Iris

Iris


Capítulo 9

Página 11 de 31

9

—¿Has visto eso? —Preguntó Zac entre dientes desde el puesto que ocupaba detrás del carromato de provisiones—. Ella le ha pegado, y él ni se ha inmutado. Si uno de nosotros hubiera hecho algo así, estaría bramando de furia.

—¿Acaso no sabes nada respecto a las mujeres? —le preguntó Tyler indignado.

—Más de lo que crees.

—No debe de ser mucho —le respondió su hermano, teniendo cuidado de que Monty no lo viera.

Entretanto, junto a la fogata, Iris estaba reprendiendo a Monty.

—No tienes sentimientos. Crees que basta con emitir tus juicios para que todo salga como pretendes. Pues las cosas no funcionan así, ni por asomo.

Monty retrocedió. Las acusaciones de Iris lo habían dejado atónito.

—Sí tengo sentimientos. Además, arriesgué el pellejo para rescatarte de esa estampida.

—Siempre estás arriesgando el pellejo, pero nunca te pasa nada. Todo te ha salido siempre como quieres, y por eso no puedes entender a nadie más.

Iris hizo caso omiso de la protesta ahogada de Monty.

—Es cruel pedirme que regrese a un rancho que ya no me pertenece y deje que los cuatreros roben mi ganado hasta dejarme más pobre que un indigente —las manos de Iris se movían al mismo ritmo de sus palabras—. ¿Es eso lo que quieres, Monty Randolph? ¿Quieres verme tan pobre que no me quede más remedio que mendigar?

—¿Por qué habla de ser pobre? —preguntó Zac entre susurros—. Su padre era tan rico como George.

—Si sigues escuchando a escondidas las conversaciones de los demás, muy pronto estarás más muerto que ese tocón —le dijo Tyler.

Monty nunca había pensado algo semejante. No podía imaginar que una mujer como Iris se viera obligada a mendigar, y menos cuando la mitad de los hombres de Texas se haría matar con tal de poder darle todo lo que ella quisiera. ¿Acaso no sabía lo guapa que era? ¿Tenía alguna idea de cuánto perturbaba su sola presencia a los hombres? ¿De cuánto lo turbaba a él?

¡Demonios! No podía recordar cuándo fue la última vez que llevó bien puestos los pantalones, y si seguía pensando en Iris todo el tiempo, iba a perder su propia manada.

Aquella noche marcaría una diferencia en la relación de Iris y Monty.

Hasta entonces él había insistido en seguir pensando en ella como una chiquilla que estaba encaprichada con él. Lo sucedido aquella noche había cambiado todo eso. Iris era una mujer hermosa y madura, que vivía de una manera apasionada, y con quien era imposible guardar las distancias. Quizás este cambio de percepción se debiera al hecho de haber sentido su cuerpo sobre sus rodillas, apoyándose en él, rozándolo con familiaridad, estrechándolo con fuerza. Ya nunca más podría pensar en ella como una niña. De alguna manera lo lamentaba. Odiaba perder a la chica inocente y atractiva que Iris había sido. Quererla no le había costado ningún trabajo. No había habido ninguna complicación, ningún compromiso.

Pero era imposible lamentar completamente el cambio. Aquella mujer no tenía nada que ver con la niña de hacía cuatro veranos. Y sus sentimientos por ella también habían cambiado. Lo que ella producía en él no era conveniente, las mujeres nunca lo eran. Siempre elegían el peor momento para hacer cualquier cosa, pero eso era emocionante. Quizás ella le irritara, quizás le molestase, pero nunca le aburriría.

—Tú nunca tendrás que mendigar —dijo Monty, recobrando el habla—. Puedes casarte casi con cualquier hombre que quieras.

—Esa es la clase de cosas que un hombre como tú diría —gritó Iris con los ojos encendidos y sacudiendo su pelo rojo mientras hablaba—. Piensas que la única manera de cuidar a una mujer es casándola. Si se le encuentra un esposo no hay la menor posibilidad de que vuelva a tener problema alguno.

—No quise decir…

—Pues bien, yo no soy propiedad de nadie, y además tengo sentimientos. —Iris se golpeó el pecho con el puño—. Muchos más sentimientos de los que tú jamás tendrás. Me casaré cuando encuentre a un hombre que me adore, no que sea rico.

