Iris

Iris


Capítulo 10

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10

Monty se detuvo y se volvió en su silla para esperar a Iris. Habían estado siguiendo un serpenteante riachuelo que esculpía un pequeño valle al abrirse camino hacia el este en medio de las colinas que lindaban con la llanura. Las altas hierbas empezaban a dar paso a la salvia, y las pacanas y los olmos a los robles.

Tenía que reconocer los meritos de Iris. Se encontraba tan cansada que estaba a punto de caerse de su montura, pero le había seguido el ritmo durante todo el día sin quejarse ni una sola vez. No podía evitar tener una mejor opinión de ella, y esto lo hacía sentir incómodo. No quería tener una mejor opinión de ella. Quería seguir creyendo que era una mujer tonta que pensaba que todos los inconvenientes de la vida se resolvían lanzando miraditas a los hombres ricos.

No esperaba que eso fuese un problema que requiriera de toda su concentración. Necesitó acudir a su fuerza de voluntad para apartar a Iris de sus pensamientos y concentrarse sólo en el ganado perdido. A pesar de lo irritante que era que lo estuviese siguiendo casi como hacía cinco años, ella había logrado hacerles la competencia a sus vacas.

Eso le sorprendía. Él nunca había tenido problema alguno para sacarse a una mujer de la cabeza cuando llegaba la hora de trabajar. Desde aquel día, hacía ya doce años, en que Hen y él comprendieron que si no podían defender el rancho y protegerse a sí mismos les robarían todo lo que tenían y los asesinarían, la hacienda había sido su principal preocupación. Era lo único que él amaba realmente.

Y en cierto sentido, ésa era la razón por la que había insistido en hacer aquel viaje a Wyoming. Aunque él era el único verdadero vaquero de la familia, George era el mejor hombre de negocios. Y puesto que el rancho les pertenecía a todos, era George quien tomaba las decisiones finales.

Monty prácticamente tenía carta blanca en todo lo relacionado con el rancho, pero eso no era suficiente. Ya no. Necesitaba estar solo, irse a algún lugar que se encontrara lo más lejos posible de la mirada vigilante de George. Por eso había elegido ir a Wyoming, y estaba convencido de que el hecho de llegar allí sin perder una sola vaca probaría que él era un hombre capaz. Aunque el nuevo rancho también le pertenecería a toda la familia, no habría nadie inspeccionando todo lo que él hacía. Ya no tendría que preocuparse de que alguien cambiara sus órdenes y toda la cuadrilla de vaqueros se enterara. Ésa era la oportunidad de demostrar su valía. Ésa era la razón de que se hubiera puesto tan furioso con Iris por cruzarse en su camino.

Por eso no podía entender su cambio de opinión respecto a ella.

Ya no quería estrangularla y dejar que las gallinazas devoraran su cadáver, ni siquiera cuando más se enfadaba con ella. Su cuerpo era demasiado encantador para desperdiciarlo de esa manera. Había pasado la mayor parte de la mañana haciendo una relación de sus atractivos.

Ahora podía recitar esa lista de corrido sin olvidar una sola tentación.

Había pasado toda la tarde enumerando las razones por las que consideraba que ella era un incordio, y por las que debía meterla en una caja y enviarla de regreso a San Louis, pero no hacía más que olvidarlas. En cambio, se dio cuenta de que siempre la justificaba y se aseguraba a sí mismo de que ella no volviera a cometer los mismos errores.

Todo lo cual le asustaba terriblemente. No quería que ninguna mujer le gustara tanto. Además, no sabía de qué clase de cosas podía ella llegar a convencerlo. Estaba considerando la posibilidad de llevarla de regreso al campamento cuando vieron unas huellas frescas.

—Son de las vacas perdidas —dijo él.

—¿Cómo lo sabes? —preguntó Iris—. Esas huellas se parecen a todas las que hemos visto hoy.

—Todas las demás volvían a coger el camino de regreso. Éstas no —Monty examinó las huellas con cuidado—. Se dirigen hacia el oeste al trote.

—¿Crees que alguien se llevó esas vacas?

—Tal vez.

—¿Los mismos hombres que lo intentaron antes?

—Es posible.

