Iris

Iris


Capítulo 17

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17

Frank y sus hombres desaparecieron después de recibir su dinero. Nadie intentó provocar una estampida aquella noche ni ninguna otra. Cada día que pasaba era idéntico al anterior: caluroso, agotador y muy largo, pero también significaba un avance continuo hacia las altas llanuras de Wyoming. El tiempo seguía siendo seco, pero la lluvia que caía hacia el oeste mantuvo los ríos y riachuelos fluyendo con suficiente agua para saciar la sed de todo el hato.

Las colmas boscosas dieron paso a vastas extensiones de pradera. Los incendios periódicos dejaron las llanuras sin árboles, sólo se encontraba algún bosquecillo aislado a lo largo de un río o de un arroyo sinuoso. Zac llenaba la piel que colgaba bajó el carromato de provisiones de una mezcla de leña y rodajas de carne de búfalo ahumada, aunque estos animales se habían prácticamente extinguido después de la gran matanza que había tenido lugar durante los tres últimos años.

Las hondonadas y los pliegues del terreno habrían podido ocultar cuatreros, manadas de búfalos o toda la ciudad de San Louis, pero no fue así. Un antílope ocasional introducía algo de variedad en la rutinaria dieta de cerdo, pero la poca diversidad de comida con la que contaban desafiaba incluso la capacidad creativa de Tyler.

Un día Monty llevó a Iris a un lugar bastante elevado desde el cual podía ver seis hatos distintos aproximándose en la distancia. Más de seiscientos mil longhorns habían seguido aquel camino en los últimos cuatro años, número suficiente para formar una fila ininterrumpida de bestias desde Abilene, Kansas, hasta Brownsville, Texas.

La monotonía de la rutina cotidiana fue quebrantada la tarde en que subieron una colina y se encontraron frente a frente con más de cincuenta comanches, la mayoría mujeres y ancianos que viajaban a pie.

—Yo hablaré con ellos —susurró Monty—. Que todo el mundo siga haciendo su trabajo. Salino, vigila a Hen. No quiero armas aquí.

—Iré contigo —dijo Iris.

—Quédate aquí. Es demasiado peligroso.

—También es mi ganado.

Iris no sabía por qué insistía tanto en acompañar a Monty. En realidad, estaba más asustada que el día en que llevó un ternero al centro de la masa de longhorns, pero tenía que ir. Tenía que saber qué sucedería con su manada.

Y con Monty.

Un hombre, evidentemente el jefe del grupo, se acercó a ellos a caballo, y levantó la mano como para ordenarles que se detuvieran. El ganado, que seguía avanzando sin dejar de pastar, se desvió hacia la derecha. Los vaqueros lo seguían de cerca para mantenerlo unido.

Al parecer el jefe no hablaba inglés, pues empezó a hacer señas con las manos. Cuando Monty le habló en español, se volvió hacia su grupo y llamó a dos jóvenes indios para que le tradujeran.

—Son apaches —le susurró Monty a Iris—. Sin duda son desertores. ¿Qué quiere el jefe? —le preguntó Monty a los guerreros pieles rojas, que hablaban en un español gutural y muy fuerte.

Después de que éstos le tradujeron correctamente la pregunta al jefe, éste se quitó la capa que cubría sus hombros y se apeó del caballo. Era un estupendo ejemplar de hombre: su estatura era de más de 1,80 metros y tenía proporciones perfectas, pese a ser un hombre de edad madura. Era un jefe en toda regla. Aunque Iris no conocía el lenguaje de las señas, podía adivinar el significado de algunos de sus gestos.

Quería ganado vacuno. Afirmaba que toda la región que alcanzaban a divisar eran las tierras de caza de los comanches. Dijo que el hombre blanco era un intruso, que la gran matanza de búfalos por parte de los buscadores de pieles había provocado el hambre y la pobreza de su pueblo. Siempre había recomendado la paz, pero en su grupo sólo había indias y ancianos porque los hombres jóvenes lo habían abandonado para unirse a los jefes que abogaban por la guerra. Les ofreció permitirles cruzar su territorio a cambio de veinte cabezas de ganado.

—Apéate —le dijo Monty a Iris—. Esto va a tardar un poco.

Monty se bajó de su caballo y se recostó en la hierba. Iris nunca lo había visto hacer nada semejante. Sin saber qué otra cosa hacer, ella lo imitó. Los intérpretes apaches se sentaron en el suelo a su propio estilo.

