Isis

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Isis

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Horus lo comunicó esa misma noche en un banquete que dio en la casa de Herishef, donde se había instalado durante su estancia en Henen-Nesut, y mandó que también se diera a conocer por todo el país. Cada día veía más segura una victoria, y quería que esa seguridad se transmitiera en todos los pueblos que le apoyaban, pero también en los dominios de Seth. Quería que supiera que su prestigio aumentaba incluso en los confines de la tierra. 

Cada día que se levantaba por la mañana, en una habitación del segundo piso de la casa, en el lado oeste, con vistas al Nilo, que daba a un balcón desde el que se controlaba todo el puerto de la ciudad, deseaba pensar que era ese el día que marcharía rumbo al Sur. Cada noche miraba al cielo para ver la estrella Sotis que marcaba el inicio de la crecida. Sería entonces cuando podrían volver. A quince días de su regreso Maat y Ptah ya habían mandado la mitad de las nuevas armas que estaban ultimando. Espadas, escudos, lanzas, flechas, arcos. También había recibido la contestación del rey de las Islas del Mar garantizando una amistad duradera. Su madre también le había felicitado por ese nuevo apoyo en una carta.

Esa tarde estaba con Herishef entrenando en  los campos de la puerta este cuando Horus le trajo un mensaje de Khemnu. Fueron a la tienda de Herishef, dejándole a él ocuparse de terminar con el entrenamiento de sus hombres. Una vez allí le entregó la tablilla.

–  Léemela – le pidió.

Mientras le escuchaba se quitó el pañuelo nemes, el faldellín, las grebas y las sandalias. Se lavó la cara y se pasó un paño húmedo por el cuerpo. Se puso una túnica de lino y se sentó en una silla después de que Horus hubiera terminado de leerle el la carta de su madre. Desde que se marchó no había recibido ningún mensaje de ella, ni él tampoco la había escrito. Horus se quedó mirando a su guardia, que esperaba en pie en medio de la tienda, con la tablilla en la mano.

–  Siéntate – le ofreció.  

Horus acercó a su lado una silla plegable, ante una mesa con unas jarras de agua y otras de cerveza y unos cuantos vasos de madera vacíos. Él mismo sirvió un poco de cerveza en dos copas y bebieron en silencio. Después de alegrarse por todo lo que estaba consiguiendo, de contarle el día a día en Khemnu que se resumía en las audiencias diarias y su visita a los talleres y los almacenes por las tardes, acabó recordándole que debía volver con Anubis.

Horus levantó la mirada y se cruzó con la de su guardia. Respiró hondo y negó en silencio mientras dejaba el vaso en la mesa. Él simplemente parecía estar esperando a que aclarara sus ideas, como si ya entendiera toda esa situación.

–  Mi señor – le habló –, no es mucho lo que os pide vuestra madre.

–  A mí me ofende – su voz fue cortante, brusca, con un gesto de la mano que hizo a Horus bajar la mirada. Tras un silencio decidió lo que iba a hacer –. Encárgate tú de él, porque si lo tengo delante voy a perder los nervios. No puedo dar esa imagen a mis hombres.

–  Lo haré.

Pero nada más escuchar a su guardia aceptar, se arrepintió de haber consentido a su madre. Horus esperaba sentado a su lado, y le miró mientras se inclinó hacia la mesa a rellenar su vaso. Él había estado al lado de sus padres desde que nacieron. Conocía de primera mano todo lo que había sucedido. Sintió curiosidad y le pidió que le hablara sobre ellos.     

–  Para vuestra madre también fue difícil en su momento – fue lo único que le dijo.

Horus miró hacia otro lado.

–  Ella ya sabe lo que pienso – contestó.

No podía justificar el hecho de que hubiera aceptado a Anubis en su palacio, y menos el cariño que demostraba hacia él. Aquello le demostraba que su madre, a pesar de todo, era incapaz de hacer frente a todo lo que ella aseguraba que quería llevar a cabo. Al menos Anubis les apoyaba, y no podía negar un aliado en una guerra donde hasta lo más mínimo podría hacer cambiar el curso de los acontecimientos.