—Pero una pantera fue la causa de la estampida.

—Alguien te ha estado siguiendo. Mis hombres han encontrado sus huellas en varias ocasiones. Será mejor que regresemos al campamento.

—¿Por qué? Tardaremos horas en regresar a ese lugar. Eso les dará más tiempo para huir. ¿Necesitas ayuda?

—La necesitaré si tengo que preocuparme por ti. Es posible que haya un tiroteo. Tú no harás más que estorbar.

—No pienso regresar —afirmó ella—. Son mis vacas, y tengo la intención de recuperarlas.

Iris hizo girar a su caballo en la dirección que las vacas habían tomado y se marchó al trote.

—¡Maldita sea, Iris! No puedes meterte en medio de un tiroteo —exclamó Monty mientras su caballo alcanzaba al sólido poni—. No tienes ni idea de lo que debes hacer.

—Entonces enséñame. Tardaremos horas en alcanzarlos.

—Siempre he sabido que las mujeres son tercas —se quejó Monty—, pero tú te llevas la palma. No te puedo enseñar a manejar una pistola en un par de horas.

—Entonces no lo hagas —dijo Iris—. Ya sé cómo apretar el gatillo. Eso es lo más importante, ¿o no?

—¡No si no puedes atinar a nada!

—Yo los asustaré. Tú encárgate de dispararles.

Sólo una mujer que nunca había asomado las narices fuera de un salón podría pensar que perseguir cuatreros era tan divertido como una fiesta al aire libre. Probablemente gritaría y se desmayaría cuando viera la sangre por primera vez. Entonces él sí estaría metido en un lío.

Pero Monty se resignó ante lo inevitable. Iris se le había pegado como un abrojo, y él tendría que ocuparse de que nada le sucediera. Y al mismo tiempo tendría que recuperar esas vacas. No sabía cómo lograría hacer ambas cosas, pero era evidente que Iris esperaba que lo hiciera. Sabía que George también lo esperaría. ¡Demonios!, él mismo lo esperaba.

¿Por qué se le habría ocurrido ir a Wyoming? Aún no había llegado cerca de ese condenado lugar y su vida ya empezaba a desmoronarse. Con la suerte que tenía, era muy posible que se encontrara en el camino con una viuda y sus ocho o nueve hijos. Si eso llegara a suceder, pensó con deleite, haría que viajaran en el carromato de Iris.

De modo que prosiguieron su camino. Al atardecer tuvo que considerar la posibilidad de acampar para pasar la noche con Iris.

—Ese parece ser un buen lugar para detenerse —dijo Monty, señalando un bosquecillo de fresno y robles junto a un arroyo.

—Yo puedo seguir un rato más —insistió Iris.

—No, no puedes. Hoy has cabalgado más que en toda tu vida.

—No tanto, pero no hay duda de que he cabalgado más tiempo del que acostumbro.

—Además, los caballos están cansados.

—Es verdad. Siempre estás pensando en los caballos —dijo Iris, preguntándose si era realmente a causa de las bestias por lo que se estaba deteniendo, o si era por ella.

—Si no lo haces, podrías morir en este lugar —le dijo Monty.

Iris no le respondió. No tenía la más mínima intención de intentar convencer a Monty de que ella era más importante que un caballo. Ya había perdido ante las vacas. Afortunadamente él había dejado sus perros en casa. Perder por tercera vez ante un cuadrúpedo destruiría lo poco que le quedaba de amor propio.

Además, tenía algo más importante de qué preocuparse. No estaba segura de poder apearse del caballo. La parte inferior de su cuerpo parecía estar paralizada.

—Esto no te va a gustar —dijo Monty. Una maraña de enredaderas les impedía el acceso al arroyo, pero Monty finalmente encontró un sendero estrecho por el que podían ir. No había enredaderas ni maleza bajo sus árboles. Una gruesa alfombra de hojas cubría el suelo—. No creo que estés acostumbrada a esto.

—No estoy acostumbrada a nada de lo que me ha pasado desde Navidad —dijo Iris mientras lo seguía al bosquecillo de árboles.

—Puedes apearte. Voy a llevar los caballos a beber un poco de agua.

Iris no se movió.

