Iris

Iris


Capítulo 20

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—¿Sabes los que esas diciendo?

—Por supuesto que lo sé. Te voy a dar la mitad del rancho. Lo mereces tanto como yo.

—Pero no sabes nada respecto a mí. Podría ser muy mal capataz. O podría querer secuestrarte para quedarme con todo el rancho.

Iris se rió.

—No puedes ser peor hacendado que yo. Además, si me caso, podría incluso dártelo todo.

Por supuesto que no lo decía en serio, pero en aquel momento la idea de quitarse de encima el peso de tener que preocuparse por el hato le atraía mucho.

—Creo que me gustaría echar raíces —dijo Carlos—. Ser tan libre como el viento no es tan divertido como podría parecer.

—No creo que sea nada divertido no saber nunca dónde vas a dormir ni qué vas a comer —dijo Iris—. Sin mencionar el hecho de que no tienes un hogar.

—No te gusta mucho la vida nómada, ¿verdad?

—En absoluto. Cuando este horrible viaje termine, quiero comprarme una casa enorme, contratar un cocinero y una ama de llaves, e ir a buscar ropa nueva —tiró de su traje de montar. Estaba sucio y gastado de tanto usarlo—. Nunca más me pondré esta cosa tan espantosa.

—Tú puedes decir eso. Eres rica.

—No, no lo soy. Papá se había quedado prácticamente en la ruina. Todo lo que tengo está delante a mí. ¿Por qué crees que estoy aquí? Por eso cuento con tu ayuda. Además, la mitad de todo te corresponde por legítimo derecho.

—El testamento decía que todo era para ti.

—Eso no importa. Eres hijo de papá tanto como yo.

—Es muy generoso de tu parte hacerme tu capataz. No tienes que hacer nada más.

—Sí tengo que hacerlo.

—¿Le has dicho algo de esto a alguien más?

—No. ¿Por qué?

—Date algo más de tiempo para pensarlo mejor. Es posible que te cases dentro de poco, y a tu esposo podría no gustarle que le regales tu herencia a un mejicano mestizo y bastardo.

—Nunca más vuelvas a llamarte así —dijo Iris con enfado—. Eres Carlos Richmond. Tu madre fue la primera esposa de mi padre. Murió cuando tenías cinco años.

—Sabes que eso no es verdad.

—No importa. Eso es lo que le diré a la gente. Si quiero cabalgar mañana, debo irme a la cama ahora. Algunas veces quisiera haber seguido el consejo de Monty.

—¿Qué te propuso?

—Que cogiera el tren y esperara en Cheyenne.

—¿Por qué no lo hiciste?

—Debía de estar loca, y además estaba resuelta a no alejarme de estas vacas.

Miró su hato. Hasta donde le alcanzaba la vista, formas oscuras salpicaban el paisaje. El blanco y el amarillo pálido de sus pelajes aún era visible, pero sus miles de tonos oscuros y diseños habían empezado a fundirse en una sola masa. La mayoría se movía lentamente, sin dejar de pastar mientras avanzaba. Algunos terneros, tras haber saciado su apetito ahora que los habían dejado salir del carromato, retozaban en la pradera, tranquilos y despreocupados. Alguna que otra vaca se había acostado, cansada de tanto andar y con el estómago lleno del fértil pasto.

Tres vaqueros estaban vigilando el hato, pero Iris sólo podía ver a uno de ellos, el cantante de tristes elegías. Aunque la canción no parecía molestar a las vacas, su timbre lastimero le crispaba los nervios a Iris. Afortunadamente el cantante empezaba a alejarse del lugar donde ella se encontraba. Quizás cuando regresara ya se hubiese quedado dormida.

—Me preguntó si a alguien le importaría lo que me pasara si no tuviera un hato —dijo Iris para sí.

«Siempre habrá alguien que se interese por una mujer tan guapa como tú».

Podía oír a Monty diciéndole eso. Sí, quizás a alguien le importase, pero esa persona no era Monty. Y si fuese él, no se interesaría por ella tanto como todos parecían interesarse por Betty.

Iris pensó en todo lo que deseaba, una enorme casa, criados, fiestas y ropa nueva. A lo largo de aquel viaje se había dado ánimos prometiéndose que algún día regresaría a San Louis, que tendría muchos más bienes que todas las personas que le habían vuelto la espalda. Pero esto ya no le interesaba. Su vida allí le parecía ahora tan ajena a ella como hacía un año le habría parecido vivir con vacas.

