará a partir de ahora a tu lado – le contestó –. Quería ser yo.

Lo dijo con pena, sabiendo que al final no tendría otra opción que marcharse. Setenta días era el límite. Neftis estaría allí eternamente. La envidió. Volvió a reconocer que ella siempre antepondría su deber, y Osiris le había recordado que su obligación era atender los asuntos de la tierra sin importar el precio.

–  ¿Por qué no puedes entender todavía que la quiera? – le habló con el mismo pesar que ella lo había hecho –. Tú deberías entenderlo mejor que nadie. Tú también la quieres.

–  No es lo mismo – le interrumpió atónita.

–  Las dos sois mis hermanas, a las dos os quiero. Aunque tienes razón que no es lo mismo tú que ella. Contigo no sólo es amor. Sabes que si tuviera que elegir a alguien serías tú. ¿Aún lo dudas?

No lo dudaba, pero siempre permanecerían los celos por que su hermana ocupara un lugar importante a su lado. Osiris le había repetido muchas veces que ella era la mujer de la que no podía prescindir porque le aportaba todo lo que a él le faltaba. Habían estado juntos desde que fueron concebidos, habían compartido el mismo espacio desde ese momento. Después de su muerte todas sus palabras tomaron mucho más sentido. A ella le había ocurrido lo mismo y había sido capaz de crear la inmortalidad sólo para volver a estar con él.

Isis volvió la cara y se quedó mirando a la puerta que daba acceso a la sala donde había permanecido su cuerpo cuando lo trajeron allí. Se llevo la mano al collar de turquesa en forma de trono que no se había quitado en los últimos dos años. Con Osiris había compartido el gobierno de las Dos Tierras, que a su muerte dejó de pertenecerle a ella también.

–  Siempre me dolió que con Seth tuvieras más cosas en común que conmigo.

Isis se volvió a él despacio y negó en silencio. 

–  Eso es mentira.    

–  El equilibrio. Neftis y Seth, tú y yo – le recordó –. Cuando volvimos a Busiris después de estar en El Oasis supe en seguida que él te había dado todo lo que yo he sentido siempre contigo. Hoy lo veo también en tus ojos. Me da miedo que pudieras haberte quedado con él.

–  ¿Yo con él? – sonrió irónica –. No hubiéramos podido convivir.

–  Y aún así me duele que sólo con él hayas sentido esa pasión que a mí me has demostrado de otras maneras. Con cada cosa que hacías conmigo, con tus palabras, con tus consejos, con tu presencia.

–  Con mi mirada – comprendió –. Nunca me lo habías dicho.

–  ¿Y era necesario hacerlo ahora?

Le miró a los ojos un instante, perdida en el color verde brillante que se mezclaba con la luz tenue de las lámparas. Le abrazó fuerte, le dio un beso en la mejilla y volvió a rodearla con sus brazos como ella le había recibido. Hubiera necesitado ese día mucho antes. Se quedó un rato apoyada sobre su hombro mirando la pared pintada que tenía enfrente hasta que Osiris se separó de ella y en silencio se levantó.

–  Debe estar anocheciendo – le dijo.

Isis se puso en pie agarrando su mano. Su sonrisa le hizo recordar todo lo que le contó Seshat sobre su madre. 

–  Neftis…

Él negó en silencio y la guió hasta la sala interior. Isis se quedó un momento en el umbral mirando la mesa que Osiris había hecho su cama, con las patas en forma de garras y a los pies levantándose una cola de león. Seguía en mitad de la sala, sobre ella había colocado un colchón fino y sábanas de lino. En uno de los laterales todavía estaba el sarcófago y en el suelo alrededor había ánforas, recipientes abiertos y cerrados, montones de telas, estatuillas de madera de personas y animales. Isis se quedó mirando al desorden de todos los objetos que había por la sala.

–  Son muchas de las cosas que me ha traído Min de las ofrendas de Ipu – se disculpó.