—No sirve de nada tener prisa con esta gente —explicó Monty—. A menos que estés dispuesto a perder tanto tiempo como ellos, siempre obtendrán lo que quieren.

Sin demostrar ningún deseo de apresurar las cosas, Monty arrancó un tallo de hierba y empezó a masticarlo. Después de escuchar pacientemente al jefe, entabló una larga e incoherente conversación, evitando hacer referencia a las cabezas de ganado. Preguntó a qué distancia se encontraban los fuertes Sill y Elliot, y cuánto tiempo tardaría la caballería en alcanzarlos. Luego habló de las numerosas ocasiones en que los indios habían robado ganado y dijo que el jefe de los hombres blancos en Washington no estaba muy contento con ellos. Dijo que los ganaderos le habían pedido al gobierno que enviara soldados para que los protegiera de los indios que exigían ganado a cambio del privilegio de cruzar su territorio.

Luego apuntó que él no les debía nada.

El jefe invitó a Iris y a Monty a que fueran a su aldea a ver a su gente.

Esta invitación sorprendió a Iris. No quería alejarse de la seguridad que representaban los hombres de la cuadrilla, pero quería ver si el jefe decía la verdad. Además, aquel grupo de ancianos y mujeres no parecía muy peligroso. Al menos mientras Monty estuviera a su lado.

—Démosles parte de nuestras provisiones —le sugirió Iris a Monty.

—Ésa es una buena idea.

Monty llamó a Salino y le dijo que Iris quería llevarle comida a los indios. A Salino no pareció gustarle la idea, pero no tardó en regresar con algunas provisiones.

Iris se sintió valiente mientras la cuadrilla de vaqueros se encontraba cerca, pero cuando los indios la rodearon y sus hombres se perdieron en la distancia, empezó a desear haberse quedado con ellos.

Los indios habían levantado su campamento en el lugar en que un riachuelo salía de un valle, para convertirse en un ancho río que corría a lo largo de una llanura con extensos bosquecillos de álamos de Virginia y de sauces, lo que les proporcionaba suficiente espacio, sombra, agua y madera. Las hojas de los álamos susurraban constantemente, sus troncos de color gris blanquecino surcados de estrías eran tan anchos que un hombre no podría rodearlos con los brazos. La tierra gris que se encontraba cerca del campamento tenía muy poca vegetación, pero en la llanura había abundante pasto para los exhaustos caballos.

Las tiendas, con sus formas cónicas cubiertas de pieles, formaban un amplio círculo, el sencillo color curtido de las pieles de búfalo se había ennegrecido en la parte superior a causa del humo. Perros demacrados buscaban huesos desechados entre las tiendas.

Iris nunca había visto miseria como la que encontró en la aldea indígena. Las mujeres y los niños hicieron una pausa en sus labores al verlos llegar. Las mujeres tenían la cara arrugada debido a tantos años de trabajos pesados, a la poca comida y a la falta de descanso, los niños estaban demasiado flacos y eran extrañamente tranquilos. Con arrogante indiferencia, los apaches dejaron caer en el suelo las bolsas de comida. A los pocos minutos, no quedaba absolutamente nada.

Iris deseó haber traído más provisiones.

El desfile se detuvo frente a la tienda más grande del campamento. Ésta había sido decorada con diseños geométricos, símbolos religiosos y dibujos que conmemoraban las proezas de un guerrero.

—Ésta es la tienda del jefe —susurró Monty.

—¿Qué piensa hacer? —le preguntó Iris, también en susurros.

—Nos va a invitar a entrar para conversar un poco más.

—¿Cuánto tiempo nos quedaremos aquí?

—No lo sé.

Iris no quería bajarse de su caballo ni entrar en el tipi. Monty, por el contrario, se apeó sin vacilar un solo instante. Ella prefirió seguirlo a quedarse esperando allí fuera. El jefe pareció perplejo cuando vio a Iris dirigiéndose hacia la tienda, pero Monty pidió a los intérpretes que le dijeran que la mitad de las vacas pertenecían a Iris. Si quería ganado, también tendría que hablar con ella.

En aquel momento, Iris estaba dispuesta a darle veinte vacas con tal de que la dejaran regresar con su hato y alejarse todo lo posible de aquella aldea.