—He dicho que…

—No creo que pueda. No puedo mover las piernas.

Monty la miró sorprendido, luego empezó a reírse.

—No te atrevas a decirme que debería haberme quedado en el rancho —dijo Iris—, o que debería haber cogido el tren.

—Déjame ayudarte —se ofreció Monty.

—No. Me bajaré sola.

Pero por más que lo intentaba, no podía mover las piernas.

—¿Piensas seguir negándote a que te ayude? —le preguntó Monty.

—Supongo que no. O dejo que me ayudes o tendré que pasar la noche sobre mi montura.

—Eso no le agradaría mucho a tu caballo.

—A mí tampoco. Lo digo en caso de que te interese saber lo que a mí me agradaría.

—A un hombre sensato siempre le interesa…

—Tú nunca has sido sensato, Monty Randolph, al menos no en lo que se refiere a mí. Ahora dame la mano y deja de tratar de convencerme de que no querrías que yo estuviera a kilómetros de distancia.

—Si te dijera lo que estaba pensando…

—No lo hagas. Después de todo lo que has dicho en los últimos días, no creo que tenga fuerzas para escucharte —Iris se rió—. ¡Cómo le gustaría a Cynthia Willburforce estar aquí ahora! Siempre estaba celosa de mí. Decía que yo era demasiado segura de mí misma, que confiaba demasiado en mi atractivo físico. Decía que daría mil dólares por ver a un hombre ponerme en mi lugar. Bueno, pues ahora no me vendrían nada mal esos mil dólares, y a Cynthia no le vendría mal reírse un poco —hizo una pausa para mirar a Monty—. A ti no te caería bien Cynthia. Es peor que yo.

—¿Podrás dejar de hablar de alguien a quien no conozco y permitir que te ayude a bajar de ese caballo? —preguntó Monty—. Puedes recordar los viejos tiempos cuando estés sentada junto a la fogata.

—No se trata precisamente de recordar los viejos tiempos —dijo Iris mientras cogía la mano de Monty—. Se trata de reconocer que ahora estoy en desventaja.

Le gustaba sentir el calor de sus manos entre las suyas. Parecía irradiarse por todo su cuerpo dejando hormigueantes estelas de fuego. ¡Dios, aquel era un hombre muy especial!

Pero estrechar la mano de Monty no era suficiente. Aún no podía mover las piernas.

—Vas a tener que dejarte caer en mis brazos —dijo Monty.

—¿Cómo?

—Saca tus pies de los estribos y tírate en esta dirección. Iris no podía evitar darse cuenta de cuán irónica era aquella situación. Hacía cinco años había pasado días enteros tratando de encontrar la manera de caer en los brazos de Monty. Si hubiese sabido entonces que lo único que tenía que hacer era cabalgar hasta que la parte inferior de su cuerpo dejara de funcionar…

Pero le irritaba caer en brazos de Monty porque no había nada más que pudiera hacer. Y si no podía llegar ahí porque ella le gustase, casi prefería que no la tocara.

Casi. Recordaba sus caricias, tan reconfortantes y, a la vez, tan fuertes. A ninguna mujer podrían desagradarle. Pero no tenía mucho sentido dejarle saber que podía hacer lo que quisiera con ella. Haría que todo aquello pareciera un juego, actuaría como si fuese muy divertido. De esa manera él nunca sabría que su corazón estaba latiendo demasiado rápido o que le costaba trabajo respirar. No sabría que su presencia la afectaba.

—Monty Randolph —dijo ella, sonriendo de manera burlona—, eres un solapado granuja. Y yo que pensaba que durante todo el día lo único que habías estado deseando era que me cayera en la madriguera de una ardilla de tierra.

Monty también sonrió.

—Eso es, diviértete. Una vez que hayas bajado, se te van a quitar todas las ganas de hacer bromas.

—¿Qué quieres decir? —temía que él hiciera algo terrible sólo para vengarse de ella.

—En un minuto lo sabrás.

—Quiero saberlo ahora mismo, o no me bajo de aquí.

—Es muy probable que te haya dado un calambre en los músculos. Te va a doler mucho cuando intentes ponerte de pie.

