Isis

Isis


Isis

Página 32 de 34

–  Entonces también deberías odiarme a mí – le contestó Hathor. Horus calló y apartó la mirada –.  Como tu madre, odias reconocer que estabas equivocado. Puede que por mí Neftis muchas veces estuviera a punto de morir, no sé si al final era lo que pretendía Seth. Pero te equivocas si crees que estaba con él porque lo deseaba. Si Seth hablaba, había que obedecerle. Se hacía lo que él quería. Pero yo compartía muchas de sus opiniones y las que no, le apoyaba porque no tenía otra alternativa. Todas las acusaciones que dijo sobre ti, es todo lo contario. Él no será nunca capaz de dar vida, es por él que el desierto avanza en el Sur, y si vence, lo hará también en el Norte.

Horus respiró hondo mientras la escuchaba. Miró de nuevo los tejados de Jem, el lugar donde había nacido. Su tía siempre le había provocado unos sentimientos demasiado confusos, opuestos. Siempre había dudado de ella. Cuando la había visto en Nubt y en Tebas siempre la evitó. Las pocas veces que intentó hablar con él la había eludido apartándole la mirada como había hecho con Anubis. Siempre evitó pensar en ella porque también implicaba traición. Hathor tenía razón, pero se negó a reconocerlo ante nadie.

–  Veo que sabes cómo terminar con esto – comprobó ella de nuevo mirándole a los ojos.

–  Sí.  

En ese momento su mirada fue tan intensa que le fue difícil apartarla de ella. No le estaba pidiendo que le contara su secreto, aunque supiera que tenía la manera de acabar con la guerra. No se atrevió porque sabía que venía de Neith. Estaba confiando en él. La palmera ya no le aportaba sombra, y el calor le rozaba la piel con la brisa que venía del norte. Su sonrisa fue tan cálida como en ese momento el atardecer. Hathor miró un momento atrás para ver el sol.

–  ¿Vas a volver a insistirme que te haga mi esposa? – comprendió cuando sus ojos volvieron a clavarse en él.

Ella negó en silencio, sin dejar de sonreír.  

–  Tú me lo pedirás.   

Horus se apoyó en el tronco de la palmera y rió ante su descaro. Tan sólo por eso le hubiera dicho que no. La miró de reojo. La deseaba. Se había presentado ante él después de dos meses de seguir sus pasos por los oasis y el desierto. Tenía la piel mucho más tostada que la última vez que la había visto, no llevaba las joyas ni los adornos que tanto le gustaban, tan sólo vestía una peluca manchada de polvo y un vestido blanco de lino semitransparente, en algunas zonas rasgado, y atado con una cinta roja a la cintura. Aún así toda su belleza seguía intacta.

A la vez la temía. Mientras le hablaba había logrado comprender su situación, se había puesto en su lugar. Ahora que volvió a mostrarle su vanidad recordó todo su pasado, no el que ella le había hecho ver, sino el que su madre le había contado y todo lo que él conocía. No podía olvidar que hasta hacía poco había sido su enemiga, el mayor apoyo de Seth y una amenaza para el mundo que sus padres habían creado.

Hathor se había dado cuenta que él era diferente, que no se dejaría engatusar por ninguna mujer, ni siquiera por ella. Le sería difícil conseguir de él una entrega completa como lo había hecho con muchos otros. Con Seth fue sencillo. Un par de palabras, su presencia, decirle lo que deseaba oír. Recordó lo que le había dicho su padre, para ella Horus y para él Seth. Le complacería con gusto. Nadie había osado rechazarla. Sólo su padre. Que Horus se atreviera a retarla le hacía comprender que merecía la pena sentarse en el trono junto a él.

