Isis

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Isis

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Neftis se levantó y le extendió las manos a su hermana para ayudarla. Los mosquitos del río estaban comenzando a volar a su alrededor con el calor del sol. Neftis ató las lonas a las columnas y corrió los visillos transparentes. Se sentaron en los cojines donde habían estado durmiendo y en silencio esperaron a que les trajeran algo de comer. En las mesitas todavía quedaba algo del día anterior e Isis se acercó para coger un vaso de agua y un par de dátiles.

–  ¿Sabes dónde vamos a quedarnos en Jem? – le preguntó Isis mientras se entretenía con los dátiles.

–  No.

Fue a seguir preguntándole cuando vieron acercarse a sus criadas con un par de bandejas. Esperaron a que lo colocaran todo, y cuando se retiraron Isis la miró mientras bebía de su copa.

–  No debo preguntar nada más hasta que lo vea, ¿no es así?

–  Yo no sé más.

Isis asintió y empezaron a desayunar en silencio.

–  Neftis – le llamó, en un tono de advertencia –. Me fiaré de ti.

Su hermana esperó, creyendo que diría algo más. Isis pensó en añadir cualquier cosa o cualquier amenaza. Eso era lo único que tenía que decirle. Dejando la frase en el aire terminó el vaso de leche y miel que le habían traído y se levantó para ir a caminar por cubierta. Estaba muy nerviosa. Se detuvo junto a la trampilla y ordenó a uno de los hombres que bajara a despertar a su guardia. Al instante Horus subió y no se separó de él hasta que cayó la noche. Neftis no salió del pabellón, pero tampoco dejaba de mirarla. Las dos estaban tensas, y lo mejor era mantenerse apartadas. No quería hablar más de la cuenta, y tampoco deseaba conocer todo lo que a su hermana se le estaba pasando por la cabeza. Habiéndolo hecho la noche anterior, suponía que no habría más que un único tema en el que podría pensar. Ella, Osiris, Seth, Anubis. Isis quería alejarse de todos esos recuerdos cuando en ese momento la principal preocupación era el siguiente amanecer.

Isis estaba apoyada sobre el borde del barco. A su lado estaba Horus, en silencio.

–  Se está haciendo de noche – dijo Isis.

Miró al cielo anaranjado, buscando las primeras estrellas. Vio la luna llena justo encima de los riscos del este. Horus la miró de reojo pero no dijo nada. Comprendió que sólo le estaba diciendo que estaban a punto de llegar a Jem. Al mirar al sur vio el poblado y al instante oyó que Neftis la llamaba.

–  En media hora llegamos – le dijo nada más acercarse a ellos. Isis asintió –. Maat nos estará esperando.

Isis volvió a asentir, y hasta que el barco amarró no apartó la mirada de Jem. Era un pueblo pequeño, de apenas cincuenta casas. Se distinguía a una prudente distancia de la orilla como un laberinto de muros de adobe y calles estrechas. Más allá sólo estaban los campos inundados. Por un momento se sintió contenta al ver allí por primera vez el resultado del regalo que había hecho al marcharse. Cuando toda esa agua se retirara la tierra volvería a dar frutos como antes. Había hecho bien en ayudar a mantener el país fértil para su hijo.

–  Vamos – Neftis le tomó de la mano y le condujo a las tablas que ya estaban colocadas para bajar.

Isis se dejó llevar, viendo que sus hombres ya estaban en la arena de la playa.

–  Yo voy con ellos.

