Iris

Iris


Capítulo 23

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Monty iba a la zaga de los demás. No tenía ganas de regresar al campamento.

Debería haberse sentido contento. Todo había salido tal como lo había planeado. Habían alcanzado a Frank y a sus hombres aproximadamente una hora después de la medianoche de aquel mismo día. Gracias a la mortífera precisión de las pistolas de Hen y al plan de ataque de Monty, les tomó menos de cinco minutos recuperar el ganado. Esta vez fueron los cuatreros los que tuvieron algunas bajas. Enterraron a Quince Honeyman y a Clem Crowder en la pradera. Monty se encargaría de llevar a Frank y a Bill Lovell al alguacil de Dodge.

Pero cuanto más cerca se encontraba del campamento, más cerca estaba de Dodge y de la decisión que no quería llevar a cabo, una decisión contra la cual había combatido a lo largo de aquella expedición.

Había decidido que no había ninguna posibilidad de que Iris y él tuvieran un futuro juntos. Dividiría la manada en cuanto regresaran y dejaría que Iris y Carlos siguieran solos su camino a Wyoming. Él iría después con el ganado del Círculo Siete.

También había decidido que Iris y él no deberían volver a verse nunca.

—¿Dónde está Iris? —preguntó Monty aun antes de que sus pies tocaran el suelo.

—La señora Crane y ella fueron a Dodge, tal y como tú querías —le dijo Bud Reins, el hombre que Monty había dejado en el campamento para que cuidara el carromato de provisiones.

En lugar de llevar el hato al campamento original después de recuperarlo, Monty lo había arreado un poco más hacia el norte. A Zac se le encargó que fuera a buscar el carromato de provisiones y lo llevara al lugar señalado para el encuentro. En aquel momento se encontraban a unos treinta kilómetros al norte de Dodge.

Monty había estado ausente durante seis días.

—Muy bien —dijo Monty, quitándose un peso de encima. Todo el tiempo había estado preocupado de que Iris lo siguiera, o de que volviera a huir. Le alegraba que en aquella ocasión hubiera mostrado algo de sensatez.

—Salino, quiero que los vaqueros separen el ganado de Iris del nuestro mientras voy a Dodge. Estoy seguro de que ella querrá reanudar el viaje tan pronto como pueda.

Monty sabía que sus órdenes causarían sorpresa entre los hombres. No le había hablado a nadie de la decisión que había tomado. No había querido que nadie le hiciera preguntas ni discutiera con él. Ni siquiera quería que supieran lo que estaba pensando. Aquello había sido muy doloroso para él, y no hubiera podido soportar ser sometido al intenso escrutinio de sus hermanos durante seis días.

Pero seis días habían sido más que suficientes para que él decidiera que Iris y él no estaban hechos el uno para el otro. Desde el momento en que empezó a pensar en matrimonio, supo que aquello nunca funcionaría. Ella no era la clase de esposa que él necesitaba, y él no era la clase de marido que ella quería. Daba igual si tenían que vivir en un rancho de Wyoming o en una mansión de San Louis, de cualquier manera uno de ellos sería desdichado. Se odiarían el uno al otro antes que pasara un año.

No había querido renunciar a Iris. Aún no quería. Cada vez que se cuestionaba la decisión que había tomado, empezaba a considerar las cosas de nuevo, esperando llegar a una conclusión diferente la próxima vez. Pero siempre concluía lo mismo. No tenían nada en común, además de un temperamento variable y una inconmensurable veta testaruda. Él estaba tan poco preparado para ser esposo y padre, como ella para ser esposa y madre.

No obstante, la decisión de renunciar a Iris había sido la más difícil que había tomado en su vida. Cuando le pidió que se fuera a Dodge, estaba vagamente convencido de que de alguna manera lograrían estar juntos. Pero a los pocos días de encontrarse lejos de su afrodisíaca presencia, supo que era imposible. Además, tuvo tiempo de darse cuenta de que la amaba demasiado para permitir que su relación acabara de una forma tan dolorosa. Si tenía que terminar, lo mejor era que lo hiciera en aquel momento.

—¿Vas a dejar que siga ella sola? —le preguntó Hen.

Monty no lo había sentido acercarse.

—Sí. Ya ha terminado la peor parte del viaje. Ella puede contratar más vaqueros en Dodge, y Carlos puede dirigir el hato el resto del camino.

Se preocuparía por ella cada minuto, pero tenía que hacerlo en ese momento. Posponer la separación no cambiaría nada. Sólo haría que fuera cada vez más difícil.

