Ira

Ira


CAPÍTULO II

Página 12 de 47

¿Qué pasa con la Criminología? Estoy tan obnubilada que casi no entiendo su pregunta. ¡Uf!

Este hombre me tiene confundida hasta lo imposible. Al final consigo responder: —La Criminología tiene que ver con los análisis de personas y yo soy la mejor psicoanalizándolas.

—¿De verdad? Serías una buena policía.

Qué gracioso, me ahogaría dentro del traje, profesor.

—Me gustaría —miento una vez más.

—¿Así que eres de las que sabe cómo funcionan las cabezas de las personas?

Aparco a un lado su aticismo y respondo:

—Pues sí. Es una cualidad innata que poseo, excepcional para más datos. El psicoanálisis se me da bien desde pequeña. Puedo conocer cómo son las personas únicamente con mirarlas.

—¿Cada detalle?

—Cada detalle.

—¿Siempre?

—Siempre.

—¿Y nunca fallas?

—Pocas veces.

—Pues entonces psicoanalízame a mí. —Y me doy cuenta que no es una petición sino un reto.

—Contigo…

—¿Conmigo qué?

—Contigo me resulta un poco difícil. Me resultas impenetrable. —¿Me sincero? Pues no entiendo el porqué: sabía que podría salirme con algo por el estilo.

Amon sonríe y para mi tranquilidad continuamos otro buen rato hablando de mi peculiar manera de psicoanalizar a la gente, transcurso en el cual nuestros móviles vuelven a sonar y Martínez regresa para tomarse un trago de café, volviéndose a ir para continuar hablando por el móvil.

Mister Amon posa otra vez sus manos sobre mis piernas —aunque un poco más arriba, sobre los muslos— y me mira con atención para volver preguntarme si estoy nerviosa. Parpadeo. Al responderle que no y tratar de apartarme de él —cosa que de nuevo no me deja hacer—, me cuestiona con su habitual tono sarcástico y guasón:

—¿Seguro?

—Lo seguro es que no hay que ser muy psicólogo para darse cuenta de que eres despótico, abusivo, manipulador, inicuo y bastante ignominioso.

Alza las cejas sorprendido y se echa un poco para atrás.

—¿Inicuo? ¿Ignominioso? Joder, hasta me cuesta pronunciarlo. ¿En Asturias usáis semejantes términos? ¡Qué cultos! Nunca hubiera imaginado una cosa así de los rudos astures.

¡Ignominioso! —repite recreándose con la palabrita—. Jamás en la vida me habían insultado de una manera tan culta —dice adoptando una expresión graciosa.

—Siempre hay una primera vez para todo, profesor. A los asturianos nos gusta muchísimo más usar el término faltosu, pero como estoy segura de que no sabes lo que significa, lo sustituiré por el de pérfido.

—¿Pérfido también? Vaya, resulta que debo de ser un monstruo de una maldad terrible e infame.

—Y un poco dominante —agrego cortándolo y tratando de joderlo un poquito más.

—Así que dominante también—. Guarda silencio sacudiendo la cabeza como si sopesara el peso de la palabra; después, mirándome a los ojos, me espeta—: ¿Solo un poco?

—Quizá bastante. ¿Me equivoco?

—Quizá has tenido suerte y por dicho motivo no te has equivocado.

—Quizá la suerte la tengo porque he acertado.

—Quizá se trata de algo casual.

—Entonces, ¿lo reconoces?

—¿Que soy un ser despreciable, despótico, abusivo, manipulador, inicuo, pérfido, dominante y bastante ignominioso?

—Lo eres.

Me roza de nuevo la nariz con su dedo largo.

—Pues sí, lo soy —reconoce inexpresivo—. ¿Algún problema con ello, princesa? Por cierto, ¿practicas algún deporte? —Y vuelve a cambiar de tema como el que no quiere la cosa, dejándome desconcertada otra vez.

—Unos cuantos. ¿Por qué quieres saber todas estas cosas sobre mí?

—De algo hay que hablar mientras esperamos a que regrese tu querido amigo, ¿no?

—No es mi querido amigo.

—Pero te gusta.

—Creía que habías dicho que el que me gustaba eras tú.

Sonríe con alevosía y sensualidad, y al instante me doy cuenta de que acabo de meter la pata.

—¿Y te gusto? —Me pongo roja y bajo los ojos al suelo lamentando mi lapsus de estupidez —. Ya veo —dice—. A veces los silencios expresan más que mil palabras.

La saliva no me pasa de la boca.

—Podrías irte y así no tendríamos que expresar nada.

—¿Me echas de tu mesa, princesa?

—No estaría de más que lo hicieras, profesor. Me cansan tus preguntas y no me gustan tus maneras.

—¿Tampoco mis maneras dominantes? ¿Quién lo iba a decir? Juraría que esas te gustaban mucho más. —Me deja muerta con el comentario. Mi boca se abre por sí sola—. ¿Lo ves? Sabía que no me equivocaba. A mí también se me da bien psicoanalizar a las personas…, como puedes ver.

Tengo el presentimiento de que es capaz de ver a través de mi piel sin ningún problema.

—Que te guste psicoanalizar a las personas no significa que aciertes siempre.

Se encoge de hombros dando otro sorbo a su ginebra. Otro más y la termina.

—Pero contigo he acertado. He de ser observador, Leia, es parte de mi trabajo. Tengo a más de cien alumnos en una clase.

—¿El acoso a tus alumnos también forma parte de tu trabajo?

Sonríe de oreja a oreja.

