Isis

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Isis

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Isis suspiró y sin querer pensar más en ello azuzó a su camello para entrar por fin a palacio. Repasó las imágenes y las palabras de la fachada antes de entrar. Al final sonrió al evocar toda la historia de la creación con tan sólo mirar los muros. Se quedó mirando la última imagen en la esquina izquierda del palacio un momento antes de que cruzar las puertas. Había leído muchas veces todo lo que ponía allí. A veces con Toth, quien les enseñó el arte de la escritura, otras con Seshat, que le gustaba detenerse en las fechas, los momentos clave en que había sucedido cada acontecimiento; y sobre todo con Osiris, pues con él iba a ser con quien continuaría e hiciera realidad ese proyecto que sus mentores habían iniciado. No pudieron concluirlo, pero se sentía contenta por los años en que todo aquello fue posible. Al entrar en el patio de entrada un obelisco de oro y plata se levantaba hasta el cielo, de la misma manera que el árbol de Ipu crecía hasta casi rozar las nubes, concentrando en su punta todos los rayos del sol. A sus pies, sobre un altar de granito rosa, se situaba la piedra benben, una piedra de obsidiana negra brillante, lo que una vez había sido el origen de la Tierra Negra, las primeras arenas emergidas del agua que Seshat había petrificado en aquella pequeña pirámide sagrada. El recuerdo del origen, se leía en los jeroglíficos del altar, seguido de un poema que evocaba el primer día. Ese punto del universo todavía mantenía la esencia divina de los orígenes.

Las puertas de entrada estaban custodiadas por varios guardias. El balcón que se encontraba sobre ellas estaba abierto, desde donde Toth y su mujer hacían sus apariciones ante la gente durante las fiestas. Isis se los imaginó allí viéndoles entrar, pero al pensar en Toth, sintió que él también estaba pensando en ella. La estaba esperando en el salón del trono. Los soldados y servidores les acompañaron hasta allí, cruzando una serie de patios y estancias donde vio esperar a varios funcionarios y gentes de la ciudad a ser atendidos en audiencia.

Al cruzar la puerta de la sala de audiencias vio a Toth levantarse del trono y bajar el par de escaleras que elevaban su silla de ébano y oro. No sonrió, estaba tenso, la vio acercarse deprisa, y a pesar de estar feliz por volver a verla, ella sabía que la emoción le hacía ser mucho más frío. Isis sí que le sonrió y aún más cuando la abrazó. Al mirar sobre su hombro vio que Seshat se había puesto en pie ante su silla, ella no se movió de su lugar en el atrio. Toth la separó de él, la besó y sosteniéndole las manos la miró a los ojos.

–  Supimos de ti el día que llegaste a Ipu – le dijo, dándole así la bienvenida –. Min nos informó de lo que habías hecho. No me ha gustado que te expusieras así. Seth va detrás de ti, lo sabes, y sabes también que debes protegerte. Ha sido una imprudencia.

Su reproche le hizo bajar la mirada. Sabía que no había hecho bien, era consciente de ello, pero le dolía que eso fuera lo primero que le dijera.

–  Lo sé – contestó, volviendo a mirarle a los ojos con decisión –, y por eso te pido que me des cobijo aquí antes de marcharme. No tenía ningún otro sitio a donde ir. Y necesito de tu consejo, necesito que me ayudes.

Toth se mantuvo inmóvil durante un rato antes de asentir con la cabeza.

–  Hablaremos de ello esta noche.

Le soltó las manos y volvió a subirse al atrio para dirigirse a su mujer. Le dijo algo al oído y se sentaron cada uno en su trono. Toth suspiró y acabó sonriendo.

–  Isis – le dijo –, estate tranquila, porque conmigo siempre tendrás lo mejor.

