Isis

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Isis

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–  Esto será el sol de Occidente – le habló mientras le ofrecía de nuevo la semilla envuelta –. Plántalo en la tierra del mundo que vayas a crear, de ella nacerá un loto de oro y cuando se abra la flor nacerá un sol. Se lo sugerí a mi padre, y es el regalo que él te hace. A cambio quiere estar seguro de que le permitirás llevarse a Seth con él a su barca para que le ayude a luchar contra el caos en su viaje por el interior de la tierra. Debo llevarme de aquí tu palabra que mañana no te opondrás cuando lo pida ante todos.    

Isis asintió.

–  Tienes mi palabra – aceptó.

No le importaba, porque igualmente estaría lejos de la tierra. Su hijo aceptaría también, ya que de esa manera jamás sería una amenaza para él, más aún al estar bajo la mirada de Ra.

–  De esta semilla nacerá un sol del atardecer – le continuó explicando Maat. Isis apretó fuerte el lino imaginándose todo lo que decía. Sentía caliente la semilla a pesar de estar envuelta –. En Occidente el tiempo debe perdurar eternamente. He hablado con Seshat y tu madre ha prometido que atará este sol al horizonte para que allí el tiempo se mantenga siempre intacto.   

Isis sonrió. Cuando había visto a su madre le había dicho que quería que el cielo que creara fuera eterno. Isis guardó la semilla en uno de sus cofres de joyas. Maat esperó a que terminara de arreglarse y junto a sus escorpiones acudieron al banquete de esa noche. Al fin, pensó. Al día siguiente podría partir de nuevo a Abydos a esperar a que su hijo se presentara ante su padre. Horus le dijo que antes de ello tenía que viajar por el Nilo, ser reconocido por todos, hasta llegar a Jem. Entre todo, ella entendió que era por Hathor.

Isis miraba al exterior esperando a que las primeras luces del día les anunciaran que debían acudir a la sala del trono. Se sintió impaciente cuando Nejbet les dijo que iba a buscar la corona y las insignias de Osiris que Amón había traído de Tebas, donde Seth las había estado guardando durante los años de la guerra. Esa noche Horus se había colocado la corona roja sobre su cabeza, y cuando se sentó en el trono que había sido de Seth la miró agradeciéndole que hubiera puesto fin a tantos días de juicio. Isis no apartó la mirada cuando Nejbet le colocó la corona blanca en el interior de la roja. Recordó el día que lo hizo con Osiris, después de que Uadyet le hubiera colocado la roja. E inmediatamente después tomó de ella el cayado y el flagelo. Cuando Nejbet fue a ayudarla a dar a luz le había prometido ese día. Estaba orgullosa. En el momento en que los cruzó sobre su pecho todo el mundo se arrodilló ante él. Ella también. Mientras estaba en el suelo buscó de reojo a Seth. Estaba entre unos guardias, cerca del atrio, como ella, Toth y Ra. Vio el odio y la impotencia en sus ojos fijos en el suelo. Isis se mantuvo seria sin apartar la mirada de él, respirando hondo al oler las resinas y el incienso con el que Amón estaba cubriendo los hombros de su hijo para consagrarle como Señor de las Dos Tierras.

Cuando Amón empezó a recitar todos los títulos que ahora correspondían a su hijo, se pusieron en pie. Al final le preguntó a Horus qué iban a hacer con Seth. En ese momento Ra le pidió lo que le había contado Maat la noche anterior. Era un castigo pequeño, pero a ella no le hacía falta más. Volvió a mirarle y esta vez se cruzó con su mirada. Sus ojos rojos brillaban de ira. Isis sonrió y le hizo una leve reverencia con la cabeza. Ahora era ella la que le había quitado todo definitivamente, y como le juró, Egipto pasaba a su hijo y Osiris había vuelto a vivir de nuevo. Horus se lo pensó antes de responder, pero también aceptó la petición de Ra.

–  Y yo quiero pedir algo más – se adelantó Isis –. Quiero que de este palacio no quede nada.   

Primero miró a Horus, asintió, después a Toth. Él también adivinó lo que pretendía.

–  Volvemos a Egipto – declaró Toth.

Esa tarde fue la última en abandonarlo. Solamente se quedó Horus con ella en el risco donde había dejado su litera. Desde allí habían visto partir a todos los nobles y los habitantes de El Oasis. Ra fue el primero en marcharse con Seth de nuevo a su barca. Y tuvo la certeza de que su hermano lo estaría observando todo desde la barca del sol.

–  Ra sabe que conocemos su nombre – le dijo Horus –. Me ha pedido que tengamos cuidado. 

–  Sólo lo utilizaré esta vez – le prometió –. Sólo lo quería para esto.

Y al volver la mirada hacia los muros del palacio, al atardecer, en ese momento del día que parecían envueltos en un fuego incandescente bajo el que la piedra se mantenía intacta, ese día al susurrar el nombre de Ra las llamas se convirtieron reales, el fuego centelló entre el aire ardiente que difuminaba los contornos de los muros y acabó por derribarlos. Escuchó con placer el estruendo de las piedras al colapsar contra el suelo, y las vigas de madera que extendían aún más las llamas. El fuego acabó extinguiéndose cuando cayeron las murallas y se mezclaron con la arena que rodeaba el palacio. Isis esperó hasta que se hizo completamente de noche, cuando entre las cenizas ya no quedaban ascuas ni restos de fuego. En todo ese tiempo Horus pensó en Neith. El calor.

Esa misma noche, cuando pensaron en quedarse en uno de los recovecos de la montaña, Horus, su guardia, fue a buscarles para decirles que Toth les estaba esperando para acompañarles al Nilo. Isis viajó esos días en silencio, feliz, pero a la vez impaciente por regresar con Osiris. Y al volver a verle supo que se quedaría con él para siempre. Durante esos años había deseado estar junto a Horus una vez que ganara la guerra, pero cuando Osiris le pidió de nuevo que se quedara con él, supo que era allí donde necesitaba estar.

Heket había ido con ella para quedarse en el Amduat y dar el aliento de la vida a todos los que pasaran a Occidente, Maat regresó al cabo de unos días con su pluma como le había prometido, y con Neftis, Toth y Anubis estuvieron preparando la sala de las Dos Verdades para empezar cuanto antes los juicios de los que estaban muriendo. Llamaron también a todos los jueces que habían acudido al juicio en El Oasis para que vigilaran a partir de entonces cada una de las puertas del Amduat. Y en el tiempo que Horus tardó en regresar de su viaje por el Nilo ella comenzó a hacer realidad Occidente. 

Isis estaba mirando la pluma de avestruz que había colocado Maat sobre una de las balanzas, y que con su peso tan ligero se mantenía intacta. Así debían ser los corazones de las personas que pudieran vivir en Occidente. Estaba de pie a la derecha junto al trono. Osiris estaba sentado en él y Neftis en pie al otro lado. En el momento en que Anubis abrió las puertas de la sala entró Horus portando las dos coronas y con las insignias de Osiris en una mano. Sonreía, la miró un instante a ella y de inmediato se quedó mirando a los ojos de su padre. Se quitó la corona al acercarse y la llevó agarrada de una mano sobre la cadera.

–  Padre – se arrodilló, sobre el primer escalón del atrio –, gané la guerra y el juicio. Vengo a devolverte lo que es tuyo.

 

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