Iris

Iris


Capítulo 6

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Iris empezó a correr de manera tambaleante y torpe. Sus maltratados músculos se negaban a funcionar con normalidad. El asustado ternero berreaba tan lastimeramente que ella esperaba que la madre se preocupara más por consolar a su cría, que por atacar a una inocente transeúnte.

Al mirar por encima de su hombro comprendió que no tenía tanta suerte. Lo peor era que varios longhorns más, atraídos por las llamadas de socorro del ternero, empezaban a acudir al lugar. Iris sabía que no tenía ninguna posibilidad de llegar al campamento antes que aquellos furiosos animales. Sus bramidos no parecían haber alertado a nadie. Ni siquiera los vaqueros que estaban de guardia se habían dado cuenta de lo que estaba sucediendo.

Iris tropezó, pero se levantó de nuevo y siguió corriendo con gran dificultad. Sus cansados músculos crujían en señal de protesta.

De repente, oyó el estrepito de unos cascos acercándose desde el campamento. Alzó la vista y vio a Monty galopando hacia ella. Lanzándose hacia él, Iris se aferró desesperadamente al brazo que descendió para levantarla como si su cuerpo fuese tan liviano como una pluma.

—Agárrate fuerte —le gritó Monty, al tiempo que obligaba a su caballo a dar media vuelta para regresar al campamento—. Están tan furiosos que atacarán a cualquier cosa viviente.

No había tiempo para detenerse y permitir que Iris se montara detrás de Monty. Los longhorns podían correr como antílopes. Monty siguió galopando con Iris balanceándose a su lado, su cuerpo estaba peligrosamente cerca de los veloces cascos del caballo y a muy poca distancia de los centelleantes cuernos del ganado. Se dirigían directamente al campamento. Monty gritaba como un indio de cara pintada para alertar a los vaqueros.

Cuando Monty e Iris irrumpieron en el campamento, los hombres ya estaban sobre sus caballos. El corcel de Monty saltó la fogata. Los enloquecidos longhorns se abrieron camino a través de ésta, esparciendo cenizas y pequeños fuegos en derredor suyo. Cuando Monty finalmente aminoró la marcha de su caballo y dio media vuelta, los vaqueros se habían situado entre ellos y los cerca de doce longhorns. La furiosa vaca intentó embestir a los caballos un par de veces, pero las insistentes llamadas del asustado ternero la distrajeron y al poco tiempo regresó a buscarlo. Los vaqueros arriaron a las demás bestias a seguirla.

—¿Te encuentras bien? —le preguntó Monty a Iris mientras la bajaba al suelo—. Vi cuando tropezaste y te caíste.

Monty se bajó de su montura y ayudó a Iris a sentarse en la única manta que los salvajes animales no habían roto. Estaba pálida. No podía tenerse en pie. Monty la sostuvo con sus brazos para evitar que se desplomara. A él también le flaqueaban las piernas. No podía recordar haberse sentido tan impresionado desde aquella ocasión, hacía ya doce años, en que Hen había llegado justo a tiempo para impedir que unos bandidos lo ahorcaran.

La ciega suerte había permitido que él estuviera lo suficientemente cerca para salvar a Iris. Había estado cabalgando muy despacio, intentando pensar en una buena excusa para regresar al campamento poco después de que ella lo hubiera echado de allí, y encontrar el valor para pedirle perdón por su comportamiento, cuando el berrido del ternero atrajo su atención. De no haber sido así, era muy posible que él no hubiera reaccionado a tiempo.

No quería pensar en lo que le habría pasado a Iris si no lo hubiese hecho.

—¿Quieres beber algo? —le preguntó él.

—Estaré bien en un momento —logró decir ella—. Sólo me siento un poco débil.

—Tienes suerte de estar viva —dijo Monty. El alivio que sentía le hacía hablar con dureza—. Un par de saltos más y esa vaca te habría alcanzado.

—Lo sé —dijo Iris. Sus ojos aún querían salírsele de órbita del susto.

¿Qué había estado haciendo? ¿Por qué estaba deambulando por el monte de noche? Él estuvo a punto de paralizarse de miedo cuando alzó la vista y vio a aquella vaca corriendo hacia ella.

—Ya sabes por qué intenté obligarte a regresar —dijo Monty—. Éste no es lugar para una mujer.

Monty se maldijo por permitir que su irritación se exteriorizara. Ya no importaba que ella hubiese hecho algo terriblemente peligroso. Estaba asustada y aturdida. Necesitaba que la consolaran, no que la sermoneasen. Parecía a punto de echarse a llorar en cualquier momento. Esperaba que no lo hiciera. No sabía qué hacer cuando una mujer se ponía a llorar.

