Iris

Iris


Capítulo 19

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19

Iris corrió hacia el grupo de personas congregadas en torno al carromato. ¿De dónde había salido aquella mujer? ¿Qué estaría haciendo allí? No había pensado en ello hasta aquel preciso instante, pero echaba de menos la compañía de otras mujeres. La sensación de encontrarse aislada había empeorado gracias al comportamiento de Monty en los últimos días. Esperaba que la chica no fuese sólo una visita. Esperaba que se quedara un tiempo con ellos.

—Mi nombre es Iris Richmond —anunció ella mientras los hombres se apartaban para dejarla pasar—. Espero que no se encuentre usted en problemas.

—La atacaron unos indios —dijo Zac.

—¡Indios! —exclamó Iris.

—Soy Betty Crane. Fueron los comanches —dijo la mujer con un suave acento sureño—. Mataron a mi esposo, se llevaron todo lo que teníamos y me abandonaron a mi suerte.

Iris miró a Monty. Ellos habían pasado la noche en una aldea comanche. ¿Cómo era posible que los indios los hubiesen tratado tan bien a ellos y, al mismo tiempo, hubieran matado al esposo de aquella mujer?

—Hay muchos grupos distintos de comanches —le explicó Monty—. Algunos aún esperan poder expulsar al hombre blanco de sus tierras.

Iris recordó que el jefe les había dicho que muchos jóvenes se habían ido con líderes más belicosos. Se preguntó si algunos de los hijos de las mujeres que les prepararon la cena ayudaron a matar al esposo de aquella mujer.

—Me alegra mucho que se haya usted encontrado con nosotros —dijo Iris, tratando de sacudirse de la cabeza aquellas aterradoras imágenes—. Ya no tiene que tener miedo.

—Ahora me siento a salvo —dijo Betty, mirando a Monty—. El señor Randolph ha sido muy amable y se ha ofrecido a llevarme a Cheyenne.

—No será ninguna molestia —le aseguró Monty.

Iris no pudo evitar el rictus que hizo que su sonrisa pareciera menos espontánea. Sus situaciones no eran en absoluto parecidas, pero le dolía pensar que Monty había tomado a Betty bajó su protección de una manera tan expedita justo cuando estaba tratando de encontrar la forma de deshacerse de ella. Además, no podía creer con cuánta deferencia trataba a aquella mujer. Era casi como si estuviera hablando con su madre o con una tía.

—¿Pudo usted salvar alguna de sus pertenencias? —inquirió Iris, preguntándose por qué Monty no trataba a Betty igual que a ella.

—Nada —dijo la mujer—. Entraron en el carromato y se llevaron todo lo que pensaron que podría serles útil. Luego amontonaron todo lo demás dentro del carro y le prendieron fuego. Se llevaron incluso las mulas. Supongo que ahora estarán comiéndoselas.

A Iris nunca le habían agradado las mulas. Eran feas y poco colaboradoras. Pero no creía que ni siquiera la mula más rebelde mereciera que alguien se la comiera.

Entonces recordó el hambre tan terrible que estaban padeciendo las mujeres y los niños indígenas. Comerían cualquier cosa para no morir.

—La señora Crane quiere ir a Dodge —le dijo Monty a Iris.

—Por favor, llámeme Betty. Buscaré trabajo allí —le manifestó a Iris—. Después de lo sucedido, no quiero vivir fuera de una ciudad.

—La entiendo perfectamente —dijo Iris—. Si algo parecido llegara a sucederme, creo que no dejaría de correr hasta llegar al Mississippi. —Llevó a Betty Crane junto a la fogata—. Debe de estar muerta de hambre. Se sentirá mejor en cuanto coma algo caliente. Tyler es un cocinero estupendo.

—Gracias, pero no puedo quedarme sentada sin hacer nada.

—Claro que puede. Después de andar tantos kilómetros sus pies deben de estar matándola.

