Isis

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Isis

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Neftis no le dio más importancia y siguió jugando con Horus que estiraba los brazos para irse con ella. Isis le dejó cogerlo y se quedó en silencio mirándola un rato más. Llevaba más de treinta años deseando ese momento y no sabía qué sentir. Así no debería haber sucedido. Ahora debería estar en Abydos, con Osiris, gobernando Egipto y anunciando a las Dos Tierras el nacimiento de un príncipe. El deber que su hijo debía cumplir en un futuro, en la situación en la que estaban, no le permitió alegrarse al tenerlo al fin con ella. El dolor y el agotamiento le dejaban una sensación desagradable. Sólo incertidumbre. Cuando se incorporó había sentido que le clavaban cientos de agujas en el vientre y por lo poco de lo que se acordaba, fue consciente de que había estado al borde de la muerte. 

–  ¿Cuánto tiempo ha pasado? – le preguntó de repente a su hermana.

–  Una semana.

–  Cuéntame qué ha pasado.

Neftis se quedó seria al instante. Estaba sentada en el suelo, a su lado, y por su gesto confirmó que había sido grave. Le habló sobre la operación, cómo casi no logran salvarla, y sobre su hijo, su nacimiento, y las bendiciones que había recibido.

–  Maat vino por la noche – le contaba –. Con un solo soplo Horus respiró la justicia. Dijo que sería esencial en un rey y que era el don que ella le ofrecía. Al día siguiente Heket, Tueris y Nejbet se marcharon, dijeron que ya habían cumplido y que tenían que regresar. Maat viene por las tardes y se va al amanecer. Apenas coincidimos. Yo prefiero pasar las noches aquí arriba. Estaba muy preocupada. La primera noche creímos que no sobrevivías. Ese día Maat también estuvo contigo. Se pasó toda la noche con su mano en tu corazón. Parece que dio resultado. Poco a poco te has ido recuperando en esta semana, al menos ya no tenías fiebre, bueno, y hoy…por fin te has despertado. 

Neftis comenzó hablando deprisa, queriendo omitir los detalles contándolos lo más rápidamente, y acabó más relajada y con una sonrisa.

–  Y tú… ¿por qué sigues aquí? – le preguntó sorprendida. No le extrañó verla al despertar, pero después de contarle aquello, no entendía por qué continuaba después de una semana si sólo le causaría problemas.

–  Debía quedarme – contestó –. A pesar de que parecías estar mejor, no sabíamos con seguridad si vivirías. Tenía que haber alguien que se ocupara de él.

Hizo un gesto señalando a su hijo. Isis comprendió, pero había algo que le preocupaba más.

–  ¿Y Seth?

–  ¿Qué ocurre?

Isis sabía que tan sólo nombrarle le exasperaba. A ella le ocurría lo mismo.

–  Desde que te vi en la playa, no he dejado de pensar en qué pasará cuando vuelvas. Va a saberlo. ¿Qué excusa le vas a poner? Te preguntará por el viaje. Corrijo, te exigirá que le cuentes lo que ha pasado. ¿Qué vas a hacer?

Ella misma se había puesto nerviosa al mencionar a su hermano.

–  Dime – le insistió, al ver que no quería contestar desviándole la mirada y apretando los labios nerviosa – Neftis, dímelo. Agradezco mucho que estés aquí, pero si eso nos va a poner en peligro, no quiero correr el riesgo.

–  Él no va a saber nada – le contestó –. No lo hizo en cuanto recibió la carta de Neith, y aunque pasara años fuera, sabiendo que se refieren a asuntos de ella, no se va atrever a cuestionar nada. Puede preguntar, pero las mentiras que tenga que decirle se las tendrá que creer. Si le digo que estuve con Neith no me preguntará nada más.

–  Conoces a Seth.