Haciendo de tripas corazón, Monty se sentó junto a Iris y le echó un brazo al cuello.

—Ya todo terminó. Estás a salvo.

Sollozando de manera convulsiva, Iris se arrojó en los brazos de Monty. Se aferró a su camisa con las dos manos con todas sus fuerzas, como si tuviera miedo de que un diluvio la arrastrara. Monty, quien por instinto sabía cómo tratar a una mujer, en aquel momento se sentía rígido e incómodo. Abrazó con su otro brazo a Iris, aliviado de que su desgarrador sollozo no hubiese sido más que un impulso momentáneo. Ella seguía aferrándose con fuerza a su camisa, pero ya había logrado controlarse.

—Gracias por salvarme la vida —murmuró.

—No podía hacer otra cosa —dijo Monty, esbozando una sonrisa—. Después de todo el trabajo que me costó rescatarte de aquel otero, ahora no podía abandonarte a tu suerte.

Iris sonrió a pesar de sí misma. Había subido a un montecillo rocoso llamado el Diente del Diablo, porque Monty le había dicho que no lo hiciera. Él tuvo que escalar esa colina, hacer un arnés con la cuerda que llevaba y bajarla al suelo. Monty se cayó en el descenso. Justificó los terribles moretones que se hizo diciendo que su caballo había tropezado.

—Me advertiste que los longhorns eran peligrosos —dijo Iris—. Debería haberte escuchado.

Iris finalmente había reconocido que él tenía razón, pero Monty no se sintió triunfador. No estaba precisamente muy seguro de cómo se sentía, además de confundido. Pero también era cierto que tendría que habérselo esperado. Cuando Iris estaba cerca, nada sucedía como debía ser.

—¿Qué demonios ha sido todo eso? —preguntó el cocinero, regresando de su escondite en los árboles que se encontraban a orillas del riachuelo.

Iris sintió que Monty volvía a alejarse, rompiendo el frágil hilo de la intimidad que se había creado entre ellos. Fue una sensación efímera, casi demasiado sutil para notarla, pero ella la había advertido, y ahora lamentaba su desaparición.

—¿Quién fue el tonto que permitió que la señorita Richmond saliera a dar un paseo a pie? —preguntó Monty, levantándose y ayudando a Iris a hacer lo mismo.

—Me parece que ella se lo permitió sola.

Iris alzó la vista, y vio al descortés vaquero tirarse al suelo desde el árbol que utilizaban para amarrar un extremo del corral de cuerdas en el que guardaban los caballos.

—No le dijo a nadie lo que pensaba hacer.

—Y supongo que tú no pudiste usar tus ojos para ver lo que hacía —gruñó Monty.

Iris pudo haber advertido al chico que Monty estaba amenazadoramente furioso, pero ese joven parecía ser inmune al peligro que él representaba. Se acercó a ellos con aire despreocupado.

—Yo estaba comiendo —dijo con el mismo tono insolente que había usado con Iris.

Monty lo agarró del cuello.

—Eres un lamentable y cobarde pedazo de boñiga de vaca —bramó, zarandeando al chico como si no pesara nada—. Estás despedido.

—Tú no puedes despedirme —logró decir jadeando el vaquero—. No trabajo para ti.

Intentó conservar su actitud despreocupada, pero la reputación de cómo peleaba Monty pesaba demasiado. Iris vio el miedo en sus ojos.

Monty arrojó al vaquero lejos de él con la misma indiferencia de un hombre que tira al suelo el corazón de una manzana.

—Coge tus cosas y vete. Si aún estás aquí la próxima vez que yo venga, no podrás elegir cómo llegar a tu próximo destino.

El chico se volvió hacia Iris, pero ella aún se sentía demasiado anonadada por haber estado tan cerca de la muerte y por el milagroso rescate de Monty para reaccionar. Frank llegó al galope al campamento, manifiestamente furioso.

—¿Sabes que estuviste a punto de volver a causar una estampida? —le gritó a Monty—. ¿Qué demonios has hecho con nuestro campamento? —le preguntó, mirando incrédulo los estragos que lo rodeaban—. Ya te había dicho que no te acercaras por aquí. Ahora te lo digo por última vez —Frank sacó el fusil de su funda—. Vete, o mis vaqueros tendrán que sacarte de aquí a rastras.

—Quiso despedirme —dijo el chico—. Vino aquí como una tromba a decirme que cogiera mis cosas y me largara.

Frank levantó el fusil y apuntó directamente a Monty.

—No sabes cuándo detenerte, ¿verdad?

—Vamos, aprieta el gatillo —dijo Monty—. Pero te mataré a puñetazo limpio antes de morir.