Ella le correspondió con una reverencia. Había sido recibida como una reina y lo agradeció profundamente. Él siempre le dio lo que se merecía, incluso en los peores momentos en los que se lo podría haber negado. Incluso ahora que hubiera sido mucho más sencillo recibirla en privado, le correspondió con el ceremonial que había recibido en sus viajes con su hermano por las diferentes cortes de los señores del país. Se habían vestido con sus mejores galas, habían convocado a los miembros de la corte, y los soldados de la guardia y de la ciudad custodiaban la sala como en las audiencias extraordinarias. Reconoció que su visita era un hecho extraordinario y que ella todavía era reconocida allí como Señora de las Dos Tierras. Toth quiso marcar eso ante ella, pero sobre todo ante sus súbditos, y el homenaje que le guardaba como legítima en el trono del Norte y del Sur. Seshat se levantó y se acercó a ella, le dio un beso en la mejilla como bienvenida, y pasándole un brazo por los hombros la condujo a la salida.

–  Hoy volverás a ser tratada como una reina – le susurró Seshat mientras salían por la puerta, con una sonrisa cómplice, seguida por los guardias de Isis.

Isis se sintió orgullosa, reconfortada tras todos esos días de viaje continuo. Le condujo hacia las zonas privadas de palacio hasta que llegaron a su antigua habitación. Fue la primera vez que le traía recuerdos tan vívidos, el anhelo de regresar a aquellos días en que era una niña y su mayor preocupación era aprenderlo todo. Reconoció en ello la esperanza de ser la mejor. Ahora sus prioridades eran otras. Que su hijo se sentase en el trono de su padre, sin importar las consecuencias. No estaba segura de haber conseguido el objetivo de su niñez, pero estaba decidida a cumplir esa última meta que sería la definitiva. Había fallado muchas veces, y con el último error lo había perdido todo. Al mirar la habitación desde el umbral no entendió cómo no supo ver que Seth les estaba tendiendo una trampa. Ella que siempre se anticipaba a los pensamientos de la gente, que tan bien creía conocer a sus hermanos. Había cometido el error de volver a confiar en él.

Seshat la empujó suavemente hacia el interior con una mano en su espalda e hizo que se sentara en el tocador junto a las columnas que daban a un patio con un estanque en el centro, y que comunicaba su habitación con las que habían sido de sus hermanos y sus otros sirvientes personales. Como en todas las habitaciones de palacio, las paredes estaban pintadas con palabras e imágenes que daban significado a cada estancia. Aquella había sido la suya y la de su hermana, y en las paredes se veía a ellas de niñas jugando en el Nilo, en los patios, con frases que evocaban momentos que recordaba como felices en su vida, a pesar de que ahora le resultaban simples.

–  Toth me ha dado permiso para disponer de todos los sirvientes necesarios para que tú y tus hombres estéis cómodos – Isis volvió su cabeza hacia ella. Seshat se había quedado a su espalda, apoyando las manos sobre sus hombros. Había dejado a sus guardaespaldas en la sala común de aquellas estancias y ahora estaban solas –. Mandaré a unos cuantos que les sirvan a ellos, que les dejen bañarse, que les den ropas limpias y que les den de comer – Seshat se agachó y bajó la voz, sonriendo –. Yo te serviré personalmente a ti.  

–  Gracias – respondió simplemente, volviendo la mirada hacia la pared que tenía delante de ella, desviando de vez en cuando los ojos hacia el patio. Le traía tantos recuerdos aquel lugar.

Seshat salió un momento a dar las órdenes a las doncellas que había hecho llamar al salir de la sala del trono, y que habían esperado fuera de la habitación. Les mandó ir a buscar todos los utensilios que necesitaría para arreglarla, y cuando Seshat volvió con ella, comenzó a quitarle la ropa, la dejó en un rincón para que se la llevaran para lavar, y le hizo volver a sentarse hasta que regresaran con todo lo que había pedido: ropa, joyas, sandalias, maquillaje, peines, horquillas, y algo de comer.

Seshat la miró un momento con detenimiento. Isis la notó nerviosa, preocupada, algo triste. Se sentó en una silla a su lado, cruzó las manos sobre su regazo, suspiró. Isis esperó a que hablara.

–  Tendrás que irte – dijo al fin.

Isis asintió.

Aquello era tan solo la confirmación de lo que ya sabían.