—Solo me gusta acosar a niñas como tú que no saben responder a preguntas fáciles.

¿Alguno de lucha?

Despótico, pérfido, lo insulto en silencio. Quisiera arañarte.

Me sujeta en el sitio con una mirada impasible.

—¿Qué pasa? ¿Tengo pinta de karateka?

—Lo cierto es que sí. Doy por hecho que toda la mala leche que tienes has de canalizarla de alguna forma. A no ser que todo se quede reducido a los cortes. ¿Te gusta la sangre en el sexo?

Me quedo con los ojos abiertos como platos. ¡Joder! En el sexo… Este hombre no tiene pudor.

—¡Eres un gilipollas! —lo insulto sin poder evitarlo—. Toda la mala leche la canalizo de una manera que a ti no te incumbe en absoluto.

—¿Insultas a tu profesor, Leia Márquez, princesa de las Galaxias? Muy mal —masculla burlándose de mí—. ¿Quieres suspender la asignatura? ¿Suspendiste alguna vez en tu vida, princesa?

De nuevo le vibra el móvil.

—En mi puñetera vida he suspendido nada —contesto resentida, entrando al trapo como una tonta, y viendo como alarga la mano indolente para coger el teléfono de la mesa. Observa en silencio la pantalla. Es un mensaje. Luego se pone serio.

—¿Una empollona, eh? ¿Qué deporte? —me pincha un tanto distraído mientras lee con atención. Cuando termina, deja de nuevo el teléfono sobre la mesa.

—Eres muy persuasivo.

—Lo soy. ¿Qué deporte? —Joder. Y vuelve a la carga.

—Aikido —respondo para que me deje en paz—. Pero hace tiempo que lo he dejado.

¿Contento?

Sacude la cabeza.

—No, contento, no. Vas tener que retomarlo, es bueno para la mente y el alma, calma la ira.

—¡Ya! Para la mente y el alma… —Garantizo que es un imbécil—. ¿Qué es lo que quieres?

¿Acaso te divierte mofarte de tus alumnos en los ratos libres? —pregunto con la intención de frenarlo en seco.

Él pega otro trago a su ginebra para terminarla, después adopta una actitud de gravedad del todo novedosa. Con cuidado, extiende el brazo hacia delante, posa la copa sobre la mesa, y se gira despacio para mirarme. La garganta comienza a irritárseme mucho y el corazón a latirme con fuerza.

Algo va a pasar. Lo presiento.

—Respecto a la última pregunta que me has hecho he de decirte que no me estoy mofando de ti, solo te estoy preguntando cosas que me interesan. Y respecto a la primera, esa en la que me has preguntado qué es lo que quiero, la respuesta es a ti.

Me acaba de dejar alucinada.

—¿A mí? ¿A mí, por qué?

Me agarra la mano y entrelaza sus dedos con los míos. ¡Ay, señor!, ni siquiera soy capaz de pensar. Quisiera quedarme así para toda la vida.

—A ti porque tienes algo que me desconcierta... —musita de manera turbadora. Y comienza a frotar su pulgar a lo largo de mi meñique—. Algo que no encaja dentro de mis cánones personales... —Se lleva mi mano a los labios para besarme los nudillos—. Haces que desee con un fervor endiablado algo que nunca he tenido, algo que nunca he sentido, algo a lo cual no pienso renunciar.

Pestañeo.

—¿Y qué es ese algo si puede saberse?

Se ríe.

—Puede saberse. ¿Quieres saberlo?

—Adelante, profesor, estoy ansiosa por descubrirlo.

Baja mi mano a la mesa y, sin soltármela, se pone rígido. El inspector Martínez regresa inoportuno y sonriente hasta nosotros y nuestra conversación queda interrumpida en el mejor momento.

—Lo siento, Leia —se disculpa el hombre con los ojos fijos en nuestras manos entrelazadas —, pero se trataba de una llamada importante.

Se bebe de golpe lo que le queda de café.

—No pasa nada —le digo sonriendo y tratando de disimular la leve punzada de decepción que me asola.

—Oh, gracias, guapa —responde él—. Siento no poder quedarme con la tranquilidad que te mereces a tomarme contigo el café, pero es que tengo que irme. Me ha salido un asunto del que no puedo escabullirme. ¿Podrás arreglártelas sin mí? Puedo llamar a alguien para que te lleve a casa.

—Yo la llevaré a casa —determina Amón seco, mirándolo a los ojos.

Martínez se queda estático mirándolo a su vez, pero después asiente aunque no parece muy conforme.

—Bueno, pues… entonces me voy. Te llamaré luego, ¿vale?

—Vale Mar… Manuel.

8

—¡Era hora! —exclama Amon—. Creí que el mamón este no se iría nunca.

Mis párpados se quedan paralizados sobre los suyos.

—Creo que es hora de que yo también me vaya —digo, y me tomo lo que me queda de café de golpe.

Su repentino interés por mí me desarma. Arrastro la silla hacia atrás con la intención de levantarme y me giro para coger el bolso. Tengo que irme de aquí, rápido, pero él me agarra por el brazo y me detiene.

—No. —Es todo lo que dice y me obliga a sentarme otra vez.

Alzo las cejas sorprendida. Pero no por el ardor de su contacto sino por su orden seca y tajante.

—¿Cómo has dicho?