La tenue luz del tipi hacía que todo pareciera irreal. Cuando el jefe concluyó el interminable ritual de encender una pipa y pasarla a todas las personas presentes, Iris le habría dado hasta treinta vacas. Vaciló un instante cuando Monty le pasó la pipa, pero tras haber impuesto su presencia en aquel ritual exclusivamente masculino, sabía que tenía que aceptarla. Con sumo cuidado, Iris aspiró un poco. El humo del tabaco negro mezclado con hierbas aromáticas penetró en sus pulmones. Tuvo que hacer un gran esfuerzo para no empezar a toser.

Monty le sonrió en señal de aprobación. Iris sintió el vértigo del éxito. Después de respirar el aire lleno de humo de la tienda durante la hora que duraron las pacíficas deliberaciones, empezó a sentirse realmente mareada.

Pero el futuro inmediato le deparaba una prueba aún más dura. Varias mujeres entraron en la tienda llevando cuencos y bandejas de comida. Los indígenas esperaban que Monty y ella se quedaran a cenar.

Aunque Monty se quejaba todo el tiempo de que no podía reconocer la comida que Tyler preparaba, no vaciló ni un instante a la hora de probar los platos que le ofrecían, pese a que la mayoría de ellos parecían ser hechos con la misma papilla indistinguible. Iris, por su parte, pudo reconocer un estofado hecho con guisantes silvestres y nabos de la pradera, sazonado con el suave sabor que le daba alguna clase de carne. Se comió unos pequeños trozos de esta, esperando que Monty no le dijera después que era una serpiente de cascabel. Rechazó un plato de algo que estaba casi segura que eran saltamontes. El puré de calabaza y bayas silvestres que le sirvieron no estaba nada mal. Y aunque pareciera mentira, le gustaron los tallos dulces de cardo pelado que le ofrecieron al final, probablemente más porque señalaban el final de la cena que debido a que tenían un ligero sabor a plátano.

Sabía que los indios se habían privado de cenar para poder ofrecerles aquel banquete, de modo que comió lo suficiente para no parecer descortés. Esperaba que les dieran las sobras a los niños. Al recordar sus caras demacradas, con gusto les habría dado toda la comida.

—Nos han invitado a pasar la noche —dijo Monty.

—¿Nos han invitado?

—Bueno, es una especie de orden.

—¿Dónde dormiremos?

—Nos lo dirán después.

Los hombres siguieron conversando sin ton ni son. Como Monty traducía cada vez menos, la mente de Iris empezó a divagar. La sola idea de separarse de Monty la aterrorizaba. Nunca pensó, cuando insistió en acompañarlo, que se alejarían del ganado o que, cuando llegaran a la aldea indígena, no regresarían hasta después de haber conversado un rato. Cuando descubrió que se esperaba —no, se exigía— que pasara la noche allí, el miedo se le instaló en el pecho.

Cuanto más conversaban, más la oprimía esa sensación. Cuando el jefe indicó que las conversaciones habían llegado a su fin aquella noche, Iris casi no podía respirar. Ella extendió su mano buscando la de Monty y se aferró a ésta como si fuese una tabla de salvación. El jefe, al percatarse de esto, le murmuró algo a uno de sus guerreros. Este hombre les hizo señas a Iris y a Monty para que lo siguieran. Los llevó a un tipi casi tan grande y tan singularmente decorado como el que acababan de dejar. El hombre habló con Monty y dio media vuelta con la intención de marcharse. Monty, evidentemente sorprendido por lo que el indio le había dicho, dio una rápida respuesta en español.

Iris deseaba poder entender lo que decían, pero Helena se había negado a permitir que aprendiera un idioma que ella consideraba que sólo era apropiado para criados.

Monty intentó discutir con el intérprete apache, pero éste se fue de allí. Iris cogió el brazo de Monty cuando se percató de que él quería seguir a aquel hombre.

—¿Qué pasa? —preguntó.

—El jefe quiere que durmamos en el mismo tipi. Cree que eres mi mujer.

Iris nunca había sentido nada parecido a aquel impacto que estuvo a punto de levantarla del suelo. Sintió el cuerpo entero invadido por una deliciosa excitación que no tenía nada que ver con su dilema del momento. No podía entender por qué sentía aquella ávida ilusión en lugar de inhibición y miedo, pero estaba segura de una cosa: Monty tenía que quedarse con ella, no podía dejarla sola.