No le hizo falta decir más para reconocer que por mucho que pudiera decir, cuando le tuviera delante no sería capaz de hacerlo. Su hermana era muy fácil de derrotar con una amenaza y muy vulnerable a todo lo que supusiera una presión por alguien más fuerte que ella. También sabía perfectamente que a Seth le importaba muy poco lo que pudiera significar jugar con la propia existencia. Ya lo había hecho, y aparentemente había vencido. Si quería saber lo que había estado haciendo su hermana lo sabría.

Neftis bajó la cabeza, intentando ocultar el temor por lo que Isis le había dicho. Sabía que era cierto, pero ni ella le contestó, ni Isis siguió insistiendo. Lo único que le sería imposible a su hermano sería ir a buscarla a Sais. Por un instante deseó volver cuanto antes.

–  Pero en realidad me preocupas más tú – continuó Isis, en un tono más conciliador, en voz baja. Neftis levantó la mirada –. Yo estaré bien. 

Asintió y en ese momento Horus volvió a llorar. Neftis le acunó un momento hasta que se lo ofreció a su hermana.

–  Creo que tiene hambre – le dijo mientras Isis lo cogía de nuevo –. Tiene que acostumbrarse a ti.

Neftis les dejó solos y no volvió hasta pasadas unas horas, cuando ya casi estaba anocheciendo. Después de ella subió Maat a verla y le confirmó todo lo que Neftis le había dicho. A Isis le hubiera gustado preguntarle además por otras muchas cosas, pero consideraba que no era el momento. Veía a Maat distante, no se atrevía a mantener con ella una conversación importante. Le hubiera gustado hablar en privado sobre la situación de Egipto, de su opinión. También deseó saber lo que pensaba sobre la muerte de Osiris. De haber celebrado un juicio, tenía claro que le hubiera condenado, pero Seth había quedado impune sin ni siquiera ser acusado de nada, salvo por ella misma. Y ahora aspiraba al trono de las Dos Tierras. Nadie había hecho nada, ni siquiera Maat. Cuando la tenía delante aquella idea no dejaba de darle vueltas. 

A medida que pasaron los días el dolor fue remitiendo y fue sintiéndose mucho mejor. Le ayudaban mucho las infusiones que le preparaba su hermana, sus cuidados a ella y a su hijo y su compañía a lo largo del día. Salvo a las horas de las comidas, Neftis se encargaba de todo lo que tuviera que ver con Horus. Estaba con ellos en la habitación, les veía jugar, reírse, por las noches cuando lloraba se lo llevaba abajo hasta que se volvía a dormir. Neftis le decía que ya tendría tiempo para estar con él, que la dejara a ella, y que únicamente se preocupara de descansar, de comer bien y de darle el pecho. Para Isis fue sencillo y le permitió recuperarse mejor en la semana hasta que tuvieron que marcharse de Jem.

La última noche Maat les despertó cuando aún no había salido el sol. Ya les había contado antes de acostarse que debían salir cuando aún era de noche para que nadie las viera, que bordearan el pueblo por el camino de los huertos hasta el cruce donde se habían encontrado el primer día. Llegarían allí al amanecer, cuando ella saliera para ser despedida por el jefe del poblado y de todos sus habitantes, para evitar que pudieran coincidir con alguien. Alguna tarde, mientras estaba con Isis en el piso de arriba Neftis había sentido que alguien más iba con Maat. Ella les dijo que el jefe solía acompañarla durante el día y que la acompañaba a casa para repasar los informes que iba recogiendo. La última tarde Isis le preguntó por ellos.

–  Están preocupados por las parcelas cuando el agua se retire – le contestó Maat –. No dudan que la inundación va a fertilizar los campos de nuevo, pero ya comienza a haber disputas por los límites de cada propiedad. Es la principal preocupación que ahora tiene el país entero desde que creció el Nilo. No es la primera vez que me lo plantean. He prometido que enviaré a los funcionarios de las diferentes provincias a que vuelvan a medir los campos, aquí y en todo Egipto. He hablado con Toth varias veces de esto. En lo que queda de verano organizaremos un grupo de agrimensores en cada ciudad para que se encargue de ello en este invierno y todos los que vengan después. ¿Qué opinas sobre ello?  