Dios, qué manera de mirar. Sus ojos boicotean mis sentidos… y es tan masculinamente seductor: grave, peligroso, lapidario a más no poder. Estar cerca de él es como estar siendo acariciada de continuo. Bajo la vista a la mesa en un intento de recuperar la compostura. Es luchar contra mí misma o tener que contemplar sus extraordinarios ojos verdes. Aunque mutan de continuo de color, he de reconocer que me intimidan y me amedrantan más allá de lo normal. Esta tarde parecen más profundos. Su mirada es, ¿cómo diría?, premonitoria, más pacífica, y aun así, es como si en cada uno de sus pestañeos se mascara la tragedia. Decido no mirarlo y dejar las cosas amargas para más tarde. Si lo hiciera, si lo mirara, estoy segura de que acabaría admitiendo que todavía me parece más guapo de lo que me pareció el otro día.

—Alza la cara, Leia —me ordena él con su peculiar tono grave sin levantar la voz. Mis ojos lo miran y es como si tuviera delante a otra persona. No me gusta nada la expresión que acaba de adoptar su semblante. Me da miedo—. Te llevaré a casa. ¿Dónde vives? —pregunta autoritario, soltándome el brazo y levantándose de la silla. Se yergue sobre mí como Gandalf sobre Bilbo en el Señor de los Anillos y, de pronto, me siento como un hobbit asustado e indefenso a media que sus ojos se ensombrecen y se velan.

Oh, Dios.

—No hace falta que me lleves a ningún sitio. Puedo arreglarme yo sola.

—Le he dicho a tu amigo que te llevaría a casa y eso es lo que voy a hacer —masculla tajante con una sonrisa desagradable en la boca que por un momento distorsiona sus majestuosas facciones.

Lo fulmino con la mirada.

—Puedo ir en autobús.

—¿Tienes ganas de discutir conmigo?

—Lo cierto es que por hoy ya he tenido una buena dosis de cabreo, no deseo más. Solo quiero irme a casa.

Guardamos silencio y poso la vista en su camisa ligeramente abierta a la altura de la clavícula que lo transforma en un ser extremadamente provocativo. El oscuro vello que le asoma es como un imán para mis ojos. Para más coña, cuelga ahí las Ray Ban, comienza a recoger sus cosas de la mesa y las guarda en bolsillo del pantalón. Reconozco que jamás creí posible que la mera presencia de un hombre pudiera alterarme tanto.

Amon se inclina sobre mi silla, recoge mi bolso del respaldo y me levanta agarrándome fuerte por el codo. Sin decir ni una palabra, tira de mí llevándome con él. Me quedo atónita ante su repentino gesto posesivo y, para mi desgracia, percibo que un rubor incontrolable me tiñe las mejillas.

—Pero, ¿qué haces? —le digo tratando de soltarme cuando me doy cuenta de que me lleva forzada.

—Llevarte a casa como es evidente.

—Te he dicho que sé arreglármelas sola.

—¿Acaso en algún momento he insinuado que no sepas hacerlo? —Arrastra las palabras mientras un gesto insípido le curva los labios. Tenso añade: —Si escucharas lo que te digo con el mismo entusiasmo que le dedicas a ‘tu amigo’ quizá te irían un poquito mejor las cosas con ‘tus profesores’. ¿Todavía quieres ir en autobús?

—Sí —respondo rotunda.

—Bien, pues ya puedes ir quitándotelo de la cabeza, no pienso dejar que lo hagas, yo mismo te llevaré a casa.

—Pero, ¿por qué?

—Digamos que me estoy acostumbrando con rapidez a tu impertinente compañía, después de pasar estos gratos momentos a tu lado.

Se me tensa hasta la imaginación, así que contraataco:

—No quiero que me lleves a ningún sitio. Además, dudo de que mi impertinente compañía te resulte agradable. ¡Y me estás haciendo daño en el brazo!

—Cuidado, Leia —me advierte mientras atravesamos la plaza que, a esta hora, está hasta la bandera de gente—. No me provoques o comenzaré a tratarte como te mereces. Vamos, sé única y vuelve a decirme que no.

Su amenaza subyacente me hace proyectar los ojos hacia el suelo. Tenerlo a tan corta distancia, con su descarada masculinidad y el fuerte vigor que proyecta a través de su cuerpo tan recio y poderoso es… buf… Aun así…

—¡No!

—Bien. Obedeces rápido. Ahora relájate. No te morderé. Todavía no me has dicho quién es ese hombre.

—¿Martínez? Ya te lo dije, es un amigo. ¿Por qué quieres…?

—No me refería a ese payaso para nada —me corta—.Ya sabes a quién me refiero.

Ni siquiera me mira. Tiene los ojos fijos en el otro extremo de la plaza donde hay un montón de coches aparcados. Nos dirigimos hacia allí.

—¿Por qué te empeñas en querer saberlo? —pregunto rechinando los dientes y olvidándome por completo del papel que tengo que representar. Me cargo de veneno.

—¿Por qué supones que puede ser?

—Dudo que el resto de profesores se interesen tanto como tú por las cosas que les ocurren a sus estudiantes. Insisto en que me lo expliques, profesor. ¿Por qué?

Apura el paso.

—Yo no me intereso por las cosas que les ocurren a mis estudiantes, solo me intereso por las que te ocurren a ti. A estas alturas de la película ya deberías haberte percatado de mi interés. — Me retuerzo de nuevo bajo su brazo de metal, pero no me permite soltarme—. Eres un tanto cínica, ¿no, Leia? Y por lo que acabo de comprobar no te molestas ni tan siquiera un poquito en ocultarlo. Y

teniendo en cuenta que estoy tratando de ser educado contigo, todo me hace suponer que tu actitud irritante se debe más bien a que te agrado hasta un punto que te asusta. —Se para en seco y, agarrándome por los dos brazos, me mira con firmeza—. ¿No es así, amor?