Isis sonrió al entrar al interior. Ella hubiera puesto orden desde el primer día. Al mirar al techo se dio cuenta de la luz que iluminaba la sala y que le había resultado algo natural. Una pequeña bola de luz incandescente, de un color azulado.

–  Eso es un regalo de Toth la última vez que estuvo aquí. 

Estaba tan acostumbrada a verla en Khemnu que le había pasado desapercibida, como si fuera lógico que estuviera allí. La mesa le llegaba por la cintura, la miró un momento antes de sentarse en ella ayudada por Osiris. Él se colocó a su lado subiendo por unos escalones que había a los pies. La agarró de la mano y en silencio se quedó jugando con ella, la miraba de vez en cuando y sonreía. Isis le miraba a él y al techo alternativamente, sintiendo sus dedos acariciarle la palma de la mano.

Mirando las estrellas se introdujo en los pensamientos de su hermano. Sonrió aún más. Él quería que supiera lo que estaba pensando y mientras lo hacía apretó fuerte su mano. Vio el instante en que le devolvió la vida. El despertar con su aliento, con sus palabras, con ella. Cada día había sido su primer pensamiento al despertar. La soltó cuando las estrellas del techo empezaron a parpadear con luz propia y la bola se convirtió en una pequeña luna. Isis contuvo la respiración. De pequeña, cuando Seshat le contaba las historias de sus padres, había deseado que sucediera algo así. Se sentía feliz porque algunos de sus antiguos deseos se hicieran realidad en el momento en que más lo necesitaba.

Osiris le señaló hacia la esquina derecha y al instante se abrió una puerta oculta que jamás había sabido que existía. Por ella apareció un mujer con un vestido azul oscuro, con una peluca corta y dejando a su paso un leve sonido de sus sandalias sobre la piedra. Isis se quedó inmóvil sobre la cama. Osiris se acercó a ella y le saludó como sabía que lo llevaba haciendo durante años cada día. Envidió que para él hubiera sido su costumbre hasta ese día que ella estaba allí. Había notado que Nut la había mirado de reojo y había intercambiado con Osiris unas palabras que no escuchó. Tampoco prestó atención. No podía hacer otra cosa que mirarla hasta que Osiris le hizo un gesto para que se levantara. Bajó apoyándose en el par de escalones que tenía debajo y cuando se quedó a unos pasos de ella no pudo apartar la mirada de sus ojos.

–  No puedo abandonar el cielo – le explicó mientras agarraba sus manos y le daba un beso –, pero es un precio pequeño por haber sido vosotros los que heredasteis el Valle y ahora por vuestro hijo. 

No se parecía a nadie que conociera, ni a ella o a Neftis, ni a Ra, como tampoco se parecía a Hathor o a Maat. Ella le transmitía protección. Aquello era para lo que había sido creada por Ra, para cuidar de los hombres y más tarde en su exilio de aquellos que vivían en el cielo, y ahora también de Osiris.

–  Y ahora que estáis los dos – les dijo, mirándoles a ambos y soltando sus manos –, contadme cómo será el cielo de Occidente.

Isis miró un momento a Osiris. Sabía que ella se encargaría del firmamento en el mundo que iban a crear, pero no se había esperado esa pregunta.

–  Eterno – le contestó Isis.

No lo dudó, así sería Occidente y por tanto su cielo también. Nut asintió, miró un momento al techo que aún seguía brillando como una noche a cielo abierto y volvió a mirarles a ambos con una sonrisa cómplice.

–  Bien – contestó –, pensaré en ello, pero ya tengo una idea de cómo lo haré. Sé que contáis con la ayuda de Maat.

Isis no indagó en sus ideas. El deseo de planificarlo, de imaginarlo y de verlo en su momento se le hizo esta vez mucho más fascinante. Era lo que siempre le había ocurrido con Toth, y sabía que Nut tampoco la decepcionaría. Antes de que se marchara sólo pudieron hablar de lo que había hablado con Seshat la noche anterior. Estaría de vuelta en Abydos en tres días con los planos del Amduat.

