Iris

Iris


Capítulo 12

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—¿Iris? —preguntó Carlos a su hermana cuando volvió a acercarse a la luz—. ¿Qué estás haciendo aquí?

—Me mudo a Wyoming. El banco me ha quitado el rancho.

—Quiero decir ¿qué estás haciendo aquí con él? —dijo Carlos, señalando a Monty y a aquel aislado campamento.

¿Qué había estado haciendo? ¿Qué habría pasado si Carlos no hubiese aparecido? Iris esperaba que la oscuridad ocultara el rubor que le quemaba las mejillas. Le alegraba que ninguno de aquellos dos hombres pudiera adivinar los pensamientos que pasaban por su cabeza.

—Estamos siguiendo a algunas de mis vacas que se perdieron en una estampida —le contestó Iris, decidida a actuar como si nada hubiese pasado. No podría soportar que Monty supiera cuan cerca había estado de ceder—. Monty cree que es posible que unos cuatreros se las hayan llevado. Justo en este momento se disponía a buscar su fogata.

—No hace falta que se tome esa molestia —dijo Carlos, volviéndose hacia Monty sin dejar ver ninguna señal de alegría—. Están al otro lado de esas colinas, y la única fogata que encontrarás es la mía.

Iris sintió un gran alivio de no tener que quedarse sola con Monty. Necesitaba tiempo para pensar en el sorprendente cambio de sus sentimientos hacia él.

—¿Cuántas has encontrado? —le preguntó Monty.

—Alrededor de doscientas. Las encontramos pastando a unos pocos kilómetros hacia el oeste. Reconocí la marca de mi padre.

—Hace mucho tiempo que no te veo, Carlos —dijo Monty, mirando a aquel hombre—. Has cambiado.

—Tú no —le respondió Carlos.

—¿Os conocéis? —preguntó Iris, mirando a los dos hombres.

—Me acuerdo de él —dijo Monty—. No se quedó el tiempo suficiente para que alguien pudiera llegar a conocerlo.

Carlos se movía intranquilo.

—Eso fue culpa de mamá —dijo Iris—. No quería que él se quedara en el rancho.

—Por una vez Helena demostró algo de sensatez.

—Eso no es verdad —lo contradijo Iris—. De niña yo quería tener un hermano mayor.

—Deberías habérmelo dicho —dijo Monty—. Te habría dado uno de los míos.

—¿Qué estás haciendo aquí? —le preguntó Iris a Carlos.

—Me contaron que ibas a Wyoming, de modo que pensé que tal vez querrías que te echara una mano. Podría incluso quedarme por un tiempo.

—Quieres decir que querías que te llevaran gratis.

—Es mi hermano —dijo Iris entusiasmada—. Puede venir conmigo si así lo desea.

Siempre se había compadecido de la situación tan difícil en la que se encontraba Carlos, pese a que él era once años mayor que ella y a que no lo conocía muy bien. Nunca le había molestado el hecho de que fuera ilegítimo —su madre, que era hija de mejicanos, había muerto cuando él era un niño—, pero, sin duda, a Helena sí le disgustaba.

Cuando Iris cumplió catorce años, Helena obligó a su esposo a romper toda relación con Carlos. Pero Iris nunca se olvidó de él. Era el hijo de Robert Richmond tanto como ella era su hija, y le parecía injusto que se le negara un hogar y la compañía de su familia sólo porque su padre no se hubiera casado con la mujer que lo trajo al mundo.

Pero la buena disposición de Iris para acogerlo en aquel momento era más que un deseo de recrear una relación de infancia. La soledad en la que vivía desde la muerte de sus padres era tan profunda, tan aterradora, que quiso aprovechar la oportunidad de tener con ella a un familiar. Aunque el lazo que los unía se hubiera reducido a un simple recuerdo, en aquel instante sintió que ya no estaba sola. Él era su hermano. Tenía a alguien que formaba parte de su familia. Sabía que Monty podía hacer por ella mucho más que Carlos, pero de inmediato reconoció que quería cosas muy diferentes de aquellos dos hombres.