Maat le había hablado con autoridad, en un tono que le mostraba que independientemente de su opinión, lo iban a llevar a cabo. Ahora que no estaba Osiris, Maat sería la principal responsable de imponer la justicia en el Bajo Egipto. Le preocupaba que su poder se viera limitado en el Sur, pero al pensar en la sumisión de Tueris, Heket y Nejbet no le pareció tan difícil que impusieran su autoridad también allí. Sin embargo, que le hubiera pedido opinión le desconcertaba.

–  Ahora vosotros estáis al cargo de la Tierra Negra – contestó con prudencia, sin darle una respuesta clara. 

Isis no se había levantado de la cama en todo el tiempo que había pasado allí. Estaba recostada sobre los almohadones. Maat había estado hablando en pie al borde de las escaleras. Nunca solía entretenerse mucho allí con ellas. Ese día era el único que se había extendido un poco más contándoles su trabajo en Jem y sus planes.

Ante su respuesta endureció el gesto, contuvo la respiración y se acercó a ella arrodillándose a su lado para ponerse a su altura y mirándole de cerca a los ojos. 

–  Estoy preguntando a la Señora de las Dos Tierras – le habló despacio, en voz baja, pero firme –, madre del rey Horus, su opinión sobre la administración de su país. Necesito una respuesta para confirmar que hice bien en jurar a Toth mi lealtad a él como regente en vuestro nombre. Negué la ayuda a mi hermana y no reconozco a Seth como Señor de la Tierra Negra. Si no sois capaz de dar una orden como reina, me habré equivocado en apoyaros. 

–  Estoy de acuerdo con vuestros planes sobre la parcelación de la tierra – contestó –. Llevadlo acabo.

Maat se levantó y asintió. Cuando les despertó para marcharse tan solo les deseó a ambas buen viaje después de explicarles lo que debían hacer. Recordaba ese momento mientras navegaban de vuelta a Sais. Estaba sentada en una tabla de madera en la proa, con su hijo en brazos, con la mirada perdida en la orilla occidental. No volvería a Egipto durante décadas. Ahora sí que no habría ninguna otra salida. Los gobernadores locales tendrían el poder hasta su regreso. Podrían acumularlo hasta tal punto que a su vuelta le fuera imposible reunificarlos. Pensó en Seth. O reunificarlos en el nombre de su hijo. Toth le había prometido que mantendría el trono para Horus. Ahora lo hacía Maat. Incluso contaba con el apoyo de Nejbet en el Sur y con la reina Tueris. Jamás lo habría imaginado. 

De Neftis se había despedido antes de subir cada una a su barco. Al abrazarla supo que no quería volver. Ella misma temía hasta dónde sería capaz de llegar Seth con Neftis, y hasta encontrarla. Le decepcionaba tener la certeza de que su hermana acabaría contándole que la había visto. No sabía cuánto le contaría, pero al final acabaría sabiéndolo todo, si no por ella, por los rumores que le llegarían. Sus marineros hablarían de ello y desde Nubt se extendería por todo el Sur. Le recorrió un escalofrío al pensar en el momento en que Seth confirmara que Egipto tenía un nuevo rey.

Horus, su guardia, le sacó de sus pensamientos al sentarse a su lado. Isis le observó mientras él miraba a su hijo en sus brazos.  

–  Estaremos mejor en Sais hasta que vuestro hijo pueda defenderse solo – comentó sin dejar de mirar al niño. Le sobrecogía que Isis le hubiera llamado como él, demostrándole todo el afecto que tanto ella como su hermano le habían tenido siempre. 

–  Tú le enseñarás.

Horus asintió con orgullo.

