Isis

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Isis

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Regresó a la cabaña y se quedó con él hasta que regresaron sus guardias. Traían carne, pescado y dátiles. Comieron fuera junto a la hoguera y el árbol, como siempre hacían. Ninguno pareció extrañar todo aquello. Isis nada más terminar volvió a la cabaña. Al cruzar por la puerta miró a su hijo que estaba despierto pero tranquilo, y se dirigió hasta donde guardaba su rollo de papiro. Se sentó en el suelo, extendió ante ella la tinta que había fabricado con grasa y carbón, colocó el cálamo a su lado y empezó a desenrollar el papiro. Leyó en silencio las historias y refranes que ya había escrito de todo aquello que contaban mientras preparaban la cena y antes de irse a dormir. Nunca había puesto una fecha. Desde que llegó nunca supo exactamente el día en el que vivía. Sonrió levemente. Seshat se hubiera enfadado mucho con ella. Al mirar a Horus al otro lado de la estancia, agarrando y tirando de las pieles, intentando moverse, haciendo algún ruido, supo que ya no le volvería a pasar. Cogió el cálamo y lo mojó en tinta.

–  Día diecisiete del primer año de Horus – susurró mientras lo escribía.         

Apuntaría cada día que pasara. Debía conocer exactamente el tiempo, planificarse. Ahora tenía una responsabilidad más allá de esperar. Aquello le ayudaría. Dejó el papiro extendido para que se secara la tinta y salió fuera.

–  Horus – llamó a su guardia desde el umbral –, ven.

Él se levantó de inmediato y la siguió al interior. Se sentaron donde tenía el papiro, y mientras guardaba todo le fue pidiendo lo que necesitaba.

–  Quiero que mañana me traigáis madera  y hagas con ella una tabla, voy a apuntar en ella los días y los años. Guardad lo que ha quedado de grasa de la comida de hoy, si no mañana me traéis algún animal. Ya me queda poca tinta y está casi seca – Horus asintió. Mañana lo tendría todo. Isis se quedó un momento en silencio mirando a su hijo. Allí no tenía nada para él –. Necesito también algo que suene, como conchas, piedras, o algo parecido. Y traedme plumas.

–  Muy bien – contestó –. ¿Deseáis algo más?

–  Creo que no – se recostó sobre el muro de papiros, pensando. Cuando Horus se fue a levantar ella le detuvo con un gesto de la mano haciendo que esperara –. Quédate un rato. Vamos a jugar a algo.     

Horus esperó intrigado mientras buscaba entre los cestos donde guardaban los tableros y las fichas. No sabía si estaba siendo explícita o se trataba de algún juego en que quería demostrar algo.

–  ¿Jugamos al senet? – le preguntó cuando ya lo había sacado y sin darle opción a negarse.

–  Sí – contestó.

Comprobó que sólo quería entretenerse. Los días volvieron a sucederse en una mezcla de indiferencia, ilusión, alegría, preocupaciones. Poco a poco volvía a distinguirlas y cada vez se le hacía más sencillo equiparar la energía que la desbordaba y el orden que necesitaba para concentrarse. Fue un proceso del que apenas se daba cuenta. Sólo sucedía, y era consciente cuando pensaba en la primera sensación que había tenido las tres veces que había cruzado los límites de Egipto a Sais. Ahora se veía segura. Sólo temía que todo ello se derrumbara en el momento en que volviera a estar ante Neith. Solía sentir su presencia, pero no la había visto, ni ella ni sus hombres, desde el día que volvieron. No le resultó extraño.

Isis pasó el tiempo fabricando abanicos con las plumas y sistros para su hijo con la madera que sus guardias le traían y con bolitas de piedras que perforaba, que iba colocando como abalorios en varias filas paralelas y que al agitarlo sonaban entre sí. Había visto que Neftis siempre estaba con uno en la mano, primero lo agitaba ella y después se lo dejaba a Horus para que hiciera ruido con él. A Anubis también solía gustarle. Todos sus guardias además le regalaron cada uno una figurita de madera. Petet le hizo un león, Tetet una cobra, Mestet un buitre, Mestetet un cocodrilo, Tefen un ibis, Befen un hipopótamo, y Horus un halcón.      