—¿Quién viaja contigo? —le preguntó Monty.

—Joe Reardon, un amigo —dijo Carlos—. Es un excelente vaquero. Pone lo mejor de sí para sacar el trabajo adelante con cualquier cuadrilla.

—Estoy segura de que así es —dijo Iris. Esperaba que el amigo de Carlos fuera todo lo que él decía.

—Si quieres un consejo, deja que sigan su camino solos —le dijo Monty a Iris.

—He perdido a dos hombres. Carlos y su amigo pueden reemplazarlos.

—Habla con Frank —le dijo Monty a Carlos—. Yo no tengo nada que ver con su cuadrilla.

Después de decir eso, Monty dio media vuelta y se alejó de la fogata. Iris corrió tras él. Monty cruzó el riachuelo de un salto. Ella lo atravesó chapoteando.

—Te he puesto al mando del hato —dijo ella—. No he cambiado de opinión. Frank tiene que cumplir tus órdenes.

Monty salió del bosquecillo y se dirigió hacia su caballo. Iris tuvo que correr para poder seguirlo. Le dolían las piernas, pero tenía que detenerlo. No podía dejar que se marchara.

—No puedes ponerme al mando y luego contratar a dos hombres contra mi voluntad —dijo Monty por encima de su hombro—. La autoridad no es algo que puedes dar y quitar a tu antojo.

—Pero Carlos es mi hermano. No puedo rechazarlo.

Monty se detuvo y se dio la vuelta de una manera tan repentina que Iris chocó con él.

—No tenías que contratar a Reardon también. ¿Qué harás si Carlos aparece mañana con otro amigo? ¿También lo vas a contratar?

—Lo siento —se disculpó Iris, alejándose de Monty como si su cuerpo la hubiera quemado—. Es sólo que me alegró mucho ver a Carlos. Tú tienes muchos hermanos y no puedes entender lo que se siente al estar solo en el mundo. Yo únicamente tengo a Carlos.

—Seguro que tus padres tenían familiares.

—Puede ser, pero no los conozco. De modo que para mí es igual que si no existieran.

Monty no se movió. Se quedó mirando fijamente a Iris, apretando la mandíbula con tanta fuerza que le sobresalían los músculos.

—Te prometo que no lo volveré a hacer. Te consultaré todo. Te lo suplico.

Monty se daba cuenta de que empezaba a ceder, y lo odiaba. Había invertido mucho tiempo y había reflexionado enormemente planeando aquel viaje. Había estudiado las condiciones del pasto para determinar el tamaño ideal del hato. Había hablado con una docena de arrieros para decidir cuál era el mejor camino, la cantidad óptima de hombres que requería en su cuadrilla y cuantos animales necesitaba en la caballada. También le había prestado mucha atención a los detalles, con el fin de recordar cuáles eran los cruces peligrosos y en qué lugares el agua era abundante, escasa o demasiado alcalina para beber. Había hecho todo esto porque era imprescindible que aquel viaje tuviera éxito.

Luego se encontró con que Iris viajaba delante de él por el mismo camino, y empezó a tomar decisiones que su razón y sus instintos le decían que eran equivocadas, decisiones que él sabía que ponían en peligro sus posibilidades de éxito. Incluso Hen y Salino habían empezado a dudar de él.

En aquel momento estaba a punto de hacerlo de nuevo. No le tenía antipatía a Carlos, pero tampoco ningún deseo de contar con él en su cuadrilla. Carlos era inestable, perezoso y débil de carácter. Había pasado la mayor parte de aquellos últimos cinco años lejos de Texas, a la deriva, metiéndose en líos de poca importancia. Era probable que ya se hubiera cansado de vagar sin rumbo fijo y le apeteciera sentar cabeza, pero Monty no quería tener que sacarle las castañas del fuego si se equivocaba.