De hecho, habían llegado a gustarle algunos aspectos de la vida en el camino. Aún se cansaba mucho, pero su cuerpo había dejado de dolerle tanto en las noches y de entumecerse en las mañanas. Le gustaba estar al aire libre y ser activa. Se sentía más llena de energía, más viva. Le gustaban los espacios abiertos tanto como temía la soledad.

Nunca había esperado convertirse en la esposa de un hombre del Oeste, pero en aquel momento canjearía todos sus sueños por una casa en un rancho y por Monty.

Y también por un cocinero. Él no tardaría en abandonarla si tuviera que comer lo que ella preparaba.

* * *

A seis metros de allí, detrás de un matorral de ramas espinosas, Monty se permitió relajar un poco los músculos. Al terminar de hacer sus necesidades, proceso que había sido interrumpido cuando Iris y Carlos se acercaron, se abrochó los pantalones con el ceño fruncido.

No podía reponerse del impacto que le causo oír a Iris decir que estaba pensando darle a Carlos la mitad de su herencia. Siempre había sabido que ella era una persona muy generosa, pero aquello lindaba más bien con el sacrificio. Significaba que estaba regalando un total de 80.000 dólares y que perdería 15.000 dólares en futuros ingresos, así como una degradación seria en su nivel de vida futuro. Evidentemente, ya no era la misma Iris que había emprendido aquel viaje hacía poco más de dos meses.

Iris había cambiado delante de sus narices, pero él había estado demasiado ocupado suponiendo que ella era como su madre y atribuyéndole motivos egoístas a todo lo que hacía para darse cuenta. Junto con este descubrimiento también se le cruzó por la cabeza la idea, aún más inquietante, de que a lo mejor él nunca había conocido a Iris en absoluto. Quizás hubiese estado tan ocupado suponiendo y dando por sentado que simplemente no había visto la verdad desde el principio.

Pero eso no explicaba por qué una mujer que tenía la intención de darle la mitad de todo lo que poseía a un medio hermano ilegítimo que no tenía ningún derecho legal, querría regresar a la vida vacía que había llevado en San Louis. No explicaba qué interés podría tener en fiestas y tiendas de ropa una mujer que había arriesgado su vida para hacer un viaje de más de 3.000 kilómetros a través de la pradera para fundar un rancho en las salvajes tierras de Wyoming. Tampoco explicaba por qué una mujer con el valor y el carácter de Iris se conformaría con convertirse en una persona interesada únicamente en placeres frívolos.

¿Cuál era la verdad respecto a Iris? Ella había empezado a aprender todo lo relacionado con el oficio de un hacendado, pero él dudaba que lograra tener éxito en las brutales tierras de Wyoming sin un hombre que la ayudara. Quizás ésa fuese la razón por la que le había dado la mitad del rancho a Carlos. Pero si ése fuera el único motivo, no habría tenido más que contratarlo como capataz.

Monty se dijo que estaba perdiendo su tiempo tratando de entender a Iris. Después de todo ella tenía la intención de marcharse lo más lejos posible de Wyoming. Lo que él debía hacer era permanecer tan alejado de ella como pudiera. Debía hacer todo lo que estuviera a su alcance para olvidar la sensación de su cálida piel al besar la concavidad de su cuello. Debía borrar de su memoria la fragancia que se adhería a su cuerpo cuando se bañaba en alguno de los riachuelos que cruzaban. Debía prohibirse recordar el hechizo de su sonrisa, la alegría de su mirada, las llamas de su pelo o el brillo de sus ojos. Debía olvidar la suavidad de su cuerpo cuando la estrechaba entre sus brazos y la dulzura de sus besos.

Sobre todo, debía olvidar la sensación de satisfacción que había sentido después de que hicieron el amor. Tenía que poder hacerlo. Ya antes había logrado sacarse a otras mujeres de la cabeza. Pero no podía dejar de sentir que esta vez era diferente.

* * *

En los días que siguieron, Iris intentó creer que aún le gustaba a Monty. Se recordó una y otra vez que él le había advertido que no haría nada que pusiera en peligro su reputación frente a los vaqueros. Pero empezaba a desear que Monty fuera un poco más descarado y menos discreto. No le importaba que todo el mundo supiera que lo amaba, ni que los demás hombres se enterasen de que habían hecho el amor.

Pero a Monty sí le importaba. Seguía estando tan de mal genio que hasta Tyler empezó a lanzarle miradas inquisitivas.