—No tenemos ni un asiento donde pueda usted sentarse, señora —dijo Monty—. Vendimos todas las sillas de Iris en Fort Worth, pero los chicos le buscarán un tronco. Seguro que encuentran algo en el riachuelo que podamos usar.

—No quiero causar ninguna molestia —dijo Betty Crane.

No alcanzó a terminar de decir estas palabras cuando la mitad de los hombres ya se dirigían al riachuelo. Casi enseguida Iris pudo oírlos explorar la maleza y gritarse unos a otros para comparar sus hallazgos.

—No es ninguna molestia, señora —le respondió Monty—. Nos encantará cuidar de usted.

Monty se quedó callado. Obviamente tenía algo más que decir, pero parecía reacio a continuar. A Iris eso le pareció asombroso. Él nunca se había abstenido de decirle todo lo que quería.

—No quiero afligirla, señora pero necesito saber dónde se encontraba usted cuando los indios la atacaron. Quiero enterrar a su marido.

—De ninguna manera le permitiría hacer tal cosa —dijo Betty, dejando ver el miedo en su mirada—. Es posible que aún estén cerca.

—Los indios maleantes por lo general se desplazan constantemente de un lugar a otro. Pero por si acaso, llevaremos a dos de los comanches que trabajan para nosotros. No creo que nos molesten.

* * *

Si alguien le hubiera pedido a Iris que se describiera, probablemente no habría mencionado que era una persona desprendida, pese a que creía firmemente que era generosa, amable y que siempre estaba dispuesta a ayudar a todo el que lo necesitara. Pero bajo ninguna circunstancia habría dicho que era una mujer celosa. Nunca había existido motivo alguno para que lo fuera. Toda su vida ella había sido el centro de atención.

Sin embargo, mientras miraba a Monty examinar una y otra vez el tronco que los chicos trajeron del riachuelo para cerciorarse de que era cómodo, estaba seco y no lo habían invadido las hormigas, y mientras lo escuchaba describir minuciosamente los rasgos del paisaje que los rodeaba hasta encontrar alguno que Betty recordara, sintió que el demonio de los celos se abría camino hacia su corazón. Era algo tan inesperado, tan nuevo para ella, que ni siquiera lo reconoció hasta que un pensamiento le cruzó la mente en forma de estribillo:

¿Por qué Monty no la trataba de la misma manera?

Aquella noche Monty no fue a ver cómo se encontraba la otra manada. No pareció reacio a cenar junto a la señora Crane ni a que lo vieran hablando con ella. Estaba sumamente encantador, y esto era verdaderamente atractivo.

Cuando la señora Crane se levantó para servirle otro plato a Monty y traerle un poco de café caliente, Iris se mordió la lengua. A ella nunca se le había ocurrido preguntarle si podía traerle otro plato o darle más café. Era él quien lo había hecho por ella, y ella había aceptado que lo hiciera como si fuese lo más natural. En aquel momento se dio cuenta de que no lo era. Helena había adiestrado a sus criados para que las atendieran a Iris y a ella todo el tiempo. Sin percatarse de ello, Iris esperaba que todo el mundo hiciera lo mismo.

Mientras Betty Crane iba de un lado para otro sirviéndoles a todos los hombres más comida y café, dándoles las gracias a todos los que habían ido a buscar el tronco y asegurándoles a los demás que haría todo lo posible para que su presencia no implicara más trabajo para ellos, Iris comprendió que estaba mirando a una clase de mujer muy diferente, a una clase de mujer cuya relación con los hombres no tenía nada que ver con el dinero, la belleza ni la posición social.

Nadie diría nunca que Betty era guapa. Se la podía considerar atractiva cuando dormía un poco, se bañaba, se lavaba el pelo y se ponía un vestido bonito, pero en general era una mujer bastante sencilla. Probablemente tuviera más o menos la misma edad de Iris, pero su terrible experiencia había dejado profundas arrugas en su rostro que la comida y el descanso sólo borrarían parcialmente. No había nada seductor en ella. Era de baja estatura, no tenía nada de busto y su cuerpo no tenía curvas, sin embargo, se movía con mucha gracia. La dulzura de su voz era casi una caricia.