El ruido sordo de los latidos de mi corazón me tapona los oídos.

—Lo que me asusta es que mis asuntos personales sean de golpe y porrazo tan importantes para ti, dado que no nos conocemos y, hasta donde yo llego, tan solo eres mi profesor de Victimología Criminal. Un profesor que, por cierto, acabo de conocer—. Con absoluta temeridad y manteniéndome en mis trece, remato—: Creo que estás especulando de manera estúpida y que imaginas cosas que no son.

—¿Te parece que imagino cosas? ¿De verdad? —musita con la voz preñada de una rabia contenida—. No veas lo que me va a encantar demostrarte cuánto te equivocas.

—Yo nunca me equivoco.

—¿Sabes lo que pienso? Que a veces las personas que se empeñan en guardar las apariencias y las formas como tú, son las que luego hacen las cosas menos aparentes y formales.

¿Qué coño quiere darme a entender con la frasecita? ¿Y dónde está Martínez? ¿Dónde está mi hermano? ¿Y mi prima? ¿Y mi primo? ¿Y mi padre? Necesito interrumpir esta conversación enrarecida de una santa vez.

—Vaya, por lo visto no me queda otro remedio más que disculparme, profesor. —Sé que le molestan mis reiterativas disculpas, por tanto ¡que se joda!—. Y siento mucho que hayas encontrado mi actitud poco agradable y muchísimo más haberte molestado. En el futuro trataré de ser una alumna modelo y exenta de queja alguna por tu parte.

Advierto que aprieta los labios y que reanuda la caminata acelerando el paso; eso sí, me arrastra con él de una manera más ruda aún.

—Ya te he dicho que no me provoques. No me interesan una mierda tus alegatos cursis, joder. Y ahora dime, ¿por qué te resulta tan odioso que te acompañe a casa? Y más vale que esta vez me des una respuesta y no una puta excusa.

—¿Una puta excusa?

Me siento como si me hubiera dado un azote en el culo. No lo puedo evitar, de pronto experimento un montón de emociones encontradas estrellándose las unas contra las otras en un choque frontal. Por un lado soy consciente de su atrayente virilidad y atractivo, y por otro, de su potente olor cítrico y su inteligencia. Y no se me escapa el magnetismo insoportable que desprenden cada uno de sus gestos duros y dominantes.

—¿No vas a contestarme, Leia?

—¿Tengo que hacerlo, profesor?

—Eres toda una experta en eludir preguntas incomodas, ¿verdad?

—Lo soy. Pero reconoce que tú tampoco respondes a lo que yo te pregunto.

—¿Y cuál era tu pregunta, si puede saberse?

—¿Por qué quieres saber quién es ese chico?

Para en seco en medio de la plaza y me coge la cara entre las manos. El mundo a mi alrededor desaparece de sopetón. Amón se inclina sobre mí, haciendo que nuestras narices queden a escasos centímetros de distancia. Sus ojos se posan sobre mis labios mientras me los recorre inexpresivo.

—Porque quiero saber si te agrede antes de follarte o te folla y después te agrede. Y créeme, ninguna de las dos cosas me hace ni puta gracia —me suelta de pronto.

Ahogo un gemido e intento echarme para atrás, pero de nuevo me lo impide.

—¿Es una broma? ¿Disfrutas con esta situación? ¿Hay una cámara oculta en algún lugar, y alguien me está tomando el pelo?

—¿Consideras que esto es una broma? Yo no veo a nadie que se ría por aquí. ¿Ves tú a alguien? —Señala los alrededores de la plaza.

Después de improviso y con una sola mano, me coge por las muñecas, me las coloca a la espalda y, clavándome la mirada más verde que he visto en mi vida, me arrima a su cuerpo haciendo que nuestros pechos se toquen. Las pulsaciones se me disparan hasta el infinito. Con la mano libre me coge por la barbilla y me obliga a levantar la vista. Sus ojos me escrutan con dureza unos segundos, y luego me planta un beso sobre los labios. Se trata de un beso corto, franco, fulminante. Ni siquiera me roza con la lengua y ni siquiera busca mi aceptación, pero la presión de sus labios contra los míos es más de lo que mi juicio puede tolerar. Cierro los ojos feliz —¡oh, sí, gástame los labios!—, y por un segundo, épico y célebre, disfruto de la maravillosa sensación de estar encerrada entre sus brazos.

Por raro que perezca me siento adorada, amada y segura entre ellos. Amon, me hace sentir como si fuera la única mujer en la tierra, la única mujer para él. Pero la sensación dura tan solo un instante.

Tan pronto como llega se va. Pestañeo sin saber muy bien qué es lo que acabo de sentir y me quedo boquiabierta mirándolo aturdida. Sus ojos lejos de tranquilizarme, me recuerdan a dos torrentes en bajada libre: poderosos y salvajes. Dios mío, menos mal que me tiene sujeta porque si no ya me habría desplomado en el suelo.

—¿Por qué me has…?

—Porque llevo todo el día con ganas de besarte.

—Mientes.

—No, preciosa, yo nunca miento —me dice plagiándome las palabras—. Es más, te puedo asegurar que me encantaría seguir besándote lo que me resta de vida.

¿Eh?

—¿Leia? —escucho que alguien me llama.