Betty estaba preparando un pavo cuando Iris llegó al campamento. Iris no sabía siquiera cómo encender un fuego. No tenía ni la más remota idea de cómo empezar a limpiar y cocinar el ave. Debería haberle pedido a Betty que le enseñara, pero esto tendría que esperar.

—¿Te parezco una esnob? —preguntó.

—Por supuesto que no —respondió Betty, quien, sorprendida, hizo una pausa en su trabajo—. ¿Por qué me preguntas eso?

—Bueno, ninguno de los hombres se atreve a acercarse a mí.

—Seguro que estás imaginando cosas —dijo Betty, reanudando sus labores.

—No lo estoy. Lo he sabido desde hace ya algún tiempo. Es sólo que parece que últimamente las cosas han empeorado. Cuando les hablo, farfullan algo y salen corriendo como si tuvieran miedo.

Zac se acercó aprisa y descargó un montón de leña a los pies de Betty.

—Puedes estar segura de que me pondré contento cuando te dejemos en Dodge —dijo, sin ser en absoluto consciente de cuan descortés era su comentario—. Usamos el doble de leña desde que llegaste.

—Lamento mucho tener que hacerte trabajar de más, pero Monty ha sido muy amable conmigo. Lo menos que puedo hacer por él es prepararle sus platos favoritos.

—Antes de que tú vinieras comía lo que Tyler preparaba, y no se ha muerto por ello.

—Pero le encanta el pavo, y se necesita mucha leña para cocinar un pavo.

Monty había actuado como si hubiera encontrado una mina de oro cuando mató aquella ave. Tyler le echó una mirada y dijo que iba a preparar medallones de carne en su jugo, pues un novillo se había partido una pata y había sido necesario pegarle un tiro. Si Monty quería pavo, tendría que cocinarlo él mismo. Naturalmente, Betty se ofreció para prepararlo. Iris trató de no sentir celos, pero no lo logró.

—¿Qué has querido decirme respecto a Monty? —preguntó Iris a Zac.

—No quiere que ninguno de los hombres se acerque a ti. Cuando alguno se atreve a hablarte, lo mira enfurecido como si fuera un toro a punto de embestir. ¿Por qué crees que siempre está andando de un sitio a otro como si le doliera un diente? Normalmente se ríe tanto que saca de quicio a George. Le toma tanto el pelo a Rose que una vez ella le prohibió entrar en la casa durante toda una semana.

Este comentario le levantó el ánimo a Iris durante todo el día, pero cuando logró examinar la expresión de Monty, no le pareció que fuera tan severa. De hecho, no le pareció que fuera muy diferente de la que acostumbraba tener. Por lo que recordaba, él siempre era como una nube tormentosa a punto de estallar.

Excepto cuando estaba cerca de Betty. Entonces era todo sonrisas y halagos.

Esto le dolía. No había nada que Iris pudiese hacer para encontrar una explicación convincente. Al igual que Zac, empezó a desear que llegaran pronto a Dodge.

Iris había tomado la decisión de hablar con Monty. Le pidió a Zac que le trajera su caballo antes de terminar siquiera de desayunar. Desde el instante mismo en que Monty se montó en su cabalgadura y se dirigió hacia el hato, Iris lo siguió en su caballo.

—Quiero hablar contigo —gritó por encima del ruido que hacían los cascos al golpear el suelo. Prácticamente tuvo que abalanzarse sobre su caballo para hacer que él aminorara la marcha y hablara con ella.

—¿De qué? —Monty mantuvo su montura andando al trote.

—De Carlos.

—Hablaremos esta noche. Ahora estoy ocupado.

Monty espoleó su caballo para que apretara el paso levemente.

—No pienso esperar hasta esta noche. No quiero que nadie nos oiga.

—Realmente no tengo tiempo para…

—Tal vez deba pedirle a Betty que hable contigo en mi lugar.

Monty hizo que su caballo diera la vuelta bruscamente hasta quedar frente a Iris. El asustado animal alzó la cabeza y se empinó a medias en señal de protesta. Monty abrió la boca para contestarle de manera hiriente, pero la belleza de Iris lo golpeó con la fuerza de un mazo. La veía todos los días. Ya debería estar acostumbrado. Pero de vez en cuando lo cogía desprevenido, y él se sentía como si estuviera viéndola por primera vez.