Pero una sola mirada le bastaba para saber que Iris sentía como si hubiera encontrado a un amigo que había perdido hacía mucho tiempo. Si los ojos pudieran suplicar, los suyos lo estaban haciendo en aquel preciso momento. Incluso bajo la tenue luz de la luna, brillaban de humedad, y su verde profundo parecía no tener fondo. Igual que hacía cinco años, él no podía negarle nada.

Monty nunca había pensado en lo sola que debía sentirse —tenía demasiadas cosas en la cabeza para buscar otras adicionales de las que preocuparse—, pero debía de ser terrible encontrarse tan solo. Muchas veces había deseado no tener tantos hermanos metiendo las narices en sus asuntos, pero siempre había dado por sentado que contaba con su apoyo.

Iris sólo tenía a Carlos.

—De acuerdo —asintió Monty, haciendo caso omiso de la sensación de desastre inminente que lo embargaba—, pero en cuanto lleguemos al río, dividimos el hato y cada cual se va por su lado.

—No tienes que mostrarte tan ansioso por deshacerte de mí.

—Desde que me topé con tu hato, has tenido dos estampidas y al menos dos intentos de robo. Crees que tu capataz y la mitad de los vaqueros de tu cuadrilla son personas deshonestas, y aun así contratas a dos hombres que acaban de aparecer en la pradera. Y eso que ni siquiera hemos salido de Texas.

—Crees que soy una tonta, ¿verdad?

Antes lo creía, pero no podía decírselo.

—Mira, esto no tiene nada que ver contigo. Mi trabajo consiste en dirigir el hato. Nada más. No puedo explicarlo, pero esto es lo más importante que he tenido que hacer en la vida. Ya he perdido dos días, y perderé otro cuando dividamos el hato.

—En otras palabras, yo te causo demasiadas molestias.

Monty deseaba poder morderse la lengua.

—Este hato pertenece a la familia —dijo finalmente—. No puedo pensar en lo que a mí me gustaría hacer.

—Pero lo único que realmente te importa es tener éxito —dijo Iris—, ¿no es verdad?

—Sí.

Hizo este reconocimiento a regañadientes, lo dijo de mala gana.

—¿Por qué?

—No lo entenderías.

—Intenta explicármelo.

Por un segundo estuvo tentado de hacerlo. Le habría gustado que ella lo entendiera. No quería que pensara que era una persona insensible y poco razonable. Pero eso no serviría de nada. Además, en pocos días se separarían, y era muy probable que no volviera a verla nunca. Entonces, ¿qué sentido tendría explicárselo?

—Sería necesario que entendieras a George, a la familia y muchas otras cosas.

—Podría intentarlo.

—Y yo podría tratar de entender por qué estás tan decidida a contratar a Carlos, pero eso no cambiaría nada. Tengo que ir a inspeccionar los animales perdidos y ver a ese tal Reardon. Regresaré en media hora. No debería pasarte nada en ese tiempo.

Era una broma. Estaría más segura con Carlos que con él.

Pero a ella le inquietaba otra cosa. No se había dado cuenta de que el éxito fuera tan importante para Monty. Siempre había pensado que era un hombre exitoso. Todo el mundo lo creía. Sin embargo, había algo dentro de él que lo estaba haciendo alejarse de Texas y de su familia, una necesidad tan imperiosa que era reacio a aceptar cualquier cosa que pudiera obstaculizar su camino.

Siempre había pensado en Monty como un hombre alto, guapo, alegre y poco complicado, seguro de sus riquezas y de sus logros. No obstante, él acababa de dejarle entrever a una persona completamente diferente, a una persona que aún estaba por probar las mieles del éxito.

—Parece que ahí están todas las vacas perdidas —dijo Monty cuando volvió—. Podemos regresar a primera hora de la mañana.

Iris y Carlos se encontraban sentados junto al fuego. Ella había estado intentando reavivar la sensación de intimidad familiar. No lo había logrado, pero estaba segura de que pronto lo conseguiría. Todo parecía algo extraño en aquel momento, pero sabía que le gustaría tener a un hermano cerca de ella.

Carlos había hecho más café. Iris le pasó a Monty una taza.

—¿Has conocido al señor Reardon? —preguntó Iris.

