Ira

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CAPÍTULO IV

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CAPÍTULO IV

LA FACULTAD

 

“La desconfianza y el amor no comen en el mismo plato, ¿o sí?”

 

13

Estoy lavándome los dientes para ir a la universidad. Son las siete y media de la mañana cuando llaman a la puerta de mi habitación.

—Pasa —grito.

Al segundo, Marta, se materializa en el baño.

—¿Sabes algo de tu hermano?

Escupo la espuma y dirijo la vista hacia ella.

—A parte de que está convencido de que tendré que usar bragas impermeables para el amor, no, no sé nada. ¿Por qué?

—Le acabo de llamar pero me ha cortado la llamada.

—Estará reunido. Esta semana va a ser dura. ¿Necesitas algo? ¿Puedo ayudar?

—Estoy preocupada.

Me aclaro la boca y me seco con la toalla.

—¿Qué es lo que pasa?

—Echo de menos a la Leia verdadera —me dice de buenas a primeras—. Y estoy intranquila por lo que te toca y por lo que me tocará a mí después.

Dejo el cepillo en el vaso y abro los brazos hacia ella. Sé que necesita un abrazo mío.

—Ven.

Ella me devuelve el apretón tan fuerte que me deja sin aire. Permanezco un buen rato acariciándole el pelo.

—Gracias. Llevo semanas teniendo sueños muy raros, lo necesitaba. Pero debería ser yo quien tendría que estar consolándote a ti. Lo siento.

Es la primera vez que la veo así, tan vulnerable. No va con ella. También es la primera vez que la veo desde que llegué, en pijama y en zapatillas de andar por casa. Aun así, está tan guapa como siempre.

—No hay de qué, preciosa. He quedado con Martínez en diez minutos. Si quieres lo llamo para que desayune contigo. —Intento que suene a broma, pero me parece que me sale el tiro por la culata—. ¿No vas a ir a clase? —le pregunto para disuadirla de sus preocupaciones.

Salimos del baño y nos dirigimos a la cocina.

—Hoy tengo que completar la venta de las tierras de la Patagonia y hacer un par de transacciones más. Después he quedado. —Lo dice levantando una ceja.

—¡Vaya!, ¡qué buena noticia! ¡Por fin! —Me acerco a la nevera y saco el jamón york y el queso para hacerme un sándwich para el almuerzo. Ella se acerca a la cafetera y se sirve un café—.

Parece que tenemos otra buena disculpa para celebrar otra fiesta —le digo tratando de animarla.

—No. Ni de coña; no con todo lo que está pasando con lo del tío del tren y tu misterioso profesor.

—No podemos hacer nada y, aunque el idiota de Fouché pueda poner la operación en peligro, no podemos escondernos ni cruzarnos de brazos a ver qué pasa—. Le quito la taza de la mano y pego un trago—. No voy a preocuparme por ello, Marta.

—Tú como siempre encerrando los problemas en un cuarto frío y oscuro. Pues que sepas que por mucho que los encierres no los vas a poder solucionar, no así, y menos aún te vas a poder librar de ellos.

—¿Y qué me dices de ti?

—¿Qué pasa conmigo?

—Bueno, es obvio que estás preocupada por algo. Llevas así de rara desde que llegué.

—¡Habló la rara del imperio!

—No te salgas por la tangente, Marta. Yo también echo de menos a la Marta que eras antes, y ya sabes a lo que me refiero. ¿Con qué tío has quedado esta vez?

—¿Tiene que ser un tío?

—De un tiempo a esta parte son todo tíos —le echo en cara.

Suspira y me responde.

—No es nadie importante.

—¿Algún día me contarás lo que te pasó en Madrid?

—No. El tema de Madrid está encerrado en el mismo cuarto frío y oscuro donde tú guardas tus problemas.

—¿Tratas de olvidarte de ese tío misterioso saliendo con otros? ¿Es este el motivo por el que estás tan echada a la calle?

—Trato de seguir viviendo —me dice a modo de disculpa.

—Puede que él no esté de acuerdo con tu forma de hacerlo. ¿No has pensado en ello?

—¿Pensar en qué, Leia? No sabes de lo que hablas.

—Será porque cada vez que sale el tema a relucir te niegas a contármelo.

