Iris

Iris


Capítulo 11

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¿Por qué no aprendería a pensar antes de hablar? No había querido ser grosera, pero nunca le habían pedido que se ocupara de los caballos. Estaba acostumbrada a entregarle las riendas a algún empleado sin siquiera detenerse un segundo a pensar. Pero esa no era una razón para que hubiera hablado así.

Monty apartó su mirada indiferente de la olla de café que agitaba sobre las llamas.

—¿Sabes cómo ocuparte de un caballo?

—En realidad no. Yo…

—¿Puedes llevarlos a beber agua al riachuelo?

—Sí.

—¿Puedes estacarlos para que puedan pastar?

—Por supuesto. Yo…

—Entonces hazlo. Yo me ocuparé del resto después.

La forma tan dura en que él le dio esta orden hizo que Iris quisiera negarse, pero algo en su manera de mirarla la llevó a cambiar de opinión. Ella se volvió para ocultar su pena y su confusión.

Desató los caballos y los llevó al riachuelo.

No podía creer cuánto le dolía su frialdad. Era como si no sintiera nada en absoluto por ella, como si no fuera más que una empleada a la que había contratado para darle órdenes. Pero la pena que esto le producía confundía a Iris. Esperaba sentir rabia. El dolor le sorprendía.

Los caballos se metieron en el riachuelo y bajaron el hocico a las aguas calentadas por el sol.

Quería gustarle a Monty. No sólo que pensara que ella era guapa, ni que la halagara y accediera a todos sus deseos. Ni siquiera que la deseara. Sólo quería gustarle. No era mucho pedir, pero le pareció imposible al recordar su mirada de frío desdén.

Nunca antes había sentido esto por un hombre, y no sabía qué significaba. Sólo sabía que la hacía sentir muy intranquila, y esto tampoco lo había sentido antes. Siempre había sido muy segura de sí misma en lo que atañía a los hombres. Antes sí que lo era con Monty, pero ya no. Él la desconcertaba. Se sentía atraído por ella y pensaba que era una mujer hermosa, pero no le gustaba en lo más mínimo.

Una vez que saciaron su sed, los caballos sacaron sus empapados hocicos del arroyo. Iris los llevó al pasto alto que crecía fuera del bosquecillo. Incluso una niña rica y mimada podía hacer eso. Había kilómetros de pasto en todas las direcciones.

No entendía por qué seguía discrepando con Monty en asuntos de los que ella poco o nada sabía, y en los que estaba casi segura de que él tenía muchos conocimientos. Si se tratase de ir a una fiesta o a cenar, o de conocer a alguien importante, ella sabría exactamente qué hacer. Pero ya era hora de que reconociera que en aquella indescifrable pradera, él lo sabía todo y ella nada.

Monty estaba cortando un pedazo de carne seca y arrojando las tajadas en una olla de agua cuando ella regresó a la fogata. Se detuvo un momento para darle una taza de café.

—¿Qué estás preparando? —le preguntó. El café estaba demasiado caliente y aún no podía tomarlo. No había donde dejarlo, así que lo sostuvo entre sus manos mientras se enfriaba.

—Una sopa de carne —respondió él—. Siempre llevo conmigo cecina y hortalizas secas. Es rápido y fácil de preparar. Claro que si tú quieres hacer algo…

—Yo no cocino.

Enseguida pudo darse cuenta de que había dicho algo que no debía. De nuevo.

—¿No cocinas o no sabes hacerlo?

—N… ninguna de las dos cosas —contestó Iris, dándose cuenta de repente que él la estaba mirando como si ella fuese una especie de criatura rara e indeseable.

—¡Helena! —exclamó él indignado—. Debería habérmelo figurado.

Cortó la última tajada de carne y empezó a remover la mezcla.

—¿Qué quieres decir? —preguntó ella, dispuesta a defender a su madre.

—Helena consideraba que cocinar era indigno de ella. Tendría que haber sabido que ella no permitiría que su hija aprendiera.

—No tienes que hablar con tanto desdén. Hay muchas mujeres que no saben cocinar.

—No conozco ninguna. Rose prepara todas las comidas en casa.

¡Claro, cómo no iba a hacerlo la perfecta Rose! Y probablemente también limpiaba la casa, cultivaba una huerta, y mataba y limpiaba media docena de cerdos antes de la comida. Seguramente también se cosía sus propios trajes de fiesta, y llegaba a los bailes tan guapa como Cenicienta.

—No todo el mundo es como Rose —dijo ella, temiendo que si decía lo que estaba pensando, él la apartaría de la fogata y de aquella sopa que desprendía un olor tan delicioso. Sólo en ese momento recordó que no había comido nada desde el desayuno.

