Iris

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Xavier » Capítulo 4

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La noche antes de reportarse de regreso al trabajo, Xavier soñó con Luann y Fer y los disparos. Cuando despertó tenía gotas de sudor en el rostro y la almohada estaba húmeda. Soji dormía a su lado, una pierna caída fuera de la cama, los ojos entreabiertos mirando el techo; a él le ocurrían cosas en la noche y ella no se enteraba, tan profunda la forma en que se perdía en la inconsciencia.

La oscuridad le hizo pensar que el viaje jamás había ocurrido y todavía disfrutaba del verano y sufría el invierno Afuera. Caminó a tientas al baño, tomó un swit para dormir. Lo reclamaba un violento dolor de cabeza: los coyotes aullaban entre sus sienes. La náusea se instaló en la garganta y buscó chicles de jengibre y no los encontró. Tenía otros swits, pero no quería seguir mezclando tanta cosa. Entre los recetados para sus dolencias y los que tomaba por su cuenta tenía como para crear una poción mágica utilizando su bodi como una olla sin fondo. Un alquimista novato. Todos los shanz y oficiales estaban como él. La tabla de ingredientes podía producir una larga y confusa serie de flechas, A que neutraliza B, H que no se lleva bien con J y lleva Z como efecto secundario, B, S y T que juntos provocan… Alguna vez hubo el sueño de una edad farmacológica que permitiera recetar exclusivamente lo adecuado a las necesidades personales, a lo que toleraba un organismo (un 23% de X para ajustar el cortisol, un 57% de L para neutralizar tanta serotonina). Pero la ciencia no era suficiente para entender el bodi; la interacción entre la sustancia y el organismo provocaba resultados no del todo predecibles. Podía darse dos veces un medicamento al mismo organismo y los efectos no siempre eran iguales. Cambiaban de acuerdo a la situación, al momento del día o la semana, a las ansiedades o sueños que visitaban a ese organismo cuando se recurría a los swits.

Xavier se acordó de qué lo esperaba allá afuera y quiso volver a la pesadilla, al sueño. Le tentaba llamar a sus superiores y decirles que todavía no estaba preparado para regresar a las filas. Mientras se le ocurría esa frase intuía que no diría nada. No quería que pensaran que era un cobarde.

Había luchado para que Luann y Fer y los disparos desaparecieran de su cabeza. No olvidaba nada, pero tampoco quería acordarse de nada. Se había puesto a trabajar como desaforado en el Hologramón, incluso haciendo horas extra los fines de semana, para evitar que los espectros lo visitaran si se quedaba en el piso. Cuando eso dejó de funcionar buscó una agencia de reclutamiento de SaintRei y firmó el contrato para partir rumbo a Iris, aceptando sin quejarse la condición de no regresar nunca más a Munro, y el acortamiento en la expectativa de vida. Permitió que le implantaran los lenslets pero, pese a sugerencias insistentes, no se atrevió a que le borraran los recuerdos antes de viajar; no se atrevió a perder lo único que le quedaba.

Se asomó a la ventana. El cielo rojizo oscuro. Brillaban las estrellas, tachones amarillos en la galaxia. No podía distinguir constelaciones, lluvias de meteoros, lo que veía en esas noches con Luann, cuando subían al techo de la casa de sus padres. Una paz aparente. Una paz que no podía recordar sin que un ramalazo de dolor lo visitara. En ese techo le había propuesto que se fuera a vivir con él. Poco antes había llovido; se escuchaba el gotear de las canaletas en el tejado, la brisa acariciaba sus mejillas y los refrescaba. Ella tenía una blusa amarilla con la imagen de Linus Gagné, una estrella adolescente del Hologramón. Tirada en el piso, apuntó con el dedo hacia el firmamento y se puso a buscar Marte y Venus, se preguntó dónde estaría Alba y le pidió que le prometiera que algún día vivirían allí, Sangaì había instalado una base espacial. Él, nervioso, le dijo que ella no había respondido a su propuesta. A ella se le iluminaron los ojos: creí que estaba claro. Lo besó y se subió la falda y se montó sobre él.

Xavier imaginó la estela de los drons vigilantes del cielo de Iris. No servían de mucho, porque mandaba el trauma histórico: los líderes irisinos habían logrado arrancar de Munro la promesa de que los drons no podían ser utilizados contra ningún ciudadano de Iris. SaintRei había intentado convencer a Munro de que flexibilizara esa promesa, sin fortuna.

