Iris

Iris


Capítulo 13

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13

La luz de la luna decoloraba todas las cosas. Los sacos de dormir parecían particularmente blancos contra el oscuro suelo. Junto a cada bulto había un par de botas con un sombrero encima. El calor había hecho que la mitad de los hombres se quitara las mantas. Dos jóvenes vaqueros roncaban como ranas bramadoras en concierto, primero uno, cantando a la manera de un barítono bajo, y luego el otro, a la manera de un tenor tembloroso.

Monty llevó su fardo de dormir al lugar donde se encontraba durmiendo su cuadrilla. Pero justo en el momento en que se disponía a extenderlo al lado de su hermano gemelo, lo asaltaron las dudas.

Le preocupaba Iris.

Tyler y Zac no eran unos chicos todo lo alertas que a él le gustaría, pero entre los dos se ocuparían de que nada le ocurriera. No creía que pasara nada. Había más de una docena de hombres cerca de ella, que correrían a ayudarla si llegase a presentarse la menor señal de peligro.

Al menos se encontraba lejos de Frank.

Monty abrió su saco, dobló su manta para que hiciera las veces de almohada y se acostó, pero tardó un buen rato en relajarse. No le gustaba en absoluto que Iris durmiera fuera. Su carromato le había parecido un armatoste ridículo en un principio, pero ahora que ella se encontraba en su campamento, había cambiado de opinión. No era una buena idea tener a una mujer arreando ganado, pero si era forzoso que lo hiciese, no era apropiado que durmiera en el suelo junto a los hombres.

Monty se dio la vuelta tratando de ponerse cómodo. Normalmente se quedaba dormido en cuanto su cabeza tocaba la almohada. Aquella noche podía sentir cada brizna de hierba que se encontraba bajo su cuerpo, y el suelo le parecía duro como una piedra.

No le ocurriría nada. Aunque estuvieran muertos de hambre, ni los lobos ni las panteras entrarían en el campamento. Si llegaba a producirse una nueva estampida, ella se encontraba tan segura junto al carromato de provisiones como podría estarlo en cualquier otro lugar, exceptuando su propia cama. Pero ya no tenía cama. Ésta, así como las sábanas y las mantas, y las costosas pastillas de jabón perfumado, hasta donde él sabía, habían pasado a ser propiedad del banco.

Había una mata de hierba empeñada en sobresalir, de modo que Monty decidió mover la cama unos treinta centímetros.

No le importaría que no arreglaran el carromato de provisiones del Doble D de inmediato. Le parecía bien que la cuadrilla de Iris tuviera que comer en su campamento. Eso le daba la oportunidad de observar a sus hombres y decidir en quienes podía confiar y en quienes no. Pero esperaba que Lovell hubiera logrado arreglar el carromato de Iris cuando llegaran a Fort Worth. No estaría tranquilo hasta que ella pudiera dormir en un lugar privado.

Monty volvió a darse la vuelta.

—Coge tus cosas y llévatelas a un lugar desde donde puedas vigilarla —gruñó Hen.

—Aquí estoy bien.

—Dar vueltas como si fueras una tortilla no es estar bien. O te quedas quieto o te largas de aquí. Los demás tenemos que dormir.

Monty sintió que se ruborizaba de vergüenza. Estuvo tentado de discutir. Más tentado estuvo aún de darle a Hen un puñetazo en la boca, pero si empezaba una pelea sólo lograría avergonzarse todavía más. Agradecido de que la oscuridad ocultara el rubor de su cara, Monty se levantó y recogió sus bártulos de dormir.

—Lo hago sólo para no molestarte.

—¡Seguro!, y la Navidad cae en el mes de julio.

Monty pisó a su hermano a propósito cuando se disponía a marcharse. La risa de Hen hizo que le entraran ganas de volver para pisarlo con más fuerza.

Iris dormía tranquilamente. Monty vio las alforjas. Ya no las tenía debajo de la cabeza. Las había dejado tiradas a un lado. Obviamente estaban vacías.

Se detuvo un instante a pensar. Se preguntó que habría estado guardando en ellas y donde había ocultado su contenido. Indiscutiblemente se trataba de algo importante.

Confiaba en que no fuera nada peligroso.