—Seguro que te adorará. Sólo basta con que un hombre te mire una vez para que te venere.

—Estoy hablando de mí, de mi verdadero ser.

—Eso es lo que he dicho —apuntó Monty perplejo—. Él te mirará una vez y ya nunca más podrá negarte nada.

—Eres como todos los hombres —dijo Iris—. Todo lo que ves es el exterior.

Monty estaba perdiendo rápidamente el hilo de aquella conversación, pero siguió hablando.

—Los hombres son criaturas extrañas. Incluso el más sensato, el que puede pelear y cabalgar como el mejor, al que no le importa el frío ni la humedad, pasar hambre e incomodidades. En cuanto se enamora de una mujer, ya no puede estar más de treinta minutos lejos de ella sin que tengan que recordarle cómo es. Al poco tiempo, le empieza a coger el gusto a dormir en una cama y a comer con regularidad, a los baños frecuentes y a la ropa limpia. La siguiente cosa que se sabe de él, es que se ha echado a perder por completo.

—¿Y tú? —le preguntó Iris—. ¿Adorarías a una mujer de esa manera?

—¡Por supuesto que no! —respondió Monty, horrorizado ante semejante idea—. Ni siquiera George es así, y eso que está tan loco por Rose que a veces ni se da cuenta de que hay alguien más en el mundo.

—Un hombre que realmente adorara a su esposa le daría todo lo que ella quisiera.

—Sólo si está loco. ¿Ya has olvidado como Helena arruinó a tu padre? Esa mujer parecía gastar dinero sólo para mostrar que podía hacerlo. La mitad de las cosas que hacía no eran muy sensatas.

—¿Y tú cómo lo sabes?

—Porque eso era lo que Rose decía —le respondió Monty, como si esto fuese suficiente para resolver cualquier discusión de forma contundente.

—Si Monty sigue hablando de esa manera, ella va sacar una pistola —le susurró Tyler a Zac—. Ese imbécil no parece poder entender a ninguna hembra, a menos que sea una vaca.

—¡Ahora eres tú quien está escuchando las conversaciones ajenas! —exclamó Zac complacido.

Iris tuvo ganas de pegarle a Monty de nuevo, pero aún más fuerte. A él no le correspondía criticar a su madre, ni siquiera si lo que decía era verdad. A ella no le serviría de nada saber que todo el mundo, desde Austin hasta San Antonio, probablemente pensaba lo mismo. Quizás todo eso fuese más fácil de soportar si ahora no estuviera sufriendo las consecuencias de los despilfarros de su madre y de la incapacidad de su padre para negarle cualquier cosa que ella quisiera.

—Un hombre que me adorara de verdad no criticaría a mi familia —dijo Iris.

—Tal vez no la critique delante de ti —dijo Monty—, pero en todo caso conocería sus defectos. Además, nunca es bueno tapar algo así. Ocultar las cosas sólo sirve para empeorarlo todo.

Siempre tenía una respuesta que a ella normalmente no le gustaba.

Monty se puso de pie.

—Ya es hora de que te lleve de regreso a tu campamento. Quiero hablar con tu capataz.

—No —dijo Iris levantándose apresuradamente.

—No hay mejor momento que éste. Quiero que sepa que conozco su juego antes que empecemos a separar los hatos. Yo ya tenía mis dudas respecto a él.

—No me importan tus dudas —dijo Iris mientras masajeaba un músculo dolorido, que amenazaba con darle un calambre—. No puedes hablarle, luego marcharte como si nada y dejarme sola con él.

Iris se dio cuenta de que a él no le gustó lo que ella dijo, pero lo hizo reflexionar.

—Si es culpable, no sabemos quién está trabajando con él ni cuando intentarán robar de nuevo. Debemos esperar. Tenemos que vigilar a toda la cuadrilla antes de hacer cualquier cosa.

—¿Por qué me incluyes en eso? Yo…

—Podríamos mantener nuestros hatos juntos —sugirió ella, antes de que Monty dijera algo—. Entonces tú dirigirías a todos los vaqueros. De esta manera tendrías una excusa para vigilar todo lo que él hiciera, para observar a los hombres y descubrir en quién puedes confiar.

Detrás del carromato de provisiones, Zac no podía creer lo que estaba oyendo.

