Ira

Ira


CAPÍTULO II

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Amon, ladea los labios en una media sonrisa que afila su nariz haciéndola mucho más lobuna. Por mucho que me esfuerce no soy capaz de interpretar lo que puede haber detrás. Mi niña policía tuerce los morros y me mira perpleja. Me advierte que vaya con cuidado con él.

—Estudias Psicología, cielo, ¿por qué no lo descubres por ti misma?

Y de pronto me estalla en la cabeza la insinuación de esta mañana: «No pareces un profesor.

A lo mejor es porque no lo soy. Quizá sea otra cosa».

—¿Se trata de un reto?

Se encoge de hombros.

—Si lo quieres ver de esa manera.

¿Cómo sabe que además estudio Psicología? ¿Cuántas más cosas sabrá? ¿Por qué? ¿Cómo puede tener tanta información sobre mí si no es…? No me gusta nadita nada el cariz de la cuestión.

Me quedo callada viendo como el gran cartel azul con letras blancas de la tienda nos da la bienvenida.

Amon aparca su flamante coche delante de la entrada, mientras yo continúo cavilando con el ceño fruncido.

—¿Sherezade?

Se ríe.

—¿No te han dicho nunca que eres clavadita a Vanessa Hessler?

—¿Y quién es esa?

—Alguien idéntica a ti. Abajo pues. —Y apaga el contacto del coche.

Mi cuerpo y mi cerebro protestan por tener que bajarse de esta joya rodante. Mi niña policía me da un codazo a lo Marta, para que espabile.

Él sale con elegancia del vehículo, rodea el morro, y me abre la puerta con gentileza. ¿Me ha besado antes o solo es el reflejo de una imagen proyectada por mi subconsciente para gastarme una broma?

—No sabía que tuviera una doble.

Me tiende la mano.

—¿Sales por tus propios medios o prefieres que te saque por los míos?

Otro codazo de mi prima y mi culo se pone en movimiento.

—¿Quién puede permitirse un coche tan lujoso como este?

—Alguien como yo —responde sonriendo.

—¿Como tú? ¿Como tú por qué?

Pero no me responde. Me agarra del codo y me arrastra hacia la tienda mientras se quita las gafas de sol y las cuelga del pico de la camisa. Cada vez estoy más desconcertada con él. Este hombre es un misterio que me intriga sobremanera. Daría lo que fuera por poder psicoanalizarlo.

—¿Y qué es lo que necesitas con exactitud? —me pregunta nada más entrar.

Elevo las cejas. Hay mucha gente para ser jueves.

—De todo. No he traído nada de Ginebra. Lo he dejado todo allí.

—Si quieres puedo dejarte material. Tengo de sobra en casa. Coge lo básico.

—No quiero tu material. No quiero estar molestándote cada vez que me apetezca ir a escalar.

—No lo harías.

—Lo haría.

—No, no lo harías porque iría contigo. ¿Dónde piensas guardar todos los bártulos? ¿En tu mini piso de estudiante?

—No vivo en un mini piso de estudiante, tengo sitio de sobra en casa. Y además, no quiero que vengas conmigo a escalar. Me gusta ir sola.

—¿Sola? —Me mira con ojos reprobadores—. ¿No te ha dicho nadie que no puede hacerse semejante idiotez? Es una ley básica: a la montaña no se puede ir solo. Es peligroso.

—¿Algún problema moral con ello, profesor? —Le devuelvo la misma pulla que me metió en la plaza hace un momento.

—Ninguno. Lo digo por tu seguridad.

—Siempre encuentro gente para escalar. Además, mi seguridad es cosa mía.

—Ya no. Por aquí. —Y tira de mí para llevarme a la sección de montaña.

En cuanto llegamos cojo dos cestas y comienzo a meter dentro todo lo que necesito: un par de arneses, unos cuantos juegos de ochos, cuerdas de distintos tamaños, un par de cascos, un par de gatos, magnesio…

Diego no dice nada. Se limita a coger una cuerda de setenta metros de las más caras que hay, y a esperar con los brazos cruzados a que termine.