Ahora que había decidido cambiar su cama de lugar, no sabía dónde ponerla. Tyler dormía debajo del carromato de provisiones, tan silencioso como un muerto. Zac se encontraba junto a él, un resfriado lo hacía resollar como si fuera asmático. Los caballos que se utilizarían durante la noche, algunos ya ensillados, todos estacados y listos para montar, pastaban por allí cerca. Realmente no había ningún lugar donde él pudiera dormir, salvo junto a Iris.

Monty extendió sus mantas a un metro de donde se encontraba Iris. Era el jefe. Podía dormir donde quisiera. Además, era su deber protegerla, o a cualquier otra mujer que por casualidad apareciera por el campamento, de modo que si alguien debía dormir cerca de ella, era él.

Pero una vez que extendió su saco y se metió en él, se sintió más intranquilo que antes. Tomar la decisión de dormir junto a Iris era una cosa, dormir junto a ella era otra completamente distinta.

Nunca había visto a Iris dormida. ¡Demonios! No podía recordar haber visto a ninguna mujer mientras dormía. Habría dado un resoplido de rabia si alguien se hubiera atrevido a insinuar que él se sentara en su lecho a mirar a Iris allí tendida. Se sentía como un tonto, pero no podía apartar la mirada de ella. No se parecía en nada a la Iris que coqueteaba con todos los hombres que veía, ni a aquella que se ponía como una fiera cuando no conseguía lo que deseaba. Ésta era una Iris completamente diferente, y él se sentía muy atraído por ella.

Mirarla en aquel momento le hizo recordar el año en que Rose invitó a los Richmond a pasar la Navidad con ellos. Helena no sabía cómo celebrar nada que no fuera su propio cumpleaños. La idea de dar le era del todo ajena.

Cuando Rose decidía celebrar algo, hacía uso de todos los recursos posibles. Decoraba hasta el último rincón de la casa con copos de nieve tejidos a croché, ángeles, campanas, muérdago que Zac cogía de las mezquites y ramas de árboles que permanecían verdes durante todo el año. Diez calcetines navideños llenos de manzanas de Missouri, naranjas de México, nueces y chocolates importados de Europa ocultaban la chimenea casi por completo.

El eje de todo era un cedro decorado de la manera en que los inmigrantes alemanes que se asentaron cerca de Abilene le habían enseñado a Rose. A los gemelos siempre les correspondía la tarea de encontrar el cedro más grande del rancho. George se encargaba de ensartar las palomitas de maíz y de atar las velas, y Rose ponía el toque final, un ángel de porcelana que había heredado de su madre.

Desde el instante en que Iris entró en la casa, abrió los ojos maravillada. Fue de una habitación a otra mirando los adornos navideños, los montones de regalos y la comida. Quedó completamente atrapada por la magia de la Navidad. Olvidó que era una chica guapa, mimada, a la que todo el mundo adoraba. En aquel momento era como cualquier niña de trece años que descubría de modo inesperado algo maravilloso y nuevo.

Monty nunca olvidó la dulce inocencia de aquel día. Ni siquiera Helena pudo estropear el encanto de aquella tarde. Quizás ésa fuera la razón por la que no había podido sacarse a Iris de la cabeza. A lo mejor aún estaba buscando aquel candor infantil en la mujer en la que Iris se había convertido.

Y lo había encontrado junto a su fogata.

Aquella no era la pelirroja caprichosa de ojos verdes relucientes, sonrisa deslumbrante y un cuerpo que podía hacerlo sudar en medio de una tormenta de nieve. Parecía más un ángel de paz y serenidad, de tranquilidad y reposo.

Todo lo que Iris no era.

No obstante, Monty sentía que podría serlo. Al menos lo era en aquel momento.

¡Quería que lo fuese!

¡Dios bendito!, tenía que haber perdido la cabeza para ponerse a fantasear con Iris mientras ella dormía, sólo porque parecía la clase de mujer que podría hacer que un hombre se pusiera de rodillas en señal de agradecimiento. Todo el mundo parecía inocente y dulce cuando dormía. Las gemelas, Aurelia y Juliette, eran el ejemplo perfecto de eso. Monty nunca había visto dos pilluelas que pudieran parecer más inocentes y angelicales después de haber pasado todo un día aterrorizando a los vaqueros del rancho y haciendo que a Rose le saliera una nueva cana.