—Hay suficiente espacio para dos personas —dijo, mirando el tipi—. Es bastante grande.

—Esto no tiene nada que ver con el espacio. No puedo dormir contigo ahí dentro. Eso arruinaría tu reputación.

En aquel momento, el miedo de Iris de quedarse sola era mucho más fuerte que cualquier temor relacionado con su reputación.

—No puedes dejarme sola aquí. Te seguiré si lo intentas.

—Ellos no te harán daño —le aseguró Monty—. Somos sus invitados. Eso iría en contra de sus principios.

—A lo mejor, pero yo no tengo la intención de descubrir si eso es verdad. Tienes que quedarte. Nadie se enterará jamás.

—Hablaré con el jefe.

Pero cuando Monty quiso regresar a la tienda principal, los apaches le bloquearon el camino. El cuerpo de Monty se puso tenso al prepararse para abrirse paso a través de aquella barrera.

—No lo hagas —le gritó Iris. Agarró a Monty de una manga y tiró de él para que regresara—. No te lo permitirán. Pueden enfadarse si lo intentas.

Comprendiendo cuán inútil sería tratar de hablar con el jefe, Monty dijo:

—Dormiré fuera.

—Va a llover. Ya había empezado a lloviznar.

—Tengo impermeable.

—No seas tan terco. Hay suficiente espacio allí dentro para los dos.

Como Monty no se movía, Iris lo cogió de la mano para llevarlo en dirección al tipi.

Un guerrero piel roja sonrió y le dio un codazo a su compañero, pero Iris no desistió de su propósito. Había dejado atrás todas sus dudas. Pasara lo que pasara, quería que Monty estuviera a su lado.

—Es un error —dijo Monty, permaneciendo como paralizado donde estaba.

—Tal vez, pero éste no es el momento para discutirlo.

—Tenemos que hacerlo. Si entro allí, no sé si podré volver a salir.

—No quiero que lo hagas.

Monty se quedó mirándola fijamente.

—¿Sabes lo que estás diciendo?

—Sí.

Iris tiró de nuevo, y esta vez Monty dio un paso adelante.

—A lo mejor nosotros…

—Hablaremos allí dentro.

Iris notaba las piernas tan débiles y el estómago tan revuelto, que estuvo a punto de tropezar cuando se agachó para entrar en la tienda. La luz que llegaba a través del agujero para el humo y también la proveniente de los carbones de una pequeña fogata mitigaban la oscuridad del interior, pero ella apenas podía distinguir una cama de mantas de búfalo que se encontraba en el fondo del tipi.

Una única cama.

Hasta aquel momento Iris no había pensado cómo podría afectarla el hecho de amar a Monty. No parecía tener mucho sentido hacerlo. En ese instante comprendió, como si acabara de hacer un repentino descubrimiento, que quería hacer el amor con él. Su cuerpo clamaba por ser estrechado entre sus brazos, por sentir la increíble presión de sus labios contra los suyos y la felicidad de encontrarse cerca de su corazón.

No sabía si él quería hacerle el amor. De ser así, no sabía si se lo permitiría a sí mismo.

Monty se detuvo justo después de entrar y miró el interior del tipi. Se rió entre dientes, pero aquella risita pareció algo forzada.

—Apuesto a que nunca antes has dormido en una cama de mantas de búfalo.

—No. Tampoco había comido ninguna de esas cosas que nos han dado en la cena, pero he sobrevivido.

—Están a punto de morirse de hambre. Nos sirvieron la mejor comida que tenían.

—¿Permitirán que nos marchemos en la mañana?

—Sí. El jefe sólo espera obtener todas las vacas que pueda.

—¿Cuántas vas a darle?

—Dos.

—Pero tienen mucha hambre.

—Se lo comerán todo enseguida y luego volverán a tener hambre.

—¿Qué piensas hacer?

—Les propondré un trato.

—¿Cuál?

—Te lo diré mañana.

Iris sabía que estaban dando vueltas alrededor del único asunto que verdaderamente ocupaba sus mentes. Miró la cama de mantas de búfalo con el rabillo del ojo.

Monty también miró la cama con inquietud. Iris estaba que se moría por saber en qué estaba pensando, pero parecía tan tenso que no se atrevió a preguntárselo. Pensaba que no soportaría oír que él no la deseaba.