—¿Y no te has planteado la posibilidad de que igual es porque no quiero hablar de lo que pasó? —me dice alzando la voz. Me coge la taza de café de las manos y se lo bebe de un trago—.

¿No tenías que irte rápido?

Sacudo la cabeza.

—Necesito saber que estás bien.

—Estoy bien, gracias.

—Siempre que hablamos de lo de Madrid terminamos igual.

—Pues no me saques más el tema —refunfuña.

—¿Me lo contarás algún día?

—Joder, Leia, ¿no te das por vencida nunca? Déjalo estar, ¿quieres?

Levanto las manos.

—Está bien, está bien. Está claro que sigues sin querer soltar prenda. —Sus ojos verdes muestran dolor—. Eres mi prima y mi mejor amiga. Quiero que confíes en mí. Me duele verte tan mal.

Se queda quieta observándome.

—Una vez me dijiste que ocultar los sentimientos puede hacer que por fuera te parezcas a la persona que te gustaría ser. En mi opinión fue un consejo cojonudo y lo estoy siguiendo a pies juntillas. Quien haya dicho que hay alguien predestinado para cada uno de nosotros a la vuelta de la esquina, se equivocaba de pleno.

Joder, ¡cómo está el patio! Recuerdo el día que se lo dije. Lo que no le mencioné es que también se puede correr el riesgo de que te destrocen el corazón porque piensen que no tienes ni un latido. Cambio de tema, no sin antes acordarme de la reciente conversación que tuve en el despacho de Diego y en la que insistió en que yo estaba predestinada para él. Tengo que apartar esta idea del pensamiento como sea.

—¿Nos vemos más tarde?

Marta parpadea por el ímpetu de mi voz.

—¿Tienes pensado llevarme a escalar o algo así?

—¿Te apetece?

—Más que apetecerme me parece que ya va siendo hora. Pero antes tengo que terminar con lo de la compra de las tierras.

Me acerco a ella y le doy un beso en la mejilla.

—Eres genial, Marta.

—Y tú también.

 

Todo en mi vida parece estar mutando a una velocidad de vértigo, en especial todo lo que tiene que ver con la relación que tengo con mis primos y con mi hermano. Me resulta difícil asimilar lo que puede estar a punto de ocurrir y no poder compartir con ellos su misma visión del tema. Joder, no me resulta difícil, me consume; más que nada, porque son las únicas personas que me aportan serenidad y equilibrio en esta mierda de vida. Quizá cuando conozca mejor a Don Inhumano pueda tranquilizarme un poquito, pero de momento lo único que siento es incertidumbre.

Tras el alucinante impacto de lo de anoche, el inminente encuentro con Diego apenas es el chiste de una loca desesperada en busca de un loco igual de desesperado.

Martínez se ha plantado en la entrada de mi casa a las ocho de la mañana para llevarme a la facultad. Vestido con corrección, con unos pantalones negros y una camisa de vestir también negra, podría decirse que tiene un aspecto informal pero impecable.

Cuando llegamos al campus miro hacia arriba. Las escasas nubes parecen plumas ligeras y contrastan con un precioso cielo cerúleo cuyos colores se tiñen, de cuando en cuando, de añil. El día tiene un esplendor muy andaluz. Me huele a verano, pese a que estamos en pleno otoño y hace un frío que pela. Cierro los ojos y dejo que los haces del sol, brillantes y calentitos, me templen la cara. La luz sevillana es de por sí estimulante. Espero que al menos esta serena sensación me ayude a quitarme de encima la resaca de los sueños que he tenido esta noche: manos grandes y poderosas agarrándome de manera posesiva, lenguas ardientes y voraces ávidas de deseo entrelazadas en un baile salvaje, sonrisas malignas e irónicas que ocultaban vete tú a saber qué, miradas imposibles que, por mucho que tiré y tiré del sueño, no conseguí descifrar, y palabras pacientes repletas de promesas que todavía me hacen temblar por dentro. «Mi mayor deseo es que te ofrezcas a mí y que me ruegues que te folle. ¿Quieres que tus orgasmos sean más intensos?, pues necesitarás una pizca de dolor. Solo yo sé lo que te conviene, lo que tu cuerpo y tu alma necesitan. Conseguirás lo que deseas siempre que me muestres respeto y sumisión».