Neftis no dijo nada. Ella había dejado a todos los marineros y a sus guardias en el barco. Asintió y se dio la vuelta caminando hacia el pueblo. Siguieron durante cinco minutos un camino paralelo a la ribera hasta llegar a un cruce en el que se levantaba una palmera. Allí estaba Maat. Vestía un traje de lino ajustado y adornado con remaches redondos de plata, una peluca negra larga con flequillo, y los brazaletes, los pendientes, las sandalias y el maquillaje también eran de plata. En el cuello llevaba el símbolo que la distinguía y en único objeto de oro que portaba: un collar con una pluma. Isis se quedó abstraída en el brillo dorado que desprendía la pluma con las luces rosáceas del anochecer. Recordó el día de su coronación, haciendo el juramento ante ella de que mantendrían el orden establecido que les exigía su reinado. Seth había roto con ello y les había arrastrado a todos a la adversidad. Esa pluma de oro representaba a la pluma de avestruz que guardaba en su capilla en el santuario de Iunu. La que llevaba en el cuello era tan ligera como la original, y con ella pesaba todas las acciones para compararlas con la verdad. Todo acto justo debía tener su mismo peso. No sabía si en esos meses Toth ya le habría dicho algo a Maat sobre sus planes, o si ya tendría algo en marcha. Ese pensamiento le recordó todo lo que había sido antes de Sais y lo que le había empujado a estar ese día ahí. Al tener a Maat ante ella volvió a poner en orden sus prioridades y sus objetivos, recordándole a la vez todo lo que había sido su vida.

Su voz le hizo levantar la mirada a sus ojos. 

–  Estoy aquí oficialmente por orden de mi padre para hacer un registro de las tierras y de los hombres de Jem. El jefe de la aldea me ha cedido su casa. Pasaremos allí los quince días hasta que puedas volver – se dirigió a Isis, pero de inmediato miró a cada uno de sus guardaespaldas –. Ellos no vienen.

–  Sí.

–  No.

Maat se dio la vuelta sin permitir que le replicara nada más. Neftis la miró advirtiéndole que la obedeciera. Isis asintió a sus guardias y les ordenó volver al barco. Sabía que si necesitaba algo acudirían a ella. Tomaron el camino de la derecha que conducía al pueblo. Maat delante y ellas dos detrás.

–  Quería que vinierais de noche para que nadie os viera. Aún así, Isis, ocultaos, tú y tu hermana.

Obedeció, y mientras caminaba, justo entrando en una de las calles del pueblo, recitó las palabras que cambiaron su rostro y el de Neftis. Maat se detuvo un momento para mirarlas.

–  Bien – asintió, y continuó andando –. La casa es esa – les señaló, una que se elevaba un piso y que se situaba al otro extremo del poblado, la última casa, con vistas a todos los campos que poseía el pueblo.

Isis y Neftis se miraron un momento. Isis estaba acostumbrada a cualquier cosa y más después de Sais, pero en su hermana vio un gesto de disgusto al mostrarles donde pasarían los próximos días. Vieron que había alguien. Salía luz de las ventanas de la planta baja.

–  Tueris, Nejbet y Heket ya están aquí – les dijo Maat.

Isis respiró hondo. Temía su primera reacción, tanto de ellas como la suya propia. Pensó de nuevo en lo que le dijo su hermana. Debía ser amable.

Siguieron a Maat al interior. El espacio era una única habitación de la que en el extremo izquierdo se abría una puerta a un patio. La luz venía de ese lado, y al mirar hacia allí vio cómo las tres se ponían de pie y se acercaron a ellas. Maat se había apartado junto a Neftis, y dejaron a Isis sola en el centro de la sala. Ella no se había dado cuenta, sólo tenía ojos para las tres mujeres. Las miró con odio, y sobre todo a Tueris. Tras un instante en que le sostuvo la mirada con el mismo reproche, se adelantó unos pasos y se arrodilló ante ella. Nejbet y Heket hicieron lo mismo.

Isis miró a Maat. La vio sonreír. Neftis no parecía sorprendida.

–  Señora de las Dos Tierras – le habló Tueris, sin levantar la cabeza –. Estamos aquí para servirte. Yo, como reina de Wawat y de Kush, debo lealtad al rey legítimo de la Tierra Negra, al hijo de Isis y Osiris. Hoy y por toda la eternidad la Región de las Cataratas le será fiel y podrá contar con el oro de mi tierra.