Con las últimas luces de la tarde Isis volvió a sumirse en sus pensamientos. Miraba las primeras estrellas que se dejaban ver en el cielo y se dio cuenta que sería la última noche que vería en muchos años. Aparte de toda la preocupación, todavía se sentía muy cansada. Deseaba llegar cuanto antes a Sais. Esos días fuera de las marismas habían supuesto un cambio demasiado brusco al que no había logrado adaptarse. Tantos recuerdos… no estaba acostumbrada.

Horus se revolvió en sus brazos y empezó a llorar. Isis suspiró antes de darle el pecho. Le recordaba tanto a la única vez que había tenido que ocuparse de un recién nacido. Sólo al mirar sus ojos verdes veía que ese niño era completamente suyo. Todavía sentía rencor recordando el nacimiento de Anubis. Jamás había tenido que controlar tantos celos. Osiris le había suplicado que se quedara con él y Neftis la necesitaba. Había estado al lado de su hermana cuando nació su hijo y les había cuidado a los dos en el mes en que estuvo con ellos. Osiris se lo agradecía cada vez que los veía juntos. Cuando estaban a solas y le miraba a los ojos, él solía pedirle perdón. Ella sabía que era sincero, y era lo único que la había mantenido a su lado. En esos días quiso marcharse con Seth, con el único con el que en esos momentos se hubiera sentido amparada. Fue quien le había dado un poco de consuelo cuando se enteraron del embarazo de su hermana mientras estaban hospedados en El Oasis. Fue la única vez que se consideró fuera de lugar estando al lado de Osiris. Siempre se le escapaban las lágrimas al recordar todo aquello. Aún le dolía.

Después vinieron a ella otro tipo de recuerdos, su muerte, su huida, y al mirar de nuevo a su hijo, recordó el tiempo en que tuvo como suyo al hijo de la reina Astarté. Después de tantos meses en Sais en que en su mente no cabía otra cosa que la energía que lo inundaba todo, ahora se sentía agotada de volver a indagar en su pasado y en preocuparse por el futuro. Sin embargo, el recuerdo de esos años en el palacio de Biblos siempre le ofrecía un ápice de esperanza. Fue un paréntesis en que había sido de nuevo feliz.

De Anubis se había sentido responsable por ser de su familia. Al final se había convertido en un apoyo muy importante para ella. Había aprendido a apreciarlo y no podía reprocharle nada. Al contrario, todo lo que le había pedido se lo había dado y siempre estuvo dispuesto a ayudarla. Sin embargo, el hijo de Malkart y Astarté significó mucho más para ella. Había sido la muestra de la confianza que pusieron en ella los reyes aún sin saber quién era realmente, aunque luego quedara rota por completo.

Isis quiso acercarse a ellos cuando descubrió que el pilar central del palacio encerraba el cuerpo de Osiris. Ocultó su identidad en otro rostro, de mujer joven, para conseguirlo. Los rumores de un árbol mágico habían corrido por toda la región de las costas del Mar Verde. Se decía que en Biblos de una rama de oro y piedras preciosas había crecido en unos meses un árbol inmenso. En torno a él los reyes construyeron un nuevo palacio con el árbol como el pilar de la sala del trono. Isis utilizó sus habilidades como peluquera para acercarse. Sabía que las sirvientas de palacio bajaban a la desembocadura del río a lavar la ropa y tras unas semanas enseñándoles a peinarse y a pintarse a la moda de Egipto, llegó a oídos de Astarté, y quiso conocerla. Al entrar en palacio confirmó que Osiris estaba allí. Sintió una presencia conocida, todavía podía sentir su esencia. Tardó un año hasta que pudo comprobar por ella misma lo que contaban sobre el árbol. Astarté la puso a su servicio como su peluquera, y pasado ese año le ofreció a su hijo más pequeño para que fuera su nodriza. La había cuidado mientras estuvo embarazada y de vez en cuando solía decirle que quería que sólo ella se encargara de su hijo. Malkart y Astarté la invitaron a la presentación de su hijo Tiro al resto de los nobles y funcionarios. Durante toda la audiencia su mirada se desviaba constantemente al pilar de madera. Sólo con él era suficiente para levantar un techo de más de siete metros en una sala inmensa. Sentía que allí estaba Osiris.