Quizás sólo las mujeres guapas pudiesen lograrlo. No le cabía ninguna duda de que si Iris tratara de parecer así de inocente cuando estaba despierta, ningún hombre podría resistírsele. Ningún hombre querría hacerlo.

¡Maldición! Aquel no era el momento para sentirse atraído por una mujer. Se acostó y le dio la espalda a Iris. La vigilaría, pero tan pronto como le devolvieran su carromato, él separaría las vacadas y la dejaría seguir su camino sola. Podría incluso dejar que uno o dos hatos le ganaran la delantera, de modo que hubiera una barrera entre ellos. Permitiría que otra persona fuera a buscar sus vacas la próxima vez que salieran en estampida. No quería tener longhorns nerviosos y de ojos desorbitados, demacrados de tanto correr todas las noches, cuando llegara a Wyoming. Quería tener vacas gordas y contentas, dispuestas a parir todas las primaveras y a trabajar duro para encontrar suficiente pasto para alimentar a sus terneros y, de ese modo, lograr que éstos se conviertan en novillos fuertes y de óptima calidad para el mercado o en vaquillas que le den aún más terneros.

Quería tener el rancho más prospero de Wyoming y mostrarle a George y a todos los demás que él podía lograrlo solo.

* * *

—No quiero tener nada que ver con él —le dijo Carlos a Iris una semana después—. Y menos aún recibir órdenes suyas.

—Monty y yo discutimos las cosas todos los días —dijo Iris, tratando de tranquilizar a Carlos—. Es como si yo también diera las órdenes.

Hablaban mientras cabalgaban junto a la manada. Las vacas andaban de doce en fondo por un camino que tenía entre doce y veinte metros de ancho. El ruido de los cascos golpeando el suelo duro, el sonido de los cuernos al chocar entre sí, y los gruñidos y mugidos, hacían que fuese muy difícil oír. El tiempo seguía siendo caluroso y seco, anormal para aquella época del año. Aún no era mediodía, pero la blusa de Iris ya estaba empapada de sudor.

—Pues da la impresión de que él las estuviera dando todas. No me gusta encontrarme rodeado de Randolphs. Aunque peleen como perros entre ellos, se mantienen unidos contra el resto del mundo.

—Tyler no deja el carromato de provisiones el tiempo suficiente para saber si estamos en Texas o en México —dijo Iris, respondiéndole a su hermano con un poco menos de paciencia que antes—, y Zac no es más que un niño que ha crecido demasiado para su edad.

—Los chicos Randolph son peligrosos como las crías de serpientes de cascabel. Nunca lo olvides.

—No he olvidado nada de lo que han hecho los Randolph —dijo Iris, perdiendo la paciencia—. Monty me ha salvado la vida dos veces. Dos veces me ha encontrado las vacas que había perdido.

—Joe y yo encontramos las últimas.

—Monty habría dado con ellas si vosotros no lo hubieseis hecho —dijo Iris, sin dejar que su hermano la desviara del tema—. Yo no he hecho más que causarle problemas, pero él me ha ayudado siempre que lo he necesitado. Y además a ti te ha dado trabajo.

—Fuiste tú quien me lo dio.

—No. Monty pudo haberse negado a que yo te empleara. Él no quería contratarte en un principio, pero luego cambió de opinión.

—¿Por qué?

—Eso realmente no importa. Si quieres quedarte, vas a tener que trabajar con él. Yo quiero que te quedes —dijo Iris al ver que Carlos empezaba a empecinarse—. Deseo que nosotros también formemos una familia.

—¿Quieres decir como los Randolph? —Carlos sacudió su dedo pulgar en dirección a Tyler. El tono de su voz indicaba que no consideraba que los Randolph fuesen un buen ejemplo.

—Así es. Es posible que sean muy duros con los desconocidos, pero debe de ser maravilloso saber que cuentas con otras personas que harían cualquier cosa por ti sin importar que sacrificio fuese necesario hacer.

—Sin duda así son los Randolph —replicó Carlos, aunque no parecía ver con buenos ojos la buena disposición de aquella familia para defender a sus miembros—. Cualquiera de ellos podría cometer un asesinato y, aun así, los demás no vacilarían en protegerlo.

Iris se bajó de su carromato. Le producía un enorme alivio salir de aquel sofocante espacio cerrado. Después de dormir al aire libre cerca de una semana, le había alegrado poder volver a la privacidad de su cama, pero no pudo dormir en casi toda la noche. Se sentía sola, aislada, asfixiada.