—Especialmente si tú la sigues de cerca.

—No la seguiré de cerca. No pienso ir con vosotros.

Hen se quedó realmente sorprendido al oír eso.

—Aquí siempre hay alguien dispuesto a vender sus vacas. Voy a comprar un hato y a montar mi propio rancho.

—¿Y dejarás el Círculo Siete?

—Hay muchísimos terrenos cerca del Círculo Siete. Estaré lo suficientemente cerca para dirigir ambos ranchos. Pero tan pronto como logre que las cosas empiecen a marchar sin complicaciones, George tendrá que conseguir otro capataz.

Hen sonrió complacido.

—Así que lograste liberarte de ese resabio.

Monty se sintió algo cohibido.

—Supongo que podría decirse de esa manera. De cualquier forma, Iris me ayudó a comprender que no podía seguir permitiendo que George, ni nadie más, me organice la vida —la expresión de Monty se volvió sombría—. Le estaba diciendo que a los Randolph no les importaba lo que los demás pensaran de ellos, cuando de repente cayó en la cuenta de que a mí era al único al que sí le importaba. Pero poco después comprendí que no era así realmente. Traje este hato hasta aquí pese a que se presentaron más problemas de los que cualquier otro hombre habría tenido. No importa si lo traje solo o no. Yo dirigí el viaje.

—¿Iris?

—¿Qué pasa con Iris?

—Estás enamorado de ella.

—Lo sé.

—¿Cuándo piensas pedirle que se case contigo?

—No pienso hacerlo. Eso jamás funcionaría.

—Te equivocas.

—¡Por todos los demonios, Hen, decídete! Primero te enfureces porque piensas que le estoy prestando demasiada atención. Ahora dices que estoy cometiendo un error al no casarme con ella. No te entiendo.

La expresión de Hen no cambió ni un solo instante.

—Ella no me agradaba al principio. Pensaba que era una chica tonta y egocéntrica. Ha cambiado. Pero aunque no lo hubiera hecho, eso no importaría. Tú la amas, y tus sentimientos no cambiarán. El sentido común nunca ha funcionado contigo. No espero que lo haga ahora.

Monty no pudo más que sonreír a medias.

—Bueno, será mejor que funcione, pues lo estoy haciendo tanto por ella como por mí.

—¿Se lo vas a decir?

—Cuando lleve a Frank y a Bill a Dodge.

Habría estado dispuesto a dejarlos en libertad si ellos le hubieran hecho posponer el viaje o hubieran cambiado el propósito del mismo. Nunca en su vida había querido ver a nadie tanto como deseaba ver a Iris. Habría dado a Pesadilla a cambio de pasar un día más con ella.

—¿Cuándo puedo esperar verte en el rancho?

—No lo sé. Ya te avisaré.

—Estás seguro de lo que vas a hacer, ¿verdad?

—Completamente, aun si a George no le gusta.

—Le gustará —dijo Hen—. Se sorprenderá mucho, pero le gustará.

* * *

—¿Como que nadie llamado Iris Richmond se hospeda en este hotel? —preguntó Monty al recepcionista de la Casa Dodge—. Ella vino a Dodge hace seis días. Éste es el único hotel del pueblo. Ha tenido que alojarse aquí.

El hombre le paso el libro de registros.

—Mire usted mismo. Aquí no se ha hospedado ninguna dama que lleve ese nombre.

—Si se hubiera quedado aquí con otro nombre, no sería difícil que usted se acordara de ella. Son dos mujeres, una es una pelirroja despampanante de ojos color verde oscuro, y la otra es una dama poco agraciada de pelo castaño claro.

—Tal vez deba usted hablar con el alguacil Bassett. A lo mejor él sabe algo.

Monty no entendía nada. El nombre de Iris no estaba en el libro de registros. No había estado en aquel hotel. Creía que ella estaría esperándolo, muy enfadada, posiblemente tan furiosa que no querría hablarle, pero que de cualquier manera lo estaría esperando. Lo hacía sentir un poco mejor el hecho de que Betty estuviera con ella, pero Iris no tenía dónde ir. ¿A dónde podía haber ido?

—Tengo dos caballos y una carta para usted —le dijo el alguacil a Monty—. Lo único que sé es que esas mujeres se marcharon del pueblo en el primer tren que pudieron coger. Yo mismo las llevé a la estación. No puedo permitir que las chicas decentes se paseen solas por el pueblo, y menos una chica tan guapa como la pelirroja. Ya tengo suficientes problemas con los vaqueros tejanos como usted —buscó en uno de los cajones de su escritorio—. Aquí esta su carta. Los caballos se encuentran en la caballeriza de Ham Bell.