—A lo mejor no, pero toda mujer que quiera establecerse en Wyoming tiene que saber cocinar.

—Bueno, pues yo no sé.

—Eso has dicho.

—¿Y bien? —preguntó ella finalmente cuando él se quedó en silencio—. Debes tener algo más que decir. Que yo sepa, nunca te has quedado mudo antes.

—Será mejor que te cases con un tipo de ciudad que tenga mucho dinero. Nadie más podría estar con una mujer que no sabe cocinar ni limpiar una casa.

—¿Por qué no?

Monty alzó la vista para mirarla.

—Una mujer no es de mucha ayuda para un hombre si todo lo que él puede hacer con ella es mirarla.

Iris dio una patada en el suelo, y de inmediato hizo un gesto de dolor.

—Eso es una grosería.

—¿Te casarías con un hombre que no puede ganarse la vida, que no hace más que sentarse en el porche a tallar?

—Yo…, un hombre no puede… Es una pregunta absurda.

Monty volvió a ocuparse de su sopa.

—Aquí todo el mundo tiene que cargar con lo suyo. Eso incluye a las mujeres.

—Bueno, yo he llevado los caballos a beber agua y a pastar. Espero que con eso me haya ganado por lo menos un plato de sopa.

Monty la sorprendió con su sonrisa.

—Y hasta dos si quieres, uno por cada caballo.

No entendía a aquel hombre. En un primer momento le decía que era un ser humano inútil, una carga para la raza humana, al instante siguiente estaba sonriéndole como si ella en realidad le gustase. Preferiría que siguiera poniendo mala cara. Al menos de esa manera no tenía ningún problema en recordar que quería darle un porrazo en la cabeza. O tirarle el café. Pero cuando sonreía, sus piernas apenas lograban sostenerla. Era el hombre más guapo que había visto en su vida.

Creía que le gustaban los hombres de pelo oscuro y bigote. Parecían tan románticos, tan misteriosos. Pero había cambiado de opinión. El cabello de Monty era tan rubio que resultaba casi blanco. Sus cejas eran invisibles, su piel quemada era del color del ámbar oscuro, pero no había nada pálido o apagado en él. Sus ojos eran tan azules que destacaban como zafiros brillantes, resplandeciendo con una intensidad que a ella le parecía extraordinaria. Cuando sonreía, fruncía los labios o los apretaba de rabia, su boca reflejaba su estado de ánimo con la sutileza de un grito.

Pero era su cuerpo lo que lo caracterizaba más plenamente.

Con una estatura de más de 1,90 metros y los hombros tan anchos que apenas cabían por una puerta, Monty no era un hombre que pudiera pasar desapercibido. Tras años de pasar jornadas de dieciséis horas sobre una montura enlazando novillos que pesaban más de 460 kilos, sus brazos y sus muslos estaban tan duros como el cuero crudo. Lo hacía todo con involuntaria facilidad. Como la noche anterior, cuando la levantó de su silla de montar con un solo brazo.

Era como los animales que arreaba, fuerte, peligroso, y siempre siguiendo sus instintos. Independientemente del número de horas que pasara bajo techo, su hogar natural se encontraba bajo el firmamento, en un territorio sin cercas.

Era primitivo e indomable, y le producía a Iris un miedo espantoso. Ella tomó un sorbo de café.

—¿Dónde está tu rancho? —le preguntó.

—En las estribaciones de las montañas de Laramie, a orillas del río Chugwater.

—El mío está a orillas del río Bear. ¿Se encuentran cerca?

—Podría ser.

Una respuesta típica de Monty…

—¿Has estado allí?

—No. Jeff lo compró, y se encargó de arreglar y amueblar la casa para que se pudiera vivir en ella.

Iris dudaba de que en sus tierras hubiera algo más que una rudimentaria cabaña.

—¿Piensas vivir allí?

—Por supuesto. No podría establecerme en Cheyenne o en Laramie para dirigir el rancho. Los cuatreros me robarían todo. La sopa está lista —dijo él. Sacó la olla del fuego, revolviendo su contenido con fuerza—. Sólo tengo una taza, y la estás usando tú.

—Podemos comer directamente de la olla.

—Sólo tengo una cuchara.

Ella no entendía por qué la estaba mirando de aquella manera. Si no fuera Monty…, pero era Monty, y a él no le interesaba galantearle.

—De todos modos, hace demasiado calor para comer ahora —dijo ella—. Cuando empiece a refrescar, yo ya habré terminado mi café.