Se detuvo un instante para respirar hondo. Después de todo el polvo, el calor, el ruido y los olores que había que soportar al cabalgar junto al hato durante dieciséis horas, el aire de la mañana parecía maravillosamente limpio y refrescante. El silencio era particularmente tranquilizador. Seis mil doscientas vacas hacían un ruido terrible, lo que terminaba por ponerle los nervios de punta. Estiró todo el cuerpo, haciendo que sus entumecidos músculos le dolieran, pero era un dolor agradable, y se tomó su tiempo.

Curioso, pero estaban empezando a gustarle las madrugadas, levantarse antes del alba y acostarse después del atardecer. Unos meses atrás ni siquiera habría considerado la posibilidad de despertarse antes de las nueve de la mañana o de irse a la cama antes de la medianoche. Se miró las manos y puso mala cara. Tenía la piel áspera y agrietada, las ampollas se habían convertido en callos, pero fueron las uñas las que más la alarmaron. Se las había cortado todo lo que había podido para impedir que se le rompieran o se le engancharan en algo.

Helena habría preferido ingresar en un convento antes que permitir que le vieran las manos en aquel estado.

Sin embargo, el aspecto de la ropa de Iris era mucho peor. Hacía falta zurcirla en unos cuantos sitios. Se encogió de hombros. No había nada que ella pudiera hacer al respecto. No sabía coser. Aún no había logrado reunir el valor necesario para pedirle a uno de los vaqueros que le enseñara, pero probablemente lo haría. No sabía qué otra clase de humillaciones tendría que aprender a aceptar antes de que aquel viaje terminara.

El berrido de unos terneros atrajo su atención. Era incapaz de desoír aquel sonido desde la noche en que la persiguió una vaca.

—¿Qué está pasando? —le preguntó al cocinero cuando llegó al carromato de provisiones.

—No es nada, uno de los vaqueros, que se está preparando para pegar un tiro a los terneros.

—¡Pegar un tiro a los terneros! —exclamó—. ¿Por qué?

—Siempre matamos a los terneros recién nacidos o se los cambiamos a algún granjero por huevos y verduras. No pueden seguir el ritmo de la manada.

—¿A dónde los está llevando ese hombre?

—No lo sé. Probablemente detrás de un matorral para que el ruido no moleste a las vacas.

Iris se dirigió en dirección a los berridos. Parecía que se trataba de dos terneros.

—A él no le agradará que lo mires —le gritó Bob.

Pero Iris no tenía ninguna intención de quedarse mirando. No permitiría que nadie disparara a sus becerros. Era como si aquel hombre recibiera su dinero para luego tirarlo.

Dio la vuelta a un matorral justo a tiempo de ver a Bill Cuthbert apuntarle a un ternero en la cabeza.

—¡Alto! —gritó ella, y corrió hacia el hombre—. No te atrevas a disparar a mis terneros.

—Frank me ordenó que lo hiciera.

—Pues yo te estoy ordenando que no lo hagas. Llévalos con sus madres.

—Se morirán. Las vacas no querrán quedarse con ellos.

—Entonces nosotros los llevaremos.

—¿Cómo?

Justo en el momento en que Iris abría la boca para responder que no sabía, se le ocurrió una solución. No le gustó al principio, pero después de pensarlo unos instantes, se encogió de hombros. Encajaba con todo lo demás. Lo mejor sería que aceptara de una vez por todas que las vacas eran más importantes que la gente, y en particular que ella.

—Ponlos en mi carromato.

—¿Está loca? —exclamó Billy.

Iris se rió.

—Debo estarlo para ceder mi carromato a un par de terneros por voluntad propia.

—¿Y dónde va a dormir?

—En el suelo. ¿Me creerías si te dijera que lo he echado de menos?

Billy regresó con ella al campamento refunfuñando entre dientes. Monty y Salino llegaron unos minutos más tarde, justo en el momento en que los hombres terminaban de descargar los muebles que se encontraban en el carromato.

—¿Qué sucede ahora? —preguntó Monty.

—Ella no nos deja pegar un tiro a estos terneros —le explicó Frank—. Los va a llevar en su carromato hasta que estén lo suficientemente fuertes para andar al paso de la manada.

