Iris

Iris


Capítulo 1

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Primavera de 1875
Sur de Texas

Por fin llega.

Iris Richmond se alisó una arruga en la falda de lana azul oscuro con mano temblorosa, y se ciño el cuello de la chaqueta a juego. El frío de la tarde de marzo la hacía tiritar, pero ni por un instante consideró la posibilidad de echarse por encima la gruesa capa que había dejado doblada en el asiento de la calesa. Su madre siempre decía que cuando se trataba de convencer a un hombre de que hiciera algo que no quería hacer, el aspecto de una mujer era tan importante como cualquier razonamiento. Cubrirse con la capa habría sido como ir a un duelo sin pistola.

Iris necesitaba todas sus armas ese día. Ninguna decisión había sido nunca tan importante para ella como la que Monty Randolph tomaría en los próximos minutos.

Se cambió de sitio en el banco que había junto al corral, luego pensó que el asiento anterior era mejor, y volvió a cambiar de lugar. Le alegraba que las pacanas que rodeaban el banco no hubieran empezado a echar brotes. Lo único que impedía que le castañetearan los dientes era el calor del sol.

Desde donde estaba sentada, Iris tenía una vista panorámica de las cerca de 4.000 hectáreas de monte bajo y pradera que conformaban el corazón del imperio Randolph. Después de pasar cuatro años en San Louis, aquella le parecía una tierra extraña. A pesar del agradable frescor que emanaba en verano del riachuelo que serpenteaba por el territorio de los Randolph, de sus orillas bordeadas de altísimos robles y pacanas o de la comodidad de la amplia casa de la colina, aquella era una tierra agreste. Se preguntó por qué lloraba cuando la enviaron al colegio. ¿Qué pudo haber echado de menos de aquella región polvorienta, calurosa y llena de espinos que le estropeaban la ropa y hacían que se sintiera tan a disgusto allí?

Un viento fresco proveniente del sur le llevó el olor del ganado e hizo que su pelo rojo, largo y abundante le azotara el rostro. Intento peinárselo con los dedos, pero el aire se lo había enredado por completo. Ojalá se le hubiera ocurrido traer un cepillo y un espejo.

«Tranquilízate. Te estás comportando como si él fuera un completo desconocido para ti, y no alguien a quien conoces desde hace mucho tiempo».

Pero ya no lo conocía.

Monty Randolph era el vaquero alto, guapo y bondadoso del que se enamoró cuando tenía trece años. Él toleró su efusiva adoración, soportó que se presentara en cualquier momento del día o de la noche dondequiera que él estuviese e incluso aceptó bailar con ella en una fiesta en Austin. Siempre protestaba y maldecía, pero también se aseguraba de que a ella nunca le pasara nada.

No obstante, el mes anterior había regresado a casa por primera vez desde que se marchó al internado, y se encontró con un Monty respondiendo completamente de manera cortés a su sonriente saludo. Y desde entonces no permitía que se le acercara.

Ya había dejado atrás el enamoramiento de la niñez, pero la conmoción que le produjo su rechazo la había herido mucho más de lo que habría podido imaginar. Ni siquiera Rose supo decirle qué lo había hecho cambiar.

«Eso no tiene ninguna importancia siempre que acepte ayudarme».

Iris no sabía suplicar, la sola idea le resultaba de lo más desagradable, pero tenía que hacer todo lo posible para convencer a Monty de que la ayudara. Era la única manera que tenía para evitar arruinarse por completo. Recordó aquella deprimente mañana de enero en que fue a ver a un abogado de Nueva Orleans. Un escalofrío que nada tenía que ver con el viento de marzo hizo que le castañetearan los dientes. Se encontraba muy alterada por la muerte de sus padres, pero recordaba cada palabra que él dijo.

—La situación no es tan buena como yo esperaba.

—¿Qué quiere decir? —le pregunto Iris.