–  Seth jamás pasará de esta ciudad – y esta vez lo dijo con un tono de absoluta seguridad. Isis sabía que sería así –. Ve al norte. Cuanto más al norte mejor. Toth y yo estamos hablando del mejor lugar al que enviarte. Ya te explicará él sobre eso, pero ten siempre presente que en ningún lugar estarás completamente segura. Te llevarás todos los amuletos que Toth y yo te hemos preparado para que a Seth le sea imposible localizarte. Ten allí a tu hijo y espera. Confía en Toth, él hará todo por ti.

–  Por la Tierra Negra – le corrigió.

Isis sabía el cariño que le tenía por encima de todos, incluso a veces dudaba que por encima de su mujer. No. Por encima de Seshat no. Si alguna vez, en su orgullo lo había creído, después comprobaba que ella nunca podría ser remplazada por otra. Sin embargo, había visto que Seshat a veces se creía que Toth la dejaba en un segundo plano, y aquélla fue una de esas ocasiones. Isis la adoraba, y no quería hacerla sentir mal. Al hablar de aquella manera supo que parte de su tristeza era por eso. Con su matización le hizo ver que lo que Toth perseguía era el bien de Egipto y no sólo el suyo propio. Era cierto que la ayudaba porque la quería, pero también porque era la única persona después de su esposa con la que se había complementado de una manera casi perfecta con él, con la capacidad de dirigir un país y hacerlo prosperar.   

Seshat se levantó al escuchar a sus doncellas entrar en la habitación y llamarla para pedirle permiso para comenzar a arreglarla. Isis la observó dirigirlas, una a preparar la ropa, a otra dejar las bandejas de comida en una mesa a los pies de la cama al otro lado de la estancia, y otras que se ocupaban del abanico. Isis hizo que le sirvieran un vaso de zumo de granada, su favorito. Mientras bebía y comenzaban a abanicarla, con el leve sonido de las hojas de palma meciéndose en el aire, perdió la mirada en la silueta de Seshat moviendo y organizando su servicio. Era esbelta, y ese día vestía uno de sus mejores vestidos de piel de leopardo, que le dejaba un hombro al descubierto y el otro la manga le cubría el brazo hasta la muñeca. Siempre la recordaba vestida con esas pieles. Cuando estaba en privado apenas solía llevar joyas, remplazándolas casi siempre por un rollo de papiro en una mano y una cesta con tinta y cálamo en la otra. Siempre solía ir de un lado para otro con sus utensilios de escritura. Ese día sin embargo, iba adornada con collares, pulseras, diademas sobre las pelucas, anillos y sandalias, de oro con piedras preciosas. Al mirarla a la cara veía la imagen de todo el saber, unas facciones completamente simétricas, y esos ojos negros, profundos. Ella siempre les decía que eso era porque cuando no tenía con que apuntar algo, sus propios ojos hacían de tinta para escribirlo en su corazón y así recordarlo siempre.

Seshat le sacó de su ensoñación llamándola para que fuera al estanque a bañarse. Agradeció el agua fría y aún más cuando salió y allí de pie, entre las flores y los árboles, Seshat le pasó una esponja de tela empapada en incienso por todo el cuerpo. Se sintió limpia, y aún más cuando le echó aceites y cremas y la mezcla de olores inundó el aire.

–  ¿Han llegado aquí los mensajes de Seth? – le preguntó de repente Isis mientras la vestían.

–  Sí – le dijo Seshat, pero no hizo falta que le diera explicaciones para saber que no los iban a tener en cuenta.

–  ¿Qué recompensa ha ofrecido por mí?

–  El virreinato.

Isis la miró desconcertada.

–  El virreinato de la Tierra Roja y de los Pueblos Extranjeros.

–  ¿Pero qué pretende mi hermano?

Levantó la voz, indignada. Sabía perfectamente lo que pretendía con ello, pero no le podían permitir llegar tan lejos. Los propios señores de las provincias de Egipto debían frenarle.

Seshat intentó calmarla acariciándole los brazos. Todos comprendían que esa recompensa implicaba que él renunciaría al título de rey del Desierto para convertirse en el de rey del Valle. Otorgaría el reino a un virrey dependiente personalmente de él. Y eso a cambio de ella.