–  Con Neith has aprendido un mundo completo – le siguió hablando con todo lo que quería decirle –, te ha enseñado la perfección que debería haber sido. Quizá la que yo hubiera logrado si hubiera reinado desde el principio. Nos has juzgado a todos por esos fundamentos de Neith. Siempre me fascinó que creyeras realmente en ellos. Pero ésos son los principios de Neith, los que existían en un origen, principios puros. Aquí todo es mucho más complejo, todo aquello fue separado y ha perdido lo que había sido en el origen. Aquí ya nada es tan extremo, ni tan puro. Allí la luz era luz, aquí sin embargo hay amanecer, día y atardecer, además de la luz de la noche. Aquí hay demasiados significados y demasiados matices para una misma palabra o un mismo hecho. Traición, deber. Según como lo mires. Tengo que reconocer que Osiris supo ver la verdad en cada uno de los actos de la gente.

Hathor calló un momento. Del orgullo, ahora él la miraba con curiosidad. Empezar a hablar de todo ello le recordó a su pasado y de repente quiso contárselo todo.

–  Mi hermana me decía, cuando estábamos creando el mundo, que me excedía en los colores y en los aromas, y se enfadaba porque sobrepasaba las líneas que ella me había marcado sobre la tierra. Yo le decía que si hacía la línea un poco más amplia estaría dentro de sus límites. Entonces sí que era posible todo eso que te has llevado de Sais. Las normas se cumplían, todo era como debía ser. Siempre hice caso a Maat, pero a veces me decía que mi actitud, por mucho que quisiera hacerlo para bien, desequilibraría el mundo. Yo siempre seguí sus normas, hasta que vi que otros se saltaron el orden que mi padre y Toth habían establecido. Mi padre el primero al no hacerme su reina. Mis hermanos Geb y Nut después. Siempre admiré a Maat, que a pesar de todo se mantuviera en el orden y haciendo todo lo posible por cumplir la justicia.

–  Es lo que intento hacer yo – le susurro Horus.

Hathor lo sabía. Asintió, recordando a Osiris. A él había sido al único que había respetado. Odiaba verlo con Isis porque no la consideraba adecuada para ser la reina de Egipto. Demasiado temperamento, demasiado vengativa como para traer orden al mundo. Siempre creyó que debería haberse coronado a Neftis como reina de Egipto y a Isis en el Desierto. Hubiera sido la persona adecuada para calmar el carácter de Seth.

–  Maat quería que a pesar de todo se siguiera cumpliendo con la justicia – le repitió –. Le ofreció a Osiris la verdad que contenía su pluma. Veo que te has llevado de él el afán por imponer la ley, y también la determinación de tu madre.

–  ¿Por qué me hablas de la justicia? – le dijo al final, tras mirarla detenidamente. 

Ella había representado siempre todo lo contrario. Ella había roto el equilibrio muchas veces, había impuesto su voluntad, y estaba seguro de que esta vez estaba dispuesta a llegar hasta el final. Sin embargo, había algo que le empujaba a confiar en ella. Su voz seguía cautivándole sin saber si le estaba convenciendo o estaba siendo sincera. Veía en su rostro el anhelo de algo que no distinguía. No le dejaba leer en su corazón. La vio suspirar, mirar al frente, en las montañas del este, donde el cielo estaba oscureciendo.

–  Añoro los tiempos de mi padre – le confesó sin mirarle a la cara. Nunca se lo había dicho a nadie –. Aún no existía la noche.

Horus apretó los labios, recordando el primer día que había pasado en Egipto. La noche, se repitió. Era lo que más le había sobrecogido. Hathor estiró las piernas, volvió a encogerlas, y se mantuvo en silencio mirando el cielo que estaba empezando a oscurecer. Muchas de las cosas que había dicho al final lo había hecho sin pensar. Había pensado mucho en lo que le diría para convencerle, pero ahora sólo deseaba que confiara en ella, darle a él lo que siempre había esperado compartir con su padre. A todos los comparó con Ra, pero al tener a Horus a su lado había sentido mucho más. Volvió a sentirse cansada de todos los años que había pasado en vano luchando por alcanzar lo que pretendía. Sólo había querido a Ra y en ese instante le recorrió el mismo temor que creía haber olvidado, cuando su padre le dijo que no. El rechazo de lo que más deseaba y con la persona adecuada.