Giro para mirar. Amon todavía me tiene entre sus brazos.

—¡Dani! —exclamo apartándolo de un empujón. Noto que no le ha gustado lo que acabo de hacer.

Dani es uno de los mejores amigos de mi primo Luis —mío también—, se conocen desde niños. Pasa a nuestro lado y se detiene en seco para saludarme. Va solo, sin su novia Ruth, como dije, una de las mejores amigas de mi prima Marta. Creí que estaba de maniobras en Afganistán. No sabía que había regresado tan pronto.

—¡Qué sorpresa, rubia! —exclama cogiéndome en brazos y dándome una vuelta en redondo.

Me deja en el suelo y me da un beso en la frente—. ¡Cómo me alegro de ver a la chica más guapa que pisa Sevilla! ¿Al final te decidiste a venir aquí a estudiar con ellos? Pensé que lo harías en Ginebra o, en tal caso, que te irías con tus tíos a Madrid.

Amon aprieta la boca; por el rabillo del ojo lo observo agriarse por momentos. Espero que a mi amigo no se le ocurra soltar alguna gilipollez sobre ER o me veré en un serio aprieto del que no sabré cómo salir. Dani es un activo de la organización desde que mi primo lo reclutó hará como unos dos años.

—Ya ves, al final Marta me convenció para venirme con ellos. Esto… disculpa — tartamudeo y desvío los ojos hacia el posesivo hombre que me retiene por el brazo—. Este es mi profesor, Diego Amon de Villar. —Ni siquiera sé por qué me siento en la obligación de presentarlos.

—Hola. —Dani le tiende la mano—. Daniel Alonso. Es usted muy joven para ser profesor en la Universidad.

Diego se la estrecha sin soltarme el brazo, pero acompaña el gesto de una expresión hosca.

—No tanto.

Dani se da la vuelta y se centra en mí.

—¡Vaya, Leia! ¿Cómo estás? ¿Cuándo has llegado a Sevilla? La última vez que te vi fue…

—… en el funeral de mi madre —respondo poniéndome triste.

—Oh, sí. Lo siento, preciosa, se me había olvidado. Pero, ¡oye! —Y se aparta un poco para echarme un vistazo—, estás muy guapa. Mucho más que la última vez que estuvimos juntos, has cambiado una barbaridad. Estás hecha toda una mujer, y sin gafas…

—Lentillas —digo señalándome los ojos.

—Estarías guapísima de cualquier forma. Ahora que he vuelto, voy a tener que empezar a pasar más por tu casa —dice en tono de broma, poniendo sus manos encima de mis hombros y sonriendo como él solo sabe sonreír. Estoy un poco incómoda con la situación, pero también muy contenta por verlo y, sobre todo, por verlo tan bien. Creo recordar que le dispararon en una pierna y que estuvo un montón de tiempo en el hospital. Mi primo se va a poner muy contento cuando le diga que ha vuelto enterito y de una sola pieza.

—¿Cuándo has llegado?

—Hace dos días. Ando a mil. Pero no te preocupes, no tardaré mucho en ponerme al corriente de las cosas. —Y me guiña un ojo.

Diego me escudriña en silencio, impasible, y me suelta el brazo. Cuando lo hace su expresión roza lo violento. Por fortuna Dani no se entera ya que lo tiene justo de espaldas.

Parpadeo y centro la atención en mi amigo.

—¿Qué tal tu pierna?

—Recuperada, al cien por cien. ¿Y tu corazón?

¡Joder con Dani! Lo dice por lo de mi madre pero ha sonado a otra cosa. De hecho, lo ha dicho con doble intención. Aprovecho la coyuntura para tocar las narices a Diego.

—Recomponiéndose.

Y soy consciente de haberle respondido como si fuera mi amor perdido o algo similar.

—Tú eres fuerte y has cambiado. —Me pellizca con cariño la mejilla—. Fuerte y guapa. Mi chica preferida. Voy a tener que hablar con tu primo para pedirle permiso y así seguir ayudándote con la recomposición.

—Siempre lo has hecho.

—Y siempre ha sido un gustazo, preciosa, ya lo sabes.

—Lo sé.

—Pues si quieres puedo seguir recomponiéndote. Pero ahora tengo que irme —anuncia, y me da otro beso; esta vez en el dorso de la mano—. Llevo un poquito de prisa, lo siento. ¿Nos vemos mañana y tomamos algo en tu casa?

—Vale.

—Pues dile a Luis que ya he vuelto. Mañana me paso y nos recomponemos juntos tomándonos unos vinos. Hasta la próxima, señor Amon.

—Hasta la próxima —responde Diego con sequedad.

Dani me lanza un beso y se aleja a la carrera. Antes de que pueda darme la vuelta mi querido profesor ya me tiene agarra otra vez por los brazos.

—¿A qué mierda venía todo esto de la recomposición y quién cojones se cree este mamón para tratarte con tanta confianza?

¡Mira tú quién fue a hablar de confianza!

—No es un mamón, es un amor de persona, y me trata así porque es ‘el mejor amigo de mi primo’. Nos conocemos desde pequeños. Dani es como de la familia.

Y ahora… ¿cuándo he empezado a darle explicaciones?

—Pues no me gusta nada ‘el mejor amigo de tu primo’. ¿Habéis sido pareja?

Me río nerviosa. Logré lo que quería, chincharle. A ver si ahora me voy a tener que arrepentir.

—No, ya te lo dije, Dani es solo ‘el mejor amigo de mi primo’. —Y remarco lo de «Dani» y «el mejor» con todo el énfasis del que soy capaz.