Sus padres habían muerto en el accidente de un barco de vapor cuando viajaban a San Louis para visitarla. El bufete de abogados de Finch, Finch & Warburton había sido designado albacea del patrimonio.

—Había muchas deudas que saldar. Su madre… —su voz se fue apagando.

—Mi madre era muy derrochadora —dijo Iris por él.

—Lamentablemente, era mucho más derrochadora de lo que su padre podía costear.

—No entiendo.

Sus padres nunca habían dado señales de que el dinero hubiera empezado a escasear.

—Hace un año su padre pidió prestada una importante suma de dinero, y puso el rancho como garantía. Desgraciadamente, no realizó ninguno de los pagos estipulados en el préstamo. La colección de joyas de su madre, que a juzgar por este inventario habría sido más que suficiente para cancelar la deuda, se perdió en el accidente. —La expresión de su rostro era seria.

—Aún soy dueña del rancho, ¿verdad? —preguntó Iris. Tenía un nudo en el estomago. Sabía que era a causa de los nervios, pero no desaparecía con nada. Por el contrario, parecía hacerse más grande a medida que pasaba cada angustioso minuto.

—A menos que pueda usted cubrir los atrasos en el plazo de cuatro meses, el banco tomará posesión del rancho. Ignoro si los muebles de su casa seguirán intactos, pero me han informado que los cuatreros le están robando el ganado. Le sugiero que vaya a casa y haga lo posible por proteger su herencia mientras aún haya algo que salvar.

Cualquier intención que Iris hubiera tenido de recurrir a sus amigos de la ciudad había desaparecido antes de que pudiera ponerla en práctica. Era como si todos hubiesen leído un anuncio de su situación en el St. Louis Post Dispatch con el café de la mañana. Antes de que cayera la tarde Iris se había convertido en persona non grata en por lo menos diez lugares en los que hasta el día anterior la habían recibido amablemente. Jurando que regresaría a San Louis en la misma posición de antes o que nunca más volvería a poner un pie en aquella ciudad, Iris se marchó de allí hecha una furia.

Texas demostró ser aún menos hospitalario. Los muebles de su casa estaban a salvo, pero el banquero resultó ser un hombre muy obstinado. Nada de lo que ella le dijo lo conmovió. O encontraba el dinero a tiempo o perdía el rancho.

Entretanto, los cuatreros seguían llevándose su ganado.

Iris empezó a desesperarse. Su futuro dependía de aquel hato. Si lo vendía, el dinero no tardaría en desaparecer y ella se quedaría sin un céntimo. Si no hacía algo pronto, los cuatreros se llevarían todas sus vacas, y se quedaría sin un céntimo de todos modos. Y aun si lograba preservar su ganado, en un mes se quedaría sin un rancho donde guardarlo.

En medio de su desesperación pensó en Monty.

Él llegaba en aquel momento para reunirse con ella, pero con sólo mirar su rígida postura al cabalgar, la petrificada expresión de su cara, la manera como hacía que su caballo aflojara el paso, supo que sólo tendría una oportunidad para convencerlo de que la ayudara.

Y supo también que él se negaría a hacerlo.

* * *

Ella lo estaba esperando.

Monty Randolph tiró con tanta fuerza de las riendas de Pesadilla, que el caballo chilló en señal de protesta. Pero en el momento mismo en que se disponía a dar media vuelta para alejarse de allí, cambió de opinión. Ésta era la tercera vez que Iris intentaba abordarlo. A poco que se pareciera a su madre, eso sólo conseguiría acrecentar su determinación. Sería mejor que averiguara lo que quería, le dijera que no y se deshiciera de ella.

«¡Hay que ver! Lleva un vestido que se haría trizas sólo con que caminara cincuenta metros por el monte. ¿Acaso no sabe que ha vuelto a Texas?»