–  Encárgate tú de todo – le repitió a Horus, deseando terminar con esa conversación. Ya había discutido mucho con su madre y no habían arreglado nada. La complacería, pero él no quería tener nada que ver.

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Isis se había ocupado de los asuntos de gobierno desde que Horus abandonó Khemnu. Toth se había retirado para dejarle a ella dirigir el país. Se sentía bien, eso lo había hecho muchas veces, lo único que le faltaba era Osiris a su lado. En el pasado había sido él quien había decidido y ella la que le daba los consejos. Ahora sólo se tenía a sí misma para ambas cosas. Ella presidía los juicios por las mañanas, recibía a todos aquellos que habían solicitado una audiencia por asuntos de la administración o las leyes, daba órdenes a los mayordomos de palacio y de los almacenes, estaba organizando las provisiones para la guerra, los campos que se cultivarían ese año tras la crecida, a los agrimensores para que dividieran las parcelas tras la retirada de las aguas.

Era consciente de que todo lo estaba haciendo bien. Se sentía orgullosa porque su hijo y Toth hubieran vuelto a confiar ella. Todos a su alrededor la trataban como lo habían hecho en el pasado. Ella misma también se dio cuenta que lo principal ahora era la guerra. Hablar con Seshat le había dado fuerzas para seguir adelante. Esa noche cuando volvió a la cama recordó el día en que acudió a Seth y le juró que le destruiría. Recordó también el día antes de regresar a Egipto, cuando Horus le habló de lo que Seth deseaba hacer con ellos y que ella ya sabía. Antes de irse a Sais había tenido muy clara su venganza, cuando volvió sólo pudo pensar en su deseo por llevar a cabo el mundo para Osiris.

Le había asustado la declaración de guerra que hizo Toth el primer día que regresaron a Khemnu, pero eso era por lo que había esperado veintiocho años. Seshat le había aportado calma. Además, también estaba contenta por la noticia de Anubis, aunque al final siempre se disgustara por todo lo que había hablado con su hijo. Se había ido enfadado. Le había mandado una misiva tras enterarse de los pactos con el reino de Hau Nebu. Había intentado ser diplomática al responder. Eso siempre se le dio mejor a Osiris. Le escribió como si se tratara de una carta que un señor enviaba a su rey.

Esa mañana había estado organizando la policía de la ciudad, y había ido con Nefertum a recibir los cargamentos de turquesa y cobre del Sinaí. Mientras esperaban a que sus hombres descargaran los carros de las caravanas y los animales, Isis le había preguntado por Toth. Le había dicho que llevaba todos esos días trabajando en la biblioteca. Seshat había estado muchos días con ella, comiendo o cenando, y muchas noches paseando por palacio. No habían vuelto a hablar de nada personal, sólo sobre los asuntos de gobierno que Seshat necesitaba para apuntar en los anales. Pero desde el día que despidieron a Horus y a sus hombres no había vuelto a ver a Toth.

Nunca se había sentido demasiado cómoda con Nefertum. A pesar de haberse criado en el mismo palacio que él, apenas habían cruzado un par de palabras en toda su vida, y ella nunca supo cómo iniciar una conversación porque él siempre lo evitaba. Siempre frases cortas, secas, aunque supiera que no lo hiciera con mala intención. Con el único con el que se había llevado bien había sido con Osiris, y parecía que con Horus. Ese día estaba aún más inquieta, porque Aiwu, el jefe de las caravanas, había pedido una audiencia privada con ella. Le había dicho que le recibiría esa tarde. Nefertum la había mirado con recelo, por no haber hablado delante de él. Ella tampoco se disculpó. Nefertum se había retirado y había acudido detrás del mercader. Isis les observó susurrar, sabiendo que le estaba contando lo que hablaría con ella esa tarde. No quiso entrometerse.