—No sé si podré quedarme aquí sin tocarte —dijo Monty finalmente—. No creo que hubiera podido contenerme aquella noche en el riachuelo, si Carlos no nos hubiera encontrado.

La fuerte presión del miedo que sentía Iris le abrió paso a la dulce tensión de la excitación. Monty sí la deseaba. La deseaba tanto que no creía poder controlarse. Iris percibió que los nervios se apoderaban de ella. Sentía lo mismo que él. No sabía cómo decirle que quería que la tocara sin que él pensara que era como las mujeres a las que estaba acostumbrado. Intuía que aunque en aquel momento podría recibir con agrado esta revelación, más adelante haría que la rechazara.

—Confío en ti —dijo Iris.

—No deberías.

—Tú no me harías daño.

—No.

Iris se acercó a la cama y se arrodilló sobre ésta.

—Entonces no tengo miedo.

No sabía si él había entendido. Aunque le escrutó la cara, estaba demasiado oscuro en el tipi para percibir algún matiz en su expresión.

—¿Estás segura?

—Sí.

Monty se arrodilló junto a Iris. Había tratado de guardar las distancias. Si ella estuviera molesta, si se hubiese encogido de miedo en un rincón o simplemente hubiera tratado de mantenerse tan alejada de él como le fuese posible, él habría podido controlarse. Al menos lo habría intentado. Pero su tranquila aceptación de aquella intimidad y su implícita invitación, erradicaron todo deseo de resistirse. Durante meses lo habían atormentado sueños en los que hacía el amor con Iris.

Ahora todo su cuerpo temblaba de excitación. Se había puesto rígido de nuevo sólo con pensar en ella.

Se preguntó qué le había dicho Helena a Iris acerca de los hombres. Era evidente que ella no había escuchado todos los consejos de su madre. No sabía por qué lo deseaba, pero ahora no había nada manipulador en ella.

Simplemente lo deseaba.

Y él también a ella. ¡Dios, cuánto la deseaba! Extendió su mano y acarició su mejilla con el dorso de su mano. Ella no lo rechazó. No apartó su mano.

No se movió en absoluto.

Su piel era muy suave. En las sombras parecía muy delgada, casi macilenta, mientras la luz jugaba con su tez. La figura de Helena combinaba una estatura mediana con una erótica abundancia de carnes. La estatura de Iris y su atlética delgadez eran casi opuestas al atractivo indolente de su madre. Mientras Helena daba la impresión de incitar a un exceso de placer, Iris lo hacía sentir profundamente vivo, ligero y ávido de más.

—¿Tienes miedo? —le preguntó. Estaba tan quieta, tan silenciosa, que apenas parecía respirar.

—No —su voz casi no era perceptible.

—¿Quieres que me detenga?

Ella negó con la cabeza.

Monty pensaba que no podría hacerlo.

La piel de ella era cálida y tersa. No recordaba haber sido nunca tan consciente de la piel de una mujer, aunque no era su deseo comparar a Iris con ninguna de las chicas con las que había estado. Poco a poco empezaba a caer en la cuenta de que Iris no era como ninguna de las mujeres que había conocido.

Iris se humedeció los labios. Le pareció que el estómago le había salido disparado hacia la garganta, donde se había encontrado con su corazón, y había vuelto a caer de golpe. La fuerza y la rapidez de su pulso hicieron que se sintiera indispuesta, no obstante, nunca se había sentido más intensamente viva.

El hombre al que adoraba estaba a punto de hacerle el amor.

No tuvo en cuenta el hecho de que era posible que Monty no la amase. Durante años no se había dado cuenta de que lo amaba. Quizás lo mismo le hubiese sucedido a él. Todo el mundo decía que estaba tan ocupado con sus vacas que no le quedaba tiempo para ninguna mujer. Pasaba casi toda su vida montado en un caballo. De hecho, ella era la única mujer por la que se había interesado más de una o dos noches. Él era su primer y único amor. Tal vez ella también fuera el suyo.

Pero no tenía tiempo para preguntarse si podría tener razón, no cuando un Monty demasiado real se encontraba sentado junto a ella, tocándole el cuello con la mano y rozándole los labios con los suyos. Sus caricias y su presencia debían significar mucho más que un efímero momento de necesidad física. De otro modo, ¿por qué se habría esforzado tanto en resistirse? Si esperaba un poco, quizás lograra saberlo.