Iris había atado su caballo a un poste y descansaba en el banco que George había hecho construir en un bosquecillo de pacanas que habían sido trasplantadas desde el riachuelo. A sus diecinueve años era una chica de aspecto encantador, que con toda seguridad haría que el corazón de cualquier hombre latiera un poco más deprisa. Era guapísima, absolutamente perfecta. Sus labios carnosos y sus mejillas redondas le daban un categórico toque de sensualidad.

Su pelo hacía que la gente se parara en seco y se quedara mirándola fijamente. No había otra mujer en todo el estado de Texas con un cabello tan irresistiblemente pelirrojo. La luz del sol que rebotaba contra él era suficiente para causar una estampida. Igualmente deslumbrantes, sus ojos eran de un verde intenso, su vestido no tenía nada de impúdico, pero se ajustaba a su cuerpo de una manera que habría hecho que las matronas de Austin chasquearan la lengua.

Monty se había jurado no mostrar más que indiferencia cuando estuviera frente a ella, pero su cuerpo, los fuertes latidos de su corazón, burlaban sus intenciones. Al ver aquellos voluptuosos pechos presionando contra la tela de su canesú, él notó cierta tirantez en la ingle. Anhelaba extender las manos para tocar su firme suavidad. Deseando con todas sus fuerzas que su cuerpo no delatara la tensión que estiraba todos sus nervios hasta el punto de producirle un dolor físico, Monty obligó al caballo a aflojar el paso. Hablaría con Iris, pero de ninguna manera dejaría ver que tenía prisa alguna por hacerlo.

Estuvo tentado de cerrar sus ojos para no tener que mirarla, pero eso no habría servido de nada. Era como si su imagen se le hubiera quedado grabada dentro de los párpados. Iris se había convertido en el vivo retrato de su madre. Ningún hombre, después de mirar a Helena Richmond por primera vez, podía olvidar el más mínimo detalle de su aspecto físico.

Ojalá Iris fuera aún aquella chiquilla inocente de pelo rojo ondulado que lo seguía por todo el condado de Guadalupe. Era realmente pesada, pero en aquel entonces había algo entrañable en ella. Independientemente de cuanto le irritara la adoración que le profesaba, era incapaz de permanecer mucho tiempo enfadado con ella. Incluso la echó un poco de menos cuando sus padres la enviaron al internado.

Todavía recordaba a aquella desgarbada chica de trece años, vestida con su traje nuevo de montar, sentada a horcajadas en aquel ridículo caballo de silla que su madre le había comprado. Era una niña encantadora por naturaleza, la clase de chiquilla graciosa de la que cualquier hombre quedaría prendado.

Pero la mujer que se acercó a él en el baile del mes anterior no tenía nada en común con aquella niña con aspecto de muchachito. Era una seductora, y cuando la contempló cruzando el salón empezó a hervirle la sangre. Entonces prefirió salir huyendo antes que reconocer su confusión. Aún no había puesto en orden sus sentimientos, y ver a Iris en aquel momento lo hacía sentir como si estuviera firmando su sentencia de muerte.

Mientras cabalgaba hacia donde se encontraba Iris, se consolaba pensando que después de aquel día nunca más estaría obligado a verla. Se iba a Wyoming, y no tenía intención de regresar.

* * *

—Buenas tardes, Monty —le saludó Iris con su sonrisa más radiante.

Una sonrisa que podría causar más estragos entre los vaqueros que cualquier otra cosa que pudiera presentarse de aquel lado del Río Grande. Y eso incluía a cuatreros, bandidos y renegados belicosos. Ella sólo tendría que lanzar una mirada con aquellos ojos verdes o parpadear con sus gruesas pestañas negras para que se formara al instante una fila de tontos, desde aquel lugar hasta Pecos, rogándole que les dejara hacer algo tan estúpido como cabalgar hasta Nueva Orleans para comprarle un liguero.