Tomó un sorbo. No se le había ocurrido que se quedaría sola con Monty. Y no estaba preparada para la manera como la estaba mirando, ni para los inquietantes sentimientos que se apoderaban de su corazón.

—Tal vez a tu esposa no le guste vivir en un rancho.

—No pienso casarme —dijo Monty. Probó la sopa, y se quemó la lengua—. Me gustan mucho las mujeres —dijo, resoplando para aliviar el dolor de la quemadura—, pero no quiero una esposa.

—¿Por qué no?

Iris estaba cansada de sentir cosas que no podía explicar. Ella tampoco quería casarse, no obstante, le disgustaba que Monty no quisiese hacerlo. Eso no tenía sentido, pero la verdad era que mucho de lo que había hecho últimamente no lo tenía.

—Una esposa no haría más que estorbarme. Todo el tiempo estaría tratando de que yo hiciera cosas que no quiero hacer. Terminaría intentando cambiarme, así haya jurado no hacerlo.

—¿Acaso Rose hizo algo así?

—¡Por supuesto! —contestó riendo—. Tendrías que haber visto el follón que se armó cuando llegó a casa por primera vez. Hicimos todo lo posible para que George se deshiciera de ella.

Al menos Rose no era totalmente perfecta.

—Claro que algunos hombres tienen que cambiar si quieren llegar a ser buenos esposos —prosiguió Monty—. Yo tendría que cambiar muchísimo antes que una mujer se casara conmigo.

—Supongo que una mujer también necesitará cambiar muchísimo antes de poder vivir con un hombre como tú —le respondió Iris con sequedad—, y especialmente en un rancho ganadero.

Monty enseñó su irresistible sonrisa, e Iris sintió un hormigueo en el estómago.

—En eso tienes razón. No creo que ninguna mujer esté dispuesta a intentarlo. Aunque yo tampoco se lo pediría. No soy el tipo de hombre que quiere casarse.

Iris terminó el café y le pasó la taza. Monty la llenó a medias de sopa. Ella la agitó un poco para enfriarla y luego tomó un sorbo. Estaba sorprendentemente sabrosa.

—Podrías cambiar de opinión.

—Rose ha estado tratando de que lo haga desde hace casi diez años. Tengo costumbres muy arraigadas.

—¡Pero tú no te enamoraste de Rose! —señaló Iris.

—Ella era una mujercita muy atractiva, decidida y valiente —dijo Monty, recordando el pasado—. Pero estaba loca por George, y él estaba igual de chiflado por ella. Creo que me habría matado, o se habría suicidado, si ella no se hubiera enamorado de él.

Una razón más para tomarle antipatía a la perfecta Rose. Iris daba gracias a Dios porque pronto estarían a más de mil quinientos kilómetros de distancia. Era deprimente enterarse de tantas virtudes concentradas en una misma mujer.

Siguieron comiendo en silencio. Luego llevaron los platos al riachuelo, los enjuagaron y los limpiaron con arena. Monty guardó todo.

—Ahora voy a enseñarte cómo ocuparse debidamente de un caballo —dijo él.

Iris se puso furiosa. Ya se había ocupado de esos condenados caballos. ¿Por qué Monty pensaba que una persona tenía que llevar el apellido Randolph para poder hacer un buen trabajo? Se dijo que debía dejar de portarse como una tonta. Debería alegrarse de que él fuese tan meticuloso y competente, y de que inspeccionara todo él mismo. Ésa era la clase de hombre que necesitaba para llevarla a Wyoming.

Pero se sentía dolida.

Había intentado que no le importara lo que Monty pensara de ella, pero no lo había conseguido. Su aprobación era muy importante, lo bastante importante como para que ella tratase de ganársela. Y si eso significaba que tenía que aprender todo lo relacionado con los caballos, eso haría. Además, si pensaba dirigir un rancho, tendría que aprender. Los caballos representaban seguridad y eran un medio para ganar más dinero. Quería cerciorarse de que sus hombres cuidaran sus bienes como era debido.

Por otra parte, disfrutaba mucho con la atención de Monty. Mientras él estuviera intentando enseñarle algo, tendría que prestarle atención. Tenía miedo de que si se quedaban junto a la fogata, él se hiciera un ovillo y durmiese.

Había empezado a hacer frío cuando regresaron al campamento. Iris se dio cuenta de que no había traído nada que pudiera abrigarla, pero no quiso decírselo a Monty.

—Será mejor que duermas un poco.

—¿No vas a ir a buscar a los cuatreros?

Sabía que no la llevaría con él. No serviría de nada pedírselo.

—Más tarde, cuando estén durmiendo.

—Te esperaré despierta.