—Ah. Pensé que ibas a hacer alguna cosa espantosa, como tomarme el pelo con una de esas enormes ranas, o algo así.

—Yo no te haría una broma tan estúpida como ésa.

—¿Cómo podría saberlo? Los hombres hacen toda clase de cosas disparatadas.

—Pues yo no. Tírate de una vez por todas, si es que piensas hacerlo. No puedo quedarme aquí toda la noche, o a mí también va a darme un calambre.

Resignándose a lo inevitable, Iris sacó sus pies de los estribos y se dejó caer de la silla. Monty la atrapó sin mayor esfuerzo.

Esta circunstancia, sin embargo, no sirvió para mitigar la vergüenza de Iris al encontrarse prácticamente cabeza abajo entre los fuertes brazos de Monty.

Iris no se había sentido tan excitada desde que Monty la bajó de aquella roca a la que subió hacía ya bastantes años. Cargaba con ella como si pesara poco más que una pluma. Ella se sentía indefensa e insignificante en sus brazos. Los dolores de sus piernas no eran lo bastante intensos para servir de contrapeso a la sensación de estar siendo estrechada por unos brazos tremendamente fuertes y apretada contra un pecho musculoso. Nunca se había dado cuenta de eso, pero Monty era un hombre robusto.

—Voy a bajarte al suelo para ver si puedes ponerte de pie —le dijo Monty. Iris lo abrazó con fuerza—. No te voy a soltar, pero tienes que tratar de hacerlo.

Iris se aferró desesperadamente a él mientras se enderezaba. Sintió un dolor insoportable en sus piernas en el momento en que sus pies tocaron el suelo. Le echó los brazos al cuello a Monty, apretándolo hasta casi estrangularlo.

—Te va a doler muchísimo —dijo Monty—, pero es la única manera.

—No creo que pueda.

—Apóyate en mí. Pon tanto peso como te sea posible sobre un pie. Cuando ya no puedas soportarlo más, cambia de pie.

Iris hubiera preferido quedarse donde estaba. O incluso que Monty la acostase en el suelo. Pero podía darse cuenta de que él nunca se daría por vencido frente al dolor. Tampoco entendería por qué ella habría de hacerlo.

Por un momento, la esplendorosa vida de una matrona rica y mimada de San Louis no le pareció tan terrible. Pero desterró ese pensamiento. Estaba actuando como una cobarde. Y ningún Richmond era cobarde, ni siquiera Helena.

Iris nunca había sentido tanto dolor. Le recorría las piernas desde las pantorrillas hasta las caderas. Sólo la firme determinación de no humillarse a sí misma frente a Monty le impidió gritar. Había insistido en que podía hacer cualquier cosa que quisiera. Ahora tendría que demostrar que podía llevar a cabo todo aquello de lo que se jactaba.

Pero cuando puso el segundo pie sobre la tierra y sintió el mismo dolor desgarrador, estuvo a punto de decidir que no valía la pena soportar semejante sufrimiento a causa de su orgullo. No obstante, aunque Helena no había sido la mejor madre del mundo, le había legado a su hija una veta de fortaleza y una buena dosis de amor propio. A pesar del dolor, Iris siguió intentando una y otra vez posar sus pies en el suelo, hasta que finalmente logró sostenerse en ambos. Tuvo que apoyarse en Monty, pero finalmente logró ponerse de pie.

—Cuando quieras tratar de caminar, dímelo —le indicó Monty—. Eso te va a doler aún más.

Por un momento Iris quiso darse por vencida. Todo aquel esfuerzo para poder ponerse de pie, y lo peor aún estaba por venir.

—Dame un minuto —dijo ella, dando un grito ahogado de dolor.

—Tómate todo el tiempo que sea necesario.

—Pensé que habías dicho que no podías andar esperándome —dijo Iris volviéndose para poder mirarlo a la cara. Esbozaba en sus labios una sonrisa que quería convertirse en mueca—. ¿Cuál de las dos frases debo tener en cuenta?