—Sí. No me agrada tu amigo —le dijo Monty a Carlos—. No confío en él.

—Joe es una buena persona —dijo Carlos, encolerizándose para defender a su amigo.

—Eso depende de como lo veas. Para mí, él no hará más que causar problemas. Será mejor que regreses a tu campamento antes que él decida llevarse esas doscientas cabezas.

Por un momento dio la impresión de que Carlos quería discutir con Monty. Pero se calmó cuando Iris lo miró con ojos suplicantes.

—¿Por qué no os venís a nuestro campamento? —sugirió Carlos—. Está mucho mejor situado que éste. Además, es más fácil que tres personas vigilen el hato.

—Cuatro —dijo Monty—. Has olvidado contar a Iris.

—Nunca aprendí a… —empezó a decir Iris.

—No dejes para mañana lo que puedas hacer hoy —Monty miró a Carlos con dureza—. Ya le dije a Reardon que iríamos tan pronto como hubiéramos recogido todas nuestras cosas.

Iris no sabía qué le estaba pasando a Monty por la cabeza. Habría esperado que se negara a mudarse al campamento de Carlos o a permitir que este último y Reardon pasaran la noche con ellos. No obstante, estaba recogiendo todo sin poner una sola objeción. Tal vez Reardon no le disgustara tanto después de todo.

Cuando llegaron al nuevo campamento, Iris se preguntó si Monty no habría aceptado mudarse con el fin de no perder de vista a Reardon. Era evidente que aquellos dos hombres se tenían aversión.

Monty tiró su silla de montar y su petate al suelo.

—Iris hará la primera guardia. De esa manera no tendrá que despertarse en medio de la noche. Yo haré la siguiente, y luego Carlos me reemplazará. Reardon puede hacer el último turno.

—No creo que Iris deba hacer guardia —dijo Carlos.

—Soy yo quien da las órdenes aquí, y la hará.

—¿Quién demonios dice eso?

—Yo dirijo esta cuadrilla —dijo Monty, acercándose a Carlos hasta quedar justo frente a sus narices—. El hato de Iris y el mío. Tú trabajas para ella, por lo tanto, tienes que recibir mis órdenes. Si eso no te parece bien, no puedo decir que lamente que te largues de aquí.

Carlos se volvió hacia Iris.

—¿Eso es verdad?

—Sí —contestó Iris. Quería explicárselo, pero decidió que no era el mejor momento.

Carlos miró alternativamente a Iris y a Monty.

—Es un arreglo bastante extraño.

—Estoy seguro de que Iris te lo explicará todo mañana —dijo Monty—. Entretanto, te sugiero que vayas a dormir. Me gusta que mi cuadrilla se mantenga alerta cuando está sobre su montura.

Monty extendió sus mantas en el suelo y puso su silla de montar aproximadamente a dos metros a la derecha de las mismas.

—¿Dónde va a dormir Iris? —preguntó Carlos.

—Aquí —dijo Monty, señalando su lecho.

—Pero ése es tu catre.

—Lo sé, pero es el único que tenemos.

—¿Dónde vas a dormir tú?

—Aquí —dijo Monty, señalando el mismo lecho.

Carlos estaba a punto de estallar. Monty parecía tener un arrebato de cólera, pero era posible que estuviera haciendo todo aquello para hacer que Carlos se enfadara tanto que decidiera marcharse. Si era eso lo que quería lograr, Iris se pondría furiosa con él. Estaba jugando con los sentimientos de su hermano y con su reputación.

—Yo iré a dormir mientras tu hermana hace la guardia. Ella puede usarlo cuando yo haga mi turno.

—¿Y después?

—Usaré mi silla de montar —dijo Monty.

Carlos desató su petate y lo abrió del lado de la fogata que se encontraba en el extremo opuesto del de Monty.

—Puede dormir en el mío —dijo—. Yo tengo una manta.

Carlos desató su manta y la extendió en el suelo junto a su lecho.