Cuando se dirigieron a los almacenes después de que los escribas de palacio se hubieran hecho los informes, al quedarse solos, con la única compañía de sus abanicadores y los sirvientes con los parasoles y el agua, Nefertum le ofreció un saco de tela blanca en el que había guardado una de las piedras sin tallar mientras contaban los sacos y vigilaban el peso de todos ellos.

–  Es el regalo de mi madre – le dijo, mientras ella lo cogía de la mano –. Ve con esto a sus orfebres y diles que la tallen y la engarcen. Puede ser uno de los últimos cargamentos que recibamos.         

Isis asintió. Ya no se acordaba de que los primeros días Seshat le había dicho que le reservaría parte de las turquesas. Le preocupó su última frase. Algo había ocurrido en el Sinaí. Respiró hondo, de ello ya se ocuparía esa tarde. Miró al cielo y vio que aún le daba tiempo a pasarse por los talleres. El día anterior el jefe del los telares le había pedido que acudiera en cuanto pudiera.

Isis le dio las gracias a Nefertum y se dirigió a los talleres que se situaban al final de la calle que desembocaba en el recinto de la biblioteca. Antes se detuvo en los talleres de joyas. Pidió ver al orfebre de Seshat y cuando se presentó ante ella, sacó la piedra de la bolsa. Le ordenó que fabricara con ella un trono, y que lo engarzara en plata, para un colgante. Ese era el símbolo y el color de Abydos y de su realeza. Cuando lo tuviera con ella lo dotaría de magia. Cualquier amuleto que la protegiera le sería útil.

Mientras estuvo en los talleres de las telas no dejó de pensar en que algo hubiera salido mal en el Sinaí, porque Seth estuviera influyendo en la zona. Isis se quedó junto a la puerta observando a los hombres que estaban tejiendo mientras escuchaba lo que el jefe de los talleres de lino le estaba diciendo. Le señaló un par de telares en los que no había nadie. Había ordenado telas y ropa para que su ejército los recogiera a su vuelta. Isis reparó los telares con su magia. Con ellos rotos no podrían cumplir con los encargos que le había pedido. Había aprendido a utilizar su magia en cualquier situación que lo requiriera. No podía permitirse perder el tiempo. Su hijo regresaría en una semana y estaba cumpliendo al detalle todo lo que se había propuesto.

Le había costado adaptarse durante la primera semana desde que regresaron de Sais. Sintió que todo el mundo estaba conspirando contra ella, que la apartaban. Ahora había visto que como antes, ella era poderosa y que debía estar ahí porque era necesaria. Ahora mucho más que antes. Sentirse ocupada, rigiendo el país, le había dado aún más fuerza. Volvía a tener esperanza por todo lo que estaba haciendo, le había vuelto a encontrar un sentido, lo hacía por Osiris, pero la venganza por recuperar lo que era suyo, por dárselo a su hijo, por vengarse de Seth, le había hecho ver aquello como una continuidad en su vida. Los años en Sais parecían ahora tan ajenos, que le daba la sensación de que no le habían pertenecido a ella. Su magia era lo único que le recordaba lo mucho que había ganado. Le había venido bien alejarse de Horus por un tiempo, le había hecho volver a recobrar la confianza en sí misma y verse capaz de afrontar de nuevo la dirección del país.

Ese día comió sola y apresurada en su habitación, con la única compañía de Bes y de los sirvientes que le habían servido. Miraba al cielo continuamente deseando que llegara la hora para entrevistarse con Aiwu. En cuanto terminó se cambió de ropa, se retocó el maquillaje y se echó perfume. Le ordenó a Bes que la acompañara. Entraron en la sala del trono por el pasillo trasero. La puerta principal estaba abierta, y en cuanto los guardias la vieron sentarse en el trono de Toth, se giraron desde el umbral para recibir sus órdenes. Bes se quedó de pie a su lado y le pidió que le trajera algo de beber. Dio un par de sorbos al vaso de zumo de granada que le sirvió de una mesa que había en uno de los laterales y al volver a mirar al vestíbulo ya la estaba esperando Aiwu con otros diez hombres. Hizo un gesto con la mano a sus guardias para dejarles entrar. Fueron anunciados y después de saludarla, Isis escuchó lo que tenía que decirle.