–  Le enseñaré a domar a los halcones – le prometió Horus convencido cuando le entregó la figura de madera. Se había quedado el último, y ante su mirada Isis entendió que quería quedarse a solas con ella. Isis mandó a los demás que les dejaran –. Le enseñaré a someter a un animal por la lealtad. Los halcones son los guardianes del sol. No se someten a los hombres a no ser que éstos les demuestren respeto. Entonces les ayudan, se entienden. Vuelven por lealtad a la persona sin la amenaza de ningún látigo.     

Isis se había quedado abstraída en sus explicaciones. No sabía que él fuera capaz de hacer aquello, pero tampoco le parecía extraño. Ella no había estado presente en sus entrenamientos con Osiris y Seth y más adelante con el resto de sus guardias, tampoco acudía cuando salían de caza durante días al desierto. Sólo muy ocasionalmente. Ella sabía por Toth el arte de la cetrería. A ella le gustaba mirar. Horus lo habría aprendido de él y lo habría puesto en práctica en sus muchas jornadas en el desierto. Al pensar en ello sí que recordaba haberle visto alguna vez, pero entonces simplemente lo consideraba un juego. A Osiris también le gustaban las aves rapaces, les eran útiles para la caza, pero sobre todo a Seth. Para él era su vida todo aquello que significara el ardor del desierto y lo salvaje. Pero en extremo, no en los límites del equilibrio de los que le hablaba Horus.

Tan pronto como le había asaltado ese recuerdo, se fue. En Sais solía ocurrirle que sus recuerdos aparecieran en contadas ocasiones pero que no le hicieran sentir más que lo que fue el hecho en sí. Pudo concentrarse de inmediato en lo que Horus le había contado. Ella le había pedido que entrenara a su hijo en la guerra, pero eso que le ofrecía sería un complemento imprescindible. Ella pretendía enseñarle todos los valores de la realeza, y con ello Horus se lo mostraría en la práctica.

Isis asintió levemente sin dejar de mirarle a los ojos. Estaban sentados junto a los lechos. Había pasado un año desde su nacimiento y sus guardias quisieron hacerle ese regalo. Isis tenía a su hijo entre sus piernas cruzadas, sosteniendo él la figura de madera del halcón.  

–  Mi hijo es rey de Egipto – contestó, mientras lo sujetaba fuerte –. Me siento orgullosa que pueda aprender de ti. Enséñale todo lo que puedas.

–  Así lo haré.

Isis sonrió.

–  Pensé que estaría sola – le confesó.   

Horus inclinó la cabeza llevándose el brazo izquierdo y sosteniendo con la mano su hombro derecho, como respeto y sumisión a la Señora de las Dos Tierras. Siempre valoraba que le reconociera su talento, como cuando Osiris lo había hecho. Les había admirado a los dos por igual y no dejaba de sorprenderle que alguien como ellos le distinguieran sus méritos equiparándole a ellos. Ante ello sólo podía demostrarle su completa lealtad.

Isis ya le había pedido ayuda en multitud de ocasiones, sin embargo, era la primera vez que se daba cuenta que, en contra de todo lo que pensaba, tendría un apoyo importante para educar a su hijo. Creyó que tendría que hacerlo sola y eso siempre le asustó. El no contar ni con Osiris ni con Toth o Seshat le había dejado desamparada. Ese día, cuando Horus le acababa de pedir permiso para enseñarle algo que no había planeado, se dio cuenta que a su lado tenía personas de mucha valía que la acompañarían. Lo sabía, pero siempre se sorprendía al comprobarlo de nuevo. El primero era Horus, pero también contaba con el resto de sus escorpiones para protegerla de cualquier cosa.