Monty se quedó mirando fijamente a Carlos por un momento. Luego levantó su petate y lo colocó junto al de Carlos. La futura cama de Iris se encontraba ahora flanqueada por dos guardaespaldas que se miraban el uno al otro con recelo y no hacían el más mínimo esfuerzo por ocultar su desconfianza.

Iris creyó que iba a echarse a reír. Aquellos dos hombres estaban peleando por ella como si fuera una niña incapaz de cuidarse sola. La hacía sentir bien ver a Monty actuando como un pretendiente celoso. No era su pretendiente, pero era obvio que estaba celoso de Carlos, y eso era suficiente por el momento.

—Me parece una solución bastante sensata —dijo Iris, interponiéndose entre los dos hombres—. Ahora será mejor que me digáis lo que tengo que hacer mientras estoy de guardia. Luego todo el mundo puede irse a dormir.

—Yo te lo diré —se ofreció Carlos.

—Yo soy el jefe. Yo le diré —afirmó Monty de una manera que no permitía discusión alguna—. Mañana podrás enseñarle como cuidar del hato. Frank no lo hizo.

Iris mantuvo una respuesta de indignación temblando en sus labios hasta que perdió todo deseo de decirla. Si abría la boca, con seguridad diría algo indebido y parecería una mujer tonta quejándose de que habían herido sus sentimientos.

Era ignorante en todo lo relacionado con el ganado. Tenía que reconocerlo, aunque la idea le quemara la garganta. Pero aprendería. Y cuando lo hiciera…, bueno, más valdría que Monty Randolph tuviera cuidado.

—¿Qué demonios pretendías al contratar a esos dos hombres, Monty? —le preguntó Hen la noche siguiente, cuando Monty y los demás llegaron al campamento. Se inquietó realmente al ver a Reardon. Salino no parecía mucho más contento—. No tengo muy buena impresión de Carlos, pero el otro seguro que nos traerá problemas.

Los tres hombres dejaron descansar sus caballos en la cima de una colina, desde donde veían muy bien la mayor parte del hato. No había muchos lugares desde donde pudieran observar a más de seis mil longhorns extendiéndose a lo largo de más de tres kilómetros de camino. Monty vio a Iris presentándole a Frank a Carlos y a Joe. Al capataz no parecían agradarle los nuevos vaqueros mucho más que a Hen y a Salino.

—Entonces será mejor que espere hasta que llegue a otro lugar —dijo Salino—. Ni a los chicos ni a mí nos gustan los problemas.

—A mí tampoco —dijo Monty.

Confiaba en el juicio de Hen. Éste podía intuir los problemas antes de que se presentaran. Monty deseó en aquel momento haberse negado a que Reardon formara parte de la cuadrilla, pero no sabía cómo habría podido hacerlo. Iris se alegró mucho al ver a Carlos, y Monty supo de inmediato que éste no se quedaría sin Reardon.

—Al menos ahora podemos empezar a separar los hatos —dijo Hen—. No me gusta tener a Frank cerca.

Monty había estado esperándolo. Sabía que no tardaría en llegar y estaba preparado.

—Creo que mantendremos los hatos juntos durante un tiempo.

Hen y Salino se quedaron mirándolo sorprendidos.

—No quiero dejar a Iris sola con esos hombres —les explicó Monty—. Frank se trae algo entre manos. Y no confío en que Carlos no quiera adueñarse de todo lo que ella tiene. Dice que la ha estado siguiendo. No creo que sea únicamente por amor fraternal.

—Deja que siga viajando sola. No tardarás en descubrir cuáles son las intenciones de Carlos —dijo Hen.

—No puedo hacer eso. ¿Y si le pasa algo a Iris?

—Entonces debería haberse quedado en casa.

—De acuerdo, pero ya es demasiado tarde para pensar en eso.

—Podría ir a esperar en algún hotel a que su cuadrilla termine de arrear el hato.

—No lo hará.

—Entonces olvídate de ella —dijo bruscamente Hen—. No le debemos nada.