–  Dime – le habló de nuevo, mirándole a la cara, con una mezcla de súplica y rabia –, ¿cómo se siente cuándo le quitan a uno lo que es suyo? Y te lo niegan una, y otra, y otra vez… ¿Qué es lo que estás haciendo tú? Yo he hecho lo necesario.

–  ¿Te estás justificando?

–  Tú eres el único que necesito que me juzgue. Y ahora es el momento en que deberías hacerlo.

La miró a los ojos. Lo llevaba haciendo en todo el tiempo desde que había comenzado a hablar. Ese era el día del que Neith le había hablado cuando aún vivía en Sais. Decidió que no quería a otra reina que no fuera ella. Le cogió de la mano y su tacto de nuevo le hizo estremecerse. Él le acarició brazo, la recorrió entera con la mirada, hasta entrelazar sus dedos entre las trenzas de la peluca y sostenerle el cuello acercándola a él. Respiró su aroma y despacio le dio un beso en la mejilla. Al mirarla de nuevo la vio seria, pero orgullosa. 

–  Serás mi reina – declaró, pero también estaba decidido a imponer condiciones –. Mantendrás el Sinaí en tu nombre, y controlarás toda la producción de metal y turquesa que será enviada a mi palacio. Te encargarás de la frontera de Biblos y de la correspondencia con el país del las islas de Hau Nebu, les dirás que sus puertos libres del Delta serán mantenidos como les prometí además de la amistad con ellos. Seguirás siendo la reina del Punt, pero abrirás para mí las rutas tanto por tierra como por mar, todo ello será llevado a Tebas. Quiero tener contento a Amón y sé que si comercias con el Punt en tu nombre y en el de Amón conseguiremos muchos más beneficios. Y yo me encargaré directamente del gobierno en Egipto y de las relaciones con Tueris.

Hathor asintió en silencio. Le parecía justo. Al fin, pensó. Esta vez fue ella la que le besó en los labios y esperó un momento antes de separarse para susurrarle al oído.

–  Eres la primera persona que me pide antes mi poder que mi cuerpo.

–  ¿No es la primera razón por la que tú estás aquí?

Hathor le miró de nuevo. Él sonreía, ella también. Horus se puso en pie y le tendió una mano para que se levantara.

–  Aquí nací – le señaló el pueblo –. Aquí construiré mi palacio.

Las sombras de finales de la tarde se extendían por todo el poblado y en ese momento vio a Nubneferu descender volando hasta posarse en el hombro de Horus. Sus plumas doradas emitían destellos anaranjados, dejando una estela de brillo a su paso. Ya lo había visto en Tebas, pero en ese instante, aquella imagen le resultó mágica. Luego se dio cuenta que eran tan solo el reflejo de los rayos del sol. Hathor les miró fascinada. El Halcón, pensó. Así era como había escuchado nombrar a Horus entre sus hombres, incluso dentro de sus propias filas.

Hathor volvió los ojos a los tejados de las casas de Jem. A ella no le era muy difícil imaginarse allí una gran ciudad. Era lo que había hecho cuando creó el mundo junto a Maat. Observar un paisaje e imaginar los edificios que iban a levantar. Fue la última de las condiciones que Horus le puso, ser ella quien hiciera la nueva sede real en el tiempo que él regresara al Sur para reclamar las coronas de las Dos Tierras. 

–  Diré que fuiste tú quien me encontró – le prometió –. Cuando vuelva a Jem celebraré contigo mi victoria y sólo entonces te haré mi mujer y mi reina.        