Monty no estaba seguro de qué responder. Desde que Iris había caído cabeza abajo entre sus brazos, había sentido el incontenible deseo de ponerla cabeza arriba y besarla apasionadamente. El tenerla apoyada contra él no ayudaba en mucho a hacer desaparecer este deseo. De hecho, tuvo que hacer un gran esfuerzo para no levantarla en brazos y besarla hasta que desapareciera todo el dolor que sentía. Nunca había visto a Iris padecer tanto. Nunca había creído que ella pudiese ser tan valiente.

—Ya es hora de ver si puedes permanecer de pie sin apoyarte en mí —dijo Monty. Le dolía ver todo el dolor que ella tenía que soportar, pero no había nada que él pudiera hacer al respecto. Tenía que estirar sus músculos para que el dolor desapareciera.

Por un momento pensó que no lo lograría. Sus piernas se abrieron demasiado y se tambaleó, pero lo siguió intentando, resuelta a no dejarse vencer. Se agarró del brazo de Monty para no perder el equilibrio, pero pudo sostener su peso con sus dos piernas.

No debió traerla. Por más agallas que tuviera, no estaba preparada para cabalgar tanto tiempo. No debió dejar que ella lo enfadara. Nunca podía pensar con claridad cuando estaba furioso.

Pero su genio no había sido la única causa de que la llevara con él. Le gustaba tenerla cerca. Era un verdadero incordio, pero si la hubiera dejado en el campamento, no habría hecho más que preocuparse por ella todo el tiempo. Ésa era la razón por la que no había separado los hatos. Mientras éstos estuvieran juntos, él tendría una razón más que suficiente para hacerla permanecer en su campamento.

—Ahora trata de dar unos cuantos pasos —la instó Monty.

—¿No tienes compasión? —le preguntó ella.

Habría hecho que el dolor cesara si pudiera, pero sabía que no había otra manera.

—Créeme, es mucho peor si esperas más tiempo.

—Tendrás que sostenerme. No puedo hacerlo sola.

Monty no la había soltado del todo. Pero ahora le pasó el brazo por la cintura.

—¿Así te parece bien? —le preguntó él. Estuvo a punto de levantarla del suelo.

—No tan fuerte —dijo Iris—. Se supone que debo caminar, no flotar en el aire.

Sintiéndose un poco cohibido, Monty dejó de sujetarla con tanta fuerza.

Iris dio su primer paso.

—No es tan terrible como esperaba —dijo, satisfecha consigo misma. Tras dar dos pasos más, sonrió—. Mañana ya podré caminar tan bien como una niña de tres años.

—En un minuto podrás hacerlo —dijo Monty, sintiendo cómo lo iba invadiendo un sentimiento de orgullo. Quizás Iris fuese una beldad mimada que no sabía nada respecto a vacas ni a administrar un rancho, pero no cabía ninguna duda de que tenía agallas. Tenía mucho que aprender, pero si se le daba una oportunidad, lo haría.

—En un minuto empezarás a sentir un hormigueo en las piernas —le dijo Monty.

—Ya lo siento.

—Eso significa que ya estás mejor. ¿Quieres que te suelte?

—¡No! —dijo Iris, agarrándolo con más fuerza.

—De acuerdo —dijo Monty, apresurándose a pasarle el brazo por la cintura—. Pero si tu capataz llega de repente por esa colina, tendrás que explicarle que te estoy ayudando a caminar, que no te estoy agrediendo.

—No tendré que hacer tal cosa —dijo Iris—. No creo que nadie piense que quieras besarme.

Monty no podía creer lo que estaba oyendo. Había estado prácticamente cruzado de brazos y cabalgando con su sombrero sobre su regazo, y ella pensaba que él no quería besarla.

—No me tomes el pelo, Iris Richmond. Todos los hombres que conoces quieren besarte, y lo sabes.

—Otros hombres, no tú.

—¿Ya puedes caminar sola?

—No tienes que mostrarte tan ansioso de deshacerte de mí —dijo Iris, intentado obligar a sus recalcitrantes piernas a sostenerla.

—¿Puedes permanecer de pie? —le preguntó Monty con insistencia.

—Sí —le contestó Iris bruscamente, intentando mantener el equilibrio para que sus temblorosas piernas no la dejaran caer—. Siempre que no tenga que moverme.

—No tendrás que hacerlo —dijo Monty. La cogió entre sus brazos y la besó apasionadamente.