A medida que fue creciendo, le permitió que se lo llevaran con ellos los días que iban a pescar y cuando cumplió cinco años aceptó las peticiones de su hijo para irse de caza con sus guardias. Por las mañanas salía con ellos y por las tardes Isis le enseñaba todo lo que una vez Toth y Seshat le enseñaron a ella. Ya había acumulado varias cestas de papiros, ya no sólo con historias, también con enseñanzas, problemas de matemáticas, de geometría, ejercicios de escritura, recetas de medicinas y fórmulas mágicas. Isis se lo había pensado mucho antes de dejarle marchar a los desiertos, hasta que Horus, su guardia, vino a pedírselo. Consideraba que aún era muy pequeño. Desde que llegaron allí en sus jornadas en el desierto habían fabricado nuevos arcos, flechas y jabalinas que guardaban en un escondite. Cuando regresaron tras el nacimiento de su hijo, sus guardias le hablaron sobre construir carros de guerra, en principio para cazar. Ya tenían un par de ellos, y ahora pretendían alcanzar unos caballos salvajes que habían visto en las montañas más allá de Sais. Su hijo escuchaba todas las conversaciones, siempre estaba presente, y le suplicó que le dejara ir con ellos. Implicaba salir de Sais. Eso era lo que más temía. Isis siempre se negó hasta que Horus fue a hablar con ella.

–  Señora – le pidió permiso al borde de la cabaña. Su hijo acababa de terminar con sus clases y ella todavía estaba dentro recogiendo.

–  Pasa – al mirarle vio que estaba preocupado –, ¿ocurre algo?

–  Es sobre vuestro hijo – comenzó –, quizá fuera bueno que venga con nosotros.

–  No – contestó lacónica y poniéndose en pie –. En otra ocasión quizá. No cuando pretendéis salir de Sais. 

Isis sabía que ya lo habían hecho alguna vez. Lo sabía cuando venían y se pasaban la tarde entera distraídos, demasiado callados, y sobre todo cuando además traían piezas de caza que no habrían encontrado allí. Ella nunca dijo nada. Era la primera vez que hablaban abiertamente de ello.  

Horus bajó la cabeza. Con cinco años él, Osiris y Seth ya solían acompañar a las partidas de caza que organizaba Toth con sus hombres en los desiertos de Khemnu.   

–  ¿Queréis venir vos también? – le sugirió, mirándola de reojo.

–  ¿Yo?

–  Estaréis más tranquila y podréis ver todo lo que estamos fabricando. Los carros, las armas. Podríais ayudarnos a mejorarlos. Mientras nosotros vamos a por los caballos, vos podéis quedaros en el escondite. Si venís podemos organizar una partida de varios días.

Isis se sorprendió ante la idea de salir de la pequeña isla donde había pasado todo ese tiempo. Llevaba cinco años sin salir de aquel pedazo de tierra y sin alejarse más en el agua que hasta las primeras matas de papiros. En todo ese tiempo no había vuelto a subir a una barca. No lo había pensado hasta que Horus le hizo esa sugerencia. Había estado demasiado ocupada, pero la idea le resultó atractiva. Sintió curiosidad por saber cómo eran allí los desiertos. Isis acabó sonriendo.

– Organízalo todo para dentro de tres días – ordenó.

Navegaron entre los campos de papiros que se levantaban sobre ellos, a veces tan tupidos que ocultaban el sol. Sin embargo, la luz siempre estaba presente. Isis iba sentada en uno de los laterales sobre un banco de madera agarrando a Horus que intentaba asomarse por la borda para tocar los troncos de papiros. Estaba eufórico. Desde muy temprano estuvo dando vueltas en la cama, acabó despertándola y fue el primero que se montó en el barco para irse. Había estado ayudando a sus guardias a subir las provisiones y las armas, y seguía a Horus allá donde iba. En cuanto salieron de la isla Isis le agarró y no le soltó durante todo el viaje. 

–  Quiero montar en los carros cuando tus escorpiones traigan los caballos – le decía Horus, rodeado por los brazos de su madre que no le dejaba moverse más que un par de pasos.

–  Vale.