Madre mía. ¿Cómo alguien virgen como yo, puede tener este tipo de sueños?

Comienza a picarme la garganta. Joder, ¿qué pasará hoy?

El vestíbulo de Criminología está repleto de estudiantes. Martínez avanza a mi lado, con una mano posada sobre mi cintura, en silencio, apretándome contra su costado.

—Voy a tomarme un café, ¿quiere uno? —le pregunto colocándome bien el bolso, que no hace otra cosa más que resbalarme por el brazo. Le lanzo una sonrisa forzada y meto una moneda en la máquina en cuanto llego a ella—. ¿Con leche?

—Claro —me responde sonriente. Me doy cuenta enseguida de que no tiene ganas de apartarse de mí. Tampoco se me pasa por alto el hecho de que continúa con su mano alrededor de mi cintura, cosa que me molesta sobremanera—… Sí, con leche. Gracias, Leia. ¿Qué horario tienes para hoy?

Me aprieta todavía más fuerte contra él y yo me pongo tensa. Trato de ocultarle mi desagrado disimulando como buenamente puedo.

—Tengo una clase aquí, y dos más en Psicología. Después me iré a casa. —La máquina pita indicando que el café ya está listo. Saco el primero de ellos, aliviada y se lo entrego—. Con leche — le digo.

—Gracias —responde él cogiéndolo e inclinando la cabeza hacia un lado. Afligida aparto los ojos de los suyos con todos los pelos de punta, e introduzco otra moneda para mi café—.

¿Terminas a las dos?

—A las dos y media —contesto viendo cómo me recorre la cara con total descaro.

—¿Te recojo entonces en Psicología?

Tuerzo la boca.

—Vale.

Y en esas lo veo entrar.

¡Madre del amor hermoso! Diego tiene tatuado en el regazo: «¡Súbete aquí, nena, súbete aquí!». ¡Oh, sí! Me subo, me subo… y no me bajo en lo que me reste de vida. Santo cielo, mírelo por donde lo mire, mi profesor está como un turrón de Jijona: apetitoso y digno de chuparse los dedos uno a uno y por todos lados. Se me detiene el corazón.

La máquina de café vuelve a pitar.

Martínez saca el vaso de plástico y me lo entrega.

—Toma. ¿Has dormido mal? Se te ve ojerosa.

—Sí. He dormido mal —respondo distraída.

—Ten cuidado. Quema. —¿Qué? ¿Ha dicho algo? ¿Ojerosa? Madre mía, si este hombre se ha percatado de una cosa así, miedo me va a dar Diego cuando repare en ello—. El café. Quema — me advierte Martínez otra vez.

—Oh. Sí, sí que quema —digo pensando en Diego—. Gracias inspector.

—¿Gracias? Te recuerdo que has sido tú quien ha pagado. Te debo un café. Bueno, un par de ellos. ¿Qué tal esta tarde?

Mmm… Diego. Mmm… recuerdo su olor con nitidez: limón, té y algo secreto. Es curioso, pero cuando me levanté esta mañana todo me olía a él. Intento averiguar por qué he sido tan mema y me he puesto estos vaqueros viejos y este suéter tan soso. Él es tan elegante. Lleva una camisa negra con el botón de arriba desabrochado por donde se le ve el vello del pecho —con lo que me pone a mí eso—, y encima, una americana gris y unos pantalones de vestir impecablemente planchados, también negros, que mejoran su imagen de respetabilidad. Está tan atractivo que se me corta la respiración. ¡Puf! Las apariciones de este hombre deberían ir precedidas por un anuncio de advertencia que trajera en letras de neón: «Visionado a riesgo del consumidor. Absténganse ante riesgo cardíaco fulminante».

—¡Leia!

—¿Mmm? —Martínez me mira como si fuera del planeta de los simios—. ¡Ah, sí! Claro, un café… —respondo sin saber muy bien qué narices me ha preguntado.

Diego parece que cojea. ¿Le habrá pasado algo? Avanza impasible, sin ni siquiera mirarme; como si ayer no hubiera ocurrido nada especial entre nosotros. ¡Y yo que no he conseguido dormir en toda la noche! Me la he pasado tratando de olvidarme de su boca y de la manera en que me hizo sentir su beso contra las cuerdas del Decatlón.