Monty estaba demasiado atónito para moverse. No podía creer que Iris se hubiese marchado sin decir nada. No era correcto. No tenía ningún sentido. No era posible que se hubiera ido de aquella manera. Él aún tenía muchas cosas que decirle.

¡Lo había dejado!

Estas palabras resonaron en su cabeza como un grito demoníaco. Estaba tan enfadado que quería golpear a alguien. Quería herir a alguien tanto como lo habían herido a él. Pues se sentía verdaderamente herido. Mucho más que nunca.

Se sentía terriblemente frustrado. Estaba acostumbrado a enfrentarse con sus adversarios, a luchar por lo que quería. El contacto físico despiadado y brutal era en sí mismo un proceso purificador. Pero no había nadie con quien pelear. No había más que aquel terrible vacío, aquel lacerante dolor, la espantosa certeza de que le habían arrebatado algo que quería desesperadamente.

Monty extendió la mano para recibir la carta, pero no quiso abrirla. Se quedó mirándola fijamente. Iris debía de estar realmente ansiosa de marcharse de Kansas, o de evitar volver a verlo.

Quiso romper aquella carta en mil pedazos.

—¿Se encuentra usted bien? —preguntó el alguacil.

—Sí —respondió Monty distraídamente—. Estoy sorprendido. Eso es todo.

—Yo estaría más que sorprendido. Estaría tan decepcionado como un demonio si contara con que esa damita pelirroja me estuviera esperando. Aunque me gustaría saber en qué lugar logró encontrar a una mujer como ésa en el camino de Texas a Dodge.

Las palabras del alguacil dejaron helado a Monty. ¿Acaso era él tan obvio, la conmoción tan grande y su reacción tan fuerte que hasta un perfecto desconocido podía prácticamente leer sus pensamientos? El orgullo, cualidad que todos los Randolph tenían en gran abundancia, le permitió recobrar la compostura. Sus sentimientos eran privados, no tenía por qué compartirlos con nadie.

Ni siquiera con sus hermanos.

—Ella viajaba con nosotros —dijo Monty.

—¿Tiene otras chicas como ella?

—No. Es la única.

Monty salió de la comisaría. No quería que nadie lo mirara mientras leía su carta. En realidad, no quería leerla en absoluto, pero tendría que hacerlo tarde o temprano. Posponerlo no serviría de nada.

Querido Monty:

He decidido aceptar tu consejo y proseguir el viaje en tren. Ahora me doy cuenta de que debería haberte escuchado desde el principio.

Gracias por cuidarme con tanto esmero. Betty viene conmigo, de modo que no tienes que preocuparte por nosotras. Por fin eres libre para dedicar toda tu atención a tus vacas.

Nunca olvidaré lo que me dijiste aquella noche en la pradera, pero supongo que siempre supe que los dos éramos demasiado diferentes. Tenías razón al no pensar en matrimonio. No habría funcionado. Eres un hombre encantador a pesar de ti mismo, y espero que encuentres una mujer que pueda amarte y hacerte feliz. Sé que me deseas lo mismo.

IRIS RICHMOND

Monty estrujó la carta en la mano. Nunca habría creído que fuera posible sentirse tan abatido sin estar enfermo. Era inexplicable que se sintiera de aquella manera, pues había ido a Dodge a decirle a Iris exactamente las palabras que ella había escrito.

Entonces, ¿por qué se sentía como si le hubieran arrancado el corazón?

Porque deseaba poder verla una vez más. Porque esperaba darse cuenta de que estaba equivocado, y que algo cambiara. Pese a todos los esfuerzos que había hecho por convencerse a sí mismo, en realidad no estaba preparado para renunciar a ella.

Pero ahora era ella quien lo dejaba.

La enormidad de aquella sensación de pérdida era tal que estaba anonadado. No podía imaginar no volver a ver a Iris. Durante meses sus días habían empezado y terminado con esa chica. Pensar en ella, preocuparse por ella, amarla, se había vuelto una parte tan inherente a él como el hecho de ser un Randolph. No sabía cómo podría renunciar a ella sin perder una parte esencial de sí mismo.