«Yo también soy sureña». Pero Iris sabía que había una gran diferencia entre ellas, diferencia que los hombres habían percibido de inmediato. Nadie se había ofrecido nunca a ir a buscarle un tronco para que pudiera sentarse. ¿Por qué?

Estos pensamientos se esfumaron cuando Monty se acercó para sentarse a sus pies. Su corazón empezó a latir más deprisa. Se dijo que debía actuar con calma, que incluso debía mostrar algo de frialdad con él. No pensaba dejarle saber que había notado su ausencia. Y de ninguna manera quería que supiera que había estado pensando en él a cada instante.

Pero no pudo controlar su reacción por completo. El cuerpo que Monty dejó caer con tanta tranquilidad a sus pies fue suficiente para que la temperatura le subiera diez grados. Él no tenía ni idea de cuán atractivo era. Sólo con pensar en la fuerza de sus largas piernas empezaba a sentir un hormigueo recorriéndola. Aquellos brazos y hombros que podrían derribar un novillo adulto, también podrían aplastarla sin gran esfuerzo.

Pero era aquella actitud de absoluta confianza en sí mismo la que mayor efecto tenía en Iris. Si una mujer lograra tener a Monty siempre a su entera disposición, tendría el mundo entero a sus pies.

—Tendrás que prestarle algunos vestidos a la señora Crane —dijo Monty en voz baja—. El que lleva puesto se le cae a pedazos. No le durará hasta que lleguemos a Dodge.

Éstas eran las primeras palabras que le decía en muchos días que no estaban relacionadas con vacas, y se referían a otra mujer. La punzada de la desilusión dolía tanto como cualquier herida física. Pero Iris dejó la desilusión a un lado. En aquel momento tenían que ayudar a Betty.

—Ella no tiene mi talla.

—Estoy seguro de que puede arreglar un vestido para ajustarlo a sus medidas —dijo Monty—. Parece ser una mujer muy competente. Le daré mi manta para que duerma en ella, pero no sé qué procurarle de almohada.

Iris se mordió la lengua para no responder. Realmente compadecía a Betty Crane. Sabía lo que era estar sola en el mundo, haber perdido a la familia, y entendía cómo debía sentirse. Pero no podía deshacerse de aquel demonio de los celos. Monty nunca se había preocupado por encontrarle una almohada.

Se puso de pie.

—Odio tener que marcharme, pero debo ir a ver cómo se encuentra el otro hato. Tú puedes cuidar de ella durante una o dos horas, ¿no es verdad? Cuando regrese espero que ya lo hayas dispuesto todo.

Se marchó como si nada. Después de hacerle el amor y luego dejar de hablarle durante una semana, desapareció en la noche. Sólo le preocupaban unas tontas vacas y una mujer a la que nunca antes había visto.

Los ojos se le llenaron de lágrimas. Nunca se había sentido tan infeliz ni tan despreciable en toda su vida. Monty no sólo esperaba que fuera amable con Betty y cuidara de ella —Iris, una mujer que nunca había tenido que cuidar siquiera de sí misma—, también quería que le diera algunos vestidos y dejara que los cortara en pedazos.

Pero Iris sabía que lo que estaba sintiendo no tenía nada que ver ni con sus ropas ni con Betty. Tenía que ver con Monty. Siempre Monty. Él se preocupaba por el vestido raído de Betty Crane, pero no veía que el amor propio de Iris estaba completamente destrozado. Se preocupaba por darle a Betty una cama cómoda y caliente, pero no veía que Iris era infeliz. Tenía la intención de arriesgar su vida para enterrar al esposo de Betty, pero no podía ver que el amor de Iris moría de inanición.

Por lo que ella podía percibir, él no la veía en absoluto.