Vamos, Leia, tienes una misión en la que centrarte. No puedes dejar que los sentimientos la echen a perder, me digo a mí misma para animarme.

«¿Entonces por qué te molesta tanto que no te mire?», me casca mi niña policía.

Sacudo la cabeza.

Advierto que Diego está a punto de entrar en el aula.

—Esto… Martínez… nos vemos más tarde —le digo—. Mi profesor acaba de llegar y tengo clase con él.

Observo que Diego se para en la entrada del aula, al lado de la puerta. Está esperando a que los alumnos entren.

—Pues nos vemos dentro de unas horas —masculla Martínez—. Y sin más, me pone un brazo alrededor del hombro, me sujeta la cara con la otra mano y se inclina para darme un beso la mejilla. ¿Por qué habrá hecho una cosa tan estúpida y tan fuera de lugar?—. Que tengas un buen día, guapísima.

—Lo mismo te digo —respondo rígida como un garrote.

Para mi alivio, se gira y se marcha dejándome a solas con mis alocados pensamientos.

Yo también me doy media vuelta y comienzo a caminar hacia el aula con el estómago haciendo cabriolas y saltos mortales de todo tipo. Cuando me fijo, Carlos está hablando con otro compañero, pero enseguida se pierde en el interior de la estancia. Diego sujeta la puerta y su cara habla por sí sola. No hace falta ser experta en emociones para darse cuenta de que está cabreado hasta alcanzar Geonosis y Tatooine, o incluso un poco más allá, si es que hay algo más allá de Geonosis y Tatooine.

A medida que avanzo se instala en mi pecho un nudo de angustia. ¡Don Inhumano! El hombre más poderoso del planeta ha venido a cazarme. Lo estudio con atención. Oh, señor, ¿cómo puede ser que la camisa se le ajuste de esa manera tan sexy?

—Hola, Leia —me saluda una sombra a mis espaldas. Entorno los ojos y me encuentro con los párpados de la satánica de los kikos revenidos pintados de negro.

—Hola —le devuelvo el saludo con inacción.

Diego se vuelve con aire tranquilo hacia mí, y creo distinguir en su rostro una chispa de malicia, pero si lo es, es una chispa muy pequeña.

—A ese tío le gustas —me dice la satánica.

—¿Perdón? ¿Has dicho algo? —Me giro para enfocarla mejor.

—Que le gustas —me repite refiriéndose a Amon.

Me quedo planchada. Desvío los ojos hacia Diego en un intento de captar lo parece ser tan evidente para los demás, aunque su expresión no me aporta nada nuevo. Es más, hoy tiene puesta una máscara de impavidez impersonal que no me gusta nada.

—Voy a sentarme con unas amigas. ¿Quieres que quedemos a última hora para tomarnos un café? —me pregunta la satánica pillándome con la defensa baja.

¿Qué le pasa a todo el mundo hoy con el puñetero café? Estoy demasiado pendiente de las reacciones de Diego, como para pensar en cafés con inspectores de policía o satánicas lésbicas adictas a kikos revenidos.

Mi profesor suspira cuando paso a su lado. Bueno, quizá sí le afecta un poco mi presencia, aunque el cabronazo sabe cómo camuflarse tras capas y capas de inexpresividad.

—Claro —le digo a la satánica para quitármela de encima.

En el fondo no me cae tan mal. Elevo sus puntos de carisma a cinco. La chica sonríe como si no lo hubiera hecho nunca, y tira de la mano de una de sus colegas para entrar en clase como si bailara salsa. Sacudo la cabeza y me centro en mi profesor. Su influencia en las altas esferas se pierde hasta donde mi entendimiento ni siquiera imagina. Su potestad es infinita, por no decir que es la potestad en persona. Y encima es joven; joven y poderoso. ¿Cómo habrá podido llegar tan lejos con tan solo veintiocho años? Caray, dirige los servicios de inteligencia occidentales desde las sombras como el que dirige una grúa en un puerto pesquero. Todas las cancillerías a sus pies. Mi perfil indicaba una persona cercana a los cuarenta o cuarenta y cinco años, ¡pero veintiocho! Me parece extraordinario. Su mundo es un galimatías para mí. Tengo que averiguar hasta dónde se extienden los hilos de su excelencia. Vale, ya sé que la cosa va de linajes y todo eso, pero tiene que ser una persona muy inteligente para ser uno de los grandes entre los grandes.