¡Era imposible que alguien hubiera tenido unos ojos de aquel verde tan intenso! Sólo una vez, cuando las suaves lluvias de la primavera cubrieron la llanura de exuberantes hierbas que alcanzaron la altura del hombro, vio algo semejante a la magnificencia de este color. Justo antes del atardecer, cuando en la distancia el ligeramente ondulante mar de hierbas subió para encontrarse con el horizonte azul, el color se hizo tan intenso, tan profundo y puro, que él nunca podría olvidarlo… así como tampoco su promesa de una vida renovada.

Esta misma promesa era de alguna manera inherente a Iris. Él no podía entenderlo. No tenía nada que ver con las cosas que ella hacía. Era algo que se encontraba incrustado en su carácter, algo que se aferraba tan tenazmente a la vida que todo el mundo alrededor de ella podía sentirlo. Ni siquiera la encendida viveza de su llameante pelo ni la aspereza de su genio podrían eclipsar la sensación de que todo en ella era demasiado fascinante como para que pasara desapercibida.

Quizás fuese eso lo que lo llevaba a volver a ella cada vez que intentaba alejarse.

—¿Qué tiene esto que ver con la señora Crane?

—Nada, pero parece que siempre tienes tiempo para hablar con ella.

—Ella no me interrumpe cuando estoy trabajando.

—Eso tal vez se deba a que no tiene que perseguirte a caballo para hacer que la escuches cinco minutos —le gritó Iris.

Monty pensó en las innumerable veces que había deseado hablar con Iris o simplemente sentarse junto a ella, en las veces que prácticamente tuvo que ponerse anteojeras para no quedarse mirándola fijamente. Si ella alguna vez se enterara de como él estaba a punto de perder el control cada vez que la veía, de cuán fácil sería para ella lograr que él hiciera casi todo lo que quisiese, su vida perdería todo valor.

—Pensé que querías hablar de Carlos.

—Así es. Quiero saber cómo le fue con Salino.

—Carlos no sabe lo suficiente ni siquiera para no ser un estorbo para sí mismo.

Iris hizo un evidente esfuerzo por no perder los estribos.

—Salino me dijo que trabajó muy bien.

—Sólo estaba siendo amable.

—Podría saber mucho más si tú tuvieras la amabilidad de enseñarle qué hacer.

Monty se quedó mirándola como si ella hubiera perdido la razón.

—¿Acaso te parece que tengo cara de maestra de escuela?

—No, pero…

—Cuando llegaste a Texas traías una lista de cosas que querías que hiciera. Querías que reuniera tu ganado, te llevara a Wyoming, te protegiera de Frank, encontrara tus vacas perdidas, te arreglara el carromato, te rescatara de una estampida…

—Nunca te pedí que hicieras eso.

—… protegiera tu ganado de los indios. Ahora quieres que le enseñe a tu hermano a dirigir un hato.

—Él va a ser mi capataz cuando lleguemos a Wyoming —le explicó Iris—. Pienso darle la mitad de mi hato.

—Ya lo sé, y creo que te has vuelto loca.

—¡Lo sabes! —repitió Iris atónita.

—Te oí hablar con él hace unas cuantas noches.

Iris estaba que estallaba de indignación.

—¡No tienes cinco minutos para hablar conmigo, pero en cambio sí tienes tiempo para escuchar a escondidas mis conversaciones!

—No estaba haciendo tal cosa. Vosotros llegasteis cuando… esto… yo estaba… tuve que ir a los matorrales —confesó Monty—. Estabais hablando allí cerca. No podía marcharme sin que tú lo notaras.

—Así que te quedaste escondido y escuchaste todo lo que yo decía.

—¿Habrías preferido que saliera corriendo con los pantalones bajados?

Le alegraba que no lo hubiera hecho, eso no significaba que le gustara que hubiese escuchado todo lo que había dicho.

—Deberías pensarlo un poco mejor —aconsejó Monty—. Si yo fuera tú, dejaría que Carlos se marchara.

—Pero no soy tú.

—Entonces contrata a un capataz experimentado para que le enseñe a Carlos el oficio.

—Todo lo que quiero es que le permitas cabalgar junto a ti. No tienes que perder el tiempo diciéndole lo que debe hacer. Él puede aprender con sólo mirarte.

Monty se detuvo.

—Esta conversación va a durar bastante tiempo, ¿no es verdad?

—Si insistes en ser tan terco, así será.

—Sólo estoy intentado ser realista —dijo Monty, girando hacia un roble solitario que había en la hondonada que se formaba entre dos cadenas de colinas—, pero no creo que tú puedas entenderlo.