No es que ella hubiera hecho nada vergonzoso, como enseñar las piernas, pero Monty esperaría cualquier cosa de una hija de Helena Richmond. No había nada que Helena no hubiera hecho en algún momento de su vida. Ni que decir tiene que Monty no estaría en aquella fila. A sus veintiséis años se consideraba demasiado joven para enredarse con una mujer. Cuando tuviera la edad de George, quizá empezase a buscar una esposa. O quizá no. Rose era una buena mujer, la esposa perfecta para cualquier hombre que deseara casarse, pero a Monty eso no le interesaba.

Se apeó de su caballo. Poniendo a Pesadilla entre Iris y él, lo ató al poste.

—¿Qué haces vestida así? —le preguntó—. ¿Te has perdido de camino a una fiesta?

Era como estar de nuevo frente a Helena, meneándose en aquel vestido como si tuviera hormigas en la blusa.

—Llevo una eternidad esperándote —contestó Iris, mirándolo con las pestañas entrecerradas—. Rose me dijo que no tardarías en regresar, pero creí que nunca lo harías.

—Bueno, pues ya estoy aquí. ¿Qué quieres?

—¿A qué viene tanta prisa? La cena no estará lista hasta dentro de una hora.

—Tengo mucho trabajo —dijo Monty mientras soltaba la cincha de Pesadilla—. El hecho de que tú no tengas nada que hacer en todo el día, aparte de vestirte con tus mejores trajes y venir aquí a darme la lata, no significa que yo no esté ocupado.

Iris se irguió en el banco. Sus ojos brillaban de indignación.

—Monty Randolph, ¿cómo te atreves a decir que te estoy dando la lata, especialmente después de tenerme aquí esperando?

Iris no podría verlo de otra manera. Definitivamente era igual que su madre.

—No has hecho más que darme la lata desde que tenías trece años. Y no dejarás de hacerlo hasta que no me digas lo que quieres. Así que acabemos con esto cuanto antes.

La miró desde el otro lado del lomo de Pesadilla. Se diría que estaba tratando de decidir cómo dirigirse a él. Ya debería saber que lo mejor era hacerlo sin rodeos. Pero Helena no le había enseñado a ser directa, y ella tampoco sabía cómo serlo.

Iris se puso de pie y se acercó a Monty. Su cuerpo se contoneaba de modo seductor al andar.

—Rose me ha contado que vas a llevar una manada a Wyoming —dijo ella, siendo mucho más directa de lo que Monty esperaba.

—Aún no lo sé. Lo estoy pensando.

Ya había decidido emprender camino a principios de abril, pero no tenía mucho sentido decírselo a Iris.

Ella rodeó a Pesadilla.

—Me han dicho que hay allí muchas tierras disponibles para quien las quiera.

—La mejor tierra de pastoreo que he visto en mi vida —dijo Monty, incapaz de no revelar su entusiasmo ante un tema que lo apasionaba—. El pasto te llega a la cintura y se extiende hasta donde alcanza la vista, y hay más agua de lo que nadie en Texas podría imaginar.

—¿Y hay indios?

—Sí, están al norte de Laramie y Cheyenne. Pero no pienso preocuparme por ellos, es decir, si voy —dijo Monty, intentando escaparse por la tangente. No quería comprometerse hasta saber que quería Iris—. Hen y yo luchamos contra los indios donde tu padre se compró el rancho, y los derrotamos.

Iris estaba demasiado cerca. Monty quitó la silla de su montura y la puso sobre la valla del corral.

—Si hay tantas tierras, ¿por qué nadie se ha apropiado de ellas?

—Lo harán. En cuanto el gobierno saque a los indios de allí, la gente saldrá en estampida hacia esa región.

—Así que si una persona quisiera adquirir muchas tierras de pastoreo, éste sería el momento de ir.

—Sí. Debería reunir un hato y dirigirse a ese lugar enseguida. Jeff dice que el ejército empezara a perseguir a los indios en cualquier momento. No resistirán más de un año.

Pasó junto a ella para poner el sudadero sobre la valla. Le alisó las arrugas.

—Debe de ser un viaje largo y costoso.