Tardó tres años más en recuperarlo, pero sabiendo que estaba allí, el tiempo ya no se le hizo largo y lo hubiera dejado para siempre si hubiera adivinado todo lo que había venido después. Tras la audiencia el rey fue despidiendo a todos hasta que sólo quedó ella. Malkart se puso en pie y le hizo un gesto para que se acercara.

–  Mi mujer me ha pedido que seas tú quien se ocupe de nuestro hijo – dijo, señalando a Astarté que tenía en sus brazos a Tiro –. Si ella confía en ti, también lo haré yo.

–  Tómalo y cuídalo como si fuera tuyo – le ofreció la reina, mientras se levantaba y baja los escalones que separaban su trono de ella.

Isis lo tomó y asintió.

Desde el principio lo sintió como suyo. Siempre había deseado un hijo y nunca había sido el momento para tenerlo. Tiro le llegó en un momento en que consideraba que jamás cumpliría ese deseo, y se dedico a él por completo. El sentir a Osiris tan cerca le hacía olvidar sus preocupaciones e imaginarse que todavía seguía a su lado. Por la vida de palacio después de un año viajando por todo Egipto y el Mar Verde, tener lo que había anhelado y el cariño que le mostraba la reina como en su día le había tratado Seshat, quiso ofrecer a Tiro el don de la vida que ella tenía. Quería hacerlo realmente una parte de ella. Cada noche se encerraba en su habitación para que nadie la viera después de que las otras sirvientas le hubieran traído su cena y la del niño. En vez de eso, ella le daba para beber savia derretida al fuego que extraía del tronco que había crecido entorno a Osiris. Debía alimentarle así durante cinco años y pronunciar las palabras que harían su cuerpo invulnerable a los hombres mientras lo sumergía en el fuego. Nadie podría quitarle la vida salvo alguien de su misma condición.

Pero la reina empezó a dudar. Las sirvientas le contaban que siempre se quedaba a solas con el niño a una misma hora, justo a la caída de la noche, y que escuchaban palabras y cantos en un idioma que no conocían. Le contaron que estaba practicando magia negra que había traído de Egipto para embrujar a su hijo. Isis se había mostrado como una joven que había nacido en el Delta de Egipto y que había huido tras la desaparición del rey. Astarté no hizo caso hasta que después de tres años insistiéndola le interrumpió cuando estaba a punto de terminar. La vio sosteniendo a su hijo entre las llamas y cantando su magia.

–  ¡Bruja! – le gritó.

Tanta gente la había llamado así. Isis soltó al niño sin querer antes de girarse hacia ella. Su magia dejó de ser efectiva y Tiro empezó a llorar mientras el fuego le abrasaba la piel. Astarté se acercó corriendo a cogerlo y a limpiarle las brasas que se habían quedado pegadas a él.

–  ¿Qué has hecho? – le reprochó Isis llena de ira.     

En ese momento dejó de ocultarse. Astarté la reconoció de inmediato, y se arrodilló ante ella pidiéndole perdón. Isis le contó lo que había dejado de ganar por su desconfianza. Reshef, su hijo mayor, era el que más había insistido en que descubriera lo que estaba ocurriendo. Las sirvientas se lo habían contado también a él al ver que Astarté no hacía caso. Fue por él por quien la había espiado durante días. Ahora se arrepentía de haberle escuchado. Astarté juró que la compensaría.

–        Pídeme lo que desees – le ofreció, aún arrodillada a sus pies.