—¡Santo cielo! —exclamó—. Espera a que Hen se entere de esto.

—¿Por qué no corres a contárselo? —le sugirió Tyler—. No serviría de nada que no revelaras la buena noticia.

—No soy ningún tonto —dijo Zac—. No hay un caballo lo suficientemente veloz para correr más rápido que una bala.

Junto a la fogata, Iris podía ver que a Monty no le gustaba su idea y sólo estaba esperando que ella dejara de hablar para negarse a hacer lo que le pedía. Ella se anticipó.

—Nos llevará días separar los hatos. Y me dijiste que tenías que cumplir con un calendario. ¿Por qué no esperas hasta que tengas que detenerte para cruzar un río? Entonces ya habrás decidido qué hacer.

—Estás loca —dijo Monty cuando logró articular palabra—. Ninguna persona que esté en sus cabales intentaría arrear un hato así de grande. Juntos tenemos más de seis mil vacas.

Iris comprendió que había llegado la hora de ser honesta con él, y también consigo misma. Había recurrido al coqueteo, a los subterfugios y a los engaños. Nada de eso había funcionado. Ya era hora de que le hablara sin rodeos. Éste era el único recurso que le quedaba.

Y era hora también de que aceptara el hecho de que Monty no era uno de esos majaderos que la adoraban hasta tal punto que estaban dispuestos a hacer cualquier cosa que ella quisiera. Era obvio que él se sentía atraído hacia ella, pero Iris tenía la sensación de que la belleza física no era de fundamental importancia para él. La apreciaba, podía incluso caer víctima de sus señuelos de vez en cuando, pero al final de cuentas era otra cosa lo que le gustaba.

Pero Iris ignoraba qué era esa otra cosa. Se preguntó si Monty lo sabría.

—Aún no me digas que no —le suplicó. Extendió la mano y la puso sobre su brazo para impedir que se marchara—. No puedo hacer esto sola. Creí que podría, pero no es así. Necesito tu ayuda.

Monty se quedó mirándola como si le hubiera salido una segunda cabeza. Ya estaba cuidando 2.500 vacas. No debería ser tan difícil cuidar 3.700 más.

Monty hizo que ella retirara su mano. Su mirada era dura e inquisidora.

—No tengo los hombres suficientes para llevar ambas manadas, y en ningún lado podría encontrar más, al menos no vaqueros experimentados. Y esto sin siquiera mencionar las dificultades de encontrar comida y agua para una vacada tan enorme.

—Yo ya cuento con una cuadrilla de vaqueros.

—No puedo vigilar tus vacas y a Frank al mismo tiempo.

—Frank no se atreverá a hacer nada si tú lo estás supervisando.

Ella se habría arrojado a los pies de Monty si eso hubiera servido de algo, pero esa no era la técnica adecuada para llegar al corazón de aquel hombre. En ese preciso instante juró que encontraría la llave. Alguien tenía que bajarle los humos. Eso lo haría más humano. Nunca encontraría una esposa si trataba a todas las mujeres como un estúpido vaquero y seguía poniendo a la perfecta Rose como ejemplo de todo. Todo el mundo sabía que ella era un dechado de virtudes. Hasta Helena había tenido que soportar el sarcasmo de las comparaciones desventajosas.

—No será por mucho tiempo —suplicó ella—. Nunca te pediría algo así. Sé que tienes que llevar tu hato a Wyoming sin perder una sola vaca o George te cortará la cabeza.

Iris no tenía la intención de enfadar a Monty. Simplemente estaba repitiendo lo que había oído. Monty frunció el ceño, y su mirada se endureció. Apretó la boca hasta que un musculo de su sien empezó a temblar.

—Éste es el hato de la familia —dijo, logrando apenas controlar su mal genio—, pero yo estoy dirigiendo este viaje y también seré el capataz del rancho. No necesito la aprobación de George para nada de lo que hago.

—No he querido herir tus sentimientos —replicó Iris, sin estar muy segura de qué era lo que había dicho para que se encolerizara de aquella manera—. Sólo pensé que puesto que George dirige el rancho…

—¡Yo dirijo el rancho! —estalló Monty—. George puede dar su opinión al respecto, todos nosotros lo hacemos, pero soy yo quien lo dirige.