V

e

i

n

t

i

n

u

e

v

e

 

 

 

En cuanto recibió la respuesta de Toth, partió desde Abydos hacia las rutas del este. Le había pedido sus mejores hombres para organizar una partida con sus escorpiones y un grupo de soldados para protegerles. Nadie había visto a su hijo. Cada día, cuando caía el sol y levantaban las tiendas en uno de los recovecos de las montañas, se quedaba mirando trabajar a sus hombres, desilusionada, agotada, sintiendo cada anochecer como un fracaso. Los días pasaban, los iba contando uno a uno haciéndose a la idea de que Horus jamás aparecería. Para castigarme, pensaba. Al cerrar los ojos pensaba en Osiris, le dolía por él. Había puesto todas sus esperanzas en ella, como siempre lo había hecho. Sería la única decepción, pero definitiva. Cada noche se culpaba por saber lo mucho que se había equivocado. Al menos necesitaba ver a su hijo para pedirle perdón. Sería la primera vez que lo haría y cuando Osiris le habló de ello se avergonzó porque su orgullo la hubiera llevado a esa situación. Debería haber contado con él, reconocía. Todos esos años sola la habían hecho olvidar que podía confiar en alguien más que en ella misma.

Esa mañana había llegado un mensajero de Toth con una tablilla de barro. Le decía que su hijo acababa de presentarse ante él y reclamaba que se le dieran las coronas que eran suyas. Quería acabar con la guerra con un juicio y todos los nobles habían sido convocados en Khemnu. No ponía nada más. Faltaban diez días para que se cumplieran los setenta días de plazo, no le decía quién le había encontrado o si se había presentado por su propia voluntad. Lamentaba no haber sido ella. Había planificado volver a verle de otra manera. Mientras envolvía la tablilla en las telas y ataba las cuerdas para devolverla al mensajero se quedó mirando el desierto, recordando los años en que viajó por aquellos parajes para acabar en Khemnu. Todo a su alrededor le hacía pensar en ello, en la incertidumbre. Pensaba mucho en Neftis. Siempre le ocurría cuando se adentraba en lugares tan inmensos como aquellos. Montañas de todas las tonalidades rojas, naranjas y marrones, incluso blancas, que parecían arder a esas horas del atardecer. Neftis siempre le había dicho lo maravilloso que le había resultado esos parajes. Ahora se encontraba en un lugar parecido. Pensaba en ella y en Osiris. Le había sido difícil despedirse de él. Le había sido más sencillo al hacerlo junto a sus escorpiones y sobre todo que Seshat la hubiera acompañado hasta el mismo borde del desierto. Una vez en el barco pudo planear con ella todo lo que estaba por venir. Como siempre le ocurría, le aportó calma para afrontar el viaje.  

Y aunque no había sido ella, al menos le habían encontrado, o había entrado en razón para reclamar su herencia al margen de ella. Estaba nerviosa. Mientras esperaba en el patio de entrada, junto al altar de la piedra negra, vio a demasiados hombres moverse de un lado a otro, con animales y carros, como si estuvieran organizando una partida. Pensó que serían de todos aquellos que acababan de llegar para el juicio, pero tampoco había visto signos de que alguien más que ella hubiera llegado a la ciudad. El mayordomo de palacio había salido a recibirla a la carretera del desierto por donde había llegado, y ahora volvía para decirle que la estaban esperando. Isis hizo un gesto a Horus, su escorpión, para que la acompañara. Vio mientras se acercaba al vestíbulo que al otro lado tan solo estaban Toth, Seshat, Nefertum, los guardias de Khemnu y sus sirvientes, y esperándola en el centro de la sala su hijo. Estaban serios, supo que había pasado algo. Temió que de nuevo que Seth se hubiera negado a reconocerle.

Isis se acercó a Horus mirándole a los ojos, intentado adivinar lo que había pasado en ese momento y durante los dos meses que no había sabido nada de él. Le abrazó, no le importó que la última vez que se habían visto hubiera estado a punto de causarle la muerte. Le miró a la cara y vio que en aquellos meses había cambiado.  