Era un hombre bajo, de piel tostada, con una túnica marrón que le cubría los brazos y las piernas por completo. En la cabeza llevaba atado un pañuelo blanco y aunque no se atrevía a levantar la mirada supo que estaba nervioso. Ese atuendo le recordó los días en que ella tuvo que viajar por el desierto junto a sus escorpiones cuando abandonó el palacio de Seth. La voz de Aiwu le interrumpió sus pensamientos. 

–  Hathor ha conquistado el Sinaí – le dijo sin rodeos –. Ha mandado un ejército en nombre de Seth y se ha proclamado Señora de las Minas de Turquesa y del Cobre. Toda la península es suya. Han destruido las guarniciones egipcias y se ha impuesto como reina del Sinaí. Cuando mis caravanas estaban embarcando en la costa con toda la producción para dirigirse al Nilo con mis burros y camellos, nos llegaron las noticias de que un ejército mandado por Hathor desde el sur con un tercio de las fuerzas que eran de Amón y otro por el príncipe Hammon desde el norte estaban atacando y arrasando todos los puestos egipcios. Hace dos días hemos recibido en el desierto a dos soldados que regresaban de una batalla en las minas de turquesa. En realidad fue una masacre porque apenas pudieron oponer resistencia. Aquellos dos hombres murieron la misma noche en que nos alcanzaron. Contaron que eran doscientos hombres contra dos ejércitos. No ha quedado nadie vivo que antes hubiera podido apoyaros a vos y a vuestro hijo.

Isis le había escuchando mirándole fijamente. A cada palabra había apretado el reposabrazos con más fuerza. Necesitó unos minutos para asimilar lo que le acababa de contar. Sentía desbordarse su magia al pensar en el nombre de la que había sido la responsable de aquello. Hathor. Le recorría por sus brazos un hormigueo que intentaba calmar apretando las manos con fuerza sobre la madera. No quería hablar hasta que se hubiera calmado. Todos esperaban con la mirada en el suelo esperando una respuesta.

–  Que vegan Toth, Seshat y todos los nobles de esta ciudad – ordenó.  

Y sin moverse del sitio esperó a que todos ellos estuvieran presentes. Toth fue el primero en llegar junto su hijo, acompañado por un par de sus guardias. Llegaron también todos aquellos que ocupaban cargos importantes en palacio y en la administración. La sala se fue llenando en medio de un silencio incómodo. Todos vieron que aquella llamada urgente, su porte tenso y la presencia del jefe de las caravanas no auguraba nada bueno. Nefertum se quedó a los pies del atrio, y Toth subió a su lado. Bes se apartó de inmediato unos pasos al verle acercarse. Nefertum no le había dicho nada. Toth la miró a los ojos y comprendió lo que ocurría. Se quedó en pie a su derecha y de inmediato llegó Seshat por la puerta principal, haciéndose paso entre la gente que la dejaba pasar hasta el atrio. Ella también leyó en sus pensamientos y se sentó en el trono a su lado, el que era suyo.

Isis esperó unos instantes más antes de ponerse en pie. En ese momento todos se fijaron en ella, interrumpiendo los pocos susurros que había en la sala. En un principio sólo había visto en aquello una amenaza para su seguridad, y como una ofensa personal hacia ella. Pero ahora se daba cuenta que esa situación les convenía. Era una oportunidad para una victoria mucho más fácil.  