—A mí esto tampoco me gusta —dijo Salino—, pero Monty tiene razón. No podemos marcharnos y abandonarla en este lugar si hay alguna posibilidad de que le ocurra algo.

Hen fulminó a Monty y a Salino con la mirada.

—Os estáis volviendo unos blandengues —dijo—. Recordad mis palabras. Esa mujer no hará más que traernos problemas. El hecho de que su hermano haya aparecido empeorara aún más las cosas.

—Ya se tranquilizará —dijo Salino mientras Hen se alejaba—. Siempre lo hace.

—Hen no me preocupa —dijo Monty—. Él no es tan desalmado como quiere aparentar. Pero tiene razón. Tendremos problemas. Y eso me inquieta.

Monty se mantuvo alejado de Iris durante todo el día siguiente. No era difícil hacerlo. Ocuparse de más de seis mil longhorns y de una cuadrilla de treinta vaqueros, entre los cuales había algunos en quienes no confiaba, le tomaba todo su tiempo. Pasó todo el día resolviendo problemas y coordinando a las dos cuadrillas. Con un hato de ese tamaño, tenía que hacer inspecciones permanentemente para cerciorarse de que quedara pasto y agua para las vacas rezagadas.

Sin embargo, nunca perdió de vista a Iris. Estaba seguro de que Carlos la estaba utilizando, no hacía más que esperar para ver qué podía quitarle. Es posible que Helena hubiese sido injusta con él —Helena era injusta con todo el mundo—, pero Carlos había tenido oportunidades de convertirse en alguien. En cambio, había preferido deambular por todo el país, haciendo pequeños trabajos cuando podía y echándole la culpa de sus fracasos a cualquier cosa menos a su propia falta de motivación y de buena voluntad para trabajar.

Monty sabía que Iris no lo creería. No entendía por qué se había aferrado a Carlos como si éste fuese su tabla de salvación. Seguramente sabría que un hombre que no tenía nada no se vinculaba a una mujer por motivos puramente nobles.

No hacía más que decirse a sí mismo que el hecho de que Iris no tuviera familia era lo que le impedía ver los defectos de Carlos, pero ni siquiera eso explicaba su entusiasta aceptación de un hermano al que apenas conocía. Aunque tal vez la situación que estaba viviendo en aquel momento sí justificaba su comportamiento. Se recordó a sí mismo que ella se encontraba atrapada entre un hombre en quien no confiaba —su capataz— y otro que había hecho todo lo posible para hacerle creer que no le gustaba —el propio Monty—. Lo más natural era que buscara la ayuda de un miembro de su familia.

Pero el hecho de entender sus sentimientos no le ayudó mucho a controlar su mal genio cuando llegó al campamento y vio a Iris y a Carlos apoyando sus cabezas el uno en el otro. Sintió mucha rabia, y el deseo de echar a Carlos a patadas de allí para que desapareciera en mitad de la noche.

—Será mejor que empecéis a pensar en iros a dormir —dijo Monty, acercándose a la fogata para buscar una taza de café.

—Aún tenemos mucho de que hablar —afirmó Iris, a pesar de que parecía exhausta.

—Tenéis el resto de la vida para hablar. Habéis pasado todo el día cabalgando y mañana os tocara hacer lo mismo. Si estáis cansados, correréis peligro.

—¿No crees que yo pueda hacerlo?

Monty reconocía cuando lo estaban desafiando, pero sorprendentemente en este caso no quiso reaccionar.

—Estoy seguro de que puedes. Lo que pasa es que no estás acostumbrada a hacerlo. Me disgusta tener que meterle prisa a tu hermano, pero ya es hora de que vaya a hacer la guardia —señaló las estrellas—. De hecho, ya se te ha hecho tarde.

Carlos se levantó de un saltó.

—No puedo llegar tarde. Le causaré una muy mala impresión al jefe —dijo, tratando de parecer despreocupado.

—Yo soy el jefe —dijo Iris. El oírse decir esto la sorprendió casi tanto como a los hombres—. No tienes que ir a trabajar si yo no quiero que lo hagas.