Iris apenas podía creer lo que estaba sucediendo. Primero la perseguían una docena de longhorns, luego se refugiaba en la seguridad de los brazos de Monty y ahora, frente a sus incrédulos ojos, Frank y Monty se preparaban para empezar un tiroteo. Nada en su mundo se había movido jamás con tal velocidad y violencia.

Iris pugnó por poner sus ideas en orden. Aquél era su campamento, su hato. Debería ser ella quien diera las órdenes. Además, su ignorancia había causado este problema, había hecho que Monty y Frank se enfrentaran una vez más. Si no quería merecer todas las palabras hirientes y poco halagüeñas que Monty siempre le había dicho, tenía que detener todo aquello antes que alguien saliese herido.

—Baja ese fusil, Frank —dijo con toda la compostura de que fue capaz—. No permitiré que haya un tiroteo en mi campamento.

—Sólo quiero que nos deshagamos de este coyote —afirmó Frank. Su fusil no se movió.

—Baja ese rifle o, de lo contrario, ve a buscar tu paga y lárgate de aquí.

Iris podía oír la seguridad que empezaba a surgir en su voz, un elemento de autoridad que nunca antes había tenido, y que hizo que Frank se volviera para mirarla.

—Lo digo en serio. Guarda ese fusil o te despido.

—¿Sabe usted lo que ha hecho ese hombre?

—Sí lo sé, pero tú no. Fui yo quien estuvo a punto de causar una estampida. Si Monty no hubiera llegado a rescatarme a todo galope, en este momento estabais enterrando mis restos mortales —miró a sus hombres de una manera bastante elocuente. Todos evitaron mirarla a los ojos.

—¿Y el campamento?, ¿y el hecho de que quisiera despedir a Crowder?

—Decidí cruzar el campamento para que tus vaqueros pudieran quitarme de encima a esas vacas —le explicó Monty—. Tenían la intención de cornear algo, y no quería que fuese mi caballo, y mucho menos mientras yo lo estuviera montando. Despedí a ese inútil hijo de puta porque permitió que Iris te fuera a buscar a pie. Cualquier imbécil sabe que la primera regla que hay que seguir cuando se trabaja con longhorns semisalvajes, es que nunca se debe ir a ningún lado a pie.

Sólo entonces Iris recordó oír a su padre decir lo mismo.

—Eso no te da ningún derecho a despedir a los vaqueros de mi cuadrilla —protestó Frank—. Tú…

—Si él no lo hubiera despedido, lo habría hecho yo —terció Iris.

Eso no era exactamente cierto. Ella no habría podido pensar con la suficiente claridad para tomar una decisión semejante. Pero le había dicho a Crowder a dónde iba, y recordaba perfectamente su insolente respuesta. También recordaba la manera como Frank y él se miraban. Allí estaba sucediendo algo. No sabía que, pero tenía la intención de descubrirlo.

—¿Qué estás haciendo aquí? —le preguntó Frank—. Se dice que vienes cada vez que yo me doy la vuelta.

—Vine a traer otro par de novillos. Parece que se estaban ocultando en el monte. Anoche se unieron a nuestro hato.

—Bueno, pues la próxima vez envía a uno de tus hombres —dijo Frank.

Iris se volvió hacia Monty, sin hacer caso a Frank.

—Estoy muy agradecida por lo que has hecho, y me complacería mucho que pasaras por el campamento cuando te apetezca. ¿Has cenado ya?

—No. Tyler está haciendo experimentos con la comida de nuevo. Estaba esperando a ver si alguno de los vaqueros enfermaba antes de probarla.

—Puedes cenar con nosotros. Hoy tenemos tu comida favorita: judías con tocino, y pan frito en grasa de tocino. O al menos eso era lo que teníamos.

Monty vaciló. Traspasó a Crowder y a Frank Cain con la mirada.

—Me temo que yo seré tu única compañía —dijo Iris—. Frank tiene que ir a ver el hato, y el señor Crowder tiene quince minutos para marcharse del campamento.

El vaquero miró a Iris con rabia. Abrió su boca para decir algo, pero cambió de opinión al echar un vistazo a Monty. Cogió su silla de montar y se dirigió sin decir palabra al corral de los caballos.

—Será mejor que te cerciores de que se lleve su propio caballo —le aconsejó Monty a Frank. El capataz le lanzó a Monty una mirada llena de odio antes de seguir con paso firme al vaquero.

—No deberías estar aquí sola con ese hombre —dijo Monty, volviéndose hacia Iris—. Deberías coger el tren y encontrarte con él en Cheyenne.

Iris bajó la cabeza para no tener que mirar a Monty a los ojos.

—No le caes bien, eso es todo.