Meto también un par mallas, tres camisetas y unas botas de montaña, por si acaso. Espero que Marta tenga unas en casa. No me atrevo a llevarle un juego sin que se lo pruebe antes.

—¿Todo el material es para ti? —pregunta Amon señalando las cestas—. ¿Te gusta llevar cosas por partida doble o escalas con alguien más?

—Mi prima quiere aprender.

—Ya veo. ¿Desde cuándo haces escalada?

—Desde los seis años.

—¿Y la escalada es la única cosa con la que descargas tu mal humor?

¿Pero a este hombre qué le pasa? Suelto las cestas, cabreada hasta lo indecible, estallando como un vendaval.

—¿Cómo sabes tantas cosas de mí? ¿Por qué te interesa saberlo todo? —Tomo aire cargándome de dosis cada vez más letales de mala leche—. Tan solo soy una horripilante estudiante de Psicología y Criminología. ¿Qué es lo que quieres de mí?

Amon ladea un poco la cabeza y frunce el ceño, intrigado o molesto, no lo sé. La sonrisa se le borra de la cara.

—¿Horripilante?

—Sí, horripilante. Es más que visible profesor.

—¿Visible?

—Sí, visible… —respondo seca y agrego—: Soy horrenda, horrorosa, fea hasta morirse, llámalo como quieras.

Algunas personas se quedan mirando para mí por los gritos que estoy pegando.

¿Por qué iba a gustarle una mocosa como yo a un hombre tan guapo como este?

—No eres horripilante —me dice con una calma tan pausada que me encoleriza aún más.

—¿Me tomas el pelo? ¿La cosa va de burlarse de mí? ¿O es que has visto a una chica tímida y vulnerable en clase y te has dicho: ¡voy a reírme también yo un poco de ella!?

Él me observa con una intensidad tan ardiente que el pulso se me detiene. Desconozco por completo ese tipo de mirada y estoy tratando de procesarla, pero me gusta saber que puedo provocarle algo así de conflictivo.

—¿Quién más se ha reído de ti? —Y por la expresión que adopta parece que no le ha gustado nada que alguien más me tome el pelo. Me quedo callada analizándolo sin respirar. Tengo la sensación de que en este momento en que la probabilidad de hundirme en mi propia humillación es alta, él me está apoyando y ofreciendo una cuerda salvavidas—. ¡Dímelo! —me ordena dejándome más aturdida aún. Aun así, parpadeo sin lograr articular un maldito sonido, luchando por tragarme el orgullo, las ganas de gritarle, de pegarle y de insultarlo, de insultar a todos los que me rodean—.

¡Que me lo digas! —me vuelve a ordenar con mayor rotundidad pero similar grado de paciencia, suavidad y ardor.

¡Por Dios!, su cuajo es superior a mi ira y su ternura superior a mi frialdad. Respondo al instante:

—Todos. Míralos. —Y señalo a una señora que se ha quedado estática a dos metros de distancia mirándonos perpleja, y a un chico joven que se ha quedado parado frente a unas mochilas con unas botas de montaña en la mano sin saber qué hacer—. También el otro día en clase, fui el puñetero chiste del día.

De repente Amon se acerca a mí con la mirada fija en mis ojos, deja la cuerda que ha cogido encima de un banco de madera y me pasa la mano por detrás de la nuca. Me agarra del pelo y tira de él con fuerza. Y antes de que pueda verlo venir, tengo su lengua metida en la boca, adentrándose sin permiso hasta el fondo de la garganta. Me recorre el interior con un beso tan arrollador que experimento un calambrazo generalizado por todo el cuerpo. El interior de mi vientre vibra. Oh, sí…

El mundo acaba de nacer para esta pobre palurda y viene adornado con lucecitas de colores y corazones rojos. Su lengua acaricia la mía en una frenética y obscena batalla de toques y emociones, de vueltas y apretones.