–  Las ciudades de El Kab y Nejen sólo reconocerán desde ahora la autoridad de la madre del rey de las Dos Tierras hasta que él se siente en el trono de su padre – continuó Nejbet, sin levantar tampoco la cabeza –. Yo realicé la corona blanca para el rey Osiris. Lucharé  para que sea el hijo de su sangre quien la porte.

–  Heror siempre fue leal – le recordó Heket.  

Tras ello sobrevino el silencio. Isis no fue capaz de decir nada. Por un lado deseaba vengarse, no ceder en su orgullo y castigarlas por haber dudado de ella. Por otro lado le estaban ofreciendo un gran poder que había perdido. Lo necesitaba. Con ellas recuperaba territorios esenciales para la prosperidad de Egipto, y sobre todo la riqueza que Tueris le ofrecía. Con su oro podría financiar un ejército para derrotar a su hermano, sitiar El Oasis, y destruirle. De quien se debía vengar era de él. Hasta ese momento se había visto vulnerable. Miró a Tueris, a Nejbet, a Heket. Le estaban suplicando y aceptaba.

–  Levantaos – les ordenó –, y preparadlo todo para mañana al amanecer.

Al tenerlas de frente comprendió lo mucho que había ganado ese día. Reconocían a su hijo incluso antes de haber nacido.

Las observó retirarse al piso de arriba junto a Maat. Sólo Neftis se quedó con ella, sin moverse del sitio, mirándola con una sonrisa, pero a la vez preocupada. Fue a decir algo ella también, pero al final se quedaron calladas y cada una tomó una dirección. Neftis subió con las demás e Isis se sentó en la mesa al lado de la puerta que daba al patio. Corría una brisa agradable. Aún así, seguía teniendo mucho calor. Apagó la vela y se quedó sentada sobre una alfombra y un par de cojines, con la espalda apoyada en la pared fresca de adobe, y cerró los ojos. Con los susurros que le llegaban del piso de arriba se quedó dormida. Ese día soñó con Osiris. Otra vez sus sueños volvían a ella y le hicieron despertarse cuando todavía era de noche.

Se puso en pie y con las manos en la espalda se quedó en el umbral que separaba el interior del patio trasero. Era un pequeño huerto, separado del campo con un muro de un codo de alto. El cielo estaba empezando a clarear, pero aún se veían las estrellas. En la pared exterior de la casa había un banco corrido de adobe. Lo miró un momento y sentó. La presión del huevo ya no le permitía estar mucho tiempo en pie, y esa noche había dormido mal. Le dolía la espalda y se sentía agotada. Después vino el miedo, y la espera le hacía inquietarse aún más. Su hermana le había hecho ver el peligro de ese momento. Recordó la mirada de Neith al despedirse de ella.

Todo su temor le hizo permanecer allí inmóvil, sentada esperando el primer rayo de sol. En ese instante escuchó la voz de Maat.

–  Isis.

La miró y asintió. Le cogió de la mano para levantarse y la acompañó hasta el primer piso. Todo estaba preparado. Neftis estaba de rodillas calentado agua aromática, Heket quemando incienso alrededor de la silla de partos, una silla de madera hueca, y colocando amuletos rodeándola. Tueris estaba sentada junto a la silla moviendo con un cálamo una sustancia oscura y pastosa en un cuenco y pintando en los reposabrazos y el respaldo dibujos y conjuros de protección. Al verlas Neftis se levantó en seguida, tomó a su hermana del brazo y despidió a Maat. Ella no volvería hasta que Horus hubiera nacido.

–  Siéntate en la silla – le indicó –. Tueris te va a escribir unos conjuros. En cuanto Heket termine de purificar la sala empezamos.

–  Ya sé como va esto – estaba muy nerviosa y eso le hacía estar muy tirante.

Se soltó de su brazo y se sentó en la silla.