Monty siempre había tenido el genio vivo, pero ese comentario lo hizo llamear de ira.

—Todas las personas que aquí se encuentran deben trabajar —dijo—. No hay lugar para pesos muertos. De hecho, mis hermanos y yo tenemos que trabajar mucho más que cualquiera de los vaqueros. Todo lo que ellos tienen que perder es un sueldo de cien dólares. Nosotros nos arriesgamos a perder más de 50.000 dólares en ganado.

No dijo eso para avergonzarla o criticarla. Lo dijo debido al favoritismo que demostraba por Carlos. Si quería tener éxito dirigiendo su propio rancho, tenía que aprender que las decisiones de trabajo eran una cuestión de economía, no de emociones. Nunca tendría éxito si dejaba que sus sentimientos personales influenciaran sus decisiones.

Pero también cabía la posibilidad de que no sólo estuviera tratando de darle un buen consejo. ¿Por qué le enfurecía tanto ver la manera como ella aceptaba a Carlos sin ningún reparo? Quizás estuviera celoso. No lo creía, pero sin duda parecía que así era.

—Tengo la intención de trabajar tanto como cualquiera de los hombres de la cuadrilla de Iris —dijo Carlos.

—No quise decir las cosas con ánimo de ofender —dijo Monty cuando Carlos se marchó. No le gustaba la mirada que Iris le estaba lanzando, lo miraba de manera acusadora, con rabia y aún con dolor—. Sólo estaba tratando de explicarle que tendría que cargar su propio peso.

—Carlos está trabajando para mí. Es a mí a quien corresponde decirle cualquier cosa que necesite saber.

—Mientras tu hato esté con el mío, yo daré mi opinión —respondió Monty.

El hecho de que Iris defendiera a Carlos, un vago y un parásito, hizo que la ira lo invadiera más rápido de lo que crece el floreciente tallo de un agave. Podía ver que Iris intentaba controlar su mal genio, y él hizo lo mismo a regañadientes. No le serviría de nada a ninguno de los dos empezar a pelear de nuevo.

Además, no quería pelear. Le gustaba hablar con Iris, y no podría hacerlo si se gritaban el uno al otro.

—Vamos, decidamos dónde vas a dormir.

—Quizá debería dormir con mis vaqueros.

Miró hacia el lugar donde su cuadrilla había extendido el petate, al sur del carromato de provisiones. Los chicos del Círculo Siete se habían acostado hacia el norte, cerca del hato. Monty se daba cuenta de que Iris no anhelaba ir a ninguno de estos dos sitios.

—Creo que deberías dormir junto al carromato de provisiones. De ese modo, Zac y Tyler podrán vigilarte.

—No estoy segura. ¿Frank no se preguntará…?

—Nadie se preguntará nada. Además, mantenemos el fuego encendido toda la noche. A algunos hombres les gusta venir a buscar café cuando están vigilando el hato.

Monty sacó un par de mantas del carromato de provisiones y las extendió en el suelo. Luego abrió su lecho.

—Puedes usar tu silla de montar o tus alforjas como almohada.

—Usaré las alforjas —dijo Iris, aferrándose a ellas como si fuesen sus únicos bienes materiales.

Monty seguía queriendo saber qué guardaba en ellas que era tan importante, pero había estado tan ocupado que se le había olvidado preguntarle.

Tyler caminaba de un lado a otro dando zapatazos. Se encontraba arreglando y limpiando todo después de la cena y preparando las cosas del desayuno. Estuvo a punto de chocar contra Iris un par de veces, pero ni siquiera se molestó en mirarla.

—No le prestes atención a Tyler —dijo Monty—. No le gustan las mujeres, y menos si piensa que van a entrometerse en su cocina.

—No me atrevería después de esa cena tan deliciosa que ha preparado —dijo Iris, pero la única respuesta que obtuvo a sus halagos fue la plena contemplación de la espalda de Tyler, y el silencio.

—Tampoco le gusta hablar mucho —dijo Monty—. Tartamudea.