Amon separa sus labios de los míos y me mira a los ojos. Su maravilloso olor se me sube a la cabeza y me seduce física, sexual e intelectualmente: es embriagador hasta límites inimaginables.

Amon levanta la otra mano y me agarra por el cuello. Suave, pero con firmeza, aprieta los dedos sobre mi piel provocándome una descarga de endorfinas sobrenatural. Me obliga a dar un paso atrás, inmovilizándome contra las perchas de las cuerdas, y me pasa la lengua por los ojos y la mejilla. Me está asfixiando. Siento que la sangre se agolpa en mi cara. La boca se me hace agua solo con mirarlo y olerlo. La señora de al lado nos mira nerviosa mientras me dejo llevar por el repentino éxtasis de su aroma y su presencia. Es la segunda vez que este hombre me besa hoy; la primera que lo hace de una manera tan flipante. Mis piernas comienzan a flaquear debilitadas.

Diego afloja la mano y consigo respirar. Nos miramos unos segundos y algo muy espeso se derrite dentro de mí.

—¡Bésame tú! —jadea sobre mis labios.

—¿Qué?

—¡Maldita sea! ¿Necesitas una razón para todo? ¡Hazlo, Leia!

—De acuerdo —murmuro intentando calibrar la maravilla de lo que me acaba de pedir.

Me acerco a él y me coloco justo delante, pongo las manos sobre su pecho y, alzándome sobre las punteras de las botas, estiro la cara para besarlo.

Se queda quieto, conteniendo la respiración. Yo aproximo mis labios a los suyos y le doy un leve y tímido beso sobre ellos.

—Otra vez —me pide cerrando los ojos con el rostro inexpresivo.

—No te ha gustado, ¿cierto?

—Dame otro beso —exige impasible, ignorándome.

¡Uf!

Con gesto tembloroso arrimo mi boca a sus labios y con apocamiento vuelvo a besarlo. De nuevo tengo que ponerme sobre las puntillas para poder llegar a su boca. Él baja la vista y me mira como si se hubiera quedado paralizado.

—Lo he hecho fatal, ¿no? —reitero insegura.

—Repítelo. —Dudo un segundo, pero luego hago lo que me pide. Aunque esta vez me obliga a sacar la lengua para reclamar la suya. En cuanto la encuentro, emite un gruñido y hunde sus dedos en mi nuca basculándome la cabeza hacia atrás—. Te deseo, Leia.

Cierro los ojos y me dejo llevar por el impacto de sus palabras y la certeza con que me las dice.

—No es cierto.

—Déjame hacerte mía. Totalmente —masculla besándome en el cuello. Y me dejo llevar por las arremetidas violentas de su exquisita experiencia.

Entonces es cuando vislumbro en mis pensamientos sus nudillos machacados y una mancha roja sobre ellos, y me veo lamiéndole las heridas. Ahogo un gemido de excitación, y noto que él se enciende todavía más. Me aplasta con su cuerpo grande contra las perchas, apretando su erección contra mi tripa e intensificando las acometidas de su lengua en el interior de mi boca.

—Diego…

—¿De verdad crees que haría esto si pensara que eres horrible? —Tiene el aliento entrecortado. Me alza la cara para que lo mire—. Estás a una décima de segundo de grabarte en mi corazón. No eres horrible. Vas a ser para mí, princesa. Para mí para siempre.

—Ay, Dios… —Tengo el corazón latiendo a mil por hora. Me siento como si hubiera escalado cien veces seguidas hasta la cumbre más alta y hubiera descendido otras cien veces más.

Necesito sentarme y tomar aire, pero no me apetece lo más mínimo alejarme de sus brazos ni de su calor.

«¡CÁSATE CONMIGO!».

—Eres preciosa, cielo. Nunca más quiero oírte decir que eres horrible. ¡Eres una princesa!

¿Me oyes? ¡Mi princesa!

A la mierda con la incertidumbre. Necesito que me vuelva a besar.