Me río.

Si mis compañeros supieran a quien tienen de profesor…

«¿De profesor? Pues si supieran a quien tienen de compañera…».

Mi niña policía tan animosa como siempre.

Diego continúa sujetando la puerta mientras los alumnos siguen entrando. Cuando paso al interior del aula, no me dice nada: ni se inmuta ni me mira. ¿Por qué se esfuerza en simular que no ha pasado nada entre nosotros?

Busco un sitio donde sentarme. Mierda, no hay ni uno.

—¿Puedo sentarme con vosotras? —le pregunto de pronto a la satánica en un arrebato de desesperación.

—¡Claro! —responde ella sin ocultar ni su agrado ni su sorpresa.

No me lo pienso ni dos veces, mis pies se orientan solos para seguirla. De improviso, una mano grande, de dedos grandes, y de fuerza grandísima, me aferra del codo y me da la vuelta de un fuerte tirón. Me giro, y observo que Diego me acerca a su pecho con arrogancia. Como de costumbre, parece tranquilo y sutilmente burlesco.

—Ni se te ocurra. Te quiero delante de mí. El amor siempre se merece la primera fila —me susurra al oído—. Y ahora camina. —Y me arrastra con él hacia la parte delantera de la clase.

Busco sus ojos para perforarlo y me encuentro con su dulce mirada verde. ¡Qué color más extraordinario, por favor! El enfado me remite al instante. Sus palabras me traen a la cabeza la imagen de él besándome en la tienda de deportes, la excitación que experimenté y, a posteriori, la espantosa vergüenza en la que me sumí por culpa del orgasmo. Frunzo la frente y me estremezco.

Después de irme, me enteré de quién era Diego en realidad.

La satánica de los kikos revenidos nos mira patitiesa y pierde el color de la cara. Yo, en cambio, me sonrojo. ¿A qué cuento habrá venido este gesto tan posesivo? Echo un vistazo al resto de mis compañeros pero, por fortuna, parecen ajenos a nuestra guerra psicológica particular.

La satánica se sienta con sus amigas sin quitarme los ojos de encima.

Diego me aprieta el brazo y, con fingida naturalidad, me hace un gesto con la cabeza indicándome el sitio en el que, al parecer, me tengo que sentar. Vaya, vaya, esto es el colmo de la dominación. Suspiro mientras él, con una sonrisa ladeada, comienza a alejarse por el pasillo para dar comienzo a este jueves tan glorioso.

—Al final de la clase quiero que dejen encima de la mesa los trabajos que les pedí —dice, mientras yo tomo asiento a regañadientes. Reparo en que se expresa con la seguridad de un empresario forjado por los años—. Si leyeron bien y comprendieron mejor, los pecados capitales han evolucionado hasta nuestros días ligados, de una u otra manera, al tema de la religión y la moral cristiana. No está de más rememorar, que los pecados capitales hablan de los vicios poco éticos a los que por naturaleza somos proclives los humanos, y que el término «capital» no se refiere a la magnitud del pecado, sino al hecho de que este u otro vicio, es base susceptible para dar origen a muchos otros. Pero, ¿quién puede darme una definición exacta de lo que es «pecado»?

Me giro para mirar hacia atrás. Continúa de espaldas a mí, en mitad del pasillo. Un chico moreno con el pelo muy corto levanta la mano para responder.

—¿Su nombre, por favor?

—Ramón Díez —le dice el chaval.

—¿Y bien Ramón? ¿Qué entiende usted por «pecado»?

El chico ni siquiera duda. Contesta enseguida:

—Entiendo el pecado como la transgresión consciente de un mandato entendido por bueno.

Me sorprende la determinación y la lucidez mental de Ramón en medio de tanta mediocridad latente. Quizá la juventud no esté tan perdida, al fin y al cabo. Diego ladea la boca.

—Trasgresión, mandato… —repite como queriendo retenernos las palabras en la cabeza—.