–  Hathor se ha proclamado como reina, pero yo os digo que la única reina que jamás tendrá Egipto seré yo – habló en voz alta, determinante, y con orgullo. También con odio. De todos, a ella era a la que más odiaba. Más que a Seth –. Seth ha dividido el ejército. Será una buena oportunidad para lanzar un ataque al Sur. Nos han hecho un favor. Mi hijo volverá en una semana. Mandadle una misiva con todo esto que ha ocurrido. El Nilo ya está empezando a crecer, y es navegable. En una semana será capaz de traer con él todas sus fuerzas como habíamos planeado. Hay que atacar cuanto antes y aprovechar su error. Destruyendo primero a Seth podremos reconquistar después el Sinaí. Nosotros tenemos un ejército mejor equipado, más numeroso y mejor entrenado. Enviad mis palabras a mi hijo y que le sirvan como consejo.

Isis volvió a sentarse y con un gesto de la mano despidió a todos los que había convocado urgentemente allí. Cuando sólo quedaron Toth y Seshat, Isis acabó sonriendo.

Ellos también habían visto lo que aquello podría significar. Estuvieron hablando hasta que cayó el sol. Su hermano había cometido un error de estrategia. Era lo que había deseado el día que se marchó de El Oasis. Siempre le cegaría su obsesión por el poder y no se había dado cuenta que acababa de minar sus fuerzas. Podía tener a Amón o a Montu, pero su hijo mandaba un ejército mucho más poderoso. Estaba segura de que ellos le habrían aconsejado mantener el ejército unido en un momento en que Horus estaba a punto de dirigirse contra ellos. Se alegraba, porque eso a la larga podría producir escisiones internas.  Sobre todo Amón era un gobernante excelente, sensato, y el más poderoso del Sur. Quizá podría convencer a Seth y eso no les ayudaría. Osiris había confiado en él, le había proclamado príncipe de Tebas, y siempre les había servido bien hasta que vio la oportunidad de independizarse de Egipto y llegar a ser un reino independiente como lo era Tueris en la Región de las Cataratas. A Seth podría exigírselo en un futuro, pero si hubiera apoyado a Horus, eso hubiera implicado también renunciar a una posible autonomía.

Planeando los acontecimientos que se sucederían en unas semanas Isis deseó acompañar a su hijo en la guerra. Quería ver todo aquello de primera mano, observar cómo se ganaban las batallas en su favor y estar ahí cuando se reconquistara el Sur. Sobre todo quería estar para recibir a su hermano cuando ya lo hubiera perdido todo. Necesitaba ese momento. Toth le habló sobre el lugar en que Seth podría conducir su ejército. Ahora estaba en Nubt, pero era una ciudad mal defendida. Amón querría librarla en Tebas y eso a ellos no les convenía. Tebas se levantaba como una isla infranqueable en la época de la crecida, protegida por una muralla que la aislaba por completo. El muro del oeste daba al Nilo, y el acceso al resto de la muralla se convertía en una zona pantanosa debido a la inundación. Si se refugiaban en Tebas, la única salida era un asedio por río, que tendría poco sentido porque por las zonas del este la ciudad podría seguir abasteciéndose ya que el ejército era imposible que pudiera introducirse en los campos cubiertos de limo y agua. Y eso les daría tiempo para hacer regresar a las fuerzas que Hathor y Hammon tenían en el Sinaí.

Cuando Toth le expuso aquella posibilidad Isis borró toda la esperanza que acababa de dar al resto de los nobles. De hecho, al escucharle, estuvo segura que iba a ser lo que harían. Amón era demasiado inteligente como para no haber pensado en ello. Y a Seth le resultaría la mejor opción.

–  Entonces Horus tendrá que darse prisa y evitar que alcancen la ciudad.

Toth asintió.

–  Y me gustaría que tú fueras con él – le dijo, sin decirle que en realidad era la petición de su hijo. Horus le dijo que no quería que su madre pensara que estaba cediendo.

Isis le miró sorprendida. Horus era el primero que quería mantenerla alejada de la batalla. Y se suponía que ella debería quedarse para atender los asuntos de gobierno.

–  El ejército necesita de tu magia.