—No tiene ningún sentido matar a un ternero —dijo Iris. Se sentía nerviosa bajo la mirada penetrante de Monty, pero también estaba resuelta—. No sólo es un despilfarro, también es cruel.

Monty la miraba sin verla. Iris no quería pensar en lo que le diría cuando se quedaran solos. Únicamente esperaba que pudiera contenerse mientras los hombres estaban presentes.

—Necesito todas las vacas y terneros que tengo —prosiguió Iris—. Si disparamos a dos terneros al día, eso significará que habremos matado doscientos cuando lleguemos a Wyoming. Es decir, habré perdido dos mil dólares. En tres años, será mucho más.

—Todo el mundo se deshace de los terneros —terció Frank.

—Entonces todos son unos imbéciles —intervino Monty mientras se apeaba de su caballo—. Ésa es la mejor idea que he oído desde que inventaron el carromato de provisiones —se volvió hacia Salino—. Consíguenos uno. Cómpraselo a un granjero. Envía a uno de los hombres a Fort Worth si es necesario, pero quiero un carromato para terneros en el campamento esta misma noche. ¿Realmente se te ha ocurrido a ti sola? —preguntó a Iris.

Iris asintió con la cabeza. Estaba demasiado asombrada para hablar. Por primera vez en su vida había hecho algo que le parecía bien a Monty, algo que era lo suficientemente bueno como para que él lo imitara. No sabía si desplomarse de emoción o flotar en el aire de euforia.

—Puedes llevar tus terneros a mi carromato cuando me lo traigan —le dijo Monty—. No hay necesidad de que desalojes el tuyo.

—Ya no lo quiero. No me encontraba a gusto allí, me sentía encerrada.

—Ése sí que es un verdadero cambio, antes…

—Lo sé, pero ya no pienso lo mismo.

Monty la miró de manera escrutadora.

—Estás llena de sorpresas.

—A mí también me ha sorprendido. Nunca pensé que llegaría a cambiar una cama por un saco de dormir.

—Yo nunca creí que llegarías a cortarte las uñas —dijo Monty.

Iris trató de llevarse las manos a la espalda, pero Monty alcanzó a coger una y la levantó. Le abrió la palma.

—Tienes callos —dijo.

—Tú también.

—Salen con el trabajo.

Iris levantó su otra mano con la palma abierta.

—Éstos también.

—Sigue así. Podrías convertirte en una verdadera hacendada.

Y después de hacer este sorprendente comentario, Monty volvió a montar en su caballo y se marchó, dejando a Iris mirándolo con la boca abierta.

* * *

Monty se despertó. Casi al mismo tiempo apartó la manta que lo cubría. Se puso las botas y el sombrero, y se levantó. Aún faltaba una buena media hora para el amanecer, pero él siempre se sentía completamente despierto desde el instante en que abría los ojos. No bostezaba ni se desperezaba ni se daba la vuelta para intentar dormir unos minutos más. Se despertaba lleno de energía, ansioso por empezar a trabajar.

El aire de la mañana estaba fresco y en calma, y el cielo de un color gris plomizo. Las vacas descansaban tranquilamente. Una fina capa de rocío hacía que el aire matutino se sintiera todavía más frio. Los vaqueros aún dormían, pero se movían nerviosamente en aquellos pocos minutos que faltaban para el amanecer. Un hombre se encontraba apoyado en un codo fumando un cigarro. El ligero aroma del café y del tocino frito se mezclaba con el olor del tabaco.

A Monty le gustaba mucho aquella hora del día. Le brindaba un remanso de paz y tranquilidad antes de que empezara el ajetreo de la jornada. Era el momento para hacer planes y prever el éxito, era el momento de dejarse recorrer por una agradable ansiedad. Los problemas de la jornada anterior quedaban olvidados. Un nuevo e inmaculado día estaba por nacer. Era la oportunidad de empezar de nuevo haciendo borrón y cuenta nueva.

El silencio era casi total en el campamento de Iris. Cuando terminaron de reparar su carromato de provisiones, ella regresó con su cuadrilla. Monty, con la excusa de que necesitaba familiarizarse con ambos grupos de hombres, había empezado a dormir en el campamento de Iris una noche si y otra no.

—Hay café caliente —le dijo el cocinero, tomándose tiempo de su trabajo para servir una taza de café y dársela a Monty. Era uno de los siete hombres de la cuadrilla de Iris que había aceptado su autoridad.