Le pidió el sarcófago con el cuerpo de Osiris, aún con un resquicio de vida, que había permanecido todo ese tiempo en el interior del pilar de palacio. Reshef se ofreció para custodiarla a Egipto. Le dijo que de esa manera quería disculparse con ella. A Isis nunca le había ofrecido mucha confianza y le guardaba rencor por haber presionado a su madre en su contra. Pero aceptó. Creyó que estaba siendo sincero. Y le traicionó de nuevo. En cuanto supo quien era se puso en contacto con Seth y le contó con detalle todo lo que había sucedido. Una vez que ocurrió, no se sorprendió. Seth era el garante de los pueblos extranjeros. Astarté y su hermana Anat habían crecido viendo a sus padres rendirle periódicamente homenajes como su señor. Cuando alcanzaron el trono, Astarté en la región del mar y Anat en los desiertos sirios hasta el río Orontes, orientaron su política hacia la Tierra Negra. Al morir Osiris, los dos hijos mayores de Malkart y Astarté reanudaron las relaciones con Seth a sus espaldas. Su traición fue muestra de ello. 

Isis se había sumido en su pasado hasta que Horus dejó de mamar. Le agradeció que le interrumpiera en sus pensamientos. Se colocó el vestido y le acunó para que se durmiera. Desde ese momento había recuperado poco a poco todo lo que Seth le había quitado. Había conseguido lo que creyó imposible. Ahora tendría que empezar de nuevo y en una situación mucho más complicada, en un hogar muy diferente y con una meta ya fijada.

A la mañana siguiente Neith les estaba esperando en una barca en los límites de Sais. Se había puesto en pie al verles y esperó hasta que su barco quedó en paralelo. Isis también se había levantado, se había acercado a la borda con su hijo en brazos y seguida de Horus. Se quedaron mirándose, ella nerviosa, tensa, a medida que la energía de Sais volvía a inundar todo su cuerpo; Neith dibujaba una sonrisa estática, irónica, soberbia. Su barca quedaba a una altura inferior que el barco que les había prestado para volver a Egipto. Había pasado quince días fuera y le había resultado extraño acostumbrase, pero ahora que regresaba se veía sobrepasada de nuevo en aquel lugar. Horus no había dejado de llorar desde que cruzaron el límite de las marismas, y al detener el barco su llanto fue lo único que se escuchaba. Neith le miró un momento antes de hablar.

–  Estáis de vuelta – confirmó lo evidente –. Tenéis todo como lo dejasteis en vuestra casa.  

Esa fue su forma de darles la bienvenida. Isis sobreentendió que el resto de los años pasarían como lo habían hecho los últimos cinco meses, y que esa debía ser su manera de cumplir lo que le había dicho a su partida: había recibido a su hijo y su silencio debía ser para ella su reconocimiento como Señor de las Dos Tierra. En ese momento recordó todo lo que había prometido. Horus debía tomar el trono de Egipto y ella tenía que educarle como tal. Serás tú quien le eduque, le había dicho Toth. También le había prometido que aprovecharía su estancia en Sais. Todavía no había adivinado cómo, pero tendría tiempo para encontrar la manera de hacerlo en aquel lugar que no le ofrecía otra cosa que adversidad. Pasarían al menos veinte años hasta que pudiera regresar. Al pensar en la cifra, se le hizo un tiempo eterno. Veinte años o más. La última conversación que había tenido con Maat y las promesas de Toth la noche en que se reunieron en privado en Khemnu fue lo último que emergió en sus recuerdos antes de que el poder de Sais hiciera de todo su mundo algo confuso. Ellos cuidarían de Egipto en su ausencia, y se había ganado el apoyo de Heket y Nejbet y del reino de Tueris. Tenía que confiar en que Toth ejerciera una buena regencia.

Isis contestó a la bienvenida de Neith con un leve asentimiento de cabeza. Todavía le incomodaba que la hubiera expuesto al mandarla a Jem, a pesar de que para ella había significado una gran ayuda y un apoyo tanto para el nacimiento de su hijo como para el futuro de la política de su país. Podrían haberse reunido en cualquier otro lugar más seguro, podría al menos haber escuchado sus propuestas. Incluso empezó a dudar de que la presencia de su hermana hubiera sido sensata. Justó cuando Isis se giró hacia Horus para que diera la orden a resto de sus guardias de dirigirse a su cabaña, Neith la llamó.