Neftis no dijo nada. Lo sabía. Ella había estado a su lado cuando nació Anubis, y en esa ocasión Isis lo había dirigido todo como estaba haciendo ella ahora. En esa ocasión también tuvieron que esconderse de Seth, pero le fue mucho más fácil porque Osiris le ofreció un lugar en su palacio de Busiris. Neftis no había corrido ningún peligro, todo vino después.  

El tacto de la tinta caliente sobre su piel era agradable. Cuando se secó la pintura de los brazos se quitó el vestido. Siguió pintándole palabras y frases por el pecho, el vientre y las piernas. Isis cerró los ojos y respiró el incienso que lo inundaba todo. En el incienso está la divinidad, les decía Seshat.

–  Empecemos – dijo Neftis.

Al abrir los ojos la vio en pie delante de ella. Llevaba el cuenco de agua en las manos y trapos de lino colgados del brazo. Se arrodilló, dejó las cosas a un lado, y la miró con seguridad a los ojos. La silla le hacía estar prácticamente de cuclillas. Nada más sentarse la fuerza del huevo había sido mucho más intensa que otras veces. Las manos de Neftis sobre su vientre lo hicieron casi insoportable.   

–  Tienes que obligarle a que salga – le dijo su hermana –, piénsalo y empuja.   

Neftis apretó fuerte con sus manos, pero a pesar de que hizo todo lo que le había dicho, sólo sintió dolor. Por más que su hermana le oprimía en la parte superior del vientre y ella se esforzaba por intentarlo, era incapaz de hacer que saliera. Pronto el dolor se iba haciendo mucho más intenso, y el esfuerzo le iba dejando sin fuerzas. Tenía el cuerpo empapado en sudor y la impotencia por la certeza de que no nacería le hizo dejarlo todo en manos de su hermana.

–  ¡Tienes que seguir!

Isis la miró a los ojos pero al instante su imagen se le hizo borrosa. Estaba mareada. Por primera vez la escuchó dar órdenes en aquel tono autoritario en el que ella misma se reconocía. Neftis estaba dispuesta a no darse por vencida. A Isis poco a poco dejó de importarle otra cosa que no fuera descansar.

–  Tueris – le llamó –, ponte aquí.

Neftis se levantó y Tueris ocupó su lugar. Ella se colocó a su lado, le agarró fuerte de una mano y con la otra le sostuvo la barbilla. Le obligó a mirarla, pero era incapaz de enfocar los ojos.

–  Isis, mírame – su voz sonaba lejana –. ¡Isis, que me mires!

El grito casi en su oído le hizo volver por un momento a la realidad. Isis quiso llorar por todo lo que estaba a punto de perder. 

–  Tueris, empuja – le ordenó –. Y Heket, intenta sacarlo como sea. Nejbet, calienta un poco más de agua y trae trapos limpios.

Neftis se colocó a su espalda, viendo cómo se cumplía todo lo que había ordenado. Isis sólo notó el tacto de sus manos sobre sus hombros y su voz diciéndole que aguantara un poco más. Notó la mano de Heket intentando deslizar el huevo fuera de ella, mezclado con el dolor que le abrasaba. Tenía mucho calor.    

–  No se puede – dijo Heket en voz baja, mirando a Neftis para que decidiera algo. 

Isis lo escuchó.

–  Rompe el huevo – le susurró –, por favor rómpelo como sea.

Neftis miró a su alrededor y decidió en un instante.

–  Traed un cuchillo y calentadlo al fuego.