Casi podía ver a Monty conteniéndose. Podía percibir la tensión en el aire como si se tratara de una fuerza tangible, y también la sentía mientras su control empezaba a debilitarse. Tendría que producirse una liberación. Iris la estaba esperando. Podía advertirla llegar aun antes de que oyera la brusca inhalación de aire mientras él la cogía para estrecharla fuertemente entre sus brazos.

Algo dentro de Iris rompió sus cadenas. Se sintió libre. No hubo ningún cuestionamiento, ninguna duda, no tuvo la sensación de que debería hacer otra cosa. Todo parecía ser como esperaba. Completamente. Por la mente le cruzaron algunos fragmentos de los consejos de su madre sin que ella los hubiese pedido, pero los desechó.

No quería que ningún mentor rondara por ahí diciéndole como reducir a un hombre a la indefensión absoluta.

Era ella quien había sido convertida en un ser completamente impotente, y se enorgullecía de tener la libertad de besar a Monty sin intentar calcular el efecto que sus atractivos tendrían en él, de abrazarlo sin preocuparse por si estaba cediendo demasiado o muy poco. Se regocijaba de poder pensar únicamente en lo feliz que la hacía saber que Monty la deseaba.

—No he debido permitir que salieras del campamento —le susurró Monty en el cuello.

—No habrías podido detenerme.

—Tampoco puedo detenerme a mí mismo —le respondió Monty.

Y sus labios obligaron a la boca de Iris a abrirse. Iris se estremeció de terror y placer cuando sintió su cálida lengua penetrar en ella con la avidez de una abeja saqueando el néctar de una flor. Ningún hombre se había atrevido jamás a hacer tal cosa con ella.

Monty no era como los demás. Por ningún otro hombre en el mundo habría ella abandonado la seguridad del camino para seguirlo a una aldea comanche, para comer aquella comida, para pasar la noche entre los indígenas. Sólo Monty podría infundirle tal sensación de seguridad. Sólo con Monty quería hacer el amor. Nunca había permitido que ningún hombre la tocara hasta aquel momento. Siempre había establecido límites bien definidos. Pero a Monty lo dejaría hacer todo lo que quisiese.

Sólo por Monty correría tal riesgo.

Estaba corriendo un riesgo en aquel momento. Lo sabía. Entendía cuáles eran las consecuencias.

—Eres tan hermosa —murmuró Monty.

—No puedes verme como soy. Podría estar en un estado tan lamentable como el de esas mujeres de ahí fuera y tú no te darías cuenta.

—Sí me daría cuenta —le aseguró Monty—. Un hombre siempre se da cuenta.

Pero ¿sabía acaso que una mujer también podía ser bella por dentro? ¿Veía cómo era ella? ¿Sabía algo acerca de sus sueños?

No, pero ella tampoco sabía mucho acerca de ellos. Hasta el día del accidente del barco, había aceptado los consejos de su madre sin cuestionarlos en lo más mínimo. Después de eso, sus decisiones habían sido determinadas por la necesidad de sobrevivir. Pero poco a poco había empezado a comprender que quería cosas que no tenían nada que ver con ninguno de esos dos caminos.

Monty le había enseñado a ser ella misma, la había ayudado a descubrir algo nuevo cada día. En aquel preciso instante le estaba enseñando que su cuerpo estaba sujeto a impulsos mucho más imperiosos de lo que ella jamás habría creído posible. No se habría soltado de los brazos de Monty ni habría salido de aquella tienda ni siquiera si alguien le hubiese ofrecido darle todo el dinero que su padre había perdido. No se habría montado en su caballo para volver al campamento ni aunque le hubieran prometido darle el rancho más grande de Wyoming.

Su lugar estaba allí, en los brazos de Monty. Aunque su cabeza no lo supiera, a su cuerpo no le cabía la menor duda.

La mano de Monty descendió hasta sus senos para tocarlos. Incluso a través de su blusa y de su camiseta, el impacto fue tal que estuvo a punto de hacer que ella se elevara del suelo. Su cuerpo se puso rígido, su respiración se detuvo en su garganta.