Quizás ya la hubiese perdido. Quizás la gente nunca pudiese olvidar su primer amor, a pesar de lo tonto y poco práctico que esto pudiera parecer. Sabía que no podría olvidarla. Siempre la llevaría en su corazón. Y si lo que sentía en aquel momento era una muestra de lo que sentiría en el futuro, no quedaría espacio para nadie más.

Se había marchado a Wyoming con Betty. Estaba a salvo. Al menos no tenía que preocuparse por ella. No por el momento.

Monty abrió su puño. Alisó la carta y la guardó en el bolsillo de su camisa. Luego se dirigió al establo. Ya era hora de que fuera a buscar sus caballos. Era hora de que se marchara del pueblo.

Deseaba poder dejar atrás sus recuerdos con la misma facilidad.

Pero aquel no era el fin. No dejaría las cosas así. En aquel instante debía pensar en que tenía que comprar un hato y montar un rancho, y en la nueva vida que estaba por comenzar. Pero tenía la intención de buscar a Iris después.

Era posible que ella hubiese cometido el mismo error que él al pensar que todo había terminado, pero estaba equivocada.

Ambos estaban equivocados.

* * *

—Todo lo que realmente quiero es aprender a preparar un pavo —dijo Iris—, aunque Monty no esté aquí para comerlo.

—Tendrás que esperar hasta que tengamos una verdadera cocina —insistió Betty—. Además, en Wyoming no hay pavos.

El primer vistazo que echó Iris a la cabaña, la cual había sido construida para ser el centro de operaciones del rancho, hizo que diera un grito ahogado de consternación. Era una rudimentaria casa de troncos a punto de caerse, que contaba con una sola ventana y una piel de oso que hacía las veces de puerta. Nada había sido terminado en su interior. El suelo de tierra debía de ser muy húmedo en invierno y en primavera, y el montón de pieles no se parecía en nada a ninguna de las camas en las que había dormido a lo largo de su vida. No había nada en el techo para impedir que el polvo cayera sobre todo lo que había en la casa. Preferiría mil veces vivir en una de esas cabañas de adobe que había visto en Texas. Si Betty no estuviera con ella, Iris estaba segura de que habría dado media vuelta y se habría marchado.

Carlos y Joe podrían poner un suelo, pero tendría que comprar una cocina y camas decentes. Iris sabía que debía guardar celosamente cada moneda que tenía en el bolso. Esperaría hasta poder vender la caballada para comprar cualquier cosa que necesitara el rancho.

Betty preparaba las comidas en la cocina panzuda que se encontraba en la cabaña o sobre un hoyo abierto en el suelo. Insistió en que Iris debía aprender a cocinar de las dos maneras.

Ya hacía un mes que estaban en el rancho, e Iris había pasado cada día tratando de convertirse en la clase de mujer que Monty quería. Betty y ella limpiaron, fregaron y arreglaron aquella abyecta casucha hasta hacerla parecer un verdadero hogar. Había aprendido a preparar al menos tres comidas diferentes. No era mucho, pero por lo menos era un comienzo. También había recorrido a caballo hasta el último rincón de sus tierras, hasta llegar a conocerlas como la palma de su mano.

Cada día que pasaba parecía traer algo nuevo para demostrarle aún más a Iris cuánto había cambiado su vida, pero ya empezaba a enorgullecerse de sus logros. Había examinado la hierba y los riachuelos, había buscado abrevaderos y praderas de heno, y elegido el emplazamiento en el que erigiría las futuras construcciones del rancho. Aún tenía mucho que aprender, pero había dejado de ser la chica tonta que se había propuesto conquistar a Monty Randolph con sonrisas y miraditas.

Confiaba en que el arduo trabajo la ayudara a pensar menos en Monty, pero no había sido así. Seguía recordándolo con dolor. Pensaba que nunca dejaría de hacerlo. Betty le había dicho que el tiempo lo aliviaría todo, pero por primera vez Betty se había equivocado. Las cosas no hicieron más que empeorar. Todo lo que hacía parecía recordarle a Monty. Ya había desistido de tratar de no decir su nombre o de no pensar en él. Pero cada vez que lo mencionaba, el dolor de su ausencia la hería más profundamente.

Había sido muy difícil marcharse de Dodge sin verlo una vez más. Se preguntó qué habría sucedido cuando recibió la carta. Había pasado horas imaginando que abandonaría el hato para ir a buscarla. Después de una semana supo que no lo había hecho. Lo imaginaba en el camino, calculando los kilómetros que faltaban para estar junto a ella.

Pero se negó a pensar que la había olvidado.