–  Por eso no puedes permitir que te capturen – le insistió Seshat en lo mismo que le había dicho Toth. Ahora comprendía mucho mejor la preocupación con la que la había recibido –. Si no te tiene, jamás podrá legitimarse como Señor de las Dos Tierras.

–  No – le contradijo –, entonces será mucho peor. Mientras no me tenga, o sea él personalmente quien me alcance, tendrá un motivo para concentrar bajo su poder el dominio del mundo – Isis miró un momento al suelo. Tenía la solución –. Entregadme vosotros. Que Toth me entregue. Él será virrey del Desierto, y será capaz de resistir desde allí. Yo conseguiré una manera de escapar y me iré lejos, a las Islas del Mar – se detuvo de repente cuando fue a decirle que esperaría hasta que su hijo pudiera ocupar el trono. No quería hablar de su hijo delante de las sirvientas; de momento era un tema que debía guardar en secreto con la gente en la que confiaba –. Esperaremos a lanzar yo desde el norte y tú desde el este un ataque coordinado a mi hermano, que no dudo en que se instalará en Nubt. Es el único lugar donde tiene una autoridad completa.

–  Escúchame bien – le habló firme, haciéndole callar y acatar lo que le fuera a decir –. No te vas a dejar capturar por tu hermano ni por nadie que le sirva, y menos aún te vamos a entregar. Aguantarás en el norte hasta que llegue el momento. Aguantarás como sea, nosotros resistiremos aquí, y Min en Ipu. Con nuestras ciudades apoyándote todo el norte se mantendrá leal a ti. Si tenemos que levantarnos en armas lo haremos, y venceremos. Y ya llegará el momento en que recuperes tu trono – para tu hijo, pensó, pero tampoco se atrevió a decirlo en voz alta.

–  Sí – afirmó. No podía contradecirla, porque como siempre, tenía razón. Era sensata.  

No volvieron a hablar hasta que terminó de arreglarse, tan solo meras frases de lo guapa que estaba, y ella suspirando al sentirse otra vez a gusto en casa. De vez en cuando, mientras la peinaban, la pintaban y le echaban perfumes, iba cogiendo alguna de las frutas y de los dulces que le habían traído para comer y rellenándose el vaso, a veces de agua y a veces de zumo. Tenía tanta hambre, y sobre todo de aquello que había extrañado, las uvas, los higos, los dátiles, y los pasteles de nata y crema de miel.

–  Si comes más cuando llegues a cenar vas a dejar todo en el plato – rió Seshat. Isis se sorprendió de volver a escuchar su tono amable y despreocupado.

–  Están muy ricos – le sonrió mientras se pasaba un dedo por los labios recogiendo una gota de miel.

–  Os echamos mucho de menos – le confesó. Era en lo único que había pensado en medio de aquel silencio mientras las peluqueras peinaban a Isis y ella la observaba de frente mientras la pintaba –. A ti y a tus hermanos.   

Isis asintió y la miró sin saber cómo responderle. La situación era muy complicada y le había sorprendido su afirmación al referirse a los cuatro. Paseó la mirada por la habitación, de nuevo recordando. En uno de los muros, el que estaba justo enfrente de ella, estaban pintadas ella y Neftis jugando al senet. Arriba y a los lados describían los movimientos de lo que sería una jugada perfecta, pero en la que no se intuía el resultado. Isis sonrió. Toth había sabido detener el juego en el momento justo para que ninguna de las dos se enfadara. En realidad no había competencia entre ambas, sobre todo por parte de su hermana. Neftis siempre cedía, siempre era la primera que se acercaba a ella para hacer las paces. Como Osiris. Con Seth las cosas habían sido mucho más difíciles. No recordaba ni una sola vez en que él o ella se hubieran pedido perdón; era el tiempo el que al final les hacía olvidar el motivo de su enfado.

–  Cierra los ojos – le dijo Seshat –. Voy a retocarte la raya.