—¿El mejor?

—Sí, el mejor.

—¿Así que Dani?

—Sí, Dani, ¿qué pasa? ¿Te ha dado la sensación de que podríamos ser algo más?

—Me ha dado la sensación de que le interesas mucho y no me ha gustado una mierda. Pero lo que menos me ha gustado es que hayas tratado de confundirme y de mostrarme una cosa que no es, lo cual corrobora mi idea de que eres una mentirosa.

¡Caramba! Qué hábil es este hombre.

—Tú sí que eres un mentiroso.

Se pasa la mano por la nuca e inspira hondo.

—¿Quieres que vuelva a demostrarte si miento o no? ¿Es lo que quieres saber? Porque me muero de ganas de demostrártelo.

Quedo perpleja. Me recuerda a Agen Kolar, el zabrak que tiene fama entre los jedis de atacar primero y preguntar después. Únicamente le faltan los cuernos regenerativos.

—Lo que quiero es irme a casa.

Me mira con el ceño fruncido.

—Pues continúa caminando y vayámonos de una puta vez, me aturdes con tanta cháchara enrabietada, Cleopatra.

Y una vez más me siento desarmada ante su rotundidad.

—¡Cómo no! —exclamo con aire impotente mientras él tuerce la boca y vuelve a agarrarme por el codo, malhumorado, tirando de mí con fuerza y arrastrándome a grandes zancadas hasta el aparcamiento.

9

Llegamos a nuestro destino. Una hilera de coches dispuestos en batería me hace darme cuenta que ha dejado de lucir el sol y que hace un frío que pela. ¿Por qué no me habré traído la chaqueta?

Clip, Clip, escucho el sonido de las puertas de un coche al abrirse. De repente los cuatro intermitentes de un Aston Martin DBS descapotable plateado Ultimate Edition, se materializan ante mis ojos como una joya milenaria asombrosa. Quedo embobada cuando Diego, el profesor Amon, el profesor Diego Amon de Villar, o como quiera haber dicho que se llamara, me abre la puerta del copiloto para que me meta dentro. ¿Yo? ¿Dentro? ¿Dentro del coche de James Bond? Mi madre bendita, pero si solo se han comercializado un limitado número de unidades de esta maravilla.

Además, ¿qué clase de persona conduce este tipo de Aston Martin en España si no es…? ¡Y yo que quería ir en autobús!

—¿Estás bien? ¿Te ocurre algo?

—Acabas de beberte una ginebra, ¿quieres suicidarte conmigo dentro? —le digo para disimular, fijando los ojos en el interior del coche antes de que me cierre la puerta a lo galán.

—No me importaría morirme contigo a mi lado, todo hay que decirlo. —Sonríe y se pone las gafas de sol.

¡Dios infinitesimal! Por un segundo dudo de lo que ven mis ojos. ¡Mi profesor está como un tren! ¿Ha dicho lo que me ha dicho? Niego con la cabeza. Estoy tan confusa que empiezo a tener alucinaciones auditivas, de hecho estoy tan confusa, que las alucinaciones auditivas las debo escuchar mal.

Mis ojos se posan en el reluciente gris plateado del coche. ¿Cómo carajo puede un profesor universitario permitirse un prodigio de más de trescientos papeles de los grandes? Bueno, claro, a no ser que el pavo sea otra cosa… Recuerdo también su Vacheron Constantin, que debe ser más caro aún, y su Vertu TI de dieciséis mil euros.

Y ahí está, otro intenso presentimiento que me agarrota la garganta. Este hombre tampoco es lo que dice ser. La última vez que me percaté de algo similar, voló la estación de Santa Justa por los aires.

Mientras pasa por delante del coche para sentarse al volante, yo lo sigo con la vista dubitativa y sin pestañear. ¿Quién eres tú? ¿Acaso eres Don Inhumano? Y no sé por qué, pero no me importaría que lo fuera en absoluto. Enseguida me arrepiento de mi gilipollez.

Mejor me fijo en el interior del deportivo, es impactante. Tiene detalles exclusivos como pequeñas inserciones de diamantes que hacen juego con el cuero acolchado de los asientos, que es de una calidad que te cagas. Las levas del cambio —de seis marchas— son de un rojo muy vivo. El mismo color se repite en las costuras, en los paneles de las puertas y en el salpicadero. ¡Pero si hay piezas que han sido fabricadas en fibra de carbono!

Amon arranca el motor de gasolina de sus quinientos diez caballos y toma la primera salida a la derecha. Dos calles más abajo, en el cruce, están las principales vías de comunicación.

—¿Dónde vives?

Qué sé yo dónde vivo. Me acabo de quedar en shock anafiláctico irreversible. Mi niña policía, que no se ha dejado embelesar por el rugido de este tigre V12, me tira de la oreja para advertirme que ni se me ocurra darle mi dirección. Él toma la salida de la Algaba, dejando atrás la ronda norte en dirección a Triana. ¡Mierda! Mi casa está en Triana. ¿Por qué ha cogido esta salida y no otra? ¿Acaso sabe dónde vivo? Me quedo con la mosca detrás de la oreja. Mi niña policía también. ¡Ojo, ojo! Sabe dónde vives, conduce un deportivo de los más caros que hay en el mercado, se ha topado contigo —¿por casualidad?—, te ha hecho subir a su despacho —de inmediato—, te ha besado en medio de una plaza atestada de gente, te ha dicho cosas muy extrañas y ha descubierto uno de tus más oscuros secretos. ¿Quién es este tío? Y lo más desconcertante, ¿qué quiere de ti?