Nejbet trajo de la planta inferior lo que le había pedido. Lo colocó unos minutos en el hogar en el que estaba calentando agua y se lo acercó a Neftis. La dejaron espacio dentro del círculo que habían formado con los amuletos y con Nejbet preparada con trapos limpios y con el cuenco de agua a su lado. Heket y Tueris sujetaron a Isis una a cada lado. Neftis miró un instante a su hermana antes de hacerle un corte en el vientre. Dudó al verla negar levemente con la cabeza. Estaba pálida, empapada en sudor, lágrimas y agua de los trapos. Los conjuros que Heket había escrito estaban emborronados, temblaba, y ella misma se vio respirando nerviosa por lo que iba hacer. Ya había sangre, no soportaba el olor. Al cortar el olor aún más intenso le produjo nauseas. Respiró hondo asimilando únicamente el aroma a incienso, y volvió a concentrarse. Pronto pudo ver la cáscara blanca que emitía un leve resplandor dorado.

Dejó el cuchillo a un lado de golpe y con las dos manos sacó al fin el huevo. Sonrió, pero al mirar a su hermana para mostrárselo no reaccionaba. Para Isis, desde que notó la hoja incandescente en su piel todo se volvió difuso. Sólo pudo recordar sonidos y sensaciones sin un orden lógico en medio de un calor insoportable.

Neftis dejó el huevo a Tueris para que lo limpiara, e intentó hacer volver en sí a su hermana. Nejbet estaba limpiando y cosiendo la herida y Heket le ayudaba. 

–  Isis – le llamaba, apretando su brazo al principio despacio, y después mucho más fuerte.

–  No podemos cortar la hemorragia – le decía Nejbet.

Neftis las miraba y de inmediato volvía a intentar que su hermana abriera los ojos repitiendo su nombre. Pensaba que así se solucionaría todo. Siempre había sido así.

–  Neftis – la llamaba Nejbet –, ¿qué hacemos? Si en la próxima hora no deja de sangrar…

–  ¡Pues haced algo! – les gritó –. ¡Haced que pare!

Neftis se dio cuenta que estaba llorando. Se pasó las manos por la cara y miró a su hermana. Le parecía inconcebible que ella pudiera morir. En su lugar, Isis hubiera usado la magia. Ella no la poseía. Si aquellas mujeres que eran las mejores comadronas de Egipto no podían hacer nada, es que no había nada que hacer.

–  Podemos darle el aliento de la vida – sugirió Heket –. Que huela el ank, lo suficiente para hacerla volver en sí. Quedará suficiente para hacer vivir a su hijo.

–  El ank es para él – contestó lacónica –. Su hijo debe vivir. Por encima de cualquier cosa.

Ninguna dijo nada. Asintieron y continuaron intentando cerrar la herida. Neftis se quedó mirándolas. Había demasiada sangre, el agua roja y los trapos de alrededor empapados. Hubiera deseado hacer lo que Heket había dicho, pero no podía arriesgar la vida del hijo de su hermana que aún no había nacido. El aroma del ank que contenía la vida debía respirarlo por completo el recién nacido. Contestó con lo que Isis hubiera dicho. Aunque ella muriera, estaría tranquila de haber hecho lo correcto. Neftis le agarró fuerte del brazo en un último intento de que abriera los ojos. Estaba frío. Si ella moría, el problema sería lo que vendría después. Ella no podría devolverle el favor que le hizo con Anubis. No podría llevarse a Horus con ella ni cuidar de él .

–  Neftis – le llamó Tueris desde el otro lado de la sala –. El huevo empieza a romperse.

Neftis se levantó al instante. Se acercó a ella y al arrodillarse vio que en la parte inferior estaba agrietado. Ya no desprendía el ligero tono dorado. La magia que lo protegía había desaparecido. Tueris lo sostenía sobre su regazo al lado del hogar, limpiándolo con los trapos de lino y el agua caliente. Se lo ofreció a Neftis, que lo cogió como si se tratara de un niño. En ese momento una grieta se abrió de arriba abajo y empezaron a desprenderse trozos del cascarón. Ella retiró los demás y sacó al niño que contenía. Horus. Al notar el contacto con sus brazos comenzó a llorar. Neftis sonrió sin apartar la mirada de él.