Isis sintió el pincel con el kohl frío deslizarse por el borde del párpado. Le gustaba esa sensación de placidez que le hacía olvidarse de todo, con los ojos cerrados y sintiendo cómo la iban dejando perfecta. Al volver a abrirlos se dio cuenta de que el sol ya estaba bajo, y que pronto deberían encender las lámparas y las antorchas.

–  Ya estás.

Seshat se levantó de la silla y la colocó debajo de la mesa del tocador. Ella hizo lo mismo mientras le traían un espejo de bronce. Se miró. Estaba guapa, pero lo que más le importaba eran los símbolos de su realeza. Su pectoral con su nombre en el que iba implícito el símbolo del trono, representado justo en el centro, y la tiara de la que sobresalía sobre su frente la cobra y el buitre.

–  Me gusta – confirmó –. ¿Quiénes vamos a estar en la cena?

–  Toth quiere cenar a solas contigo.

Isis se dio la vuelta mientras hacía un gesto para que retiraran el espejo, miró a Seshat y asintió. De nuevo Toth sabía exactamente lo que necesitaba. Seshat le extendió la mano para conducirla a las salas privadas de su esposo. Había acudido allí muchas veces, pero todas ellas con un motivo importante. Allí sólo recibía a ciertas personas de confianza cuando debían hablar de asuntos clave. Aquellas salas marcaban una relación formal, el protocolo, más allá del afecto y el rango que pudiera tener quien entrara allí. Allí Toth era el señor absoluto. La última vez que la había mandado llamar en ese lugar para hablar sobre el sarcófago perdido del cuerpo de Osiris.

Caminando por los pasillos llegaron hasta el patio central del palacio. Sobre un alto de tierra se situaba la persea sagrada rodeada por un estanque circular donde crecían los lotos. Todos eran azules menos uno, de oro, del que Nefertum había nacido. Toth le había dado a Seshat las semillas de las que quería que naciera su hijo. Las había creado para que combinara las mejores cualidades de los dos, y ella las había plantado bajo el Primer Árbol, había construido un estanque y había cuidado el patio hasta el momento en que su hijo surgió de la tierra. Primero nacieron los lotos llenando los bordes del estanque, y después, justo el día del año en que el sol caía perpendicular sobre la persea, uno de los lotos se transformó en oro absorbiendo todos los rayos del sol. El cielo se quedó oscuro durante unos minutos, hasta que volvió a nacer del loto de oro junto a un niño que lo portaba en las manos. Seshat le cogió en brazos y volvió a colocar el sol en el cielo.

Las pinturas y los jeroglíficos de los muros del pórtico y las columnas del patio hablaban de todo ello. Isis nunca había tenido mucha relación con Nefertum, era una persona discreta, casi siempre oculto en la biblioteca de palacio o ayudando a sus padres en la administración de la provincia en la Casa de la Correspondencia de Khemnu.   

–  ¿Qué día es hoy? – preguntó Isis de repente, mirando las marcas que había en el tronco de la persea.

Por un instante empezó a dudar del tiempo que había pasado desde que abandonó Egipto. Había sido muy larga la huida, su estancia con los reyes de Biblos, su regreso, y el inicio de una nueva búsqueda. A pesar de haberse sentido reconfortada durante toda la tarde gracias a los cuidados de Seshat, de tener la certeza de que todo saldría bien, ahora se volvía a derrumbar de nuevo.

Seshat echó un vistazo a las líneas horizontales que ella misma marcaba en el tronco del árbol cada mañana. Cada una era un día desde el momento de la creación, cada línea vertical que las había agrupado en cuatro grupos eran los reinados de los reyes que hasta ese momento había tenido Egipto. El primero el de Toth, en la base y el más pequeño; después el de Ra, que era el mayor, sobre él el de Geb, y finalmente el de Osiris. Levantó la mirada para observar el último de los cuatro grupos, cerca de las ramas. Allí se iniciaría un quinto, el de su hijo.

– Último día del cuarto mes de Shemu del año treinta y cinco de Osiris – Seshat la miró, para precisarle aún más –. Mañana hará cincuenta y cinco años del nacimiento de tu hermano, y en cinco días la estrella Sirio saldrá en el cielo y tendré que apuntar un nuevo año. 