—¡Claro! —dijo Iris, haciendo girar su caballo para seguirlo—. Las mujeres nunca vemos ese tipo de cosas.

—Administrar un rancho no es nada fácil.

—No puede ser tan difícil. Cualquier tonto que compra unas cuantas vacas se hace llamar hacendado.

—Cualquier tonto que compra un barco puede hacerse llamar capitán —le respondió Monty, empezando a montar en cólera—, pero supongo que esperarías que supiera algo más antes de hacerte a la mar en su barco.

Iris había dejado que su temperamento la traicionara haciéndole decir algo que no había tenido la intención de decir. Ahora Monty estaba enfadado. Muy enfadado.

—Lo único que quiero es que ayudes a Carlos a aprender todo lo relacionado con las vacas —dijo Iris mientras se detenían bajo la sombra del roble—. No creo que eso requiera mucho trabajo.

—Sí lo requerirá.

—Muy bien, haré un trato contigo —dijo Iris bruscamente, empezando a sulfurarse tanto como Monty—. Yo cuidaré de la señora Crane. Tú puedes emplear el tiempo que te sobre para enseñarle a Carlos.

Monty frunció el ceño.

—¿De qué se trata todo esto, de Carlos o de Betty?

—De Carlos. Pero de cualquier manera no hay motivo para que te preocupes por la señora Crane. Casi todos los hombres de la cuadrilla se desviven por atenderla.

—Estás celosa —dijo Monty. Sus ojos dejaron ver un brillo de pícara alegría—. Tienes más dinero y belleza de lo que esa pobre mujer jamás podrá tener y, sin embargo, estás celosa de ella.

Iris se apeó de su caballo y miró a Monty por encima de su silla de montar.

—Tengo mucho más que dinero y belleza, pero nada de eso parece impresionar mucho a nadie.

—¿Qué quieres decir? —le preguntó Monty, apeándose entre los dos caballos.

Iris no había querido decir nada, pero el dolor y la rabia la habían estado emponzoñando durante días. Había tratado de contenerse, pero no pudo.

—Quiero decir que desde aquella noche en la aldea comanche, has hecho todo lo posible, aparte de abandonar el hato o regresar a Texas, para no tener que pasar siquiera cinco minutos conmigo. Si hubiera sabido que iba a disgustarte de esta manera, habría pedido que me dejaran dormir en el tipi del jefe.

—Tendría que haber dormido fuera.

—Pero no lo hiciste.

—No.

—¿Y entonces?

—¿Entonces qué?

—Eso es precisamente lo que iba a preguntarte.

—Te advertí que no podía quedarme en la tienda e irme a dormir tranquilamente si tú te encontrabas a unos metros de distancia.

—Sin embargo, yo puedo estar a unos metros de ti en el campamento y tú ni siquiera notas que yo estoy allí.

—Te dije que no podía prometerte nada.

—No te estoy pidiendo que prometas nada —había rogado para que lo hiciera, pero era lo suficientemente realista para saber que eso no era posible aún—. Sólo quiero que seamos como antes. Yo disfrutaba cenando contigo y contándote lo que había sucedido durante el día. Me caes bien, Monty. Me agrada estar contigo.

Ésta era una distorsión tal de la verdad que prácticamente era una mentira, pero era lo mejor que podía hacer para no decirle que lo amaba. Aún no podía confesárselo, no cuando él no parecía sentir por ella más que un incontrolable apetito sexual.

—Esa noche fue un error —dijo Monty con voz nerviosa y sin atreverse a mirarla.

Iris creía que nunca le habían dicho nada que le doliera tanto como aquello. Después de entregarle a Monty una parte de sí misma que nunca podría darle a nadie más, él la rechazaba. Sintió una terrible opresión en el pecho, como si alguien le estuviera aplastando el corazón y no pudiera respirar.

Nada le había afectado tanto. Hace un año le hubiera sorprendido y dolido su rechazo, pero se habría puesto tan furiosa que no habría sentido el dolor. Habría tomado la determinación de mostrarle cuán poco le importaba un hombre como él. En lugar de sentarse a pensar en maneras de hacerlo regresar, habría ideado por lo menos una docena de planes para hacerlo lamentar lo que había hecho.

Pero en vez de esto, ahora pasaría horas, incluso días, pensando qué había hecho mal, preguntándose cómo podría haber hecho las cosas de otra manera, si podría encontrar la forma de reavivar su interés por ella.