—Gracias —dijo Monty, recibiendo el café—. ¿Hay algo nuevo? —preguntó, mirando al hombre por encima de su taza.

—Sí lo hay, pero no sé de qué se trata —el cocinero hablaba en voz baja mientras seguía haciendo su trabajo—. Están tramando algo. Lo intuyo.

—¿Frank?

—No sabría decirle. Parece dirigirse a todo el mundo por igual, pero algunos hombres saben algo y otros no.

—Mantente alerta —le dijo Monty antes de alejarse.

Monty caminó hacia el lugar en que Iris dormía, a corta distancia del carromato. No sabía si debía despertarla. Quería que regresara a su campamento, pero ella opinaba que debía estar con su cuadrilla, pese a no sentirse a gusto allí. Permanecía siempre cerca de Carlos o de él mismo.

Monty notó algo más. Ella nunca permitía que nadie la tocara. Y eso lo incluía a él. Después de todos los esfuerzos que había hecho para lograr que se fijara en ella, él no podía entenderlo. Al principio pensó que, tras haber alcanzado su objetivo de hacer que la llevara a Wyoming, había dejado de fingir que él le interesaba.

Aunque hería el orgullo de Monty reconocer que ésta podría ser una de las razones, sabía que no era la única. Algo más le estaba preocupando. Algo de lo que él no sabía nada.

De ninguna manera se trataba de Carlos. Los deberes de Monty lo hacían ir de un lado para otro en todo momento, pero parecía que cada vez que veía a Iris, Carlos y ella se encontraban apoyando sus cabezas el uno en el otro. A Monty le sacaba de quicio que Iris se dejara engañar de esa manera por Carlos, por mucho que fuera su hermanastro.

Tampoco se trataba de Reardon. Él nunca se quedaba en el campamento. Desaparecía en cuanto terminaba de comer. Monty no sabía qué estaba haciendo Reardon allí, además de tratar de ganar un poco de dinero, pero ese hombre no le agradaba. Reardon no era la clase de persona que se quedaba en un sitio sin un motivo, y era muy probable que este motivo no tuviera que ver más que con su propio provecho. Era peligroso y cruel. Se le veía en los ojos.

No, a pesar de Reardon, se trataba de algo más, y Monty tenía la intención de descubrir lo que era.

* * *

—¿Por qué él no quiere separar las manadas? —preguntó Carlos a Iris. Habían cabalgado juntos la mayor parte del día, hablando mientras él hacía su trabajo.

No ocurría nada para alterar la monótona rutina de mantener a las vacas andando. El hato se había calmado después de la última estampida y se había adaptado al camino con notable complacencia. Iris tenía muy pocas cosas que hacer mientras recorrían aquellos interminables kilómetros, además de preocuparse por su futuro y quejarse del calor.

—Perdió demasiado tiempo con la estampida —contestó Iris— y es difícil que ahora pueda encontrar una oportunidad de hacerlo. Ésta ha sido una primavera muy seca, y quiere avanzar hacia el norte lo más posible antes de que llegue el calor del verano.

—A lo mejor no quiere separar los hatos —dijo Carlos.

—¿Qué quieres decir? —le preguntó Iris. No le había contado a Carlos las sospechas que tenía respecto a Frank. Aún no se sentía tan cómoda con él.

—No lo sé, pero nunca he oído hablar de nadie que mantenga dos hatos juntos. Normalmente los vaqueros tienen mucho afán de separarlos lo más pronto posible.

—¿Por qué? Debería ser más fácil llevar un sólo hato que dos.

—Es más fácil robar de esa manera.

Iris se rió.

—No me preocupa que Monty robe mis vacas.

—Bueno, pues debería preocuparte. Joe estaba hablando de eso anoche. Dijo que le parecía extraña la manera en que Monty trataba a tus hombres, como si fuera su dueño y señor.

Iris decidió que ya era hora de confiarse a Carlos. No tenía ningún sentido decir que quería que fueran una familia unida, y a la vez tener secretos para él. Además, ya estaba cansada de tener que defender a Monty constantemente. Después de todo lo que ella le había hecho pasar, no merecía que nadie desconfiara de él.

—Fue idea mía.

Carlos evidentemente no esperaba esta respuesta.