Isis asintió y volvió la mirada al árbol. A Seth le fue muy fácil poner la excusa de su nacimiento para hacer una fiesta. Para pasar juntos los cinco días que no se encontraban en el calendario, les había escrito, y celebrar el nacimiento de los cuatro. La conspiración la tenían preparada justo en la primera noche con los setenta y dos invitados de Seth. Habían pasado ya siete años desde que su hermano murió en ese maldito sarcófago. Veintiocho de reinado juntos. De nuevo extrañó el trono con todas sus fuerzas. Cada día deseaba regresar a ese lugar. Ella era la señora de la magia, y sin embargo se le tenía negado el retroceso del tiempo. Aquello era un imposible. Tanto se lo había suplicado a Toth y a Seshat aún sabiéndolo. Si ellos habían alargado el año en cinco días, por qué no iban a ser capaces de volver atrás. Pero que el tiempo avanzara era la consecuencia misma de la creación. Regresar sería negar la existencia de lo creado. Era una de las primeras cosas que les habían enseñado.

El cielo estaba casi oscuro, pero en la sala que había al otro lado del patio, oculta tras la vegetación, vio que salían luces de entre las columnas y las ventanas que dejaban una sombra anaranjada de todos los árboles y las flores que había en el patio. A la vez un olor a las cenas de su niñez inundaba el aire. Pescado y panes, distinguió. Pero más allá de imaginarse la mesa llena de platos y jarras con todo lo que no había podido disfrutar en tanto tiempo, ansiaba la conversación con Toth. Pensó en él y le vio sentado en la silla de madera de persea, adornada con metales preciosos, presidiendo la mesa y una silla vacía en el lateral derecho para ella.

Seshat la guió de la mano hasta la misma puerta, custodiada por dos soldados de la guardia de Toth, le dio un beso y se marchó. Isis se quedó un momento en el umbral observándole, según se lo había imaginado. Sentado en el extremo de la mesa, erguido, con las manos sujetando el borde del reposabrazos. Llevaba una túnica plisada de manga corta semitransparente atada a la cintura con una cinta y un broche en forma de ibis. Los pectorales adornaban su pecho, al igual que las pulseras y los brazaletes que llevaba en ambos brazos. Al mirarle a la cara reconocía las mismas facciones simétricas que en Seshat, contorneadas por la peluca trenzada que por detrás le cubría la nuca y por delante caía un poco más larga por los hombros. Y sus ojos negros, concentrando todo el saber. Siempre le había maravillado en ambos el equilibrio plasmado en su físico.

Isis esperó a que le hiciera un gesto con la mano para entrar. Observó la mesa mientras se sentaba a su lado y se colocaba la ropa para que no se arrugara. Estaba muy nerviosa, y alargó un poco más el silencio temiendo empezar. Tanta solemnidad en una cena privada siempre le había impuesto un gran respeto, más aún si aquél con el que la compartía era Toth.   

 

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Al mirar a Toth a los ojos supo que le debía su propia vida. Gracias a él, ella y sus hermanos habían podido nacer. Podría haberse negado a la ayuda que le pidió su madre Nut. Había sido uno de sus mayores retos. En la búsqueda para eludir la condena de Ra a sus hijos Geb y Nut, Toth creo cinco días que separaban el ciclo de un año. Para ello se sirvió de su propio hijo, a quien retiró parte de los dones que le había entregado. Había puesto a Nefertum a cargo de la luna, que hasta ese día brillaba tanto como el sol. Toth le arrebató casi todo su brillo para crear luz en sus nuevos días. Nefertum siempre le apoyó, y nunca les había guardado rencor ni a su padre ni a ellos.

Con algo tan sencillo había creado un nuevo orden del mundo, y había cumplido con el sueño que tuvo en el momento que Ra creo a su primera pareja. Por temor, hasta entonces Ra no había creado más que a sus dos hijas Maat y Hathor. Jamás un varón. Toth soñó que el primogénito de Geb y Nut sería rey de Egipto y culminaría el proyecto que él había iniciado. Ra respondió con la prohibición de que jamás pudieran unirse, les permitió ayudarle a gobernar el mundo, pero Geb desde la tierra y Nut desde el cielo. Tan sólo les permitía verse cuando él estaba presente.