Betty regresó a sentarse junto a Iris.

—No quisiera abusar de su amabilidad —dijo ella—, pero me preguntaba si podría usted…

—No tengo muchos vestidos —afirmó Iris, esperando poder usar el humo de la fogata como excusa para las lágrimas que brotaban de sus ojos—, pero puede llevarse cualquiera que usted crea que puede quedarle bien.

—No es eso lo que quiero pedirle —dijo Betty—. Usted me ha dado comida y protección. No necesito nada más. Sólo me preguntaba qué podría hacer para ayudar. No quiero estorbar, pero siento que debería hacer algo. No sé montar a caballo, de lo contrario ofrecería ayudar con las vacas.

Al menos eso era algo que Iris sí podía hacer.

—No será necesario —dijo ella—. De hecho, los hombres preferirían que no lo hiciera. A ellos también les gustaría que yo no abandonara la seguridad del campamento, pero no puedo quedarme sin hacer nada.

—Me temo que no me siento muy a gusto en esta región —reconoció Betty—. Es terriblemente cruel. Acepté ir a Texas sólo porque David quería. Y accedí a ir a Kansas por la misma razón.

—¿Qué hará ahora? —preguntó Iris.

—No lo sé. No tengo adónde ir.

Iris se compadeció de Betty. Era mezquino e inhumano sentir celos de aquella mujer. Ella merecía toda la amabilidad que Monty y ella pudieran ofrecerle.

—Puede quedarse con nosotros todo el tiempo que quiera —dijo Iris, poniéndose de pie. Betty también se levantó—. Si así lo desea, puede ir a Wyoming conmigo. Voy a montar un rancho allí y me asusta vivir sola.

—No es posible que quiera usted intentar sobrevivir sola a esos inviernos tan duros.

—Me refería a no tener la compañía de otras mujeres. Mi hermano será mi capataz. Los hombres son muy serviciales, pero no son muy buenos haciendo compañía.

—Lo sé —dijo Betty—. David hizo lo mejor que pudo para asegurarme una situación económica holgada. ¡Pobre hombre! No era muy bueno para los negocios, pero nunca comprendió que yo quería su compañía más que cualquier cosa que el dinero pudiera comprar.

Monty tampoco lo comprende, pensó Iris. No comprende nada en absoluto.

—Ahora intentemos buscarle un lugar donde dormir.

* * *

Monty dejó que su caballo descansara en lo alto de una colina. El panorama del hato extendiéndose a lo largo de varios kilómetros de territorio virgen, sin ninguna señal de asentamiento humano, hizo que le bullera la sangre en las venas. Ni siquiera Texas podía ofrecer la vista de un paisaje tan intacto.

En dos días saldrían de territorio indio, y dejarían atrás toda amenaza de ser atacados. La parte peligrosa del viaje estaba a punto de terminar. El resto sería una ardua y monótona travesía a lo largo de Kansas y Nebraska, hasta llegar a Wyoming. Ya era hora de volver a unir las dos partes del hato. Había suficiente pasto y agua, y sería mucho más fácil dirigirlo así.

No pasó mucho tiempo antes de que Monty se pusiera a pensar en Iris. Había tenido éxito en su intento de evitarla, al menos en lo que a los demás hombres atañía, pero esto sólo había servido para que sus sentimientos se hicieran más fuertes. La llegada de Betty no había hecho más que hacer que los percibiera con mucha mayor claridad.

Lamentaba mucho la situación tan apremiante en la que se encontraba Betty. Era una mujer amable en apuros, y nunca se le habría ocurrido no hacer todo lo que estuviera a su alcance para ayudarla, así como tampoco se le habría ocurrido no arriesgarse a tener un enfrentamiento con los indios para enterrar a su marido. Habría esperado que cualquier persona hiciera lo mismo por su esposa o por él. Así lo habían criado.