Las piernas de Iris dejaron de sostenerla por completo. Su respiración la abandonó. Por un momento pensó que su corazón también se había fugado. Luego empezó a latir de repente, dos veces más rápido de lo que debía.

—¿Qué estás haciendo? —logró preguntar con voz de asombro.

Monty se sintió un poco avergonzado de haber dejado que sus emociones le ganaran la batalla. Nunca había besado a una mujer de aquella manera. Quería hacerlo de nuevo.

—Te estaba besando. Creí que te darías cuenta.

—Por supuesto que me he dado cuenta, pero ¿por qué me estabas besando?

—No juegues conmigo —dijo Monty—. Has estado tratando de hacer que te bese desde hace muchos años.

—Y has tenido que esperar hasta que estuviera prácticamente indefensa.

—Por eso me he asegurado de que pudieras tenerte en pie —dijo Monty. Volvió a estrecharla entre sus brazos y la besó de nuevo. Su lengua se deslizó suavemente entre sus labios abiertos para explorar la calidez de su boca. Ella dio un suspiro que lo alentó a ser aún más codicioso en aquel acto de saqueo.

—Hace días que quiero hacer esto —dijo él cuando finalmente se separó de su boca.

—Si has venido a buscar las vacas sólo para traerme aquí…

Monty soltó una carcajada.

—No necesito excusas para proteger mi ganado.

Fue una buena cosa que ella mencionara las vacas. En un minuto o dos habría podido empezar a creer que ella le gustaba.

Iris se liberó de los brazos de Monty.

—¡Qué tonta he sido al creer que podría llegar a ser tan importante como unas miserables vacas! Dejemos de perder el tiempo. Tú tienes que armar el campamento, y yo tengo que aprender a caminar. Parece que alguien ha estado aquí antes que nosotros —dijo ella, señalando los restos de una fogata.

Por un momento ella pensó que Monty iba a hacer uno de sus cáusticos comentarios, pero no hizo más que lanzarle una mirada inquisidora. Quiso huir de aquellos ojos escrutadores. Quiso decir algo para hacer que él apartara la mirada, pero no se le ocurrió una sola palabra. Luego, con la misma expresión de desconcierto en su rostro, él se volvió para observar las cenizas. Iris quedó inexplicablemente conmocionada. Tenía la sospecha de que algo terriblemente importante había pasado y que ella no lo había entendido.

No muy lejos de las cenizas, Monty encontró dos puntos en los que las hojas del suelo habían sido aplastadas por los cuerpos de los hombres que allí se habían acostado. Un momento después encontró el lugar donde dos caballos vadearon el arroyo.

—Estuvieron aquí hace muy poco tiempo —dijo—. Probablemente son los hombres que se llevaron tu ganado.

—¿Crees que están muy lejos de aquí?

—No lo sé. Iré a echar un vistazo cuando haya caído la noche. A lo mejor puedo encontrar su campamento.

—¿Qué harás?

—Eso depende. Ahora ocupémonos de prender un fuego y de hacer café. Va a ser una noche fría.

—No tenemos café —señaló Iris—. Ni nada que comer.

—Por supuesto que sí —dijo Monty, abriendo su petate y sacando dos ollas, una taza, un plato de lata y utensilios para comer—. Nunca viajo sin llevar suficiente comida para toda una semana.

Iris se sintió aliviada cuando Monty la dejó para ocuparse del fuego. Necesitaba tiempo para pensar. El beso había paralizado su cerebro casi tanto como el viaje a caballo sus músculos.

No sabía cómo interpretar aquel beso. Lo que estaba claro era que no se parecía en nada a esos besuqueos secos que algunos chicos le habían dado en los labios en otras ocasiones. Había notado que su actitud hacia ella se había ido suavizando poco a poco a lo largo del día, pero no sabía si se trataba de un cambio genuino, si estaba aburrido y había decidido entretenerse con la primera mujer que vio, o si estaba tratando de irritarla.

Hizo una pausa para apoyarse contra el tronco de un olmo que tenía por lo menos un metro de diámetro. Nunca habría imaginado que caminar pudiera ser tan agotador.