—Parece que ella no conoce mucho más a los hombres de lo que Monty conoce a las mujeres —observó Zac, retrocediendo hacia el carromato de provisiones—. Lo ha puesto más furioso que a un nido de avispones.

—No sé qué te están enseñando en esa escuela a la que George te envía, pero espero que le devuelvan el dinero —dijo Tyler. Luego volvió a prestarle toda su atención a la pareja que estaba junto al fuego.

Mientras Iris pensaba cuál sería el siguiente paso a dar, uno de los hombres de Monty se acercó cabalgando.

—El ganado ha llegado a un matorral de mezquites que se encuentra como a kilómetro y medio de aquí. Ahora las vacas están diseminadas por todo ese infierno —dijo.

—¡Maldición! —exclamó Monty—. Tardaremos días en reunirlas a todas. Será mejor que empecemos a buscarlas ahora mismo, antes de que los cuatreros las encuentren. Ven conmigo —le dijo Monty a Iris—. Una de las primeras cosas que debe aprender todo hacendado es a buscar su ganado.

Iris asintió con la cabeza. En el fondo le alegraba que se hubiera producido aquella estampida y que el matorral de mezquites se hubiese interpuesto en el camino del hato. Ellos habían logrado hacer lo que ella no pudo. Fuese cual fuese la razón de su victoria, el triunfo era de cualquier manera mejor que la derrota.

Pero tenía la intención de aprender más acerca de Monty. No siempre podría depender de estampidas y mezquites para mantenerlo a su lado.

Mientras Iris y Monty desaparecían en la distancia, Tyler le dijo a Zac:

—En lugar de saltar de alegría esperando que haya problemas, será mejor que aparejes unos potros. Veo llegar a dos vaqueros.

—Yo también los veo, y uno de ellos es Hen.

—Afortunadamente no llegó cinco minutos antes.

* * *

—Será mejor que prendáis fuego al resto —dijo Monty.

Iris se quedó mirando fijamente su carromato de viaje. Éste se había volcado sobre la fogata durante la estampida. El toldo de lona se había quemado completamente. Dos de sus costillas habían prácticamente desaparecido, y parte de la madera de uno de los lados del vehículo estaba carbonizada. Casi toda su ropa y su cama se habían estropeado, pero los muebles podían salvarse.

Su mirada se dirigió al panel que delimitaba el compartimiento secreto. Aquella parte del carromato estaba intacta.

—Hay que arreglarlo —dijo Iris.

—¿Para qué? Nunca has debido traer ese armatoste tan grande y difícil de manejar.

—Tengo que tener un sitio donde dormir y guardar mis cosas.

—Duerme en el suelo y guarda tus cosas en las alforjas.

—No puedo guardar mis vestidos ahí.

—Tal parece que no te queda ningún vestido —dijo Monty, levantando un pedazo de tela rota y chamuscada—. Por lo menos no queda nada que puedas ponerte.

—No demuestras ninguna comprensión.

—No has debido traer todas esas cosas.

—Ya lo sé. He debido quedarme en casa a esperar que me sorprendiera la pobreza —dijo ella con sarcasmo.

—Has debido coger el tren para ir al encuentro de tu hato en Wyoming —dijo Monty, con un tono menos dictatorial que de costumbre—. No hay nada de malo en tener muchos vestidos en Cheyenne o en Laramie.

—Me asombra que no esperes que me ponga pantalones de gamuza.

—No creo que sea una buena idea que andes por ahí en pantalones. Fern solía hacerlo, y eso causó innumerables problemas. Madison sólo le permite que se los ponga en el rancho.

—Yo no me pondría pantalones ni loca —dijo Iris, escandalizada sólo de pensarlo.

—Eso está bien. Alguien podría salir herido.

—¿Y eso por qué?

Monty la miró como si ella hubiera perdido repentinamente el juicio que alguna vez tuvo.

—Wyoming y Colorado están llenos de mineros. No son en absoluto como los vaqueros. No tienen modales. Lo más probable es que hicieran algún comentario ofensivo, y yo tendría que matar a uno o dos de ellos para tener al resto a raya.

Iris se quedó mirándolo con la boca abierta.

—¿Harías eso por mí?

—No tendría más remedio. ¿Qué clase de hombre sería si permitiera que los mineros insultaran a una mujer que está bajo mi protección?