—¿Y bien, señorita Márquez? Estoy esperando.

—Vivo en el piso de mis tíos, en San Bernardo, al lado de los Jardines de la Buhaira, al lado del Hotel Sevilla. ¿Sabes dónde está?

—Sí. Tengo un amigo que vive cerca de ahí. —Y mete la cuarta marcha girando a la izquierda en el cruce.

Le he dado la anterior dirección del piso de mis tíos. Es la única que conozco.

Me da una palmada en la pierna y giro la cara hacia él.

—¡Au!

—¿Sabes? Las personas normales cuando mienten tardan bastante tiempo en contestar. Sobre todo a una pregunta fácil.

No quita su mano de mi rodilla.

—¿Qué tratas de decirme?

—Que o tú no eres una persona normal o me estás mintiendo otra vez. Y me pregunto, ¿eres una experta enredadora que domina a la perfección el arte de mentir o solo una estudiante sobrehumana tratando de hacerse pasar por una farsante del tres al cuarto?

Arrugo la frente y, por supuesto, le respondo:

—Uno, no te he mentido; y dos, vivo allí.

Él se limita a sacudir la cabeza aunque también suspira.

—Entonces no eres una persona normal.

Y para mi desgracia retira su mano de mi rodilla y la pone sobre el volante.

—Lo cierto es que no lo soy. No hay nada corriente en mí…, como ya te habrás dado cuenta.

—¿Darme cuenta? ¿A qué te refieres en concreto? ¿A lo de mentir como una bellaca o a lo de hacerte cortes en el brazo para provocarte gustirrinín?

Me cago en su… ¡cabrón! Estoy hasta las narices de que me lea como si fuera transparente.

—Mira Diego, quisiera ser como la gente normal. Hacer lo que la gente normal hace.

Reírme, pasear y disfrutar como la gente normal ríe, pasea y disfruta; incluso quisiera poder acostarme con gente normal y corriente, para variar, pero por desgracia no soy así.

No sé por qué le he soltado todo este rollo pero lo cierto es que me he quedado la mar de a gusto. Espero que con ello me entienda. En cambio, me encuentro con que suelta una carcajada tan grande que retumba contra la luna del DBS, viniéndome rebotada al poco en forma de bofetada.

 

—Hay una canción para ti que te vendría como anillo al dedo. Pulp.

—¿Pulp?

—Es un grupo musical. Tranquila.

—Estoy tranquila.

—¿Seguro?

Pero ese «seguro» no parece referirse a si me siento tranquila o no. Está claro que me lo pregunta por otra cosa.

—¿Seguro qué?

—¿Estás segura de que quieres vivir como la gente corriente? ¿De qué quieres ver lo que la gente corriente ve? ¿De qué quieres acostarte con gente corriente…, con gente corriente como yo?

Pues mira tú que sí. Ese es el puñetero objetivo de mi vida, ser normal. Y lo de acostarme contigo estaría de puta madre sino fuera porque tendría que haber sangre de por medio. Por supuesto, no le digo nada de todo esto.

—¿Como tú? Eres la repanocha, Diego. Un engreído patológico.

Se vuelve a carcajear contra la luna del coche, la cual me vuelve a azotar con otra hostia bien grande en la cara.

—Es una parte del estribillo, mujer. Te dije que te vendría como anillo al dedo; solo falta que te lleve al supermercado para comenzar tu rehabilitación a la vida pobre, pero podríamos comenzar por el Decatlón. ¿Quieres ser una niña pobre, Leia? —Y por un momento me da la sensación de que la palabra «pobre» tiene un doble significado para él. ¿Se estará refiriendo a mi moralidad o a otra cosa?—. ¿Cuándo murió tu madre? —me pregunta con voz dulce, cambiando de manera radical de tema.

—Hace unos años.

—Ha tenido que ser duro, siento haberte apenado.

—No me has apenado y sí lo fue. Fue muy duro.

La expresión inquisitiva de su cara se altera y se transforma en una cordial muestra de afecto.

—Me dijiste que tenías un hermano. ¿Te llevas bien con él?

—Sí, se llama Lucas. Vive en Ginebra con mi padre. Mi padre lleva trabajando en esa ciudad unos cuantos años. Es ingeniero.

Las comisuras de su boca se elevan sin llegar a sonreír.

—Lucas y Leia —repite pensativo—. Me gustaría conocer a tu padre, me da la sensación de que nos llevaríamos bien.

—¿Bien? ¿Bien por qué?

—Los míos siempre han sido muy rectos y tradicionales, sobre todo mi padre. El tuyo al menos tiene sentido del humor.

—Sí. Lo cierto es que el mío tiene mucho sentido del humor —respondo abstraída observando cómo le cambia el semblante a uno más rígido y angustiado.

—Es bueno tener sentido del humor —murmura para sí mientras cambia de marcha y cruzamos una rotonda inmersos entre el tráfico de la tarde. La luz de Sevilla está amortiguándose tras el horizonte.

—¿Y tú? ¿Tienes hermanos? —le pregunto, aunque ya sé la respuesta. Al menos tiene otros dos hermanos más. Todos los elitistas tienen tres hijos.

Él suspira hondo y guarda silencio un rato.

—Tengo dos —me responde por fin cambiando de marcha y girando el volante como un profesional. Intuyo que no le apetece hablar de su familia—. Un hermano y una hermana. ¿La echas de menos?