Pero la revelación más impactante llegó cuando comparó a Betty con Iris. No había tenido la intención de hacerlo, pero era inevitable. Eran mujeres muy diferentes. Betty parecía ser todo lo que un hombre sensato buscaba en una mujer. Era tranquila, hábil, alegre a la hora de desempeñar sus labores y lo bastante atractiva para hacer que un hombre deseara pasar las noches con ella.

Iris era todo lo que un hombre sensato rehuiría. Era temperamental, demasiado orgullosa para recibir consejos, incapaz de hacer siquiera las tareas domesticas más elementales, y tan guapa que le resultaba difícil mantenerse alerta.

Se había convencido a sí mismo de que ella no podría vivir en Wyoming, y le parecía que lo que tenía en todo momento en la cabeza era imposible de rechazar. Probablemente él tuviera la mala costumbre de actuar primero y pensar después, pero su sentido común nunca le permitiría considerar casarse con una mujer tan poco apta para llevar la vida de esposa de un hacendado. Sin embargo, ése era el pensamiento que constantemente se abría camino para salir del montón de basura mental al que él lo tiraba con frecuencia.

Monty siempre quiso ser un hacendado. Eso era lo único que sabía hacer. Se volvería loco en una ciudad, o incluso en un pueblo. Le encantaba la libertad de las llanuras y de los espacios abiertos, sentía la necesidad de medir sus fuerzas y sus habilidades con las de la naturaleza. Era un hombre al que le gustaba recurrir a la fuerza física, así como la vida ardua del campo.

Iris era la antítesis de Monty. Cabalgaba con el hato y dormía en el suelo porque él prácticamente la había obligado a hacerlo. Estaba viajando a Wyoming porque no tenía elección. Sabía muy poco acerca de vacas y, al parecer, aún menos acerca de cómo ocuparse de una casa. El hombre que se casara con ella tendría que contratar toda una cuadrilla de criados. También tendría que mudarse a la ciudad.

Pero la presencia de Betty Crane había logrado que Monty viera claramente que ninguna de estas cosas había hecho que sus sentimientos cambiaran: seguía loco por Iris.

¿Acaso la amaba? No lo sabía. Nunca le había gustado tanto una mujer como para hacerse esa pregunta.

Había pasado años queriendo alejarse de George, pero en aquel momento deseaba poder hablar con él. George estaba loco por Rose. A veces Monty pensaba que estaba demasiado loco por ella, pero de alguna manera George nunca perdía el contacto con la realidad. Parecía que el amor que sentía por Rose concordaba perfectamente con lo que quería hacer con su vida.

También pensó en Madison. Fern había podido pasar de vivir en un pequeño rancho en Kansas a ocuparse de una mansión en Chicago. Quizás Iris también pudiese cambiar. Pero en ese caso sería el cambio contrario, de la comodidad de la ciudad a las dificultades de la vida en un rancho.

Monty maldijo y aguijó a su caballo con los talones para que se echara a galopar. Había pasado toda una semana argumentando consigo mismo sin encontrar ninguna respuesta. Había tomado la decisión de mantenerse alejado de Iris hasta llegar a Dodge. Allí buscaría un arriero, separaría los hatos y la dejaría seguir su camino sin él. Le dolería mucho que ella se marchara, pero había estado sufriendo toda la semana. Una ruptura definitiva no podía ser peor que aquella prolongada tortura.

Pero la llegada de Betty lo había obligado a confrontar sus sentimientos por Iris, y su intensidad lo sorprendió.

Después de hablarle aquella noche y de estar junto a ella, todas las decisiones que había tomado después de mucho reflexionar se habían derrumbado. No tenía ninguna importancia que Iris fuese un riesgo y una responsabilidad. Estaba loco por ella.

Espoleó su caballo para que anduviera a todo galope. Tenía que llegar pronto al segundo campamento. Si seguía pensando en Iris, haría algo desesperado.