—Cuesta cerca de cuatro mil dólares, y se tarda alrededor de cuatro meses en llegar.

Monty no podía entender qué quería Iris. Hasta el más inexperto de sus empleados podría haberle contado todo lo que él le había dicho.

—¿Hay algo más que quieras saber? —Le preguntó Monty al tiempo que quitaba las trancas y arreaba a Pesadilla para que entrara en el corral—. Tengo trabajo que hacer.

Le quitó la brida al caballo, y éste se alejó a medio galope, saltando y brincando alegremente.

—¿Cuándo piensas marcharte? —le preguntó Iris, yendo tras él. Sus pestañas se sacudían como fundas de almohada con el viento de marzo. Quería algo, y estaba a punto de pedirlo.

—No he dicho que vaya a marcharme.

Sus pestañas pararon en seco.

—Sé que vas a hacerlo. Tus ojos se iluminan como estrellas en una noche de verano cuando hablas acerca del pasto de ese lugar. Eres el único hombre que conozco que puede entusiasmarse más con una vaca que con una mujer.

Una vez más Iris estaba tan cerca de él que se sintió perturbado. No quería compadecerse de sus problemas, pero era una mujer guapísima. No podía ser indiferente ante esto. Sin embargo, ¿cómo debía tratar a una mujer que parecía tan ardiente como para derretir un carámbano de hielo en pleno mes de enero, cuando él aún la recordaba llevando coletas?

Lo único que sabía era que tenía que salir corriendo como un loco antes que hiciera algo que pudiera lamentar.

—Sé qué esperar de las vacas —dijo Monty mientras levantaba su silla de montar de la valla—. Con las mujeres nunca se sabe. La mayoría de las veces te dicen una cosa cuando en realidad quieren decir otra completamente distinta.

—Bueno, pues yo te diré lo que quiero decir, y quiero decir exactamente lo que digo —soltó Iris. Le brillaban los ojos, y se había puesto roja, picada en su amor propio. En aquel momento no había nada tonto ni coqueto en ella.

—No quiero saber qué…

—Pienso ir a Wyoming, y quiero que tú me lleves.

Monty no se habría quedado más sorprendido si ella le hubiera dicho que quería casarse con él y que tenía al pastor esperando dentro de la casa. Dejó caer la silla sobre sus pies.

—¡Por todos los demonios, Iris! —Exclamó al tiempo que le daba una patada a su silla en señal de frustración—. No puedes ir a Wyoming.

—¿Por qué no?

—No tienes a nadie que cuide de ti.

—Tú cuidarías de mí hasta que llegáramos allí. Después ya podre cuidarme sola.

—No, no podrás —manifestó Monty—. Si crees que Texas está lleno de cuatreros y de bandidos, allí es aún peor.

—No puedo quedarme aquí.

—¿Por qué?

Iris vaciló, luego apartó la mirada.

—No puedo decirte por qué. Simplemente no puedo.

George tenía razón. Algo terrible estaba ocurriendo en el rancho Doble D, Iris había dejado de actuar como su madre. Era lo bastante joven y genuina para que el miedo la hiciera olvidar su comportamiento insinuante. Monty sintió que su cuerpo empezaba a relajarse. Quizás las enseñanzas de Helena no hubiesen calado demasiado en ella. En aquel momento había vuelto a ser la chiquilla que él conocía: abierta, cándida, capaz de salvar todas sus defensas sin que él pudiera hacer nada por impedirlo.

—Si necesitas dinero, podrías vender unos novillos.

Sus miradas se cruzaron, y el orgullo hizo que a ella se le contrajera el cuerpo entero.

—Papá vendió todos los que pudo reunir el año pasado. Sólo tengo ganado de reproducción. Si lo vendo, no me quedará nada.

Él lo sabía. Todo el mundo en el condado de Guadalupe lo sabía. Pero ella le estaba ocultando la verdadera razón.

—Tal vez debas vender tu rancho y regresar a San Louis.