Nadie había tocado su cuerpo jamás. Nadie se había atrevido a hacerlo. No había manera de que hubiese podido prever la excitación que en aquel momento la recorría con la velocidad del rayo. Tampoco estaba preparada para el deseo casi irresistible de explorar cada parte del cuerpo de Monty.

Las mujeres decentes no hacían tal cosa, ¿o sí?

Esta pregunta estaba destinada a ser olvidada antes de que pudiera ser respondida. La impaciente mano de Monty empezaba a hurgar en el interior de su blusa. La sensación de su mano tocando sus sensibles y ardientes senos erradicó cualquier otro pensamiento de su mente.

Los caballeros decentes no hacían tal cosa, ¿o sí?

Evidentemente Monty sí lo hacía. También desabotonó su blusa, le quitó la camiseta y cubrió su febril piel de besos. Iris sintió que debía hacer algo, decir algo, reaccionar de alguna manera, pero su arremetida la sorprendió y excitó tanto que no pudo hacer más que gemir de alegría. Las oleadas de placer jugueteaban con sus sentidos como las ondas de una laguna, amenazando con ahogarla en sus gozosas profundidades.

Aturdida, atontada y, sin embargo, más viva que nunca, Iris descubrió que nada la había preparado para la sensación de los labios de Monty sobre sus senos. Estaba segura de que su cuerpo finalmente se había elevado del suelo. Monty se aprovechó de manera injusta de su momentánea indefensión para quitarle todas las demás prendas.

Iris se encontraba desnuda en los brazos de un hombre.

Pero ni siquiera la impresión que esto le causó tuvo el poder de traspasar el velo de placer sensual que envolvía a Iris en su capullo. Mientras Monty seguía provocando y excitando su cuerpo, las sensaciones que parecían estar en todas partes y en ningún lado a la vez, empezaron a fusionarse. Primero parecieron arder en sus pezones mientras Monty retozaba con ella y la saboreaba con su lengua.

Pero aun antes de que sus pechos se volvieran tan sensibles que ella apenas podía resistir las embestidas de Monty sin gritar, el centro de calor había empezado a desplazarse a la parte inferior de su cuerpo. El lento torbellino de fuego giraba en torno a su estómago y empezaba a crecer en fuerza y en intensidad. Iris casi no podía pensar en ninguna otra persona ni en ninguna otra cosa, sólo en aquel deseo ardiente y hormigante que no podía satisfacer.

Hasta que las manos de Monty empezaron a moverse entre sus muslos.

Iris dio un gritó ahogado de asombro cuando sus dedos entraron en su cuerpo. Quiso defenderse de aquella invasión cerrándose, retirándose. Pero el deseo ahora se extendía a cada parte de su cuerpo, haciendo que sus músculos se relajaran lentamente y que se abriera para él.

Era casi como si se desenrollara. Podía sentir que sus músculos dejaban de contraerse y que la tensión empezaba a abandonar sus miembros. Podía sentir que se relajaba, que se hundía en la piel de búfalo, aflojando todo su cuerpo hasta dejar de ofrecerle resistencia alguna a las arremetidas de Monty.

Pero en el instante mismo en que sintió que podía disolverse por completo, Monty tocó el centro de su ser, enviando descargas eléctricas por todo su cuerpo. Monty siguió estimulando ese punto hasta que todo el cuerpo de Iris se sintió como un resorte.

—Esto puede dolerte un poco al principio —le advirtió Monty al tiempo que cubría su cuerpo con el suyo.

Pero a Iris ya no le preocupaba ninguna pequeña molestia. Toda ella estaba viviendo una experiencia embriagadora y profundamente diferente. Su cuerpo se puso algo tenso cuando Monty la penetró, pero ella no ofreció ninguna resistencia. Monty se quedó en su umbral retozando y provocando, hasta que Iris ansió desesperadamente la liberación.

—¡Por favor! —gimió ella, y luego lo estrechó entre sus brazos.

Casi de inmediato él entró completamente en ella, llenándola. Enseguida Iris sintió un dolor agudo y se puso tensa de nuevo. Estaba demasiado llena, y era normal que le doliera. Esto no le gustó.

—En un momento te dejará de doler —le susurró Monty—. Ya no volverá a dolerte nunca más.