–  Prepárate porque nos vamos a El Oasis – le dijo, dándole con esas palabras la bienvenida –. Partimos al amanecer.  

Esa noche cenó con Seshat en una sala cercana a sus aposentos. Había ido a buscarla mientras se estaba cambiando en su habitación. Bes la ayudó en todo, les sirvió la cena y ella sonreía por lo mucho que le había echado de menos. Cuando se quedó a solas con Seshat volvió a preocuparse. Estaban sentadas en el suelo, junto a una mesa baja con varias bandejas con pescado en salsas de miel, panes con diferentes formas y especias, empanadas de verduras y carne, y en el centro de la mesa varias jarras con agua, zumos, vino y cerveza. Seshat le sirvió una copa de cerveza y se la ofreció. Isis esperó en silencio viéndola llenar la suya y beber un sorbo.

–  ¿Qué es lo que sabes? – le preguntó Seshat.

Isis no entendió la pregunta. En todo ese tiempo no le había llegado ninguna noticia de su hijo ni del país. Las únicas veces que se encontraron con caravanas en el desierto los mercaderes les dijeron que no sabían nada. Tras su breve recibimiento en la sala del trono Horus se había retirado y Toth no se había dirigido a ella. Mientras se bañaba, antes de la cena, en el estanque de sus aposentos, sufrió por marcharse de allí para volver al desierto. A El Oasis, le había dicho su hijo. No quiso preguntar por qué, pero entendió por el tono de Seshat que la situación era mucho más grave de lo que imaginaba, o al menos que a ella no le iba a gustar.

–  Ayer nos llegó un mensaje de Seth – comenzó –. Ha puesto como condición indispensable que el juicio para reconocer a Horus como Señor de las Dos Tierras debe celebrarse en su palacio. Horus aceptó de inmediato.

Seshat calló un momento para coger un trozo de empanada. Isis bebió un poco de su copa y se sirvió una ración de pescado. Mientras la escuchaba fue comiendo despacio, intentado calmar con el sabor dulce de la comida toda su inquietud.

–  También es incondicional que tú no puedas estar presente – añadió, mirándola de reojo. Isis contuvo un momento la respiración. Una condición muy propia de Seth –. Horus regresó hace unos quince días, inmediatamente después escribimos a todos los nobles para avisarles de su vuelta. Les mandamos una copia como la que tú recibiste.

–  ¿Por qué volvió? – le interrumpió.

–  Hathor le encontró.

Isis comprendió por qué había sido Seshat la que había decidido contarle todas las novedades. La miró irritada incluso sabiendo que ella no tenía la culpa. Respiró hondo y bebió un poco de cerveza. No podía seguir comiendo.

–  Y hay más cosas que él nos dijo al volver – le advirtió. Isis asintió. Quería saberlo todo –. Cuando sea coronado como Señor de las Dos Tierras se casará con Hathor. Ahora ella se ha quedado en Jem donde Horus le ha encargado la construcción de su nuevo palacio.

–  Al menos ha sido prudente al dejarla aparte de esto – contestó irónica.

Isis miró de nuevo a Seshat. Si hubiera sido su hijo el que le hubiera dicho todo aquello habrían acabado mucho peor que la última vez. Respiró hondo. De todo ello lo que más le ofendía es que al final Hathor se hubiera quedado con Horus. Tenía miedo por lo mucho que pudiera influir en él.

Seshat entendió su rostro, su actitud, tan sólo su silencio. En ese momento, cuando estuvo a punto de desahogarse con el gran error que había cometido su hijo, Seshat le preguntó por Osiris. Isis no pudo evitar sonreír. Le habló del Amduat, de cada sala, de cómo había levantado los muros y había creado con su magia todo lo que Toth había escrito sobre papiro, y de la promesa que le hizo Osiris en la Sala de las Dos Verdades.

–  Maat tiene algo preparado para ti la próxima vez que te vea – le susurró, a pesar de que nadie podía oírlas, con una sonrisa cómplice que le decía que tenía que ver con Osiris.