¿Alguna otra definición que pueda ampliar el concepto?

Una chica que no había visto antes levanta la mano. Está sentada en la última fila. Es rechoncha, morena y lleva unas gafas muy chulas. Casi no la distingo desde aquí, pero parece simpática.

—¿Su nombre, por favor?

—Mireia López.

—Bien Mireia, ¿qué tiene que decirnos al respecto?

—Yo creo que el pecado es toda acción censurada por la ley divina, por la Providencia — dice ajustándose las gafas.

¡Qué banal, hija! Veo que Diego sonríe con una amabilidad que no le pega ni con cola y que reprime algún comentario sarcástico, sin duda divertido. Le ha hecho gracia la palabrita, seguro.

—¿La Providencia, eh? Bonita palabra —responde satírico corroborando mi debilitada intuición. Aunque por lo visto, no solo le ha hecho gracia a él, otros compañeros también sonríen. — ¿Alguno más se anima a hablar? —pregunta a continuación. A mí me apetece hacerlo, pero creo que me voy a aguantar las ganas. Además, ni siquiera se ha girado para mirar en mi dirección. Me molesta, así que opto por callarme—. ¿Nadie? —insiste, y como todos guardan silencio como bellacos, continúa hablando él—: El pecado es la elección deliberada del mal.

Quien comete un pecado, lo comete, por lo general, hacia sí mismo. Pero aquello que está bien o mal ha de ser determinado por alguien o algo, bien sea por la Providencia… —Se escuchan otra vez risas en la clase— o por el convencionalismo social o personal de cada cual. Con todo, el hombre de hoy, el hombre del siglo veintiuno, aún encuentra dificultades para comprender con plena lucidez el significado y la trascendencia de dicho mal, de dicho error, de dicho pecado y de dicha iniquidad en las cuales se ve envuelto continuamente. Por tanto, llegados a este punto, ¿puede alguno de ustedes aclararme si los convencionalismos sociales son en verdad los que nos marcan la senda del buen camino y nos frenan en nuestra frenética ansia de ser malvados, o es nuestra incapacidad para darnos cuenta de que la lucha entre la perfección y la imperfección es en realidad la verdadera causa del mal?

¡Joder! ¡Vaya con la preguntita! Mi querido Don Inhumano, al cien por cien y sin margen de error, me acaba de dejar gratamente sorprendida. Estoy fascinada. ¿Es este el mismo hombre que ayer quería meterse en mis bragas? ¿El mismo que me metió la lengua hasta atrás en el Decatlón? ¿El mismo que me ha obligado hoy a sentarme en primera fila? Pues mira tú que, a fin de cuentas, mi prima va a tener razón, Don Inhumano tiene un cerebro a mi altura para pasármelo pipa.

—Ambas cosas —responde Ramón sacándome de mis pensamientos tumultuosos—. Los convencionalismos sociales son un lastre que se nos impone. Si rompiéramos sus cadenas nos veríamos abocados al desastre social.

—… O personal —añade la diabólica de los kikos revenidos que está sentada a su lado y al lado de todas sus diabólicas amigas.

Amon centra los ojos en las punteras de sus zapatos al hablar: —¿Y qué significado llevaría implícito el convencionalismo del que estamos hablando?

¿Alguno de ustedes me lo sabe explicar?

Nadie contesta. Me revuelvo en la silla incómoda porque me apetece hablar. Si de algo sé, es de convencionalismos sociales impuestos, de opiniones y creencias generalizadas relativas a las mansas, y de medios de persuasión usados para conducirlas y condicionarlas. Así que lo hago, qué coño, decido intervenir:

—Retiene nuestra libertad. —Mi voz suena demasiado alta. Giro la cara un poco y me lo vuelvo a encontrar de espaldas a mí. Mis ojos se posan en su culo. Observo cómo se da la vuelta con lentitud —entiendo que sorprendido—, para quedárseme mirando sin mostrar ningún tipo de emoción. En cambio, ladea la cabeza y asiente.

—Correcto, señorita Márquez, la libertad. ¿Qué más puedes decirme sobre este concepto?

¿Alguna característica que quieras compartir con la clase?