* * *

Betty Crane había hecho rosquillas. El carromato de provisiones había permanecido en el mismo lugar todo el día mientras se acercaba el segundo hato. Iris se imaginó que ésa era la única manera de que Betty hubiera podido tener tiempo para cocinar tanto. No sabía cómo había logrado hacer rosquillas en una fogata. Tampoco sabía cómo había convencido a Tyler de que le permitiera usar su equipo de cocina. Pero ahí estaban, platos y platos de doradas rosquillas. Probablemente no había ninguna otra comida en todo el mundo que les gustara tanto a los vaqueros.

Casi se vuelven locos.

—Deberías haber esperado para decirnos que habías hecho rosquillas —le dijo Monty, llevándose dos a la boca. Iris habría jurado que no tenía suficiente espacio ni siquiera para una sola—. No tendremos hambre a la hora de la cena.

—No he hecho muchas —dijo Betty, alejando el plato de Monty—. Sólo hay dos para cada uno.

—Soy el capataz de dos cuadrillas. Merezco que me den raciones dobles —afirmó Monty.

Betty se rió y le pasó el plato de nuevo.

—Apuesto a que te metiste en muchos líos cuando eras niño.

—Sigue metiéndose en líos —dijo Zac, cogiendo una rosquilla de más—. Sólo se sale con la suya por ser tan grande y malhumorado. —De un salto se puso fuera del alcance de Monty.

—Es muy amable al dejarme viajar con usted —dijo Betty—. No debe de ser fácil ocuparse de todas esas vacas y también de una mujer.

—No es tan difícil —respondió Monty.

Las manos de Iris estaban que se morían por quitarle esa tonta sonrisa de la cara de un bofetón. ¡Y pensar en todo lo que le había dicho a ella! Ojalá se atragantara con aquella maldita rosquilla.

Pero aún faltaban más muestras de la laboriosidad de Betty. De alguna manera había conseguido que una vaca diera leche. Luego había hurgado en la maleza que se encontraba a orillas del riachuelo hasta encontrar un nido lleno de huevos. Tras lograr sacar mantequilla de la leche, hizo una tarta. También hizo una especie de mermelada de frutas y pasas con la que rellenó el pastel. Los hombres se deshicieron en elogios.

También había encontrado tiempo para bañarse, lavarse el pelo y ajustar uno de los vestidos de Iris a su medida. Había quedado bastante guapa. Durante toda la cena no hizo más que servir platos y ofrecer café. Nunca nadie había hecho sentir a Iris como un inútil percebe. Le parecía que se encontraba frente a una mujer de la misma especie de la perfecta Rose.

Pero Iris no podía culpar a los hombres por ser tan zalameros. Betty ya se había aprendido los nombres de casi todos ellos, tenía algo que decirle a cada uno y, además, lograba sonreír y dar la impresión de que no estaba haciendo nada especial.

—Tengo que hacer algo para pagarles por todas las molestias adicionales que estoy causando —le explicó Betty a Iris más tarde—. No tengo dinero, pero sé que a los hombres les gustan los dulces.

La explicación de Betty sólo hizo que Iris se sintiera peor. Ella no había pensado en agradecerle a nadie todas las molestias que había causado. Ni siquiera le había dado las gracias a Monty. Y ella había ocasionado muchos más problemas de los que Betty Crane podría pensar en causar.

«¿Cómo habrías podido agradecérselo? ¿Qué puedes hacer aparte de lanzar miradas, contonearte y ponerte guapa?».

Iris nunca se había sentido tan desdichada. ¿Cómo podría esperar que Monty o cualquier otro hombre se enamorase de ella? No había nada en ella que ninguna persona pudiera amar. Siempre había pensado en sí misma desde la perspectiva del dinero, la posición social y la belleza. Mientras tuviera esas tres cosas, la gente la querría. Y así había sido hasta que perdió las dos primeras.

Había creído que su aspecto físico la salvaría, pero le quedaba muy claro que aunque Monty se sentía poderosamente atraído por ella, su belleza no era suficiente para hacer que él se enamorara.