Horus había estado haciéndole preguntas y peticiones. Ella sólo le respondía de manera escueta. Tenía en su cabeza muchas otras cosas que le aturdían. La primera era la idea de que sus hombres salieran de Sais. Lo habían hecho con anterioridad, y Horus sólo se lo había confirmado cuando le habló con naturalidad sobre salir a por los caballos que habían visto. Luego estaba esa misma cuestión de los caballos. En un desierto era imposible ver ese tipo de animales. La única explicación era que hubiera algún oasis cerca, y ella que conocía el mapa de las Dos Tierras y del mundo más allá de ellas, podía confirmar que allí no existía ninguna fuente abundante de agua que justificara su presencia. Se sentía extraña. No sabía distinguir qué era exactamente. Por primera vez desde que había pisado Sais había dormido mal. No era como los malos augurios que le habían acechado en el pasado y que siempre presagiaban desgracias. Lo que más temía era que lo fuera y que no hubiera sido capaz de distinguirlo. Quizá sólo estuviera nerviosa.

–  ¿Cuándo llegamos? – le seguía preguntando su hijo entre otras muchas cosas a las que no había prestado atención.   

Isis miró a Horus que los estaba escuchando.

–  En media hora ya estamos allí – contestó él.

Su hijo se volvió hacia la barandilla volviendo a jugar con los troncos de papiro que lograba alcanzar. Isis sólo quería llegar, estaba mareada y tampoco entendía por qué, ella que había viajado tantas veces en barco. En el tiempo en que le dijo Horus, la orilla apareció ante ellos bruscamente entre los papiros. Se había imaginado que era como en Egipto, que tendría tiempo para verla desde lejos aunque estuviera poblada por juncos. Allí la orilla emergía de los propios papiros, que de pronto dejaban de crecer en el agua para empezar a nacer de la tierra empapada. Al caminar unos pasos hundiéndose en el fango alcanzó el final de los campos de papiro y ante ella se extendieron rocas y arena blancas, que aún le deslumbraban más por el sol de Sais. Isis se quedó parada admirando el paisaje inmenso. Desierto. No se lo había imaginado así. Tampoco había preguntado nunca. Sólo a lo lejos podía distinguir lo que parecían ser montañas y un ápice de oscuridad. Quizás allí era donde terminaba Sais. Eso al menos estaba a varias jornadas de distancia caminando. Al estar allí no entendió en absoluto los planes de Horus ni cómo lograban cazar en un sitio como ese.

–  Mi señora – le habló Horus –, tenemos que caminar un poco hacia el norte. Allí tenemos nuestro escondite.   

Isis miró en aquella dirección, había una montaña que le impedía ver más allá. A medida que subían notó que era mucho más escarpada de lo que parecía. Delante de ellos iban Petet y Tetet, y siguiéndoles a unos pasos por detrás Mestet, Mestetet, Tefen y Befen. Al llegar a lo alto, una cima plana, comprendió que lo que había al otro lado se ajustaba mucho más a la idea que tenía de la zona en la que sus hombres solían ir a cazar. A los pies de la ladera comenzaba una llanura en la que crecían pequeños arbustos con árboles que de vez en cuando sobresalían por encima de ellos. distinguió también algún animal e incluso grupos de lo que parecían carroñeros, como en el cielo, cruzado por algún ave rapaz que descendía para cazar y volvía a coger el vuelo. Más allá estaba Egipto. Podía distinguir una línea de oscuridad en el horizonte blanco de Sais, como una niebla que ocultaba lo que había más allá. Isis suspiró. Anheló un instante su tierra.

Su hijo la sacó de su ensoñación al tirar de ella. Descendieron por el lado opuesto por el que habían subido. Ella continuó también, y cuando llegaron casi al pie de la colina, Petet y Tetet se detuvieron en un entrante en la roca. Ahí se situaba su escondite. Le dejaron a ella pasar primero. Isis echó un vistazo antes de entrar. Era un hueco estrecho, que descendía bruscamente hacia un espacio interior que no alcanzaba a ver. Parecía llegarle luz desde el otro lado, como si hubiera una salida más allá. Comenzó a bajar apoyada con las dos manos en la pared hasta que tras un giro a la derecha que no se distinguía desde la entrada desembocó en una sala enorme. La luz que había intuido venía de un par de respiraderos naturales en el techo, que dejaban ver con claridad todo lo que allí se guardaba.