—Yo quería unir los hatos y hacer que Monty los dirigiera en lugar de Frank —dijo Iris—. No podemos tener dos jefes y…

—¡Pero dejar que un desconocido dirija tu cuadrilla!

—Monty no es ningún desconocido. Los Randolph han sido nuestros vecinos desde que papá compró el rancho. Además, ya ahuyentó a unos cuatreros después de la primera estampida.

—¿Lo viste hacerlo?

—¿Hacer qué cosa?

—¿Ahuyentar a los cuatreros?

—No, pero él me lo contó cuando trajo las vacas de regreso.

—Pudo habérselo inventado para ganarse tu confianza, para camelarte…

La risa de Iris hizo que varias vacas la miraran con inquietud.

—No conoces a Monty muy bien si piensas que él se molestaría en tratar de camelarme —dijo Iris—. Es más probable que me diga que no soy más que un incordio y me ordene que dé media vuelta y regrese a casa.

—Bueno, pero tienes que reconocer que él ha tomado el control de tu hato.

—No ha sido así. Yo tuve que rogarle que lo hiciera.

—¿Por qué?

—Porque algo está pasando, y no sé qué es —le dijo Iris a su hermano—. Alguien nos estaba robando el ganado en el rancho. Independientemente de qué tipo de trampa pusiéramos o de cuán ingeniosamente cubriéramos nuestras huellas, siempre descubrían qué habíamos hecho y nos atacaban desde otro lugar.

—¿Alguien del rancho estaba implicado?

—Seguramente. Luego se presentó ese episodio de la estampida y los cuatreros.

—No sabes…

—Monty describió a uno de los bandidos que ahuyentó. Vi a ese hombre hablando con Bill Lovell en el rancho. Y desde entonces he pillado varias veces a Frank y a Bill en plena conversación.

—¿Crees que Frank está implicado en el asunto?

—No lo sé. Ésa es la razón por la que me alegró tanto verte. Finalmente tenía a alguien en quién podía confiar.

—Si confías en mí, sigue mis consejos y no creas tanto en Monty.

—¿Pero por qué?

—Esa gente se volvió rica con demasiada rapidez para que haya hecho todo ese dinero honradamente. Corre el rumor de que su padre robó una nómina del ejército. También he oído decir que uno de esos hermanos se forró al relacionarse con unos ricos abogados del este. Todo el mundo sabe que todos ellos están más torcidos que la pata trasera de una vaca.

—Yo le confiaría la vida a Monty.

—Es eso exactamente lo que has hecho al confiarle tu hato.

Carlos espoleó su caballo para perseguir un novillo que se había apartado del camino, dejando que Iris reflexionara sobre lo que él había dicho. No creía que Monty estuviera tratando de robar su ganado, pero Carlos había sembrado la duda en ella.

¿Por qué Monty había cambiado de opinión respecto a prestarle ayuda? Esto de ninguna manera se debía a que se hubiera enamorado de ella. No se había acercado a Iris en todo el día. Aunque no entendía a Monty, sabía lo suficiente acerca de los jóvenes que se enamoraban perdidamente para comprender que no ignoraban de una manera tan deliberada al objeto de su devoción.

* * *

Iris les había pedido a Carlos y a Joe que se reunieran con ella en el carromato de provisiones del Círculo Siete. Había estado pensando en pedirle a Carlos que fuera su capataz, y quería que Monty le permitiera trabajar con Salino para que pudiese aprender el oficio. También quería que Joe trabajara con Carlos. Sabía que a Monty no le gustaría esta idea y temía tener que hablar con él.

Monty frunció el ceño cuando vio juntos a Iris, Carlos y Joe.

—Tengo nuevas funciones para vosotros dos —dijo, anticipándose a Iris al hablar antes de apearse de su caballo. Luego se tiró al suelo y fue a buscar una taza de café. Les dio la espalda durante todo este tiempo—. Joe se encargará de la parte posterior del hato y Carlos de la cabeza. Iris, tú cabalgarás a mi lado.

Los había alejado todo lo posible.

—Os daré nuevas tareas para la noche a la hora de la cena. Ahora será mejor que os marchéis. Vuestros compañeros os están esperando.

—Justamente quería hablar contigo acerca de las funciones de Carlos y Joe —dijo Iris, indignada de que Monty aún no les mirase de frente—. Quiero que cambies…

—No puedo cambiar a una sola persona sin tener que cambiar a todos los demás —Monty bebió un último trago, tiró el resto del café y le dio la taza a Tyler. Luego se volvió hacia Carlos y Joe—. ¿A qué esperáis?