En cuanto a Hen, bueno, ni siquiera quería pensar en el concepto que él se había formado de ella.

Luego apareció Betty Crane —la sencilla y poco agraciada Betty Crane, que no traía más que la ropa que llevaba puesta— y todo el mundo había empezado a desvivirse por complacerla.

Pues bien, Iris había aprendido la lección de la manera más dura y amarga, una lección que había empezado a intuir desde hacía algún tiempo. No quería convertirse en la clase de mujer que su madre había sido. No quería pasarse la vida tratando de deslumbrar a los hombres y de mantenerlos en un puño, ni de camelarlos y provocarlos para que le dieran joyas, ropa y todo lo que ella deseara. No quería que la gente la siguiera a todos lados debido a su aspecto físico.

Quería ser como Betty. Quería que la gente la quisiera por lo que era. Pero ¿qué había en ella que la gente pudiera querer? No sabía como tratar a los hombres. Esperaba que ellos la persiguieran. Le habían enseñado a pensar en ellos como adversarios en el juego del gato y el ratón, nunca como compañeros. Esperaba que cuidaran de ella, pero nunca había preparado comida, tampoco la había servido ni había quitado la mesa después. Nunca había hecho nada por nadie distinto de ella misma.

Iris suspiró. ¿Cómo había logrado vivir diecinueve años conociendo sólo una parte de lo que significaba ser mujer? Aquél era un buen momento para empezar a conocer la otra parte, y Betty era la mejor maestra que podría tener.

* * *

—Odio tener que aguantar a los Randolph, pero me alegra estar contigo de nuevo.

Iris alzó la vista y vio a Carlos sonriéndole. Se sentó junto a ella.

—Estoy completamente agotado. Joe dice que él también lo está.

—Supongo que estás contento de volver a verlo.

—Sí. No me llevé nada mal con ese tal Salino. Es un tipo muy decente y franco. Pero siempre es agradable regresar con los amigos.

Amigos. Iris se dio cuenta de que no tenía ninguno con el que pudiera contar. Monty era la única persona en la que sentía que podía confiar. No obstante, ella se había visto obligada a ponerlo en una situación en la que no le quedó más alternativa que ayudarla.

—¿De dónde ha salido ella? —preguntó Carlos, señalando a Betty—. Está demasiado elegante para este lugar.

—Ése es uno de mis vestidos. Unos indios mataron a su esposo y se llevaron todo lo que tenía.

—¡Pobrecita! —dijo Carlos, mirando a Betty con compasión—. Parece estar resistiendo con mucha entereza. ¿Adónde se dirige?

—A Dodge, tal vez. No estoy segura.

—Hace unas rosquillas estupendas. Los chicos lamentarán que se marche.

Iris se preguntó si alguien lamentaría que ella se marchase, si alguien notaría siquiera su ausencia. Sus pensamientos habían estado tan centrados en Monty y en sus propios problemas que no se había dado cuenta antes, pero andaba por el campamento como si se encontrara en un mundo distinto del resto de los hombres. Todos los Randolph, excepto Hen, hablaban con ella, pero los demás actuaban como si ni siquiera estuviera allí.

Iris observaba las sonrisas y los alegres comentarios que parecían surgir dondequiera que Betty estuviese, y sintió una nueva clase de desesperanza en su interior. Ella no podría hacer eso. A nadie le alegraba verla, nadie deseaba hablar con ella, nadie parecía más feliz por el sólo hecho de que ella estuviera allí.

Sólo Carlos.

Iris tomó una decisión repentina. Se puso de pie.

—Ven conmigo. Quiero hablarte de algo.

Tan pronto como se alejaron lo suficiente para que nadie pudiera oírlos, Iris se volvió hacia su hermano.

—¿Has pensado en lo que te dije el otro día?

—¿Eh?

—¿Sobre lo de ser mi capataz?

—Sí. Me gustaría serlo.

—Muy bien. También pienso darte la mitad del rancho.

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