Cuando Nut se despidió y el cielo volvió a ser el techo pintado que había sido siempre, Isis aún mantuvo la mirada perdida en la puerta oculta del muro cubierto con jeroglíficos, como el resto de la sala. Osiris la rodeo con un brazo por los hombros y la llevó junto a la cama. Ahora quería estar con ella. Para Isis no hubo nada que le recordara a nada ni nadie que existiera más allá de aquella habitación. Esa noche se convirtió para ella en la continuidad de los tres días que había interrumpido hacía veintitrés años. Osiris se quitó la túnica y dejó que ella le retirara las vendas. Anubis se las había estado cambiando cada día y mientras iba enrollando el lino, notó que su piel aún estaba húmeda con los ungüentos y las resinas, y su olor llenándolo todo. Aún tenía cicatrices por todo su cuerpo. Cuando dejó el rollo de lino junto a una de las patas de la cama, no se levanto. Con sus manos y con sus labios fue curando cada una de sus heridas. Cuando le miró a la cara supo que hasta ese día le había estado doliendo.    

No quiso quedarse dormida esa noche, se aferraba a su brazo con fuerza siendo consciente de que estaba con él.  Quería llevarse cada instante a su lado. La luz de la bola lo iluminaba todo e incluso con los ojos cerrados todavía podía ver su brillo. Supo que se había dormido cuando notó la mano de Osiris despertándola. Sonrió al verle. Hacía mucho que no lograba dormir sin soñar. Desde Sais. Pero esa noche le aportó mucho más que un simple tiempo vacío.

–  Vamos – le dijo –, quiero enseñarte una cosa que sólo se puede ver al amanecer.

Isis se levantó sorprendida y a la vez feliz. Él ya estaba preparado y ella se puso en un momento su vestido. Abrió la puerta por la que había entrado su madre y le siguió. Era un pasillo de escaleras ascendentes, estrecho y tenían que ir agachados para no darse con el techo. No se veía nada, y cuando Osiris se paró supuso que habían llegado al final. Escuchó una puerta abrirse y al instante pudo ver la luz de la mañana reflejarse en los últimos escalones. Salieron a una sala por uno de sus laterales y lo primero que tuvo ante ella fueron dos estatuas sentadas en dos tronos y vestidas con ropas y joyas. Los rayos del sol les iluminaban directamente. Cuando se puso de frente, al borde de la luz, supo que eran Osiris y ella.

–  Durante estos años he necesitado ocupar mi tiempo en cualquier cosa – le habló Osiris, mientras ella no dejaba de mirar las estatuas –. Algunos meses después de que te fuiste empecé a sentir que iba a morir de nuevo. Estaba perdiendo la vida, no podía pensar, me costaba levantarme cada día. Anubis me dijo que intentara recuperar lo que tú me diste con los rayos del sol y el agua del Nilo. Me trajo una piedra de oro que había tenido todo el día anterior al sol bajo el agua en un cuenco. Funcionaba. Y se me ocurrió construir esto.  

Isis le miró extendiendo las manos al resto de la capilla para explicárselo. Aquella era la estancia interior, por el pasillo se dirigía a una antesala donde había un altar en el centro y cuatro pequeños nichos alrededor donde había en la parte superior una estatua en cada una, de su hijo, de sus padres, y de Ra. Anubis y él habían empezado a construir desde el interior. Primero habían excavado las escaleras, después la capilla con sus estatuas, hasta abrir el vano que cada día al amanecer dejaba entrar los rayos del sol directamente a sus rostros en el interior. Allí también era donde le dejaban las ofrendas los enviados de Min. Osiris le fue explicando hasta que se quedaron en el umbral. Tenía prohibido abandonar esa montaña. Desde allí se podía ver el Nilo. Isis pensó en su hijo. Teniendo ante ella el río se cernieron todas las preocupaciones que había abandonado la tarde anterior. Sabía que Osiris tenía razón y debía marcharse.