Le meció mientras le invadía una sensación cálida, susurrando para que se calmara, sonriendo. Aquel llanto logró que olvidara todo a su alrededor por un momento. El pelo negro y esos ojos verdes brillantes, como los de sus hermanos. Se puso de pie con él en brazos y lo acunó un poco más. Al mirar a Isis de reojo suspiró. En vez de en ella, pensó en Osiris. Él, como su hermana, habían estado a su lado cuando nació Anubis. Pero sobre todo Osiris. Se merecía que también estuviera allí hoy. Quizá él la hubiera ayudado a continuar viviendo.

–  Neftis – le llamó Nejbet volviéndose un momento mientras sonreía –, parece que ya no sangra. Puede que viva. Pero tendremos que esperar al menos hasta mañana.

Neftis asintió. Era una buena noticia.

–  Heket – la llamó ella –. Ven.

Ella comprendió en seguida lo que debía hacer. Se levantó y se quitó el ank que llevaba colgado al cuello. Neftis no apartó la mirada del amuleto en forma de cruz, pendiente de que todo saliera bien. Heket se lo llevó a la nariz de Horus.

–  Horus – pronunció su nombre –, recibe la vida, tu alma y tu fueza vital.

Al contacto con la madera del amuleto Horus empezó a reír. Sin darse cuenta, Neftis rió también, pero al instante se quedó seria.

–  ¿Aún queda algo? – le preguntó a Heket.

Ella negó con la cabeza. Neftis asintió. Al menos aún le quedaba algo de esperanza porque su hermana viviera, pero ahora necesitaba organizarse.

–  Tueris, tú y yo nos encargamos del niño – ordenó –. Heket y Nejbet, limpiad y asead a mi hermana, y preparadle aquí una cama. Nosotras vamos abajo con el niño, vosotras ventilad la habitación y quemad incienso.

Al bajar a la planta inferior, a pesar del calor del verano, respiró el aire limpio que entraba de la puerta del patio que estaba abierta, cubierta únicamente por una cortina de abalorios de madera. Se acercó y la abrió un poco. No sabía qué hora era. Había perdido la noción del tiempo. Por el sol, ya era media tarde. Miró la comida que había quedado sobre la mesa de la cena de Heket, Nejbet y Tueris. A pesar de que no había comido no tenía hambre. Horus se había calmado y tenía los ojos cerrados. Tenía que alimentarle. Se sentó en unos cojines a la mesa y miró a Tueris que aún seguía en pie al borde de las escaleras.

–  Tráeme un paño de lana y un cuenco de leche.

Tueris buscó entre las estanterías y se lo llevó. Neftis mojó la punta del paño y se lo dio a beber. Horus se lo llevó a la boca sujetando su propia mano mientras apretaba ella la tela. Fue mojándola y dándosela hasta que no quiso más. Neftis le miraba, y como le había ocurrido nada más salir del cascarón, toda su atención se centraba en él. Era el mismo sentimiento que le había producido Anubis cuando nació, con él había sido mucho más especial porque era suyo, pero después de tanto tiempo la sensación parecía la misma. Ella tan sólo había podido tener a su hijo menos de un mes antes de volver a su palacio. Allí tuvo que enfrentarse a Seth, callar y aguantar sus látigos y sus golpes con las varas de papiro durante días bajo el sol del desierto en uno de los patios. Le recorrió un escalofrío, como siempre le ocurría al revivir ese instante en que le tuvo ante ella nada más regresar. Reconocía que había hecho mal, que le había traicionado tanto a él como a su hermana. Isis la había perdonado, aunque en ocasiones intuía que aún le era muy difícil soportarlo. Seth la castigó con sus torturas, con el dolor y el rechazo que se había guardado hasta ese momento. Los días que llevaba fuera de El Oasis habían sido un alivio en su vida. Deseaba que no terminaran.

Neftis no escuchó que Heket y Nejbet la habían llamado desde el borde de las escaleras. Ni siquiera las había escuchado bajar. Tueris se acercó a ella para recoger el cuenco con la leche y el paño de lana y le avisó con un gesto de que estaban allí.