La ansiedad estaba a punto de hacerla caer en un estado febril, cuando finalmente vio la primera vaca aparecer en el horizonte una soleada tarde de septiembre.

—¡Ya están aquí! —le gritó a Betty.

Iris se había montado en su caballo y se encontraba a casi cien metros de distancia cuando Betty salió de la cabaña.

Carlos fue la primera persona a la que vio. Cabalgaba orgullosamente a la cabeza de la columna de vacas. Le alegraba haberle dado la mitad de su herencia. Se había convertido en un hombre completamente diferente, en un hombre bueno.

—Bienvenido a casa —le dijo, sonriendo de oreja a oreja cuando se encontraron cerca.

Carlos pareció sorprendido de verla.

—No esperaba encontrarte aquí.

—¿A dónde pensabas que había ido?

—No lo sé. Hen dijo que nadie lo sabía.

—¿Qué pensó Monty?

—No tengo ni idea —le respondió Carlos—. No lo he visto desde que se marchó a Dodge.

—¿Dónde está?

—No lo sé. Hen dividió el hato y nosotros seguimos solos nuestro camino. Luego contratamos nuevos vaqueros, y desde entonces no he vuelto a ver a los Randolph. No te imaginas lo feliz que me hace.

—Pero ¿qué pasó con Monty? ¿A dónde fue?

—Hen dijo que fue a comprar un hato. No lo sé, y tampoco puedo decir que me importe.

Iris se sintió atrapada entre dos sentimientos, una esperanza naciente y un acuciante temor. ¿Dónde había ido Monty? ¿Regresaría? ¿Querría estar con ella cuando lo hiciera?

—Los hombres comerán pato —le dijo Betty a Iris—, especialmente si les damos muchos panecillos y abundante salsa.

Iris deseó poder entusiasmarse por limpiar el pato tanto como por prepararlo. Le alegró dejarle aquel trabajo a Betty cuando oyó que un caballo se acercaba.

El corazón le dejaba de latir cada vez que veía a un desconocido. El hato del Círculo Siete había llegado hacía un mes, y todos seguían sin tener noticias de Monty. Iris intentaba creer que él vendría a buscarla, pero cada día que pasaba hacía más difícil no temer que se hubiera marchado para siempre, que nunca regresara.

—Es una mujer —dijo Iris, mirando asombrada a una elegante dama vestida con ropa de hombre apearse de su caballo. Cabalgaba a horcajadas y era perfectamente capaz de desmontar sin ayuda alguna. La mujer sabía muy bien cómo manejar un caballo, pese a que Iris habría jurado que todo en ella revelaba que poseía una gran fortuna. A Iris le dio vergüenza abrir la puerta.

—Buenos días —dijo saliendo de la cabaña.

—Buenos días —respondió la desconocida—. Espero no haber llegado en mal momento.

—No. Estábamos pensando qué preparar para la cena. Soy Iris Richmond, la propietaria del rancho Doble D.

La mujer vaciló un instante.

—Yo soy Fern Randolph.

Iris se quedó paralizada.

—La cuñada de…

—Sí, la cuñada de Monty. Me casé con su hermano Madison.

Iris se sintió avergonzada. Madison era un hombre muy rico, que tenía mansiones en Chicago y en Denver. Su cabaña debía de parecerle un establo a aquella mujer acostumbrada a vivir en casas llenas de criados. Pero Iris no podía impedirle entrar. Por más avergonzada que estuviera, quería saber qué le había pasado a Monty. Se había obligado a permanecer alejada del Círculo Siete. Pero ahora que Fern estaba allí, no dejaría que se marchara hasta que hubiera obtenido toda la información posible sobre Monty.

—Me temo que esta es una cabaña muy humilde. Tal vez prefiera usted sentarse fuera.

—Se parece mucho a la casa en la que crecí —dijo Fern, acercándose resueltamente a la cabaña—. Un tornado la destruyó. Creo que supe que Madison realmente me amaba el día en que me compró una casa, la dividió en cuatro partes, hizo que la llevaran a la granja y volvió a armarla para mí.

—¿Se crió usted en una granja? —le preguntó Iris. En realidad no sabía nada acerca de Fern.

—En Kansas. Yo preparaba la comida, limpiaba, lavaba y me ocupaba del hato, hasta que Madison decidió que ya había trabajado demasiado y me obligó a ir a Chicago. Allí casi me mata del susto al llevarme a una enorme casa atendida por seis criados.

De modo que sí era posible. Si Fern lo había logrado, Iris también podría hacerlo.