—¿A mi madre? —Afirma con la cabeza y me confieso—: Todos los días, a cada segundo, con cada respiración. —Y al instante se me llenan los ojos de lágrimas.

—No te pongas triste, cariño —masculla y me acaricia, primero la cara y luego la rodilla, después acciona el equipo de música y las Cansei De Ser Sexy, seguidas de Maron 5, de Rusian Red y de Joan Jett se escuchan de manera encadenada a un volumen medio.

Con la letra de One Way Or Another, dejo divagar mi imaginación. Al menos me ha puesto una versión decente y no la de los One Direction, que cuando estás de bajón o acojonado total como lo estoy yo ahora, resultan más penosos que Justin Bieber cantando el One de Metallica. No podría soportar ninguna de las dos circunstancias, la verdad. Amon me mira un momento y creo ver el esbozo de una sonrisa en su rostro. ¿Habrá puesto esta canción adrede?

—Es el mp3 de mi hermano —me aclara como si estuviera leyéndome las dudas—. A mí me gusta otro tipo de música. ¿Tienes prisa?

Activa el intermitente de la derecha. Me gustaría saber qué tipo de música le gusta a él, porque lo cierto es que su hermano tiene buen gusto.

—¿Por qué me preguntas si tengo prisa?

—Ya te lo he dicho, necesito ir al Decatlón.

—¿Al Decatlón?

—A por unas cuerdas.

—¿Cuerdas?

Sonríe y sacude la cabeza.

—No son para atarte a una viga si estás pensando en eso. Aunque me encantaría atarte, no te lo voy a negar. Quizá lo haga pronto —me mira de reojo— a ver si así te arranco toda esa ira.

¿¡¡Qué!!?

—Eres un puñetero descarado.

—Y tú una mal hablada. ¿Quién lo iba a decir? La próxima vez que digas una palabra mal sonante tendré que tomar medidas.

—¿Ah, sí? ¿Y qué piensas hacerme? ¿Atarme a una farola con una de tus cuerdas?

—No agites mi imaginación…

¡Joder! Juraría que lo ha dicho en serio. Creo que no voy a seguir tanteando mi buena estrella. Aunque no sé por qué, pero la sugerencia de una cuerda y yo atada a ella me pone a mil.

—Bueno. ¿Me vas a contestar o no?

—¿A qué?

—¿Siempre haces una pregunta cuando previamente se te hace otra? Es cansino, princesa.

Me refiero a si tienes prisa o no.

—¡Ah, eso! No, no tengo prisa, por mí puedes parar si quieres. Además yo también tengo que comprar cuerdas en el Decatlón.

¡Madre mía! Ahora me voy a ir de compras con él. Qué día más raro.

—¿Y para qué quiere una chica como tú cuerdas si puede saberse?

—Para escalar. Ya te dije que me gustaban muchos deportes. ¿Algún problema, profesor? — arrastro la última palabra como si la hubiera atado a un caballo y lo hubiera jaleado en el culo.

Amon se pasa la lengua por los labios.

—Ninguno. Yo también quiero una cuerda de escalada. ¡A ver si vamos a tener gustos parecidos! No te imagino escalando. —Me acaricia el muslo mientras nos detenemos en un semáforo en rojo. Después me coge de la mano y entrelaza sus dedos con los míos. Trago saliva. De manera inesperada estira el otro brazo, inclinándose sobre mí, y acciona un botón invisible que hay en el salpicadero del coche. Al momento comienza a sonar una deliciosa música que me llena los oídos—.

Pulp —me dice sofocando un jadeo a escasos milímetros de mi oído—. Esta es tú canción, princesa.

—¡Vaya! —exclamo. ¡Clavadita!

—Te lo dije.

Me quedo estupefacta por todo lo que está pasando. Para distraerme escucho cómo la melodía va creciendo en intensidad hasta que estalla orgásmica con un final cojonudo. Cuando me doy cuenta, el hombre con el que voy sentada, y que continúa conduciendo con una mano enredada en la mía, toma la salida en dirección a la Av. de Carlos III, presumo que para enlazar después con la Ronda de Circunvalación que nos llevará directos a la tienda de deportes. Estamos rodeando Triana y dejando el río Guadalquivir a mano derecha. Ha vuelto a salir el sol, un sol muy naranja y cansado cuyos brillantes haces dormidos lo iluminan todo dotándolo de una magia encantadora. Vista desde un deportivo como este la ciudad de Sevilla parece diferente, mucho más solemne y señorial.

—¿Has descubierto algo con lo que no contabas?

Lo miro de reojo, ¡pero qué guapo es el condenado! ¿Qué querrá en realidad de mí?

—He descubierto que no eres un profesor universitario, al menos, que no eres un profesor universitario como los demás. ¿Cómo has sabido lo de mis cortes en los brazos?

—¿Solo en los brazos? Estoy por apostar que también tienes cortes en otras partes del cuerpo.

Me suelta la mano y me da una palmada fuerte en la pierna.

—Eres un buen criminólogo.

—No soy criminólogo, preciosa Sherezade.

Arrugo la frente.

—Si no eres criminólogo, ¿qué haces dando clases de Victimología Criminal? Si no eres criminólogo, ¿qué narices eres entonces?

Mi niña policía levanta los ojos de un montón de documentos y se toca la sien.

«Estoy cerca. Pero todavía no te puedo dar una respuesta segura. Este hombre es muy raro.

Sigo evaluándolo», me dice.

Ir a la siguiente página

Report Page