La estancia era un círculo irregular. En el otro extremo de la entrada del túnel había dos carros de guerra perfectamente montados. Dos carros ligeros, de madera labrada, las dos ruedas con sus seis ejes, y la barra móvil que unirían los animales con el carro. Al acercarse vio que la base del carro la habían hecho de varias capas de cuero. Eran perfectos. Sólo faltaría cubrir las imágenes de la madera con pan de oro, plata y piedras. Se había concentrado sólo en ellos, y observando todos los detalles se dio cuenta que había caminado hasta el centro de la sala. Al mirar a su alrededor observó el resto de las cosas que habían acumulado. Como le había dicho Horus, tenían todo tipo de armas. Isis se fijó en unas cuantas espadas curvas de bronce que había en unos cestos cerca de los carros.

–  ¿Dónde habéis conseguido el bronce?

Isis se giró de inmediato al resto de sus hombres que la habían seguido al escondite. Ahora su mirada era dura. No entendía qué hacia eso allí. El resto de armas, como las jabalinas o las flechas, tenían sus puntas de piedra labrada. Aquellas espadas eran egipcias. Había hecho la pregunta aludiendo a todos, pero sólo miró a Horus. Él bajó la cabeza.

–  Una vez… – comenzó, sin saber muy bien cómo explicarse para que no se enfadara –. En una ocasión que salimos a cazar. Negociamos con unos hombres de unas caravanas. Sus espadas por nuestra caza de ese día.

Horus había evitado mencionar explícitamente el hecho de alejarse de Sais. Había hablado mirando al suelo. A Isis le embargó un estado de completa inseguridad. No sólo se habían alejado mucho más de lo que esperaba, sino que habían hablado con otros hombres. Llegó a pensar que podrían haberles descubierto y que ahora ella estaba expuesta, allí, en los límites entre ese mundo y el suyo. Eso le llevó a no poder controlarse por un instante. Fue a gritar y a reprocharle por haber sido tan insensatos. Antes de pronunciar todo lo que se le había pasado por la cabeza respiró hondo y se calmó. No había ocurrido nada, y ella siempre que permaneciera en Sais estaría segura. 

No había soltado la espada que había cogido mientras hablaba. La sostenía fuerte agarrando la empuñadura de madera y marfil. Se acercó a uno de los vanos de luz. Era una buena espada. Al pasar el dedo por el filo comprobó la calidad del metal. Las demás eran iguales. Podrían serles útiles.

–  No volváis a hacer algo así sin mi permiso – les ordenó en un tono severo.

Todos asintieron. Ella dejó la espada en su sitio y les preguntó lo que tenían pensado hacer ahora. Salieron fuera y Horus le explicó dónde había que ir exactamente a por los caballos. Le indicó una zona más al norte, en la llanura, que acababa en unas pequeñas montañas con mucha más vegetación de la que había allí.

–  Hay un arroyo a los pies de esas montañas – le indicó –. Es lo que divide Egipto de Sais. De ahí vamos a parar al desierto occidental del Delta y un poco más allá se sitúa la ruta del norte de las caravanas que unen el Nilo con Libia.  

Mientras le hablaba, Isis comprendió que quizá el haber avistado a una manada de caballos pudiera relacionarse con ese manantial. Aún así, le seguía pareciendo una prueba inconsistente. No le convencía. Todavía seguía dándole vueltas a ese asunto. Quizá se hubieran confundido de animales. Eso tampoco parecía una opción. Volvió a sentirse confusa al intentar distinguir qué ocurría. Una manada de caballos en mitad del desierto. No era lógico. Intentó no seguir pensando y concentrarse en los nuevos territorios que Horus le estaba enseñando. Además de su desconfianza por lo que había más allá de los territorios de Neith, se sentía extraña fuera de su pequeña isla. Se intentaba convencer de que quizá sólo fuera eso.