—No, ve a dormir. Necesitarás todas tus energías mañana —le pasó su ropa de cama—. Puedes usar esto.

—No. Es tuyo.

—Tómalo.

—Entonces lo compartiremos —dijo Monty, sentándose junto a Iris.

—¡No pretenderás que duerma ahí contigo! —exclamó Iris.

Monty colocó un extremo de la manta sobre los hombros de Iris y el otro sobre los suyos.

—No, sólo pretendo convencerte de que lo uses.

—¿Y tú donde dormirás?

—En el suelo. Está seco.

—¿Con qué te cubrirás?

—No tengo frío.

De hecho, Monty sentía como si tuviera fiebre. Conocía a Iris hacía diez años, pero nunca se había sentido así, no hasta anoche. En aquel momento era como si un fuego ardiera furiosamente en sus venas. Le sorprendía que ella no pudiera ver vapor saliéndole de los oídos. Se encontraban sentados el uno junto al otro, y sus hombros se rozaban.

Quería besarla de nuevo. Sólo que esta vez quería besarla porque era la mujer más guapa que había visto en su vida, porque no había hecho más que contenerse todo el día y no creía que pudiera aguantar mucho más tiempo.

—No sé cómo puedes tener calor —dijo Iris, tiritando de frío y tirando de la manta para cubrirse mejor los hombros—. Nunca hubiera creído que las noches pudiesen ser tan frías en esta época del año. Ya estamos casi en mayo.

—Acércate un poco más. El calor de nuestros cuerpos te ayudará mucho más que la manta.

—Lo que necesito es acurrucarme contra un novillo —dijo Iris, guardando las distancias—. Estaría más caliente que un pan tostado sólo con la mitad del calor que generaron durante la estampida.

Iris jugueteaba nerviosamente con un extremo de la manta. No se entendía a sí misma. Monty había sido grosero con ella. La había tratado con la misma dureza que habría usado con un hombre, pero aun así quería estar cerca de él.

—A lo mejor yo no estoy tan caliente como un novillo, pero soy más guapo —dijo Monty. Su tono de voz no era el de siempre—. Y no doy coces tan fuertes.

—Sí lo haces —le contestó Iris con voz temblorosa. No podía estar tan cerca de Monty sin ser plenamente consciente de su presencia. Era como un imán que tiraba de ella aún cuando no quisiera acercarse—. Me das una patada verbal cada vez que abres la boca.

—Sólo quiero protegerte.

—No lo parece.

—Hay algo en ti que atrae los problemas.

—Supongo que es por eso por lo que siempre estás cerca.

Iris tenía que hacer algo con las manos, de modo que cogió una rama para ponerla en el fuego. La manta se le cayó de los hombros. Cuando Monty se la puso de nuevo, tiró de ella hasta hacer que su cuerpo se apoyara contra el suyo.

—Estoy cerca por la misma razón que todos los demás hombres te rondan —dijo Monty, tirando aún más de Iris—. Da la impresión de que no puedo estar lejos de ti.

Iris intentó incorporarse de nuevo.

—¿Es eso lo que quieres?

—¡Sí, maldita sea!, pero no puedo. —Luego la besó.

El ardor del beso de Monty no sorprendió ni consternó a Iris como la primera vez. Definitivamente no estaba acostumbrada a que la besaran con tanta pasión, pero de repente se dio cuenta de que ella le estaba respondiendo.

Resistió el impulso de rodearlo con sus brazos. Se negaba a abrazar a un hombre que hacía todo lo posible por mantenerse alejado de ella y que maldecía cuando no lo lograba. Se separó de él. Se sentía débil, pero también tenía más calor.

—No pareces muy contento al respecto —logró decir.

—No lo estoy —dijo Monty, y luego la besó con tanta fuerza, metiendo y sacando la lengua de su cálida boca, que a Iris le costó trabajo recobrar la respiración.

—No me agradaría ocasionarte tantas molestias. Tal vez lo mejor sea que vayas a buscar tus vacas.

No sabía qué sentían las demás mujeres respecto a eso, pero ella no quería que él le hiciera el amor contra su propia voluntad. Intentó soltarse de sus brazos, pero él no quiso liberarla.

—Preferiría buscar vacas, cuatreros o indios —masculló Monty—, pero no puedo concentrarme en nada cuando tú estás cerca.

El encanto se esfumó, llevándose consigo algo de su calor. Él era un caso perdido. No entendía cómo una mujer en su sano juicio podría considerar seriamente enamorarse de aquel hombre.

—¿Crees que hay alguna posibilidad de que te recuperes de ese extraño malestar? —le preguntó ella.