—Él a mí tampoco me cae bien. Pero más importante aún es que no confío en él.

—¿Por qué no? Mi padre lo hacía.

—Tu padre y yo no siempre estábamos de acuerdo en todo —Monty quiso decir algo más, pero al parecer luego recapacitó y cambió de idea—. ¿Esa vaca dejó algo de comida?

—Por supuesto —respondió Bob Jenson—. La fogata de cocinar estaba del otro lado del carromato de provisiones. En ésta estaba la cafetera.

—¿Qué tal si me das unas judías? No muchas. Tengo que dejar espacio para lo que está preparando Tyler, sea lo que sea. Tengo que reconocer que normalmente su comida es muy sabrosa. Lo que pasa es que tiene un aspecto algo extraño.

Monty recibió el plato y se sentó a comer.

La barrera de Iris cayó desde el instante en que Monty evitó criticar a su padre. La sensación de estar completamente aislada se hacía cada vez más agobiante. Después de lo sucedido con Crowder, sentía que no había nadie en su cuadrilla de vaqueros en quien pudiera confiar.

—¡Demonios! —exclamó Monty, poniendo su plato a un lado—. La comida de Tyler me está echando a perder.

—¿Qué quieres decir? —le preguntó Iris.

—Estas judías están muy buenas, pero aun así no me apetecen —se quejó Monty—. No había nada que me gustara más en el mundo, además del pavo asado de Rose. Ahora Tyler me obliga a comer esas cosas que ni siquiera me agrada mirar, pero me gustan más que estas judías.

Iris se rió.

—Yo también las odio. Déjame ir a buscarte una copa de vino. Te quitará el sabor de las judías de la boca.

—No, gracias —dijo Monty levantándose—. Los Randolph no bebemos.

—¿Nunca?

—Madison toma un coñac de vez en cuando, pero el resto de nosotros bebemos leche.

—Pero esto es vino.

—No deja de ser una bebida alcohólica —Monty le pasó su plato al cocinero—. Además, no deberías traer vino en estos viajes. Es lo peor que les puedes hacer a los vaqueros.

—No se lo doy a los vaqueros —dijo Iris, disgustada de que Monty la estuviera criticando de nuevo—. Es sólo para mí.

—Aún peor —Monty recogió sus guantes y se arregló el sombrero—. No es correcto que un capataz haga cosas que sus hombres no pueden hacer.

—Yo no soy el capataz —dijo Iris con un tono glacial—. Soy la dueña del hato.

—Es la misma cosa —dijo Monty, dirigiéndose a su caballo—. Acepta mi consejo y échalo todo al riachuelo.

—No haré tal cosa —dijo Iris bruscamente—. Mi padre pagó más de cinco dólares por cada botella de este vino.

—Dudo de que hubiera despilfarrado su dinero de esa forma si Helena no lo hubiera instado a ello —apuntó Monty, montándose en su caballo. Se acercó con él a Iris—. Mantente cerca de tu carromato y lo más lejos posible de ese hato. Si quieres hacer algo, pregúntale a tu cocinero si con eso no traerás problemas. Él parece un hombre sensato.

—Puedo tomar mis propias decisiones sin necesidad de preguntarle nada al cocinero.

—Sí, pero es probable que tomes las decisiones equivocadas —le respondió Monty. No le conmovía en lo más mínimo su rabia—. Si necesitas algo, sólo pega un grito. No estaré muy lejos de ti.

—Has de saber, Monty Randolph, que yo no grito, ni para llamarte a ti ni a nadie más.

—Inténtalo alguna vez. A lo mejor así te liberas un poco de tanta formalidad.

Se marchó y la dejó allí, a punto de estallar de ira. Intuyó que había una sonrisa burlona en el rostro de Bob Jenson, pero cuando se volvió, él estaba fregando el plato de Monty.

—Me voy a la cama —anunció ella—. Dile a Frank que quiero verlo a primera hora de la mañana.

Pero una vez que se acomodó en su cama, no se le ocurría qué decirle. Si le hablaba de sus sospechas, no haría más que ponerlo en guardia. No serviría de nada enfrentarse a él con una acusación. Si era culpable, simplemente la negaría. Si no lo era, podría enfadarse tanto que se marchara.

Quiso hablarle de ello a Monty, pero tampoco sabía qué decirle a él. No tenía ninguna prueba, y no quería hacer una falsa acusación. No era un crimen que dos hombres hablaran en privado.

Estaba empezando a comprender que había muchas cosas que no sabía respecto a dirigir una cuadrilla de hombres. Había subestimado las responsabilidades de Monty. Llevar un hato a Wyoming no era tan sencillo como parecía.

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