Pero no le rogaría. Aunque destrozados, aún le quedaba algo de orgullo y de amor propio.

Aun así no pudo impedir que los ojos se le llenaran de lágrimas, ni que éstas le surcaran las mejillas.

Apartó la mirada.

—No sabía que mi presencia se había vuelto tan indeseable. No pretendí…, pero es demasiado tarde. Ya está hecho. Regresaré a mi campamento. Pero te agradecería que permitieras que Carlos…

Monty soltó las riendas y dio la vuelta a su caballo. Cogió a Iris de los hombros y la hizo girar para que quedara frente a él. Iris no tenía fuerzas para detenerlo, pero bajó la cabeza para que él no viera sus lágrimas.

—Fue un error pensar que podría pasar una noche en tus brazos y que luego no querría hacerlo de nuevo una y otra vez —dijo Monty—. Fui un tonto al pensar que tu recuerdo no me torturaría a todas horas.

Iris no pudo encontrar la voluntad para resistirse cuando Monty la besó. Sabía que no debía permitírselo. Sólo estaba torturándose a sí misma al ceder a la necesidad de estar de nuevo entre sus brazos, de sentir el ardor de su deseo calentar todo su cuerpo e, incluso, su alma. Se dijo que no había ningún consuelo entre sus brazos, que su fuerza era una mera ilusión. Pero su pérfido corazón subyugó a su mente, y se fundió en su abrazo.

El encontrarse entre los brazos de Monty hizo renacer la magia de aquella noche en el tipi. Una vez más Iris conoció la felicidad de saber que Monty la deseaba, de sentir su deseo por ella en cada fibra de su ser. Una vez más evocó la alegría que sintió cuando creyó que su amor duraría más de una noche. Una vez más recordó de una manera vívida lo que significaba ser amada por un hombre como Monty.

Iris sintió que su fuerza de voluntad se debilitaba rápidamente. Si no se alejaba en aquel instante, nunca lo haría. Perdería toda facultad de pensar por sí misma.

Haciendo acopio de sus cada vez más limitados recursos, se soltó de los brazos de Monty.

—No pareces muy atormentado —dijo ella, apartando su cara—. Nunca te he visto actuar de un modo tan encantador como lo haces con Betty.

Monty intentó estrecharla entre sus brazos una vez más, pero ella se alejó.

—Estás celosa de Betty —dijo él.

—No —dijo Iris, volviendo su cabeza para no tener que mirarlo—. Me duele que parezcas disfrutar de su compañía mucho más que de la mía.

No podía decirle que le dolía verlo tratar a las demás mujeres con una deferencia, una amabilidad y una consideración que nunca había mostrado por ella. Debido a que la situación de Betty era mucho peor que la suya, esto parecía egoísta y mezquino.

—Ya te dije que no podía hacerte ninguna promesa.

—Y yo no te estoy pidiendo que las hagas.

—Entonces, ¿qué me estas pidiendo?

Que la amara tanto como ella lo amaba a él. Que quisiera pasar cada minuto de todos sus días con ella. Que pensara que era el ser humano más precioso de la historia de la humanidad. Pero él ya le había dicho que eso era imposible. Entonces, ¿qué le quedaba? Su dignidad. Era ésta un pobre sucedáneo, pero era todo lo que le quedaba. Iris se obligó a mirar a Monty a los ojos.

—Quiero que me trates como a Betty.

—No entiendo.

—Todos los días me levanto al amanecer y desayuno sentada en cuclillas en el suelo. Luego paso todo el día en mi montura arreando ganado, persiguiendo las vacas que huyen del hato y ayudando a los animales a vadear un riachuelo tras otro. Todas las noches llego al campamento arrastrándome y demasiado cansada para preocuparme por comer algo. De vez en cuando hago incluso una de las rondas de la guardia nocturna, pero aun así siento que soy una carga. Betty llega al campamento y a los cinco minutos no hay un sólo hombre que no se haga partir el lomo para atenderla. ¿Por qué?

Monty parecía incómodo.

—Tú eres diferente.

—Lo sé. Soy una chica rica y guapa, ¿recuerdas?, y ella es pobre y está sola. Pero todo el mundo me trata como si fuera al contrario.

—Los hombres no saben qué hacer con una mujer como tú. Al menos no los hombres normales y corrientes —dijo Monty. Parecía que no sabía que decir—. Tienes demasiado de todo. Eso los ahuyenta. En cambio, sienten que Betty es uno de ellos, la entienden.