Monty no pareció captar la ironía que había en su voz.

—¡Por todos los demonios! Eso espero. ¿Cómo podría un hombre mirarse en un espejo por las mañanas si no hace más que desear a una mujer como si fuera un toro semental?

Todo el calor que quedaba en su cuerpo desapareció, dejando a Iris con más frío que nunca.

—Nunca lo había visto de esa manera —dijo ella, preguntándose si Monty sería incapaz por naturaleza de decirle algo completamente agradable—. Anda, déjame ver si puedo ayudarte.

Iris le pegó en el estómago todo lo fuerte que pudo.

—¿Qué has querido decir con eso? —gruño él con asombro.

—No quiero que me hagas el amor si eso te hace sentir tan infeliz —Iris apartó la manta de un tirón y se levantó con dificultad—. Mi padre decía que siempre se debe liberar a un animal de su sufrimiento.

Monty se puso de pie de un salto. Iris quiso correr, pero sus traidoras piernas se desplomaron bajo su peso.

—Monty Randolph, no te atrevas a ponerme un dedo encima —Iris se arrastró hasta lograr sentarse mientras él permaneció de pie, quedando a mucha más altura que ella—. Y menos después de que hayas tenido el descaro de decir que no te gustaba besarme y que esperabas superar pronto el deseo que sentías —no podría decir si él estaba más furioso con ella o consigo mismo.

—Yo no…

—Si supiera usar esa pistola tuya, te pegaría un tiro.

Monty parecía dispuesto a estrangularla. Iris no sabía si debía intentar correr o pedirle clemencia. Antes de que pudiera decidirse por alguna de esas dos alternativas, Monty se echó a reír.

—Siempre has sido una mocosa impulsiva —dijo. Luego, de improviso, se agachó y la levantó en brazos. Iris daba patadas y luchaba tanto como sus entumecidos músculos se lo permitían, pero resultaba inútil. Monty era demasiado fuerte.

—¿Qué me vas a hacer? —le preguntó. Había oído muchas historias acerca del carácter de Monty. Era capaz de cualquier cosa, incluso de tirarla al riachuelo.

—No voy a hacerte lo que mereces, ni tampoco lo que yo quisiera.

—¿Qué? —preguntó Iris, sin saber si debía hacerse ilusiones o tener miedo. De repente había quedado muy claro que Monty podría hacer lo que quisiera con ella. Si sus besos eran un indicio de su estado de ánimo, él quería más de lo que ella estaba dispuesta a dar.

—No te lo diré. Al menos no ahora. Voy a bajarte, a abrigarte y a cerciorarme de que no pases frío.

Iris no tenía ninguna intención de dejarse vencer por aquel hombre arrogante, grosero, desconsiderado y demasiado seguro de sí mismo, ni aunque fuera la persona más fascinante que hubiese conocido. Pero cuando él estaba cerca, ella no podía pensar, no podía planear qué decir ni medir sus acciones. Se sentía impotente, perdida, incapaz de controlar lo que sucedía a su alrededor.

—¿Y después? —preguntó Iris cuando Monty la dejó de nuevo en el suelo y le cubrió los hombros con la manta.

A ella no le gustaba la mirada que había en sus ojos. La había visto una vez en aquellos hombres rudos con los que se cruzó en el área ribereña de San Louis. Era el deseo desnudo y primario, una fuerza que ella sabía por instinto que no podía controlar.

Al mismo tiempo sentía una fuerte atracción hacia Monty, tan fuerte que temía no poder oponer resistencia. O tal vez no quisiera oponer resistencia.

—Voy a…

—¡Hola, los de la fogata!

Se quedaron paralizados. Aquel gritó de llamada los cogía desprevenidos. No esperaban a nadie, y tampoco habían oído los cascos de un caballo aproximándose.

—¡Acércate si eres amigo! —gritó Monty—. Mantente alejada de la línea de fuego —le susurró a Iris.

—¿Quién…?

—No tengo ni idea, pero lo sabremos en un momento. Apártate de la luz.

Iris se acababa de alejar de la fogata cuando un caballo marrón lleno de manchas, montado por un hombre alto y delgado de facciones hispanas, salió de la oscuridad de la noche. Iris siguió alejándose hasta que la nariz aguileña y los ojos muy separados del hombre llamaron su atención. Había algo en él que le resultaba familiar. En ese preciso instante él se acercó a la luz.

—¿Carlos? —dijo ella un poco para sí misma, incapaz de creer lo que estaba viendo—. Es Carlos —dijo en voz alta, volviéndose hacia Monty—. Es mi hermano, Carlos.

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