Monty empezó a moverse dentro de ella de manera lenta y rítmica. El dolor disminuyó rápidamente, y dio paso a un sentimiento de plenitud. Entonces, Iris sintió una nueva sensación. Ésta la incitaba a moverse con Monty, la impulsaba a encontrarse con él y luego desprenderse antes de precipitarse de nuevo hacia él. Este movimiento poco a poco se fue acelerando, e Iris sintió como si todo su cuerpo anhelara ser liberado. Sus brazos, sus piernas, toda ella temblaba y sentía un cosquilleo que la hacía moverse en un desesperado esfuerzo por aliviar aquel dolor absolutamente extraordinario que recorría cada parte de su cuerpo y la mantenía suspendida en algún punto situado entre una leve molestia y la sensación más maravillosa que jamás hubiera experimentado.

Iris tiró de Monty para que se acercara aún más, lo besó con un fervor enardecido y avivado hasta su mayor grado de calor por las atenciones que él prodigaba a su febril cuerpo. Iris hundió su lengua en su boca, buscando la razón por la cual él se había sumergido en ella.

La respuesta no tardó en llegar.

Iris sintió que el cuerpo de Monty se ponía tenso, y oyó que empezaba a respirar con dificultad. Antes de que pudiera preguntarse cuál era el motivo de eso, una franja circular de doloroso y palpitante deseo estalló en lo más profundo de su cuerpo y rodó de un extremo a otro. Dando un grito ahogado a causa de la intensidad de esta sensación, Iris percibió que ésta empezaba una y otra vez. Se sintió exhausta. Se sintió poderosa. Se aferró a Monty como si él fuese la vida misma.

Monty empezó a sacudirse de manera incontrolable entre sus brazos e Iris sintió el calor de su liberación correr dentro de ella. Con ello su deseo se hizo aún más apremiante. Intentó tirar de Monty, pero él parecía incapaz de moverse. Iris sintió que el momento se le empezaba a escabullir. Había estado muy cerca, pero ahora se le escabullía.

—¡No! —exclamó con un sonido gutural y discordante—. ¡No te detengas!

Él empezó a moverse de nuevo.

Casi de inmediato aquella sensación volvió a inundar el cuerpo de Iris. Jadeando, presionando y luchando, llevó a Iris a su centro y la lanzo más allá del reino de las sensaciones normales. Su cuerpo se puso tan rígido como había estado el de Monty hacia unos instantes. Sus músculos se pusieron tan tensos que tuvo la certeza de que estaba a punto de romperse en mil diminutos pedazos.

Luego todo pareció hacerse añicos y ella sintió el dulce dolor de la liberación corriendo a torrentes por su cuerpo, inundándola con una deliciosa sensación de satisfacción, llevándose la tensión y haciéndola sentir incapaz de levantar siquiera un brazo.

Estaba exhausta y repleta. No obstante, era plenamente consciente de los brazos fuertes y maravillosos que la estrechaban contra su cálido y húmedo pecho.

Iris no pudo dormir. La suave respiración de Monty la hacía sentir abrigada y segura, pero la mantenía despierta. De hecho, su presencia la ponía tan nerviosa que se preguntó si alguna vez volvería a dormir.

Se preguntó si él se sentiría tan transformado como ella. No, aquella no había sido su primera experiencia. Él no había sentido el doble impacto de hacer el amor por primera vez con la persona que amaba por encima de todas las demás. No podía haber nada mejor que aquella sensación.

Esperaba que Monty se sintiera al menos un poco como ella.

Se rió para sus adentros. Siempre había dado por sentado que el hecho de hacer el amor tendría un profundo efecto en el hombre al que ella se entregara por primera vez. Nunca se le había ocurrido que este acontecimiento produciría en ella un cambio aún más radical. Sentía que había cambiado, renacido, que había sido creada de nuevo. No quedaba nada de la antigua Iris Richmond. Se preguntó si Monty habría sentido algo semejante. Esperaba que así fuera. Pero ella no lograba dormir, ¿por qué él sí podía hacerlo?

Se dijo que no podía dormir porque estaba tan profundamente enamorada que era posible que nunca volviera a sentir sueño mientras estuviera junto a Monty, porque el impacto de hacer el amor con él había sido mucho mayor que cualquier otra cosa que ella hubiese previsto, porque estaba demasiado feliz para desperdiciar aquellas preciosas horas estando inconsciente.

¿Por qué Monty sí podía dormir?

Se negó a creer que era porque la última hora había significado muy poco para él. Mañana lo sabría. Él se lo diría.

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