–  ¿La pluma? – intuyó.

Seshat negó en silencio.

–  Aparte de su pluma – añadió alargando el silencio.

Isis la miraba impaciente.

–  Una semilla.      

E inmediatamente cambió de tema. Isis respondió a todo lo que le preguntaba sobre sus meses en el desierto y Seshat le habló de cómo lo habían vivido allí. A pesar de todo no dejó de intrigarle para qué quería darle Maat una semilla. Sabía que por mucho que lo pensara el día que la recibiera le sorprendería. No preguntó más porque quería que fuera así. Cuando todo termine, pensó. Aún así, al pensar en ese momento no dejaba de sobrecogerle que fuera en El Oasis y que ella no pudiera estar presente.

–  ¿Y yo dónde me quedaré? – le preguntó cuando ya se estaban levantando y Bes apareció por las columnas del patio con otros sirvientes para recoger.

–  Donde tú quieras que no sea en el interior de las murallas de su palacio.

Isis asintió.

–  Estaré cerca – le prometió. 

Quiso mantenerse tranquila, pero no estaba preparada para recibir todas aquellas noticias a la vez. No pudo dormir. Estuvo toda la noche dando vueltas en la cama, pensando en Hathor, odiándola, y en Seth, maldiciéndole y buscando la manera de cruzar las murallas de El Oasis. Ella quería estar presente. Era la segunda vez que vetaba su presencia. En ese sentido confiaba más en Horus que en Osiris cuando fue al juicio en Khemnu tras la rebelión. Horus no cedería en lo más mínimo. Miraba el techo, el cielo de la noche al otro lado de las columnas, el patio, las copas de los árboles. Acabó levantándose y sentándose en las escaleras del pórtico que bajaban hacia el jardín. El aire fresco de la noche le calmó un poco. La que continuamente le venía a la cabeza era Hathor y no pudo dejar de pensar en ella hasta que el cielo empezó a clarear. De todas ella era a la última que quería ver con su hijo. Cualquiera menos ella. 

–  Mi señora – escuchó la voz de Bes detrás de ella.

Se puso en pie al verle con ropa en la mano y entraron en la habitación para cambiarse mientras él arreglaba la cama. Intentaría no reprochárselo a Horus en cuanto le viera y durante el viaje. Pensó en lo que le había dicho Osiris, tenía que hacer las paces con él, colaborar en vez de enfrentarse. Esperaba ser capaz después de lo que Seshat le había contado. La tarde anterior le había visto diferente, más firme, más decidido, más poderoso. Sabía que también habría considerado su situación con ella en el tiempo que estuvo en el desierto, y con Neith. Al menos la aceptaba a su lado.

Esa vez viajaron por la carretera del este, paralela al Nilo. En los días que duró el viaje no pudo acercarse a su hijo. Ella viajó con Seshat en un palanquín llevado por varias decenas de nubios. Su hijo iba a la cabeza en su carro junto a Toth, sus escorpiones y los guardias de Khemnu y sus sirvientes. De vez en cuando Horus, su guardia, se acercaba para contarles a través de una de las ventanas por dónde iban y las pocas órdenes que iba dando Horus que se resumían a seguir adelante o detenerse para pasar la noche.

Antes de desviarse por la ruta del wadi de Hammamat a El Oasis, se detuvieron a las afueras de Gebtu a pasar la noche. Ese día había hablado con Seshat por enésima vez de lo que representaría Hathor para el país y de todos los detalles que Horus les había contado a ella y a Toth. A Isis le parecían buenos acuerdos, Horus había sido prudente, pero todavía le quedaba la incertidumbre de lo que realmente pretendía Hathor y su actitud una vez que se la declarara Señora de las Dos Tierras. No se hacía a la idea de que otra persona más que ella pudiera poseer ese título. Luego recordaba todo lo que le estaba esperando en Abydos y se consolaba pensando que allí aún seguiría siendo la reina. Siempre había deseado estar al lado de Horus una vez que recuperara las coronas. Ahora, si Hathor estaba con él sería mucho más difícil, y no sabía hasta qué punto él estaba dispuesto a perdonarla después de todo lo que había pasado.