Qué estarían haciendo sus hermanas. Tan linda Katja, con las pecas que le salpicaban el rostro (eran tantas que parecían derramarse al suelo cuando caminaba), incapaz de entregarse a relaciones que insinuaran permanencia. Cari seguiría inyectándose de todo, metiéndose con mujeres malencaradas que abusarían de ella (le robaban, le pegaban y pese a eso volvía con ellas). Sus padres se las habían ingeniado para transformar el espacio mágico de la infancia en una visita al caserón de los monstruos, pero ellos habían hecho todo por sobrevivir. Lo habían logrado, a costa de un daño que él creía irreversible.

Apenas dos horas de distancia con Munro, pero parecía más: la zona de exclusión en torno a Iris complicaba todo, convertía la isla en una suerte de exoplaneta. Los primeros meses enviaba holos a Cari y Katja, les insistía en que se vinieran. Con el tiempo fue dejando de hacerlo. Aunque lo cierto era que Cari había desaparecido primero; un día no le contestó, y él insistió un par de veces y luego ya no. Katja le contó algo acerca de una secta y de un viaje de mochilera a un templo budista en Kioto. Todo eso era muy de Cari.

A veces echaba la culpa a las comunicaciones, que le impedían tener un diálogo fluido con sus hermanas —como un eco, las palabras de ellas llegaban segundos después de verlas pronunciadas en el holo—, pero lo cierto era que no quería llamar ni recibir llamados. El vacío era enorme después de hablar; le recordaba la distancia verdadera que existía, marcada por el contrato de por vida. Debía habituarse a vivir en Iris y para ello no servía de nada perderse en los recuerdos.

Cuando firmó el contrato, el agente de SaintRei le ofreció la oportunidad de borrar sus recuerdos. Llegaría a Iris y sería como una tabula rasa, no sabría de su pasado en Munro. Se trataba de una pequeña operación en el cerebro, en el centro neurálgico de la memoria. Muy recomendable, le facilitaría las cosas en Iris. Había que verlo como la verdadera posibilidad de comenzar de nuevo, reinventarse.

A veces se arrepentía de no haberlo hecho porque era una carga pesada tratar de construirse una nueva vida en Iris, proyectar un futuro mientras asomaban los recuerdos, el pasado. Como la vez en que Fer cumplió cuatro años y le regaló cochecitos de plástico y él los tiró al inodoro y se puso a llorar. O aquella ocasión en que, de visita para ver al abuelo de Xavier en el asilo, Fer se puso a olerlo y le dijo que apestaba. No tenía ni cinco años. O cuando pateaba a Luann y hacía caer los adornos en la sala y los aparatos eléctricos, como si hubiera sido un accidente.

A veces se arrepentía pero la mayor parte del tiempo estaba bien así. En su cabeza bullían Luann y Fer como fantasmas de un castillo gótico: cada vez más presentes, cada vez más vivos.

Volvió a la cama y se quedó despierto hasta que comenzó a clarear. El swit para dormir no había hecho efecto una vez más.

En pocos minutos comenzaba su turno. Y si se quedaba en cama. Reynolds lo pondría en su lugar. Había visto cómo castigaba a shanz que no cumplían sus órdenes; los bodis enterrados hasta el cuello, las piernas colgadas de poleas suspendidas en el aire, con la cabeza hacia el suelo. Uno pensaría que eran enemigos.

Crujieron los huesos cuando se levantó. El dolor ya no se equiparaba al de varios riflarpones invadiéndolo en fila, se había focalizado y era como una lanza incrustada en la parte inferior de la espalda. Aparte del morete producido por el golpe, no había heridas visibles. Metió la cabeza bajo el agua, se lavó la cara intentando no hacer ruido. Se puso el uniforme azul de una pieza, tomó el riflarpón que había dejado en una repisa, se preparó para una mañana difícil.

Su brazo derecho temblaba. Bajo la piel del bíceps algunas fibras musculares se agitaban nerviosas. Estiró el izquierdo, que sí se mantenía firme.

Trató de detener el movimiento involuntario del brazo derecho. No pudo.

Salió del pod casi al mismo tiempo que todos los demás oficiales que vivían en el edificio. El sueño, la pesadilla, la luz rojiza que se filtraba por las ventanas se conjuraban para despertarlos. Desayunaban en una sala, listos para reemplazar a quienes habían estado de turno toda la noche; las paredes eran verdes y las columnas gruesas simulaban fortaleza, pero al tocarlas se revelaban huecas. Giraban lentos los ventiladores en el techo, y él veía a todos de uniforme y pensaba que estaban en una prisión aunque no hubiera guardias. Aunque ellos fueran los guardias.

El brazo derecho seguía temblando.

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