—Entre, por favor —dijo Iris—. Tengo mil preguntas rondándome en la cabeza, y usted es la persona indicada para responderlas.

Empezaron a hablar en torno a una taza de café.

Luego salieron al jardín. Finalmente dieron un paseo a caballo.

—Tiene usted unas tierras estupendas —dijo Fern cuando se dirigían de regreso al rancho—. Estoy segura de que le irá muy bien.

—Podría irme bien si supiera tanto como usted.

—Ya aprenderá. —Fern se rió de manera imprevista—. ¿No es curioso? Habría dado cualquier cosa por poder hablar con alguien como usted cuando llegué a Chicago. Madison sabía que no podía llevarme a Boston. Quiso hacerlo, pero yo no se lo permití. Y ahora estoy aquí enseñándole a usted a vivir como yo lo hice durante tanto tiempo.

—¿Alguna vez echa de menos esa vida?

—A menudo. Aunque no lo suficiente como para abandonar a Madison y a los chicos, pero echo de menos los espacios abiertos y el hecho de no tener que ponerme vestidos. Creo que lo que más echo de menos son mis pantalones.

—No me atrevía a tocar el tema.

—Solía llevar pantalones todo el tiempo. Me negaba a ponerme un vestido. Sólo me puse uno para conquistar a Madison, y lo sigo haciendo para conservarlo.

—No todas las decisiones son así de fáciles.

—No fue una decisión fácil, aunque ahora lo parezca. Supongo que fue tan difícil como la suya.

—Yo no tenía más alternativas. Este rancho era todo lo que tenía.

—No me refería al rancho, sino a su decisión de renunciar a Monty. Es obvio que aún lo ama.

—Yo… ¿Cómo decirle?

—Ha mencionado su nombre al menos una docena de veces esta tarde. Cuando habló de él, pone usted una cara muy seria, como si no quisiera perderse una sola palabra de lo que digo. Pero supongo que este rancho es la prueba más evidente. Está usted tratando de convertirse en algo que nunca ha sido porque piensa que eso es lo que Monty quiere.

—¿Acaso no es así?

—Si quiere saber la respuesta a esa pregunta, tendrá que preguntárselo a él.

—¿Cómo podría hacerlo? Nadie sabe donde se encuentra.

—¿Se lo preguntaría si estuviera aquí?

—No.

—¿Por qué no? La ama tanto como usted lo ama a él.

El rostro de Iris se contrajo por el dolor. Eso no era posible. Él no estaba allí.

—Usted no diría eso si hubiera oído cómo me pidió que me fuera a Dodge.

—A lo mejor no entendía muy bien sus sentimientos en aquel momento.

—A lo mejor él no, pero yo . No hice más que causarle numerosos problemas y quería que saliera de su vida.

—¿Por qué cree usted que he venido hoy aquí?

—Eso es precisamente lo que me he estado preguntando.

—Porque Monty me pidió que lo hiciera. Quería saber cómo le estaba yendo.

—¿Por qué no ha venido él?

—La carta que usted le dejó lo disuadió de ello tan eficazmente como a usted sus palabras. Ahora está tratando de hacer lo mismo que usted.

—¿Qué?

—Convertirse en la clase de hombre que cree que usted quiere.

—Hace dos meses que estoy aquí, y no he tenido noticias suyas una sola vez. No es posible que haya pensado mucho en mí.

Fern sonrió.

—Permítame enseñarle algo.

Se encontraban cerca de la cabaña. Fern llevó a Iris a una hondonada que un círculo de rocas enormes impedía ver. Del otro lado había un carromato. Dentro de éste Iris encontró una cocina de hierro fundido que funcionaba con leña y con carbón, dos camas con gruesos colchones, varias colchas, una mesa e innumerables sillas, una cómoda, un molinillo de café y sacos de harina, azúcar, café y tocino. Casi todo lo que había planeado comprar con el dinero que recibió al vender la caballada.

—Monty quería asegurarse de que tuviera usted provisiones suficientes para todo el invierno. Dijo que le preocupaba el dinero.

A Iris se le empañaron los ojos. Monty había estado pensando en ella. Aún la amaba. Tenía que ser así, o de lo contrario nunca habría enviado todo aquello. Pero ¿la amaba lo suficiente como para casarse con ella?

—Monty no escogió todo esto. Él…

—Yo lo compré, pero él me dio una lista de todo lo que usted necesitaba.

Fern guardó silencio para esperar que Iris le respondiera, pero ella no dijo una sola palabra. No podía. No sabía por dónde empezar.