—Yo no estoy bajo tu protección.

—Sí lo estás.

Mientras Monty hacía un examen más minucioso del carromato, Iris intentaba asimilar sus comentarios.

Monty nunca había mostrado el menor deseo de protegerla. Sin embargo, debía de haber estado atento a todo lo que ella hacía. Siempre estaba cerca cuando lo necesitaba. No quería darle demasiada importancia a eso —a lo mejor no se trataba más que de la caballerosidad sureña—, pero tal vez significara que por fin la estaba viendo como una mujer, en lugar de como a una quinceañera fastidiosa. Eso esperaba. Sería agradable saber que finalmente había adquirido un poco de poder sobre Monty Randolph.

—No debe de ser muy difícil arreglarlo —dijo Monty, examinando el carromato—. Pero no podemos hacerlo en el camino. Tendremos que llevarlo a Fort Worth. Afortunadamente las ruedas están en buen estado. También tendremos que llevar tu carromato de provisiones.

La lona de ese carromato estaba hecha jirones, la vara estaba rota y la puerta de bisagras había sido arrancada.

—Podríamos mandarlos antes, de tal manera que los hayan terminado de arreglar cuando lleguemos a la ciudad.

Monty la miró como si estuviera sorprendido de que ella pudiera tener una idea propia, y especialmente una que valiera la pena tener en cuenta.

—No tengo a quién enviar.

—Tiene que haber algún hombre al que no necesites. Debe de ser más fácil llevar las vacas en un solo hato que en dos.

Monty puso los ojos en blanco.

—Va a ser más difícil, pero tendremos que lograrlo de alguna manera. Mandaré a Lovell. De todos modos no confío en él.

—Tengo que coger algunas cosas primero —dijo Iris.

—No creo que queden muchos objetos de valor.

—Hay algunas cosas. Preferiría que no te quedaras ahí mirándome —dijo Iris al ver que Monty no tenía ninguna intención de marcharse—. Algunos asuntos son privados, incluso en un camino de arrieros.

—Muy pocos —dijo Monty, y se alejó dando grandes zancadas.

«Quizás», pensó Iris, pero ése en particular era un secreto que no tenía intención de compartir con nadie.

Monty regresó a tiempo para encontrar a Iris cogiendo sus alforjas y llevándolas al caballo. Estaba ella atándolas a su silla, cuando él finalmente logró comprender qué lo estaba molestando. Por la manera como Iris las alzaba, se podía deducir que las alforjas pesaban bastante. No sabía mucho respecto a objetos personales femeninos —en realidad, no sabía nada—, pero no entendía qué podía llevar en aquellas bolsas, a menos que estuviera cargando la plata de la familia.

Le habían dicho que ella lo había vendido todo, pero quizá hubiese guardado algunas cosas. Tal vez en esas bolsas tuviera montones de cuchillos y tenedores. O joyas, o algo así de lujoso. Tal vez estuviese obligada a entregarle todo al banco y estuviera tratando de sacar algunos objetos de Texas a hurtadillas. Esto no era precisamente legal, pero debía ser muy difícil haber tenido tanto y de repente darse cuenta de que de eso ya quedaba muy poco.

A él no le importaba que se llevara la plata y todas esas chucherías, o cualquier otra cosa que le apeteciera. No podía entender por qué querría llevar algo así a un rancho ganadero en Wyoming, pero finalmente pensó que eso no era asunto suyo.

* * *

La cuadrilla sabía que algo estaba sucediendo. Se quedaron mirando con expectación mientras Iris y Frank discutían a cierta distancia de donde ellos se encontraban.

—No es posible que los dos os ocupéis de dirigir el hato —intentaba explicarle Iris a Frank.

—Podemos separar los hatos —dijo Frank—. Entonces no habría ningún problema.

—No podemos, y menos mientras todo el mundo se encuentre buscando el resto del ganado.

—¿Qué dirán los vaqueros? —miró de manera involuntaria por encima de su hombro.

—Nada, si tú sabes manejar la situación. Diles que Monty y yo nos encargaremos conjuntamente de dirigir el hato. Puedes acudir a mí para recibir las órdenes, si quieres, pero mientras los hatos estén juntos, Monty tomará las decisiones.

—Lo lamentará.