Y como si me leyera el pensamiento se abalanza sobre mí y vuelve a besarme con el mismo ímpetu de hace un segundo. Juraría que emite un gruñido cuando tira de mi pelo y desliza sus labios por mi mentón. Me lo muerde con suavidad arrancándome otro gemido tan alto que ha debido escucharse en el otro extremo de la tienda. Recorre la longitud de mi cuello besándome con languidez desde la oreja hasta la clavícula, mordisqueándome la piel, descendiendo ocioso hasta mi garganta, llegando hasta el canalillo de mis pechos. De pronto los dedos de una de sus manos comienzan a deslizarse por la parte interna de una de mis piernas, despacio, muy despacio, apretándome las yemas a medida que sube y sube por ella. Sus caricias conectan con la parte más oscura de mi interior, y su lengua emprende un lento y sensual viaje hasta poseerme y hacerme completamente suya.

—¡Vas a ser para mí, joder! ¡Solo para mí!

—Para ti —mascullo sin darme cuenta de haber hablado. El cuerpo se me arquea al intentar absorber la declaración ardiente de sus palabras, mientras sus dedos avanzan abrasivos hasta alcanzar mi entrepierna. Tiemblo al sentir su mano, ahí, sobre mi sexo, presionándome, marcándolo como su territorio…, y por instinto, trato de cerrarlas.

—¡No! —se queja y me da un leve tortazo en la mejilla—. Nunca me niegues esto. —Y me aprieta con más fuerza.

—¿Qué?

Mi interior es un torbellino.

Diego se separa de mí cuando nota que estoy a punto de caerme sobre él. La excitación es evidente en su cara.

—Vámonos de aquí o no respondo de lo que pueda pasar. Me da igual hacerlo delante de toda esta gente. No veo el momento de arrancarte la ropa y follarte hasta dejarte vacía de ira.

Su voz es sensual, blanda. Un último asalto de su lengua y sucumbo espectacularmente con todo mi ser a la incoherencia más incoherente y absoluta de todas. Estoy perdida en el roce posesivo y sensual de su lengua, de su fuerza animal, del salvajismo endemoniado de sus ojos. Y de pronto hago consciente lo que me acaba de decir. ¿Hacer qué? ¿Delante de quién? ¿Follar a quién?

Mis ojos se abren de golpe. ¡Oh, Dios! ¿Hacerlo? ¿Hacer el amor? Yo nunca…

—¿Qué has dicho?

—¿Que qué digo? Digo que vamos a pagar toda esta mierda, subirnos a mi puto coche e irnos a mi casa a follar hasta reventar, eso es lo que digo. Me muero por poseer cada rincón de tu cuerpo. Ahora. Ya —masculla agarrándome por los brazos y atrayéndome hacia él.

—¡No! —grito tratando de separarlo de mí—. No vamos a follar. ¡Eres un grosero! ¿Por qué hablas así? ¡Follar!

Se me queda mirando confuso, frustrado más bien. Sus ojos vuelven a desaparecer bajo sus cejas oscuras. Los tiene muy, muy negros en estos momentos. Ladea la cabeza y se pasa la lengua por los labios, finaliza el movimiento mordiéndose el labio el inferior con el semblante ensombrecido.

—¿No me digas que también eres una mojigata? ¿Qué pasa? ¿Que nunca has follado o eres de las que solo hacen el amor? —me espeta jactancioso.

—Yo nunca… —Y me callo la boca de golpe. Solo me ha faltado tapármela con la mano para evitar que me salgan las palabras. ¿Qué le importará a él si sigo siendo virgen o no? No le importa una mierda.

Amon abre los ojos hasta atrás y aguanta la respiración unos segundos, más tarde la suelta de golpe.

—¿Eres virgen? ¡No me jodas que todavía eres virgen! ¡Tienes casi veinte años, joder! ¿De verdad eres virgen? ¿Virgen, virgen?

Su pedantería me aplasta por completo.

—¡Cállate la boca, imbécil! —estallo, y le doy un tortazo que me deja la mar de relajada—.