Dudó en ir a buscarle esa noche. Estaba en la litera con Seshat, en silencio, esperando la cena. Afuera escuchaban las voces de los hombres levantando las tiendas. Isis miró a su alrededor buscando alguna razón para no ir a ver a Horus. Dudaba al pensar que no serviría de nada. Miraba los cojines sobre los que estaba sentada, la alfombra que había en el centro con los juegos que se habían llevado para pasar el tiempo. Seshat estaba recostada con los ojos cerrados, hacía un rato que le había dicho que tenía sueño. Ella se quedó mirando el atardecer a través de la ventana cubierta con gasas. De vez en cuando Horus, su guardia, se acercaba para preguntarles qué tal estaban, o si necesitaban algo. Él era el que se había encargado de organizar su litera y vigilar a todos aquellos que la llevaban sobre sus hombros.

Isis se volvió hacia la entrada cuando escuchó que alguien corría las telas. Se sorprendió cuando vio a su hijo pidiéndole permiso para entrar. Seshat se despertó y al verle allí les dejó solos. Cuando se marchó él entró y se sentó a su lado. Se quedaron mirando, ella esperaba que le dijera algo y Horus parecía no saber cómo empezar.

–  Supongo que ya sabrás todo lo que he hecho y todo lo que voy a hacer – comenzó.     

Isis asintió. Se dio cuenta que le había dado tiempo para que lo asimilara antes de hablar con ella. Ella misma también había necesitado esos días para ser consciente de la situación con la que se había encontrado a regresar.

–  No te voy a culpar por lo de Hathor – le dijo de inmediato. Se había dado cuenta que no tenía sentido –. Lo acepto, pero sólo debo decirte que tengas cuidado.

–  Lo sé – le contestó brusco. No quería comenzar discutiendo –. Vengo para contarte una cosa. Hay algo más que sólo saben Toth y Neith.

Isis asintió. Había acabado hablándole en voz baja, y le había dejado inquieta cuando se levantó, miró fuera y volvió a sentarse a su lado. Cuando lo hizo la agarró del brazo y se acercó hasta quedarse a unos centímetros de ella. La miró a los ojos y un instante después se acercó para susurrarle una palabra al oído.

–  Utilízalo – añadió en voz baja, aún sujetándole fuerte el brazo y sin separarse un centímetro de ella –. Sé que lo necesitabas, y por eso quería que tú lo supieras.

El nombre de Ra, el que tanto había deseado conocer. Respiró hondo, repitiéndose el nombre en la cabeza. Abrazó a Horus, le apretó fuerte, casi temblando por el gran poder que le acababa de ofrecer. Sin querer mientras le tenía con ella, estuvo a punto de echarse a llorar recordando el momento en que le había hecho huir de Egipto.   

–  Lamento mucho lo que ocurrió – le susurró.

Horus no contestó. Sólo notó que le acariciaba la espalda. Isis le habló en voz baja de todo lo que deseaba decirle. Le pidió perdón y le habló de lo que le había dicho Osiris cuando se sentó en el trono de la Sala de las Dos Verdades. Horus no aceptó en voz alta sus disculpas, pero al mirarle supo que estaba orgulloso de contar con ella de nuevo. Era la misma mirada que cuando le vio esperándola en la playa de Sais.

–  ¿Qué tal está mi padre? – le preguntó.

–  Bien – sonrió.

–  Me presentaré ante él cuando tenga conmigo la corona blanca y roja, y haya sido reconocido como rey de las Dos Tierras por cada una de las ciudades – le prometió –, y pueda devolverle sus insignias.

Ir a la siguiente página

Report Page