Esperaba que eso significara que al menos le daría la oportunidad de probar que no era una inútil. Cabalgar con él todo el día había hecho que se hiciera una idea muy diferente de cómo era en realidad. El concepto que tenía de él se lo había formado gracias a las impresiones de una encaprichada chica de quince años y a las historias que había oído acerca del carácter tan terrible que tenía y de su pericia con las vacas.

Iris se apartó del tronco con gran esfuerzo y empezó a caminar de nuevo.

Él no se parecía en nada a los hombres que solían cortejarla. No era afectuoso ni atento, pero se preocupaba por ella e intentaba ser amable. Empezaba a pensar en él como hombre, y no sólo como una manera de llevar su hato a Wyoming. Bajo todas aquellas bravatas había una persona de principios firmes, una persona que no era temerosa, renuente, ni tímida. Un hombre que primero actuaba y después preguntaba.

Le gustaría saber qué más podría encontrar si se adentrase un poco más en él. No obstante, estaba segura de que había una cosa que no encontraría. No encontraría que estaba enamorado de ella. Nunca había visto a un hombre tan poco capaz de enamorarse como Monty Randolph.

Molesta por pensar tanto en él, regresó al campamento preparada para luchar.

* * *

—Crees que tienes una respuesta para todo, ¿no es verdad? —dijo ella.

—Sólo cuando de vacas se trata. Pero no con respecto a casi todo lo demás.

Iris no esperaba una contestación tan sincera. Monty no le parecía la clase de hombre dispuesto a reconocer sus defectos.

—¿Quién dice eso?

—Todo el mundo. Especialmente mi familia.

Él había recogido ramas y hojas secas, y había logrado encender un fuego. Le pasó una olla pequeña.

—Ve al arroyo a traer un poco de agua mientras yo voy a buscar más leña.

Iris cogió la olla.

—Tu familia debe de tener muy buena opinión de ti para dejarte llevar un hato a Wyoming.

—No querrás meterte con el tema de mi familia —dijo Monty—. Es peor que las arenas movedizas.

Ella lo siguió mientras él buscaba leña.

—No puede ser tan terrible. George y Madison están casados, y les va muy bien en sus matrimonios.

—Madison tuvo la sensatez de llevar a su esposa a vivir a Chicago. En cuanto a Rose, bueno, ella es una mujer excepcional. Si no nos hemos matado unos a otros, probablemente ha sido gracias a ella.

De repente, Iris deseó que Monty pudiera hablar de ella con algo de la veneración que reservaba para Rose. Se preguntó qué tendría que hacer una mujer para que un hombre sintiera algo así por ella. Se preguntó si eso podría pasarle a ella alguna vez.

Iris podía provocar que los hombres se pelearan por ella, pero instintivamente supo que la relación de Monty con Rose era diferente de todo lo que conocía. Podía imaginar a Monty discutiendo con Rose —él había reconocido que esto sucedía—, pero también intuía que él respetaría cualquier decisión que ella tomara aún cuando no estuviera de acuerdo.

Él no la trataba en absoluto de esa manera cuando ellos discrepaban.

Monty llevó su montón de leña al fuego. Ella fue a buscar agua. Cuando intentó arrodillarse junto al arroyo, no pudo hacerlo. Tenía que permanecer de pie o tirarse al suelo. Pero no era posible que adoptara una postura intermedia.

—Date prisa con el agua —gritó Monty.

—No puedo.

Monty apartó la vista del fuego.

—¿Por qué?

—Me caeré si me agacho.

Su risa la enfadó. Siempre se estaba riendo cuando no debía.

—Lo siento. He debido suponerlo —se levantó, le quitó la olla de las manos, se agachó y la llenó de agua cristalina—. Sigue caminando. Pronto estarás bien.

Monty puso la olla sobre unas piedras y prendió un pequeño fuego debajo. A los pocos minutos el agua estaba hirviendo. Echó el café en la cacerola.

—El café pronto estará listo.

—Huele delicioso —dijo Iris, inhalando el rico aroma de los granos negros—, pero ¿qué vamos a hacer de cena?

—Espera y verás. Entretanto, puedes ocuparte de los caballos.

Sin pensarlo, ella dijo:

—Yo no me ocupo de los caballos.

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