–  Dejaré a Mestet con vos y vuestro hijo mientras nosotros vamos de caza – sonrió levemente –. Volveremos al final del día con un caballo para cada uno.

–  Yo quiero ir – le suplicó Horus, tanto a su madre como a él.

–  Sh… – Isis le hizo callar apretándole fuerte de la mano.

–  Dentro de unos años podrás venir – le habló Horus, su guardia. De inmediato siguió hablando a Isis –. Podéis quedaros aquí, y si salís por los alrededores que siempre os acompañe Mestet. No os alejéis mucho.    

Isis asintió. Sabía que siempre se preocupaba cuando tenía que alejarse de ella, pensando que la dejaba desprotegida.

–  Estaremos bien – contestó –. Cuando volváis tendréis mi valoración sobre todo esto que guardáis aquí.

Con ello le dejó claro que no iba a adentrarse más allá en el desierto que no fuera salir a tomar el aire a los alrededores de la entrada. Menos cuando traía con ella a su hijo. Tampoco se sentía cómoda en ese lugar ajeno a lo que estaba acostumbrada. Durante el resto del día examinó cada una de las armas, buscó algún fallo en los carros, y comprobó las provisiones que guardaban: agua, dátiles, miel, y pescado y carne seca. Todo estaba en orden. Aquello le ocupó hasta el momento en que Mestet regresó de otear los alrededores diciéndoles que había visto al resto de sus hombres regresar.

Isis se había entretenido dando explicaciones a su hijo y hablándole de todo lo que pudiera servirle para un futuro. Él siempre la escuchaba atento. Siempre estaba dispuesto a aprender cualquier cosa que ella le contaba, y parecía retener cada detalle. En sus ojos siempre distinguía la misma curiosidad que Osiris había tenido. Esa manera de mirar cuando descubría algo nuevo, su ilusión por todo lo que le rodeaba y por lo que aún no conocía.

–  Ya vuelven – le informó de lo que pudo distinguir del polvo que levantaban los animales.

Tan sólo habían salido afuera un par de veces. Pero al oírlo, Horus salió corriendo para ver desde allí cómo se acercaban. Isis salió tras él y Mestet les siguió. Se quedaron allí hasta que su guardia desmontó y agarró las riendas improvisadas que había colocado para montar. Se quedó un momento en pie mirándola.

–        Aquí están – le dijo Horus en voz alta desde abajo, sonriente, con la respiración agitada, y orgulloso –. Seis magníficos caballos para la Señora de la Tierra Negra y su hijo el rey del Alto y Bajo Egipto.  

Su hijo se escapó de su lado y salió corriendo hacia los animales, caminando contento entre ellos. Isis había alargado el brazo para impedir que se alejara, pero ya no le dio tiempo. Al tenerlos ante ella había vuelto a sospechar. Aquellos no eran caballos salvajes. Se habían dejado montar, obedecían las órdenes de sus jinetes. Al desmontar no intentaron escapar, todo lo contario, esperaron dóciles, pacientes. Sin embargo, tampoco hizo nada más por retener a Horus ni por obligarle a volver. Al instante le volvió a resultar absurdo tanto temor. Estaban en Sais. Lo único que hizo fue mirarle. Entre sus admiraciones, su hijo le pidió a Horus que le subiera a uno de ellos. Él le cogió y le montó en el que había traído y le dejó estar sin soltarle de la cintura.

–  ¡Madre! – le gritaba desde allí. Ella no se había movido de la entrada del escondite –. ¿Te gustan? ¡Son maravillosos!

–  Mucho – le contestó, sonriendo.  

En ese momento deseó que el tiempo corriera para poder verlo sobre un carro y un par de esos caballos regresando a Egipto. Le imaginó conduciéndolos a la guerra. Sentado en el trono.