Nos está mirando todo el mundo.

Su cara se enfurruña.

—Nos está mirando todo el mundo… —se burla de mí—. ¿Es lo único que te importa? ¿Que nos mire todo el mundo? Ah, claro, se me olvidaba. La señorita Cabreo Infinito es una reprimida de mierda que solo quiere ser corriente.¡Huy, la niña desgracia! —ironiza con resentimiento—. Cuando la desventura toca con su vara de maldad a niñas como tú, os llena de impaciencia; pero cuando os toca con su vara de dicha, os transforma en insolentes. Necesitas una tregua definitiva para tanta mala leche y tan poca paciencia, cielo.

De repente me entran unas ganas locas de volver a golpearlo, pero en cuanto alzo la mano para atinarle un tortazo, me la detiene en seco apretándome la muñeca.

—¡No! —me dice acercando su nariz a la mía, retándome, y apretándome con mucha fuerza —. Nunca vuelvas a levantarme la mano, ¿entendido? —Y sin más, me muerde el labio inferior haciéndomelo sangrar.

Por unos segundos me mira desafiante, hasta que sus ojos se transforman en algo siniestro y oscuro. Se abalanza sobre mi boca abrasándome la herida. Siento un vendaval de sensaciones subiendo y bajando por todo mi cuerpo como un carrusel. Me pasa la lengua por el labio, lamiéndomelo con lascivia. Su lengua queda impregnada con mi sangre roja. La degusta como si fuera un manjar exótico.

—El dolor pondera la inteligencia y vigoriza el alma —asevera con una mueca retorcida que no entiendo para nada—. Por ese motivo el dolor siempre cumple lo que promete. No necesita de las mentiras ni del placer para dejar atrás la frivolidad de los virtuosos ni sus egoísmos absurdos. En cuanto te acerques al dolor, el miedo saldrá corriendo. ¿Sabes qué es lo que pienso, princesa? Que nadie te ha enseñado que se sufre más por las carencias que se tienen que por los excesos que se desean; y a mí, guapa, me va a encantar enseñarte las maravillas de lo excesivo; así que vámonos de una puta vez a mi casa a excedernos en mi cama, o te follo aquí mismo.

Y tira de mi mano sacándome a trompicones del Decatlón.

 

10

Acabamos de salir de la tienda y no doy crédito a lo que me acaba de pasar. Desde luego, vaya mes que llevo, y el día de hoy, nunca he tenido uno igual. Ha sido pisar Sevilla y la tranquilidad norteña se ha ido a bailar seguidillas y flamenco.

Tengo la cabeza como un bote, con la palabra «follar» a punto de reventarme los oídos, igual que si me hubieran introducido un falo dentro de ellos. Estimo que voy a caerme de bruces si Diego sigue tirando de mi mano con tanto vigor. La visualizo de pronto y me sobresalto al darme cuenta de que llevamos los dedos entrelazados. Su mano me quema pero a la vez me hace sentir protegida, querida y maravillosamente bien.

Aún no he aterrizado en el planeta.

Juraría que está tratando de arrastrarme hacia su coche porque mis piernas no dan más de sí.

Acabamos de pasar entre los detectores de robos como una exhalación. El jefe de seguridad nos mira con la sospecha entre ceja y ceja pero no dice nada. Nos sigue con la vista unos metros mientras salimos y giramos a la izquierda.

La cabeza me da vueltas y me duele el labio: palpita como un corazón danzando al son de una música tribal; y sin ser muy consciente de ello, lo toco y me percato de que estoy sangrando. La sangre me agarrota.

—Intenta calmarte, Leia. Te noto un poco alterada.

—¿Alterada? Me has roto el labio.

Me detengo en seco y me suelto de su agarre emitiendo un gemido que se me queda atascado en no sé dónde y que me deja doblada por la mitad. ¿Qué me pasa ahora? La privación de su contacto me produce auténtico dolor.