Ya empezamos con las pullas. De todas formas me paro un segundo a analizar el tema. Para mí la libertad es una cárcel, pero no le voy a decir eso. Me hubiera gustado continuar hablando un ratito más de la anodina alma del pueblo español, pero qué se le va a hacer, supongo que lo dejaremos para otro momento.

—La libertad destruye la existencia de las personas cuando su motivación no es inteligente, está sujeta a la indisciplina, y en ningún caso se vincula con el condicionamiento.

Amon alza un hombro.

—¿Y con qué se vinculada según tú?

—Con la verdadera realidad. —Y señalo a mi alrededor con los ojos—. Desde luego no con la que marca la sociedad o con la que marcan ellos, o tú o yo, ni siquiera con la que marca la Providencia. —Se vuelven a escuchar risas. Tomo una bocanada de aire y reanudo lo que estaba diciendo—: Llámala realidad cósmica o como quieras. De esta manera, y solo de esta manera, existiría un ajuste con la equidad social y con la justicia.

Diego se queda un momento pensativo, serio, mirándome.

—¿Estás hablándome de libertad automotivada, Leia? —me pregunta con un tono de voz más áspero, dándome de manera deliberada la espalda y echando a caminar por el pasillo. Parece que mi observación le ha llamado la atención, pero también parece molesto por mi comentario.

—Pues claro, ¿de qué sino?

—La libertad automotivada es una ilusión óptica, princesa. Una decepción conceptual, por no decir una mentira.

¿Una mentira? ¿Cómo que una mentira? Solo un psicópata muy psicópata podría decir una cosa como esa y quedarse tan ancho.

«Es que es un psicópata», me dice mi niña policía al oído. «El peor de todos», añade.

¡Dios! Estoy por estrangularla como no se meta en sus asuntos y se calle de una vez.

—Diego… —Y me doy cuenta al momento que lo he llamado por su nombre delante de todos. Nadie más en clase lo tutea—. La verdadera libertad es socia del autorespeto y del autocontrol, no de la autoadmiración.

Gira en redondo, otra vez, y me clava sus ojos verdes hasta la coronilla.

—La autoadmiración hace engrandecer al individuo —me contesta fulminante—, tiende a hacerlo perfecto, elevado. ¿No es acaso a lo que aspiramos todos en esta vida?

¿Perfecto? Perfecto eres tú. Y por alguna razón desconocida su mirada firme me provoca un férreo respeto. En sus ojos se distingue un brillo intencionado que persigue un designio que se me escapa. Aprieto las manos. No quiero caer en un diálogo patentado en exclusiva por nosotros dos.

Tampoco quiero ponerme a discutir con él delante de todos mis compañeros, no obstante…

—La autoadmiración —apunto con rabia— es la tendencia a explotar a los demás para el engrandecimiento personal y egoísta del que se admira a sí mismo como si fuera una miss universo, profesor.

Vuelve a alzar las cejas y se acerca con lentitud hasta mi posición.

—¿Y por qué alguien querría admirarse a sí mismo, Leia? ¿Qué motivación puede tener para hacerlo?

¿Está hablando de alguien en concreto o de todos en general? Me ha pillado desprevenida.

De todas formas contesto sin contemplaciones:

—La máxima motivación respondería a sus ansias de poder, a su deseo de conseguir controlar a los demás. No hay mayor motivación que la omnipotencia, Diego. Pasa todos los días. Lo vemos todos los días. No hubieran estallado dos bombas en la estación de tren hace un mes, si los de arriba no hubieran pecado con su exceso de autoridad y arrogancia.

Algunos compañeros aplauden, otros se llevan las manos a la boca. Él sonríe.

—¿Defiendes lo que hizo ER en Santa Justa? —me pregunta apoyando las manos sobre la mesa en cuanto llega. Y al segundo, ya lo tengo inclinado sobre mí. No quiero reparar en la manera en que se le amolda la camisa a su torso musculado ni en como los pantalones le resaltan cada centímetro de su abultado paquete ni tampoco en lo intimidante que me resulta. Dios, este hombre no deja nada a la imaginación. Es apetitoso por todos lados. Mejor me fijo en sus nudillos machacados y aguardo en silencio—. ¡Mírame! —me ordena. Tiene la boca apretada y las piernas abiertas. Está muy serio. De pronto noto un golpeteo rítmico que me oprime el corazón—. Deja de frotarte las manos y contéstame —me exige tajante, dejándome clavada en la silla.