–  Un momento – contestó en voz baja.

Meció al niño un rato más hasta que estuvo segura de que estaba dormido. Le pasó la mano por la cabeza y le dio un beso en la frente antes de pasárselo a Tueris. Envidió a su hermana, sabiendo que ella lo tendría toda la vida. Eso si aguantaba esa noche y lograba recuperarse. Deseaba que fuera así, la admiraba y le debía mucho, a pesar de que siempre había anhelado su modo de vida y la compañía de Osiris, incluso la envidió después de su muerte a pesar de todo. Le hubiera gustado ocupar su lugar. Podía entender a Seth en esos sentimientos, porque él siempre deseó todo lo que Osiris tenía, pero jamás que hubiera provocado llegar hasta esa situación. Neftis miró un momento el techo repasando ese día. Se sintió cansada, pero antes quería asegurarse de que Isis estaría bien.

–  ¿Qué tal está? – le preguntó a Heket y a Nejbet.

–  Muy débil – le contestó Heket –. Tiene mucha fiebre. La herida no está infectada, pero no reacciona a nada. Debemos esperar hasta mañana. La hemos lavado, hemos ventilado la habitación, todos los amuletos que habíamos traído están colocados y hemos quemado incienso.

–  Yo me quedaré esta noche con ella. Vosotras ocupaos del niño. Si viene Maat avisadme.   

Al subir las escaleras le resultó prácticamente otro lugar. Habían preparado un colchón de lana y paja en una de las esquinas y habían tumbado a Isis allí. Estaba mal, incluso peor que cuando se fue. El resto de la habitación estaba limpia y no quedaba rastro de todo lo que había sucedido esa mañana. Lo prefería así. Neftis se acercó a su lado y se sentó en el suelo. Se quedó mirándola un buen rato. Tan sólo un leve sonido de su respiración delataba que seguía con vida. Le tocó la cara despacio. Estaba ardiendo. No podría hacer otra cosa que cambiarle los paños mojados en agua con menta y vigilarla en todo momento. Y empezar a pensar en la opción que ya no le parecía tan improbable. Si algo le ocurría debía estar preparada. Ella sería la responsable de su hijo hasta ponerlo a cargo de otra persona. De vuelta a Nubt lo dejaría a cargo de Toth y Seshat. Ellos sabrían ocuparse de él mucho mejor que ella.

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Al abrir los ojos le costó enfocar la vista. Había mucha luz y le hacía daño. Vio sombras a su alrededor y le llegaban sonidos ininteligibles. Parpadeó un par de veces y poco a poco empezó a verlo todo más claro. Vio a su hermana de espaldas a ella, ocupada en el fuego y en algo que tenía calentando encima. Fue a llamarla pero en ese momento se dio la vuelta. No entendió el porqué de su sonrisa y de su alegría por verla despertar. Al mirarla y mientras la abrazaba se dio cuenta de que no se acordaba. Isis le devolvió una sonrisa.

–  Ahora mismo subo a tu hijo para que lo conozcas.

Al decirle aquello lo recordó todo al instante.

–  Sí – asintió y esta vez sonrió por un motivo.

Todo lo que había ocurrido hasta que perdió el conocimiento y el no saber lo que había sucedido después le abrumó tanto que incluso al tener a Horus entre sus brazos, no lo consideraba real. Se había incorporado en la cama y se había recostado en unos almohadones que le había colocado Neftis. Horus estaba despierto e Isis le acariciaba sin creerse todavía que ya hubiera nacido. Se había puesto a llorar nada más ponérselo en sus brazos, le meció para que se calmara y mientras, Neftis se puso a su lado a jugar con un sistro y hacerle carantoñas. Isis se quedó mirando a su hermana fijamente hasta que ella notó sus ojos sobre ella.

–  No te preocupes – le dijo –, es normal que llore. Durante todos estos días sólo ha estado conmigo. 

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