—A nada —dijo Carlos, y los dos hombres se marcharon.

Monty se volvió hacia Iris.

—Regresaré en quince minutos. ¿Puedes estar lista entonces?

—Por supuesto, pero…

—Ahora no tengo tiempo. Hablaremos más tarde.

Luego se marchó, dejando a Iris a punto de echar chispas.

—¿Siempre es así? —le preguntó a Tyler.

—No. Normalmente está de buen humor y no hace más que bromear. Hasta el punto de que a veces saca de quicio a todo el mundo. Está muy serio en este viaje.

—Querrás decir que está irascible como una serpiente —dijo Zac, acercándose con el buey para atarlo al carromato de provisiones.

—Él no es así —añadió Tyler.

Terminó de guardar sus ollas de cocina y sus cacerolas de hierro en el maletero que se encontraba bajo el carromato, preparándose para salir al siguiente campamento. Quitó la cafetera del fuego, sirvió lo que quedaba de café en una taza, la puso aparte y luego guardó la olla en su cuchitril. Cerró la puerta de bisagras del carro, echó la llave y se dispuso a emprender el viaje al lugar en que Hen decidiera que debían detenerse a cenar.

—Me sorprende que ninguno de vosotros no lo haya asesinado aún —dijo Iris.

—Es posible que lo hayamos intentado —dijo Zac, haciendo que el buey siguiera el camino dejado por las huellas—, pero nadie puede vencerle.

—Tu hermano mayor debe tener la paciencia de un santo para poder aguantarlo.

—Monty discute con George, pero no se insolenta con él —dijo Tyler.

—Eso no lo puedo creer —replicó Iris.

—Ninguno de nosotros puede creerlo.

—¡Pero Monty desafiaría al mismo Dios!

—A lo mejor, pero no desafía a George.

—No puedo creerlo. Nunca en mi vida había conocido a nadie que estuviera tan seguro de que siempre tiene la razón.

—No conoces a George —dijo Zac.

—No, no lo conozco —asintió Iris—, pero tal vez deba hacerlo.

—George casi nunca abusa de su autoridad —dijo Tyler mientras se sentaba para esperar a Hen—, pero siempre hay que hacer lo que ordena. Monty puede hincharse como un sapo, pero sólo se atreve a desquitarse con uno de nosotros. No le pondría la mano encima a George.

—¿Por qué? —preguntó Iris, sin poder creer que Monty pudiera respetar tanto a alguien.

—Una razón es que George es más fuerte que él. Otra, que Rose no se lo permitiría.

—¡Rose! —gritó Iris—. Pero si ella apenas le llega al pecho.

—Rose no permite que nadie moleste a George —dijo Zac—. Le pegaría un tiro a Monty si tratara de pelear con él.

—No con un fusil —explicó Tyler—. Probablemente usaría una escopeta. Entonces Monty tendría que pasar casi todo el año sacándose perdigones del culo.

Iris no sabía si toda la familia Randolph, incluyendo a Rose, estaba loca, o si era ella quien lo estaba, pero decidió que no permitiría que Monty volviera a hacer ningún comentario sobre su familia. Helena había sido una mujer extraordinariamente egoísta y su padre un tonto indulgente, pero al menos ellos estaban cuerdos.

Estaba a punto de ponerse a hacer nuevas preguntas cuando llegó Hen. Éste se dejó caer de su silla de montar. Zac dejó que Tyler terminara de atar el buey solo y corrió para alcanzar el caballo de Hen.

Hen cogió la taza de café tibio, bebió un par de rápidos tragos y tiró el resto.

—Llena el barril de agua antes de que nos marchemos —le dijo a Tyler—. No encontraremos otro riachuelo decente en más de cien kilómetros.

—¿Por qué? —preguntó Iris.

—No ha llovido —respondió Hen, recibiendo el caballo que Zac le había traído—. No hay suficiente agua para nuestro hato. No quedará nada para los que nos siguen.

—¿Qué vamos a hacer? —preguntó Iris.

—Pregúntale a Monty —dijo Hen, dejándole saber con aquella voz estrictamente controlada cuánto le desagradaba tenerla en el campamento—. Es él quien está al mando de esta cuadrilla.

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