—¡Leia! —me recrimina malhumorado, aunque percibo en su semblante una inquietud más cercana a la desesperación que a otra cosa.

Mi primer instinto es incorporarme y poner metros de distancia. ¿Por qué su voz despide tanto poder? ¿Por qué con pronunciar mi nombre mi sexo palpita? ¿Por qué intento engañarme pensando en que el hecho de soltarme de su mano también le ha causado dolor a él? Pero Diego es fulminante. Me agarra por el brazo y me arrima a su cuerpo con violencia. Su contacto hace que todo mi ser vibre como si hubiera recibido un calambrazo por electrocución. Para mi completo horror, noto que me mojo.

—Déjame, Diego.

—¡Nunca! No vuelvas a soltarte de mí. Y mírame. —Su orden áspera atraviesa mi cuerpo de manera sináptica impulsándome a obedecerlo. Alzo la cara con sumisión, siendo consciente de lo extraño que me resulta responderle de esta manera. Es como una necesidad casi imposible de resistir.

Mis pezones se erizan y noto una turbadora y creciente quemazón por todos lados.

—Dime. ¿Qué te pasa?

Que no puedo contestar, que necesito suspirar unas cuantas veces a ver si consigo centrarme, que eres demasiado hombre para mí, eso me pasa. ¿Ya estamos fuera? Me percato de que las personas que entran o salen de la tienda nos miran consternados. La autoridad natural de Amon acongoja a simple vista. Me doy cuenta que no soy la única que percibe su poder. Dos chicas jóvenes se paran antes de entrar en la tienda y se quedan absortas mirándolo con la boca abierta.

Entonces las veo caer: una, dos, tres gotas… estallando en el suelo como flores de pétalos rojos. Oh, Dios. ¡No! ¡No! No quiero que esto ocurra ahora. Me muero de la vergüenza. Y de pronto pierdo el norte por completo. Todo ocurre muy rápido: cierro los ojos y me caigo de rodillas al suelo tratando de introducir un aire en los pulmones que no me pasa de la laringe; al caerme me vuelvo a soltar de su agarre… y el corazón comienza a dolerme a horrores; los pulmones también se resienten —no sé si por la mancha de sangre que se está formando en el suelo o por la falta de su contacto—, el caso es que el aire se resiste a entrar por mi boca durante unos segundos que se me antojan eternos, hasta que al final echo la cabeza atrás y lo introduzco de golpe en una honda y profunda inspiración. Cualquiera que me mire pensará que estoy teniendo un ataque de asma. Convulsiono sin control, jadeante y débil. Al menos mis orgasmos son disimulados.

Diego da un paso hacia mí, enfadado y, con paso rápido y enérgico, me levanta del suelo.

No puedo sostenerme ni en pie. Las rodillas se me doblan y estoy muy desorientada. Ha sido el orgasmo más fuerte que he tenido en mi vida.

—¿Te has corrido o me lo ha parecido a mí?

—¡Vete a la mierda! —Es todo lo que consigo farfullar.

Me mira a los ojos.

—Joder, ¡te has corrido! Cariño, eres pura dinamita. Levanta de ahí. No me gusta que la gente te vea de rodillas. Si lo que necesitas es sangre ya te la proporcionaré yo, pero en privado. — Al hablar escruta alrededor como si tratara de asegurarse de que nadie me mira en plan sumiso más de lo debido. Luego vuelve a clavarme sus ojos verdes y me susurra—: Me encantará que te arrodilles en el suelo de esta forma, pero solo para mí. Ya te daré yo todo lo que necesites antes, durante y después del sexo. ¡Todo!

Oh, señor.

—Déjame en paz.

Y rompo a llorar no sé por qué. Bueno sí lo sé, porque creo que todo lo que me dice es mentira y me gustaría que fuera cierto. ¡Hala! ¡Ya está! Lo reconozco al fin, mi profesor de Victimología Criminal me gusta. Y me gusta mucho, mucho más que mucho.

¡Dios! Hace años que no lloro, demasiados años.