–  ¿Todavía cuestionas mi decisión? – le preguntó.

Isis se dio la vuelta sorprendida, la miró, pero no dijo nada. Ahora veía que había sido la mejor opción aunque hubiera dudado y hubiera querido negarse. Isis había contenido su rabia recordando la despedida de Neith que no le auguró nada bueno. Tenía la certeza que ella ya sabía de antemano que iba a pasar días difíciles. Ahora le estaba reprochando con su sonrisa y su mirada toda su desconfianza. Isis se dio la vuelta en silencio, aunque Neith adivinara la respuesta de inmediato.

–  En Sais yo soy quien dicto – declaró elevando la voz –. Aquí sólo existo yo.

Isis no se giró. Se quedó inmóvil de espaldas a ella. Apretó a Horus contra su pecho, intentando que dejara de llorar. Eso le ponía aún más nerviosa. Sus palabras habían producido en ella un pánico inesperado. Intentó respirar hondo un par de veces. Cuando notó que su hijo se tranquilizaba, ella se calmó también. De lo poco que conocía a Neith y todo lo que sabía sobre su poder, supo que ella le había provocado ese sentimiento. Por un momento la odió, y sintió la necesidad, como le había ocurrido la primera vez que había pisado Sais, de huir de inmediato de aquel lugar. Volvía a intimidarle demasiado, dejándola desarmada y sin saber cómo actuar.

Horus, su guardia, había estado a su lado. La miraba esperando una orden. A él y al resto de sus guardaespaldas se les había hecho muy difícil acostumbrarse a todo aquello, volver a Egipto, y ahora regresar para quedarse; salvo las pocas horas que podían escaparse cuando salían a cazar en el desierto. Lo hacían porque habían jurado por ella y sobre todo Horus más que nadie tenía responsabilidades directas sobre el futuro rey de Egipto. Era su deber seguirla hasta donde hiciera falta. Isis encontró amparo en los ojos de Horus esperando su palabra.  

–  Vamos a casa – le dijo, para que diera la orden al resto de sus guardias para seguir navegando.  

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Sais pareció sanarle todas las heridas y alejar el dolor que Neftis se había esforzado por remitirle con ungüentos e infusiones. Ella estaba demasiado cansada para usar su magia. En el mismo momento en que llegaron, Horus organizó con sus guardias una partida para ir a cazar a los desiertos que pertenecían a Neith. Ella retomó sus costumbres como si no se hubiera alejado jamás, con la única diferencia de que ahora tenía con ella a su hijo. Encontró en la cabaña los juegos que habían dejado al marcharse y su rollo de papiro con los utensilios de lectura. Después retomaría su escritura con algo que deseaba anotar. Había conseguido que Horus se durmiera. Le notaba inquieto por la misma razón que ella lo estaba. Si para ella había sido difícil soportar la presión que ejercían las marismas y controlar sus sentimientos, para un niño recién nacido sería imposible. Se había dormido de puro cansancio. Hizo en el lugar donde ella se acostaba un hueco entre las pieles y lo colocó allí despacio. Isis aprovechó para salir y sumergirse en el agua.

En ese momento huyeron de ella todas las preocupaciones y todos sus pensamientos. Era esa sensación lo único que había anhelado de Sais. En ella sólo quedaba lo esencial. Pero después venía la inquietud. La luz blanquecina que se filtraba por sus párpados siempre le hacía regresar a la confusión que tendría que volver a aprender a discernir. Volver a Egipto le había hecho mal en ese sentido. Pensó en Horus. Él crecería en ese mundo. Quizá lo que a él le costara en el futuro sería aprender a vivir en las Dos Tierras. O quizá no. Podría resultarle mucho más sencillo. Abrió los ojos, siendo consciente de que eso aún quedaba demasiado lejano.

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