Isis pensó de inmediato en Heket. Ella sola no podría ocuparse de tantos hombres, y Heket le sería de gran ayuda ofreciendo a todos aquellos que estuvieran a punto de morir el aliento de la vida, para darle tiempo a ella a curarles. Le pidió que la dejara acompañarla. Toth asintió y mandó a Seshat que le escribiera para que viniera a Khemnu al día siguiente. Sólo había una hora de viaje entre las dos ciudades. Seshat se levantó y se marchó, y Toth ocupó el sitio donde había estado sentada.

Isis le siguió con la mirada hasta que se sentó a su lado. Iba tan elegante como siempre, fuera cual fuera el momento en que le viera. Isis aún apretaba con fuerza los reposabrazos, le dolían las manos, y con la mirada perdida en las pulseras de Toth, pensando únicamente si a su hijo le parecería bien, vio que al rato él puso su mano sobre la suya. Notó que le leía el corazón, y que su vez le permitió a ella ver en sus pensamientos. Aunque discutieran, Horus prefería que fuera con él. Vio que ya había hablado con Toth de ello.

–  Antes de irte quiero enseñarte algo – le habló en voz baja, casi en un susurro –. En estos días me has demostrado que puedo seguir confiando en ti como antes. Creí que nunca más podría volver a contar contigo.

–  No puedo abandonar ahora.

–  Casi lo hiciste una vez.

–  Casi – reconoció mirándole de reojo, recordando los diez años en Sais que para ella no habían existido.

–  Horus se mantendrá en el gobierno de las Dos Tierras durante ciento diez años – le dijo Toth cambiando de tema de repente –. Después todo quedará en manos de los hombres.

A Isis no le sorprendió. Toth aún seguía con su mano sobre la suya, y ella todavía en sus pensamientos. 

–  ¿Horus lo sabe? – le preguntó al instante.

–  Por supuesto.

–  No me ha dicho nada – pero entonces recordó que sí, cuando le dijo que al aceptar la corona de Neith había aceptado renunciar un día a su trono en beneficio de otros –. En realidad sí.

–  No quiso decirte una fecha exacta.

–  Para que no me preocupara.

–  Para que no pensaras en ello y no te dieras por vencida si algo salía mal.   

Isis bajó la mirada. En Sais había dejado muchas preguntas en el aire, y que en ese momento volvieron a angustiarle. Recordó cuando le preguntó a Neith el motivo por el que había muerto Osiris. Yo me guardo mis razones, le había dicho, al igual que cuando le preguntó por qué no reclamó a Seth para educarle según exigía su naturaleza. Se suponía que ella debía haber adivinado las respuestas, que todas ellas estaban contenidas en Sais. Aún se lo seguía preguntando. Algo sencillo sería haber preguntado a Horus, pero no quería molestarle. Había tres personas que dominaban los asuntos más secretos del universo. Neith la existencia, y de ella se había llevado la magia; Toth la sabiduría, y él le había enseñado a leer en los corazones de la gente; y Ra, el tiempo. Él protegía su poder por su nombre secreto que no sabía nadie salvo Toth y Neith. Podía ver el futuro mirando a los ojos  de la gente. Si ella conociera su nombre poseería el control absoluto del sol. Por un instante empezó a calcular como conseguirlo. Ninguno de los tres se traicionaría mutuamente. Isis suspiró. Toth les contó una vez de pequeños que si pronunciaba el nombre secreto de Ra, el sol se congelaría por un instante y todo el fuego estallaría allá donde estuvieran mirando. Podría arrasar ciudades enteras y derrotar a su hermano en un solo día.

–  Isis – le llamó Toth, sacándola de su ensoñación –, jamás vuelvas a pensar en ello.

Esta vez la desconcertó. Sus ojos negros se clavaron en los suyos advirtiéndola. Por un momento incluso había olvidado todo lo demás. Toth apretó su mano, y volvió a la actitud que recordaba de él cuando estaban a solas, cercana.