—¡No llores! Haz el favor de dejar de llorar —me grita con paciencia—. Solo ha sido un puto orgasmo, joder. Levántate del suelo. Te llevaré a mi casa.

—No voy a ir a tu casa.

—Irás donde yo te diga, princesa.

—Eres un puñetero machista. —Y trato de incorporarme. Él me ayuda rodeándome de la cintura y apretándome contra él.

—¿Machista? Yo más bien diría que soy práctico. No voy a dejarte ir en este estado a ningún sitio.

—¡Qué estado y qué narices! Ni que fuera la primera vez que me pasa esto. Y suéltame ya, hombre, puedo sostenerme sola.

—No podías hace un momento.

Joder, acabo de conocerlo hace tan solo una semana y ha logrado que me enfade con él más de lo que me he enfadado con todo el mundo en toda mi vida. Lo miro ceñuda y él me devuelve una mirada severa, censurándome con claridad.

—Necesito espacio, Diego, el espacio me permite pensar. Pensar es la única cosa con la que puedo llegar a entender lo que está pasando y lo que está pasando me está volviendo loca.

Su sonrisa es un espectáculo en sí misma.

—Me encanta volverte loca.

—No quiero que te ofendas pero necesito estar sola, aislada del mundo, sin ti. ¿Lo entiendes?

Y mientras digo esto intento soltarme de él, de nuevo, sin éxito.

—Tú necesitas estar sola y yo no quiero que lo estés. Leia, si de verdad no quieres ofenderme comienza a anteponer mis necesidades a las tuyas. —Después se queda callado, serio, observándome como un seal de los marines con la cara más impersonal e inexpresiva que debe tener.

No consigo saber qué es lo que puede estar pensando. Esto me desespera. Inexpresivo y rotundo, añade—: Te llevo a casa.

—No, Diego. Iré en autobús.

—Eres una niña cabezota, ¿lo sabías?

—Sí, soy una niña cabezota —corroboro intentando mantenerme en mis trece, pero a duras penas lo consigo—, que está muy cansada y que quiere irse a casa, sola.

Él continúa mirándome con los ojos opacos. Está muy callado. Los segundos pasan y se hacen larguísimos.

—Está bien —dice al fin—. Por esta vez está bien, pero nunca más me levantes la voz, cielo, no me gusta.

¡Madre mía! Ese «no me gusta», no me ha gustado nada. Ha sonado a «prepárate si lo vuelves a hacer». Se me ponen los pelos de punta al pensar en lo que me haría si le llevo la contraria. La perspectiva, todo hay que decirlo, me parece exquisita.

Diego me suelta el brazo y yo lo miro con mala cara. ¿Me ha molestado que me soltara?

Pero, ¿no era lo que quería? ¡Aclárate, Leia!

Observo que se pasa la mano por la barba y después por la nuca. Está preocupado. Ha bajado los ojos al suelo y parece pensativo. A continuación los alza y me mira con dureza. Me agarra amenazante por la mandíbula obligándome a mirarlo. ¡Oh, Dios! Nuestras narices se rozan y nuestras miradas se encuentran. La posición le exige a agacharse sobre mí.

—No vuelvas a llorar, no vuelvas a llevarme la contraria y no vuelvas a correrte si yo no te lo ordeno. Y asegúrate de llegar rápido a casa. No me gusta que andes por ahí sola. —No salgo de mi estupor—. ¿No has traído nada de abrigo para ponerte encima? —me pregunta ceñudo—.

¿Siempre sales de casa sin chaqueta?

Por fin respiro.

—Es obvio que no traigo nada encima.

—Pues asegúrate la próxima vez de llevar algo si no quieres enfermarte. Toma, llévate la mía. —Se quita la chaqueta y me la echa por encima de los hombros. Huele a té, a limón y a un oscuro secreto.

—Muy amable, profesor, pero no es… —Enseguida me quedo muda.

Amon, choca contra mi hombro con brusquedad, y se aleja dejándome plantada y con la palabra en la boca.

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