Geb y Nut rompieron su promesa, y cuando fueron descubiertos, Ra les condenó al exilio. Geb a las profundidades de la tierra siendo para siempre el pilar que la sostuviera, y Nut en el último rincón del cielo cuidando las almas de todos los hombres que ascendían al cielo.   

Isis pensó en sus padres, a los que no había conocido. En su hermano, pues la primera parte de la profecía se había cumplido; la segunda nunca se haría realidad. Si Toth había creado un nuevo orden, ahora sería ella la que pusiera las bases para otro diferente. Ya nadie más viviría en el cielo cumplido el tiempo de vida en la tierra. Ahora existía la muerte y todos ellos pasarían a formar parte del reino de Occidente, del otro mundo, allí donde el culmen de un Egipto perfecto sí que se haría realidad gobernado por su hermano. Como había jurado, pasarían sólo los justos, y aquellos que su corazón fuera demasiado pesado por las malas acciones que habían cometido en vida se condenarían a desaparecer para siempre.

Toth y Seshat se hicieron cargo de ellos por la promesa que él hizo a su madre: protegerles y educarles como reyes. Aquello le dio confianza para empezar y contarle sus planes. Él siempre le había enseñado que, como reina, debía saber manejar con la palabra una situación por muy complicada que fuera. Toth estaba esperando con la mirada fija en ella. La escuchó en silencio. Isis tomó fuerza con cada palabra, y la mirada de Toth le delataba que también esta vez lo haría todo por ella. Le gustaba lo que le estaba contando.

–  Todo eso que me cuentas es digno de la sabiduría que yo te he enseñado – le dijo orgulloso en cuanto consideró que Isis había terminado, tras un momento de silencio en que ella esperó impaciente –. Y todo eso también es digno de lo que se merece el rey de Egipto.

Hasta ese momento no habían tocado ninguno de los platos servidos, ni tampoco había bebido nada. Notó que tenía la garganta seca. Miró de nuevo todo lo que había en la mesa y su plato y sus copas vacías. En el centro había un candelabro con velas encendidas y en las columnas de la sala una antorcha en cada una. Al mirar a su alrededor repitió en su cabeza las palabras que le acababa de decir Toth. No tenía ninguna duda de que la ayudaría. Al volver la mirada a sus ojos vio que sonreía.

– Tendrás hambre – le dijo en un tono más informal.

– Sí.

Toth cogió una jarra y le sirvió en una de las copas. Miró mientras le servía. Era cerveza. En otro vaso le sirvió vino, en otro zumo y en otro agua, y después rellenó los suyos. Después de las bebidas cogió uno de los platos y repartió la perca con salsa de leche, dátiles, miel y especias para los dos. Isis le sonrió mientras se llevaba el primer trozo a la boca, lo saboreaba y después tomó un trago de vino.

–  Has elegido bien – le dijo en un susurro, recostándose en el respaldo mientras cortaba un trozo más de pescado.

–  Todavía me acuerdo de que es tu favorito – rió. 

No volvieron a hablar de un tema serio hasta que terminaron de comer. Sólo recordaron momentos juntos hasta que inevitablemente Toth hizo mención a su hermano Seth.

–  ¿Y cómo están? – le preguntó –. ¿Qué ambiente hay en El Oasis?

Isis contuvo un gesto y le correspondió con una mirada intensa. Con sólo mencionar ese lugar sintió un escalofrío. No se esperaba que le preguntara por ellos como podría hablarle de cualquier otra cosa. De inmediato recobró la compostura, bebió un poco de agua y le respondió.

–  Mi hermana tiene miedo. Jamás va a olvidar que él intentó matarla. Sé que piensa que, como le ocurrió a Osiris, puede llegar el día que consiga lo que no pudo hacer con ella hace treinta y cinco años. Y ahora, todo está mucho peor. Empiezan a notarse los efectos de la muerte de mi hermano. También tiene miedo por su hijo.

–  Anubis está bien – le interrumpió Toth. Isis asintió –. Continúa.

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