—Es posible —dijo Iris, devolviéndole la mirada a su capataz—, pero espero que no sea por las razones que en este momento tienes en mente.

—¿Qué quiere usted decir?

—Odias a Monty. No sé por qué, y tampoco me interesa saberlo. Pero no permitiré que pelees con él o que obres en contra suya. Lo único que quiero es llevar el ganado a Wyoming. Lo haré contigo o sin ti.

Frank se quedó mirando fijamente a Iris un momento. Luego dio media vuelta y se alejó.

Iris notó que sus fuerzas la abandonaban poco a poco, hasta sentirse más débil que un cachorro. Había temido aquel encuentro. Habría preferido que Monty hablara con Frank, pero sabía que tenía que hacerlo ella misma. Si quería que Monty la respetase, si quería poder dirigir su propio rancho, tenía que aprender a tomar decisiones y a hacer las tareas desagradables. Siempre la habían protegido de la parte difícil de la vida, pero ahora no había nadie que lo hiciera. No le quedaba más remedio que hacerlo todo ella misma. Ésta era sólo otra pequeña prueba de que no era fácil ser el jefe. Probablemente había otras dificultades que no había previsto. Quizás Monty tuviera razón cuando decía que era demasiado difícil llevar dos hatos juntos. Tal vez, pero necesitaba que él la ayudara.

—Todavía nos faltan cerca de doscientas cabezas —informó Salino—.

Si no me equivoco, casi todas son de la señorita Richmond.

Monty miró en torno suyo. Los longhorns cubrían la llanura hasta donde le alcanzaba la vista. Los vaqueros los habían reunido en un hato muy poco compacto, abarcando una extensión de cerca de novecientas hectáreas, mientras pastaban. Las dos vacadas estaban totalmente mezcladas. Se necesitarían por lo menos dos días para separarlas.

—Bueno, no podemos quedarnos aquí más tiempo —dijo Monty—. Tendremos que seguir avanzando si queremos encontrar suficiente pasto para alimentar a los animales. Hen y yo nos quedaremos para buscar el resto del ganado.

—Preferiría que se quedara uno de vosotros —dijo Salino—. A mí me sería difícil dar órdenes al capataz de la señorita Richmond.

—Pues él tendrá que recibirlas —le respondió Monty impaciente.

—No seas tan tonto —le dijo Hen—. Frank no se tragará esa clase de insultos sin causar problemas. Salino puede ir contigo. Yo me quedaré aquí.

—Necesitarás a Salino —insistió Monty—. No puedes manejar solo todo esto.

—Podéis quedaros los dos. Yo iré con Monty —propuso Iris.

—¡Tú!

No fue más que una palabra, pero la manera en que Monty la pronunció fue un insulto terrible.

—Sé montar a caballo. Y si eres la mitad de bueno de lo que crees que eres, puedes rodear solo a esas vacas.

Más que la discreta sonrisa de Salino, fue la carcajada de Hen la que sacó a Monty de sus casillas.

—Aunque sólo fuera la mitad de bueno, no querría que tú cabalgaras conmigo.

Se quedaron ahí, paralizados, fulminándose el uno al otro con la mirada, como perros de la pradera disputándose una madriguera.

—Bueno, pues iré de todos modos —dijo Iris, mirándolo directamente a los ojos—. No puedes hacer nada. Estas tierras no son tuyas. Puedo cabalgar por donde me apetezca.

Monty sospechó que Iris no quedaría contenta hasta que lo hubiera humillado delante de todos los miembros de su familia. Luchando por no perder la calma, se dirigió hacia su caballo.

—Entonces será mejor que cabalgues como si el demonio mismo te estuviera persiguiendo. No pienso esperar a nadie.

Y dicho eso, Monty se subió a su montura de un salto y se marchó al galope.

—¡Espérame, mala bestia! —gritó Iris, y salió cabalgando a toda velocidad detrás de él.

—¿Crees que dejarán de pelear el tiempo necesario para poder buscar el ganado? —preguntó Salino.

—No estoy siquiera seguro de que dejen de pelear el tiempo necesario para ver el ganado cuando lo tengan delante de sus narices —dijo Hen—. No sé qué es lo que tiene esa mujer que pone a Monty tan furioso como un toro en primavera.

—Y tan inquieto —dijo Salino entre dientes.

Ir a la siguiente página

Report Page