—Debería darle las gracias —dijo Fern.

—Le escribiré una carta. Usted podría llevársela.

—En persona.

—No puedo ir al Círculo Siete. Hen me odia, y no creo que tampoco les caiga muy bien a Tyler y a Zac.

Iris sabía que sus objeciones eran irracionales, pero no podía pensar con claridad. Durante dos meses había esperado aquel momento, había luchado por él, había rogado para que llegara. Pero ahora que lo tenía al alcance de la mano, estaba muerta de miedo. Toda su vida estaba pendiente de un hilo. Si Monty la rechazaba esta vez, sería definitivo. Para siempre. No sabía si estaba dispuesta a correr este riesgo.

—Hen se ha marchado —le dijo Fern—. Nadie parece saber a dónde. Tyler fue a Nueva York a aprender más sobre cocina. Y Zac regresó a la escuela después de pasar un par de semanas con nosotros en Denver. Sólo Madison esta allí.

—No podría… Monty no querría… Usted no entiende —terminó de decir Iris de manera poco convincente.

—Monty tampoco estará allí.

¡Monty se había marchado de Wyoming! Iris no entendía por qué le había enviado el carromato. No era posible que siguiera amándola.

—¿Cuándo regresó a Texas?

—No lo hizo. Después de que usted se marchó de Dodge, él compró un hato y empezó a buscar un rancho para él.

—¡Qué!

—Según Hen, quien nunca ha aprendido a expresarse de una manera que tenga en cuenta los sentimientos de los demás, el hecho de traerla a usted a Wyoming hizo que Monty lo pasara tan mal que supuso que, en comparación, administrar dos ranchos sería muy fácil. Así que compró un hato y estableció su propio rancho al norte del Círculo Siete. Según Hen, estaba decidido a demostrarle que ya no estaba viviendo bajo la batuta de George.

Los comentarios de Hen no afectaron a Iris. Ya nada de lo que los demás dijeran importaba. De repente, todas sus esperanzas renacieron.

—Tengo que ver a Monty.

—Esperaba que dijera eso. Vaya al Círculo Siete mañana lo más temprano que pueda. La llevaré a verlo.

El corazón de Iris empezó a latir desenfrenadamente. Estaba tan emocionada que no podía pensar. Monty quería casarse con ella. Tenía que ser así. No podía haber ninguna otra explicación para el carromato y el rancho. Quería ir a verlo en aquel mismo instante, a pesar de que sabía que eso no era posible. No sabía cómo haría para esperar hasta el día siguiente.

—Estaré allí antes de las nueve —dijo.

—Muy bien. Ahora será mejor que regrese al rancho. Emparentarse con el clan Randolph tiene una gran desventaja, todos piensan que tienen derecho a preocuparse por una.

Iris no podía ver eso como una desventaja. Después de no haber tenido a nadie que se preocupara por ella durante semanas, pensaba que eso sería absolutamente maravilloso.

* * *

—Esto no me gusta nada —dijo Carlos—. Nos ha ido muy bien sin los Randolph. No veo ningún motivo para empezar a tratarnos con ellos de nuevo.

—No puedo aceptar todas estas cosas sin al menos darle las gracias —dijo Iris.

—Devuélveselo todo. Ahora que tienes el dinero que ganaste por la venta de los caballos, no necesitamos nada.

Joe le había vendido la caballada a uno de los grandes ranchos cuyo propietario era algún millonario del este. Le habían pagado más de mil dólares.

—Tú nunca podrás devolverle el carromato al señor Randolph, ir a Cheyenne a buscar todas las cosas que él ya compró y regresar aquí antes de que empiece a nevar —dijo Betty—. Tal vez ahora creas que no tiene nada de malo dormir sobre un montón de pieles ni cocinar sobre un hoyo en el suelo, pero no pensarás lo mismo cuando llegue el invierno y todo lo que tengas para comer sea una sopa guisada en esa cocina panzuda.

—Me gusta la sopa.

—Pero a mí no —dijo Joe—. No veo ninguna razón para no ser cortés con los vecinos.

Carlos sabía qué había inducido a Joe a hacer ese comentario. No había podido llevar a cabo su plan de casarse con Iris. Ella no sólo le había dejado en claro que no estaba interesada en él, sino que además había guardado las distancias. Carlos sabía que ella no confiaba en Joe. Pero ¿acaso debería hacerlo? Evidentemente, Joe no había olvidado su plan de secuestrar a Iris para exigir un rescate por ella, el oro de los Randolph.