–  Quiero enseñarte algo. 

Al levantarse y seguirle hasta el exterior, en el patio principal y de camino a la biblioteca, volvió a considerar todo lo que se le había pasado por la cabeza. Ella misma se asustó de ver hasta donde sería capaz de llegar, y sobre todo porque aún así lo seguiría teniendo como una posibilidad.

En la sala se habían quedado prácticamente a oscuras, pero al salir al exterior aún había luz suficiente para caminar sin llevar con ellos ninguna antorcha. Isis miró la punta del obelisco, que durante la tarde emitía reflejos rosáceos. Durante el camino adivinó que al fin Toth le iba a enseñar lo que le había prometido la última noche que pasó en Khemnu antes de marchar a Sais. Lo había intuido porque le comenzó a hablar de lo que ya le había contado Seshat.

Caminaron en silencio hasta el archivo privado de Toth dentro de la biblioteca. Estaban prácticamente a oscuras, mientras los últimos encargados que quedaban iban cerrando las trampillas que daban luz durante el día. Toth abrió la puerta y le hizo un gesto para que entrara. Isis dudó un momento antes de seguirle. Era la primera vez que pasaba allí. Era una sala grande, alargada, donde los papiros y las tablillas estaban ordenados en estanterías que rodeaban la pared, y dejaban un espacio vacío en el centro. Isis se quedó esperando a unos pasos de la puerta mientras él creó una pequeña bola de luz que colocó en el techo, como lo había visto hacer a Nefertum. De uno de los laterales sacó dos rollos de papiro de entre otros muchos en lo más alto de la estantería.

Toth se colocó justo al otro extremo, le pidió que cerrara la puerta, que se quedara allí, y lo extendió a lo largo de la sala. Isis lo miró y al instante extendió el segundo papiro bajo el otro. Todas las imágenes, los colores y palabras se mezclaron en sus ojos sin saber muy bien como interpretarlo.

–  Ven – le pidió, mientras él se colocaba justo delante de los dos papiros.

Isis se acercó a su lado y con la mirada fija en los papiros empezó a escuchar sus explicaciones. Estaba escrito de derecha a izquierda, divididos ambos en seis escenas. Isis se quedó mirando la última del primer papiro. Allí estaba Osiris sentado en un trono, ella y su hermana a cada lado, y ante ellos una balanza, en un platillo el corazón y en otro una pluma.  

–  La Sala de las Dos Verdades – le indicó Toth, haciendo referencia a la escena que estaba mirando –. Allí entrarán en la sexta hora los que han muerto. Ahora déjame explicarte lo demás.

Isis asintió, atenta a cada palabra de lo que le contaba. Aquello era lo que le había pedido desde el primer día. Los dos papiros se extendían doce codos por uno de alto. Había doce escenas, seis en cada uno, por las doce horas de la noche en que los difuntos considerados justos podrían acceder al reino de Osiris. Cada hora tendrían que pasar por una puerta tras responder correctamente a las preguntas que les hicieran sus guardias. Si no sabían la respuesta, no podrían seguir avanzando y serían condenados a desaparecer.

La primera escena era un punto de transición que tras cruzar la falsa puerta de la tumba, se encontraban con un vano custodiado por dos estatuas de un chacal. Isis sonrió.

–  Anubis protegerá la entrada al mundo del Amduat – le explicó Toth –. Mediante estas estatuas vigilará a todos aquellos que crucen a través de la puerta de su tumba. Si hay alguien que no se merezca estar allí, que él considere de antemano que es injusto, le negará cruzar la primera puerta.  

Isis fue guiándose por los dibujos de los papiros gracias a las palabras de Toth y las que estaban escritas al lado de los personajes y las respuestas que serían las adecuadas. Tras la primera puerta nacía un río a imagen del Nilo, y ahí esperaban cientos de barcas para los difuntos que Anubis había seleccionado. Los condenados habían sido devorados por sus perros.

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