Iris no sabía quién estaba más loco: si Monty o ella. Nunca había oído una excusa más tonta en toda su vida.

—¿No querrás decir más bien uno de nosotros?

—No. Me mantuve alejado de ti porque necesitaba pensar, y no puedo hacerlo cuando estás cerca. Nunca he podido. Ni siquiera cuando eras una chiquilla pecosa que me pisaba los talones como un cachorro mestizo.

—Nunca hice tal cosa —dijo Iris, notando de repente un cálido rubor en el rostro.

—Eras la comidilla del condado.

Sonrió. No con su acostumbrada y resplandeciente sonrisa de oreja a oreja, sino con una torcida, renuente, poco entusiasta y casi tímida mueca, que a Iris le pareció muy atractiva.

—¿Lograste sacar algo en claro? —le preguntó ella—. ¿Qué?

—Que no estamos hechos el uno para el otro.

Un escalofrío ahuyento la calidez de la sonrisa de Monty.

—¿Te importaría explicarme eso?

—No queremos las mismas cosas.

—¿Cómo sabes lo que yo quiero? Nunca me lo has preguntado.

—Te oí decirle a Carlos que deseabas tener casas, ropa y criados.

Quiso decirle que no había querido decir esto, pero dudaba que él le creyera.

—No deberías creer todo lo que oyes.

—También quieres que esa noche en el tipi signifique algo.

—¿No fue así?

—Eres una mujer muy guapa, Iris. Un hombre no podría evitar desear hacerte el amor, pero eso no quiere decir que… —Monty pareció buscar las palabras adecuadas.

—Que para ti eso signifique más que un revolcón en el heno.

—Eso no es lo que iba a decir.

—Pero sí es lo que quisiste decir. No tienes ninguna intención de olvidarte de todas las demás mujeres del mundo, casarte, echar raíces y tener una familia.

La expresión de horror en la cara de Monty fue mucho más elocuente que cualquier palabra.

Iris se irguió. Su orgullo no le permitía dejarle ver a Monty que le había roto el corazón.

—Bueno, pues yo quiero estar con alguien que esté dispuesto a hacer mucho más que buscarme cuando tenga ganas. Enséñale a Carlos como administrar un rancho, y te prometo que nunca volveré a esperar nada de ti.

Iris se montó en su caballo de un salto y se alejó al galope.

Monty quiso seguirla, pero luego decidió no hacerlo. Seguirla sería lo mismo que decirle que quería que compartieran el futuro. No quería renunciar a ella, pero tampoco quería que se quedara bajo esas condiciones.

Le partía el corazón pensar en cuánto debía de estar sufriendo Iris, pero era mejor que creyera que le interesaba menos de lo que realmente le importaba. No quería darle falsas esperanzas. No quería mentirle.

Pero ¿acaso no se estaba mintiendo a sí mismo?

* * *

Betty estaba preparando un urogallo y buñuelos cuando Iris llegó a trompicones al campamento. Iris se quedó mirándola fijamente, sin poder creer lo que estaba viendo.

—Monty no ha hecho más que quejarse de que nunca le preparan nada normal —le explicó Betty—. Tyler es un estupendo cocinero, pero a Monty le gusta más la comida sencilla.

—Hizo que me metiera a gatas en ese bosquecillo —se quejó Zac indignado—. ¿Alguna vez has tratado de atrapar un urogallo arrojándole un impermeable? —Se remangó las mangas de la camisa para enseñarle a Iris los rasguños que se había hecho en la maleza—. Espero que Monty se atragante.

—Tú también puedes comer un poco —dijo Betty—. Hay de sobra.

—Nunca has visto a Monty comer cuando algo le gusta —dijo Zac—. Puede coger esa olla y comer hasta que no quede nada.

Iris abominaba la multitud de sentimientos despiadados que invadían su corazón, pero en aquel momento habría dado la mitad de su hato para que Betty Crane se encontrara de nuevo en la pradera caminando hacia cualquier otra cuadrilla de vaqueros.

¿Alguna vez podría equipararse a aquella mujer?

Betty siempre estaba pensando en los demás, siempre estaba ayudando a alguien y haciendo algo especial, pequeñas cosas en las que sólo una mujer podía pensar, una mujer que hubiera sido educada para ser esposa y ama de llaves, no para ser un ornamento social.

Betty no sabía cómo ser un ornamento. Iris no había sabido hasta entonces cómo ser nada más.