–  En cuando Seshat vuelva y yo haya hecho realidad el Amduat me iré a buscar a Horus – decidió –. Y sólo volveré cuando se haya sentado en el trono de las Dos Tierras.  

Osiris estaba a su lado. Cuando levantó los ojos él la estaba mirando. Estaba decidida. Todo lo que necesitaba había sido poner en orden sus pensamientos. Había sido fácil cuando todo lo había hecho por su hermano, por su hijo había sido mucho más complicado. El tiempo le había hecho perder las prioridades, como Toth había sabido.

–  No permitas que Seth tome el poder – le insistió –. No quiero que él ocupe mi lugar después de todo lo que os ha hecho sufrir, a ti y a Neftis. No cedas en nada y haz lo que haga falta.

Volvió a mirar al Nilo. Egipto había sido de Osiris y ahora sólo podía pertenecer a su hijo. Fue la misma decisión que proclamó el día que fue a jurar ante Seth, en su palacio, cuando juró que le destruiría. Se culpó por haber pensado en ceder. Tenía setenta días. Serían suficientes.

Al darse la vuelta se quedó mirando al interior desde allí, y esta vez, en vez de a las estatuas, observó el dintel que había sobre la entrada al pasillo. Un escarabajo alado portando el sol. No se había fijado.

–  Me recuerda todo lo que has hecho – le explicó Osiris mirando también el escarabajo pintado –. Siempre fuiste capaz de enterrar todo lo malo, incluso la muerte, y transformarlo en algo bueno, en vida.

Isis sonrió. Toth también le dijo una vez lo mismo. Se dio cuenta en ese instante de las respuestas a lo que le preguntó Neith en Sais. Si Osiris había muerto había sido para completar la vida con la eternidad. Y era una respuesta que ya sabía. Dejó a Osiris marcharse a través de las escaleras por donde habían subido allí. No podía salir del interior de esa montaña porque Toth le había hecho invulnerable sólo dentro de ella. Isis quería ver el sol un poco más. Al cabo de un rato vio a dos personas acercarse por el camino del río. Distinguió a Anput y a su hija trayendo ánforas de agua. Sonrió. No había pensado que Anubis se las había traído con él. No las había visto la tarde anterior y tampoco pensó que estuvieran allí. Bajó por los riscos de las montañas y salió a recibirlas. Habían pasado tres años desde que las había conocido en Khemnu, pero aún así, Quebenut no se había olvidado de ella.

Volvió con ellas a la ladera oeste, donde estaba Anubis vigilando siempre la entrada. No vio a Neftis, y mientras Anubis le contaba sobre el tiempo que llevaban allí, ella miraba de vez en cuando la entrada. Sabía que había ido a ver a Osiris. Anubis le dio las gracias por haberla traído, le prometió que la cuidarían, le volvía a dar las gracias, y ella simplemente asintió, escuchándole en silencio. Si se marchaba, al menos esperaba que Osiris estuviera bien. Anheló ser ella la que por fin permaneciera a su lado. Recordó la conversación que había tenido la noche anterior con su hermano, nada más recibirla. Le fue inevitable. Neftis también lo necesitaba, y ahora estaría tranquila sabiendo que ambos estarían bien.

Pensó que disfrutaría los días que estuviera allí, pero en vez de eso, cada hora esperaba el momento de marcharse. Ser consciente de sus responsabilidades le hacía estar incómoda esperando. Quería volver pero para quedarse. Pensaba en Horus constantemente, pensaba en las palabras que le diría, en cómo la recibiría, si al final la perdonaría.

La mañana que vio a Seshat acercarse se sintió aliviada. Habían sido tres días. Fue con Anubis a recibirla. La distinguió por sus ropas, por su vestido de leopardo, por su manera de andar. La acompañaban unos guardias que llevaban una caja cubierta con telas de lino. Sabía lo que contenía, si iba a crear el Amduat aquello sería imprescindible. Ammit.

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