Era casi imposible olvidarse de una suma de 20.000 o 30.000 dólares, pero si era verdad que los Randolph tenían todo ese oro, no sería tan fácil sacárselo. Ellos no eran precisamente conocidos por ser unos tontos, y mucho menos por ser imbéciles.

Los Randolph defendían lo que era suyo. Si Joe no había comprendido esto antes, debería haberlo hecho cuando fueron a perseguir a aquellos cuatreros. Mirar los fríos ojos azules de los gemelos sería suficiente para asustar a cualquier persona. La muerte fulguraba en la mirada de Hen tan claramente como una determinación impasible se dejaba ver en la de Monty. A Joe no le extrañó cuando Tyler accedió de buena gana a cambiar su cuchara de cocina por una pistola. Tampoco se sorprendió cuando ese loco chiquillo, Zac, de repente se convirtió en un hombre de denodada determinación. A Joe sólo le bastó mirar a los cuatro hermanos para saber que los cuatreros no tenían posibilidad alguna de salir bien librados.

—De acuerdo, ve allí si es absolutamente necesario, pero yo iré contigo.

—Iré sola. Esto no te concierne en absoluto.

Carlos abrió la boca con la intención de oponerse.

—Deja que vaya sola —dijo Joe al tiempo que agarraba a Carlos del brazo y hacía que se volviera hacia él—. No podemos permitirnos el lujo de perder todo un día si queremos terminar nuestro trabajo antes de que llegue el invierno.

Ya se habían producido algunas neviscas en las colinas más altas. La primera nevada podría caer en cualquier momento. Tenían que cortar todo el heno que les fuera posible, pues las vacas aún no habían aprendido a buscar comida durante el invierno de Wyoming.

Carlos apartó bruscamente la mano de Joe.

—Si no regresas esta misma noche, iré a buscarte —le dijo a Iris antes de dar media vuelta y salir de la cabaña dando grandes zancadas.

—Ya se calmará —le aseguró Joe a Iris—. Simplemente está celoso. Cree que no confías en él tanto como en Monty.

—Creo que Carlos está haciendo un buen trabajo —dijo Iris—, y se lo he dicho muchas veces.

—Lo sé, pero aún necesita tiempo para fortalecer la confianza en sí mismo.

—Lo tendrá —dijo Iris con sequedad—. Tiene muchos años por delante para hacerlo.

* * *

El mismo pensamiento le pasó a Carlos por la cabeza mientras se dirigía a la barraca. Deseaba que llegaran esos años. Le gustaba tener un rancho propio, aunque legalmente todavía no fuera dueño de una sola vaca. Le gustaba el hecho de trabajar para sí mismo. Quería tener la oportunidad de convertirse en una persona responsable y decente. Pero la mirada en los ojos de Joe le decía que no había renunciado a su plan de secuestrar a Iris. De hecho, su rabia le decía que estaba dispuesto a luchar contra el mismo Carlos para conseguir lo que quería.

Carlos miró a su alrededor. El rancho difícilmente era digno de este nombre. La casa no era más que una cabaña. Aún era necesario rellenar de barro las grietas de la barraca, y sólo tenían un corral. Pero se encontraban rodeados de hierba por todas partes, hierba regada por las aguas que bajaban de las altas montañas del oeste. Sería un magnifico rancho en unos cinco o diez años, un rancho del que un hombre y su hermana podrían sentirse orgullosos.

Carlos decidió en aquel mismo momento que no permitiría que Joe secuestrase a Iris. No quería que ella se casara con Monty, pero si eso era lo que deseaba, al fin y al cabo era asunto suyo. Después de todo lo que ella había hecho por él, no podía pagarle su amabilidad impidiéndole ser feliz. Tampoco podía dejar que Joe extorsionara a los Randolph, aun si tenían dinero más que suficiente para pagar. Iris le había dado a Carlos la mejor oportunidad que jamás tendría de convertirse en alguien. No pensaba echarla por tierra permitiendo que Joe hiciera algo tan atroz.

Pero no sabía qué hacer. Ahora que se había parado a pensar en ello, se daba cuenta de que Joe era un hombre despiadado y cruel. No sabía si él guardaba algún tipo de lealtad hacia alguien que no fuera él mismo. Por lo que podía recordar, Joe siempre veía todo como una oportunidad de obtener algún beneficio personal. No demostraba gratitud alguna por las cosas que conseguía. No sería fácil detenerlo.

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