Isis contuvo la respiración al escuchar a su hijo gritar. No había quitado la vista de él y de repente le vio llevarse la mano a la espalda y comenzar a llorar. Se acercó corriendo. Horus le había bajado de inmediato y había mirado donde el niño se había llevado la mano. Era un escorpión. Horus después de quitárselo lo había lanzado a una distancia de ellos, pero en los segundos que Isis tardó en llegar la picadura se le había hinchado y su hijo era incapaz de erguirse. Isis se arrodilló a su lado y le sostuvo para comprobar la herida. En poco menos de un minuto comenzó a ponerse morada alrededor del lugar donde el escorpión le había picado, que seguía rojo, y en una tercera circunferencia la piel iba cobrando un tono pálido. Notó que Horus empezaba a perder la coordinación, que hablaba sin sentido y que le fallaban las piernas al tener que sostener ella todo su peso.

Ella misma empezaba a temblar. Isis comenzó a llorar histérica al ver que su hijo perdía el conocimiento, y más aún cuando intentó sanarle con su magia y no fue capaz. Ordenó que le trajeran el escorpión. Horus fue a buscarlo y lo sostuvo en la palma. Estaba muerto. Isis lo miró. Era grande y rojo. Los mismos que sólo existían en el desierto que rodeaba al palacio de su hermano. Seth.  

Todo a su alrededor desapareció por un instante. No vio otra cosa que un vacío inmenso ante lo evidente. Se sintió completamente derrotada. Por enésima vez su hermano la había vencido, y de nuevo había sido por su imprudencia. Su inquietud por ese viaje y sus sospechas habían sido reales, y no las había tenido en cuenta. Se echó la culpa a ella misma, pero en ese instante le invadió el mismo odio que sintió por Seth el día en que fue a buscarla justo al cruzar la frontera, cuando traía de vuelta el ataúd de Osiris. Le odió mucho más que entonces. De aquello logró recuperarse, pero esta vez Seth había apuntado directamente a su debilidad. Lo había descubierto y había sido demasiado sencillo saber que sólo eso derrumbaría todas sus fuerzas, y un niño era muy fácil de atacar. Le resultó irónico que hubiera utilizado el mismo animal del que ella se sirvió para envenenar al hijo de Usert en Ipu.

Ahora ya nada le parecía una casualidad y sus sospechas cobraron forma. Seth sabía dónde se encontraba, habría obligado a Neftis a contárselo todo, y había estado esperando y buscando información para destruirla. Odió a la vez a sus guardias por haber abandonado los límites de Sais, donde realmente habrían estado seguros. Ellos habían traído ese escorpión a lomos de los caballos que estaba segura que eran un plan de su hermano. Quizá incluso aquellas caravanas del desierto las habría mandado él con espías para saber de ella. Seth sabía cómo atacar para producir el mayor daño posible, y más a ella que la conocía bien y que a la vez la odiaba con todas sus fuerzas. Si Horus desaparecía ya no le quedaba nada por lo que luchar. Ya no tenía a nadie por quien recuperar el trono y Egipto se sometería al caos de Seth. Salvo Toth y Min, sus lealtades se basaban en la garantía de un heredero legítimo. Maat se lo había recordado el último día antes de marcharse. Por su parte, Tueris, Nejbet y Heket habían abandonado a Seth para jurar a su hijo. A Horus, no a ella.

Isis tumbó a Horus sobre sus piernas, boca arriba, pero intentando que la herida no tocara la arena con su mano puesta sobre ella. Intento despertarle. Volvió a intentar su magia con él y todos los conjuros que conocía. Comprobó de nuevo que allí su magia no existía, y allí tampoco tenía ninguna planta con la que curarle. Le tocó la cara, estaba ardiendo y cada vez estaba más pálido. Miró a Horus, su guardia, que estaba en pie a unos metros sin atrever a moverse o decir algo.

–  Vámonos – ordenó Isis, aún de rodillas – Horus, Mestet y Mestetet venid conmigo. Los demás quedaos aquí, comprobad que los caballos no traen ninguna otra trampa y devolvedlos a Egipto. Cuando estéis allí matadlos a todos y echadlos al agua del arroyo. Que mi hermano sepa que he rechazado su regalo.

Todos asintieron, ella se puso en pie con Horus en brazos, esperaron a resguardo del sol en el escondite hasta que el resto de sus guardias volvieron después de cumplir sus órdenes.      

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