—Dile una mentira más acerca de mí y tendrás que prepararte tú el desayuno —gruñó Tyler sin tartamudear en lo más mínimo. Tampoco se dio la vuelta ni dejó de trabajar.

—¡Cuidado! —gritó Zac desde el corral—. Van a entrar unos caballos.

Iris se apartó justo a tiempo para evitar que un pinto brincador la atropellara.

—Quizá lo mejor sea que duerma con mi cuadrilla después de todo —dijo ella.

Monty recogió su ropa de cama y la llevó al otro lado del carromato de provisiones.

—Eso es típico de Zac —le dijo a Iris—. Rose es la única mujer a la que quiere.

—¿Y aun así esperas que esos dos me cuiden? Lo más probable es que me pisoteen cuando se levanten por la mañana.

—Son tan toscos como todos nosotros —dijo Monty—, pero puedes confiarles la vida.

Iris miró a los dos hermanos ocupándose de sus asuntos como si ella ni siquiera estuviera ahí.

—Creo que preferiría confiar en mi propio hermano.

—¿Quieres decir que preferirías confiar en un…?

—¿En un qué? —preguntó Iris. Sus ojos verdes lo miraban con dureza y echaban chispas.

—En alguien que prácticamente es un desconocido —dijo Monty—. Es posible que no conozcas muy bien a Tyler ni a Zac, pero tampoco conoces a Carlos.

Monty no podía creer que hubiese dicho eso. Acababa de dar una respuesta diplomática. Rose habría jurado que estaba enfermo.

—Pronto te darás cuenta de que Carlos es exactamente como él dice que es.

—Sí —asintió Monty, preguntándose cuánto cambiaría su personalidad el contacto prolongado con Iris. Ya corría el riesgo de no reconocerse a sí mismo—. Si quieres lavarte, será mejor que lo hagas esta noche. El riachuelo estará demasiado frío por la mañana, y habrá hombres andando por todos lados.

Iris miró en torno suyo.

—Está un poco más allá del corral.

—¿Me acompañarías? La oscuridad me asusta un poco.

Supuso que no serviría de nada decirle a Iris que él no se sentía tranquilo a ninguna hora del día o de la noche cuando ella estaba cerca. No solucionaría nada, y además le dejaría saber que ella tenía la capacidad de perturbarlo.

Era posible que ella aún no lo supiera, pero él sí. Ella lo perturbaba cada día más. Él debería agradecer que Carlos los hubiera encontrado la noche anterior, en lugar de pensar cada cinco minutos que ojalá hubiera hallado unas vacas en Arizona o en Nevada. Monty no se había permitido pensar demasiado en ello, pero no sabía lo que habría hecho si Carlos no hubiera aparecido.

Era evidente que había perdido el control. En el pasado, siempre había logrado mantener a las mujeres completamente separadas de su trabajo. Era una cuestión de conveniencia, así como de necesidad. Iris lo había obligado a infringir esta regla. Pero considerar la posibilidad de infringir la norma, aún más arraigada en él, que establecía que no debía tener una relación con una mujer en un viaje dedicado a arrear ganado, era una completa locura. Era algo que iba en contra del sentido común.

Tenía que lograr que hubiera un poco más de distancia entre ellos.

No obstante, se daba cuenta de que cada vez pensaba más en Iris y menos en Wyoming. No servía de nada que se dijera a sí mismo todo el tiempo que aquello pasaría, que la olvidaría dos semanas después de que ella hubiese desaparecido de su vida. En aquel momento, cuando se encontraba haciendo aquel viaje tan importante para él, era fundamental que hiciera todo el esfuerzo posible y se concentrara al máximo para cerciorarse de llegar a Wyoming sin ningún percance.

Si permitía que la debilidad que sentía por una mujer guapa echara por tierra aquella oportunidad, se odiaría a sí mismo el resto de su vida, y siempre le echaría la culpa de lo sucedido a Iris.

Sin embargo, no podía quitársela de la cabeza. Ya había fracasado en ese intento. Tendría que encontrar otra solución. Pero ¿cuál?

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