—¡Nunca! —A Iris le centelleaban sus esplendidos ojos. Se acercó a Monty hasta que sus cuerpos estuvieron a punto de tocarse—. ¿Por qué no quieres llevarme? —le preguntó ella.

«Es igual que Helena», pensó Monty. Si no hacías lo que ella quería, te envolvía en sus encantos hasta que te volvía tan loco que ya ni sabías lo que decías. Tuvo que recurrir a toda su fuerza de voluntad, pero Monty se mantuvo firme. No iba a permitir que ni Iris ni ninguna otra mujer lo manipulara.

—Porque tengo demasiadas cosas que hacer para jugar a ser la niñera de una chica durante tres mil kilómetros de camino a través de una región inhóspita. Además, no puedo llevar dos hatos. Es demasiado arriesgado. No tengo ni los hombres ni los caballos suficientes. Y después de una temporada de sequía tan larga, no habrá suficiente pasto ni agua para una manada de ese tamaño.

—Quiero ir a Wyoming.

—Entonces contrata a un arriero. Hay muchos que conocen ese camino.

—Quiero que seas tú quien lleve mi ganado.

—Pues eso no es posible —afirmó Monty, inclinándose para recoger su silla—. Voy a Wyoming por mi familia, por nadie más.

—Ya tengo unas tierras allí. Papá registró dos terrenos en Bear Creek el año pasado.

—Estupendo, pero de todos modos no pienso llevarte. No servirá de nada adularme, llorar, poner cara de ofendida ni recurrir a ninguno de los trucos que tu madre usaba con todos los hombres que se le acercaban. Nada de eso funcionará conmigo.

—¿Por qué? ¿No te gustan las mujeres?

Monty se sonrojó. ¡Si supiera cuánto le gustaban las mujeres! Le producían un gran apetito, un apetito que mitigaba con tanta frecuencia y tan prontamente como podía. Apreciaba su compañía de una manera alegre y sin complicaciones, así como disfrutaba encontrarse entre sus brazos.

Pero no podía hacer eso con Iris. ¡Por el amor de Dios!, aún recordaba a aquella chiquilla alocada de doce años que cabalgaba a todo galope por el campo sin pensar en el riesgo que corría su vida.

Pero ya no quedaba nada de aquella niña en Iris. Tenía el cuerpo de una mujer, el porte y la seguridad en sí misma de una femme fatale que sabía que todos los hombres que conocía la deseaban. El efecto que ella producía en él era poco más o menos como el de un árbol cayendo sobre la cabeza de un oso pardo o como una riada precipitándose con toda su fuerza por el cañón de una montaña. Él sentía el irresistible deseo de llevarla a algún lugar apartado y no volver a salir de allí en tres días.

El cuerpo de Monty se había puesto rígido, pero en ningún momento consideró la posibilidad de tocar a Iris. Logró dominar sus impulsos con gran dificultad.

—Me gustan mucho las mujeres, pero no en un camino de ganados.

—Pues bien, yo pienso ir a Wyoming, Monty Randolph, y no podrás impedírmelo.

—No pienso intentarlo.

Iris parecía desconcertada. Monty imaginó que ella no podía creer que él realmente se hubiera negado a llevarla a Wyoming. Supuso que no le habrían dicho «no» más de una media docena de veces en toda su vida, y era muy probable que cinco de ellas no contaran en absoluto.

—Nunca te he pedido nada tan importante como esto. Tengo que ir allí.

—¿Por qué? —tenía que haber alguna razón de mayor peso que los cuatreros. Si eso fuera todo, ella ya estaría intentando usar todas sus artimañas con Hen—. Dime la verdad, toda la verdad.

—Está bien. En todo caso todo el mundo se enterará tarde o temprano —dijo Iris. La dureza de su voz y de la expresión de su rostro desterró todo indicio de coquetería—. El banco me va a quitar el rancho. En menos de dos meses me quedaré sin un lugar donde vivir.

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