Pero estaba aprendiendo. Le demostraría a Monty Randolph que ella era mucho más que una mujer mimada y rica a la que sólo le interesaba ser guapa, tener mucho dinero y ser adorada por todos los hombres. Había sido educada para eso, pero no quería esa clase de vida. Hacía mucho tiempo que no la quería, pero nunca había entendido del todo la diferencia hasta que Betty llegó al campamento.

Debería estar agradecida de haber aprendido la lección a tiempo. En lugar de eso, le parecía difícil aceptar que Betty Crane hubiera sido el instrumento de su aprendizaje.

Iris había cabalgado a lo largo de todo el hato buscando a Carlos. Se detuvo cuando encontró a Joe trabajando en la cola.

—¿Has visto a Carlos? —le preguntó, a punto de atragantarse con el polvo—. No lo veo por ninguna parte.

A Joe no parecía importarle el polvo y el hedor que había que soportar cuando se trabajaba en la cola del hato. Iris no podía resistirlos.

—Salió con Monty a media mañana. Monty dijo que si quería ser tu capataz debía aprender a reconocer el camino.

Iris se quedó boquiabierta. No podía entender qué había llevado a Monty a trabajar con Carlos después de que le había dicho que no lo haría.

—Pareces sorprendida —dijo Joe—. Monty dijo que había sido idea tuya, que tú querías que Carlos aprendiera a dirigir una manada.

Iris había oído unas cuantas palabrotas muy precisas y expresivas durante aquel viaje. Probó un par, y le parecieron bastante gratificantes. Luego hizo alarde de todas las palabrotas que podía recordar y de otras cuantas que inventó.

Joe se rió de ella.

—Creía que Monty te gustaba. Pensé que era lo más parecido que habías encontrado en la tierra a tu Salvador.

—No seas sacrílego —dijo Iris bruscamente—. Antes pensaba que Monty era un caballero, pero ahora sé que no es así.

—Estupendo. Odio cuando lo miras con ojos de vaca.

Nunca lo he mirado con ojos de vaca —replicó Iris con enfado—. En realidad, no lo soporto. Es más, no soporto las vacas, los ranchos, el polvo, el continuo berrear de los terneros y, mucho menos, el hedor.

¿Para qué esforzarse? Nada de eso haría que Monty la amara. Le había entregado su honra, y ahora él quería seguir su propio camino.

—Y eso no es nada, espera a que llegue el invierno.

—No estoy segura de que lo haga —dijo Iris.

—¿Qué quieres decir? —le preguntó Joe. Su sonrisa sarcástica de repente desapareció de su rostro, y se quedó mirándola fijamente.

Iris estaba demasiado ocupada intentando pensar qué podría hacer para irritar a Monty, para prestarle atención al cambio que se había producido en Joe.

—Tengo la firme intención de quedarme en Dodge y dejar que Carlos lleve el hato a Wyoming. Él podría incluso encargarse del rancho mientras yo voy a San Louis o a Chicago, o tal vez incluso a Nueva York.

—¿Para qué?

—Para buscar el esposo más rico, guapo y salvaje del mundo. Luego regresaría aquí y le mostraría a Monty Randolph que no es tan hombre como él cree.

Iris sonrió con satisfacción. Cuanto más pensaba en esa idea, más le agradaba pensar en la cara que pondría Monty al ser derrotado en su propio juego.

—No creo que esa sea una buena idea —dijo Joe.

—Yo creo que es una idea extraordinaria —lo contradijo Iris.

—Todos esos hombres ricos y elegantones del este quieren una mujer que sea igual de refinada que ellos.

—No seré rica —reconoció Iris—, pero soy tan respetable como cualquiera de ellos.

—No importa que seas tan rica como John Jacob Astor. Ninguno de esos hombres estirados se casaría con una bastarda.

—¿De qué estás hablando? —le preguntó Iris. El comentario de Joe tenía tan poco sentido que se preguntó si había oído bien.

—Eres una bastarda —dijo Joe con suficiente claridad para que Iris no dudara de lo que estaba oyendo—. Tu madre fue la amante de un vendedor de una tienda de confecciones de medio pelo. Él la echó después de un mes. Robert Richmond se casó con ella para preservar su honor.

Iris se quedó de piedra, como si ya no pudiera sentir nada.

—Eso no es verdad —logró decir.

—Por supuesto que sí. Pregúntale a Monty si no me crees.

—¡Monty lo sabe!

—¡Claro! Todos los Randolph lo saben.

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