Respondo, respondo:

—No… no defiendo sus métodos. Ninguno de los que estamos aquí creo que lo hagamos, pero sí su causa. Esto es como lo del pez grande que se come al chico. El chico siempre se lleva la peor parte.

Se queda mirándome sin pestañear.

—Vulgar, Leia. —Se inclina un poco más y me dice bajo—: ¡Mírame, joder! Alza la puta cara y mírame a los ojos. —El chico que está sentado a mi lado se ha puesto tan rojo como yo. Qué vergüenza, madre mía.

—Profesor… —susurra el chaval con un tono de voz mucho más bajo que el suyo, carraspeando y frunciendo el ceño—. No… no debería hablarle así.

Diego arruga la frente y se inclina intimidante sobre él.

—Y tú no deberías estar follándote con los ojos a mi mujer. Ya está ocupada, gilipollas. Si te vuelvo a pillar mirándola, aunque sea de reojo, te cuelgo por los huevos de una soga en el vestíbulo de la facultad. —¿¡Su mujer!? Mis ojos se posan en los suyos, pero los suyos continúan clavados como una fiera en los del chaval. Al final el chaval baja la cabeza y él sonríe de mala gana.

Se recupera orgulloso y suspirando de su arranque de testosterona, y continúa hablando como si tal cosa—: Ha sido una aseveración vulgar viniendo de ti, Leia. Me gusta más esa que habla de los malvados que recogen rosas mientras todos los demás recogen zarzas. ¿Dónde están según tú los límites de la maldad y del convencionalismo social? ¿Quién determina que lo ocurrido en la estación el otro día fue correcto o no lo fue? ¿O hasta qué punto lo fue, en caso de ser correcto?

Con toda franqueza, quedo blanquiazul e ionizada total. Necesito una ficha de iones para salir del bloqueo mental y purgarme a gusto. ¿¡Su mujer!?

—Han muerto personas inocentes —interviene alarmada la chica que se sienta detrás del tal Ramón. La evalúo un momento. Es de las que se deleitan con lo espantoso que es su día a día, de las que viven para los resentimientos prefiriendo quejarse a cambiar la situación. Puntos de carisma: cuatro—. El respeto por la vida humana debería ser la franja límite de la maldad.

Gracias maja. Menos mal. Así me gusta: salvándome el pellejo.

—¿Comparten todos ustedes la misma idea? —pregunta Diego—. ¿La muerte de un ser inocente es, en este caso, el límite infranqueable que separa una buena causa, de una causa perversa?

—Hombre, pues sí —expresa otro alumno.

—Entonces lo que han hecho estos jóvenes es porque defienden una causa amoral, poco caritativa y, desde luego, nada benevolente, ¿no es lo que opinan?

—Su causa no es así. Es todo lo contrario. Nos representa a todos. Todos estamos, tan o más jodidos que ellos, pero no vamos por ahí poniendo bombas y matando gente inocente —responde la tal Mireia bastante alterada.

—¿Por qué no? ¿Qué es lo que se lo impide? —le pregunta Diego colocándose en dos zancadas junto a ella—. ¿La sociedad?, ¿la ley?, ¿su ética personal?, ¿su desconocimiento técnico para poder elaborar una bomba?, ¿su nulidad para hacerla estallar? ¿El qué?

Mi niña policía se carcajea desdeñosa desde su despacho, tapándose la boca con las dos manos, y pateando en el suelo a lo Joaquín Cortés.

Observo que la chica baja la vista y que Diego le clava los ojos en la cabeza esperando su respuesta. Después de un rato sin que la chica diga nada, rueda sobre sus talones y se pone a pasear otra vez por el pasillo con las manos metidas en los bolsillos del pantalón. Parece que estuviera tejiendo en la cabeza algo retorcido. Se coloca a mi lado y me lanza una mirada indescifrable.

—La maldad es una condición que indica ausencia de moral, bondad y caridad —continúa explicando con voz penetrante—. Si una causa no es amoral ni malvada y ni siquiera inclemente, entonces no tendría por qué ser ignominiosa ni tampoco perversa y ni mucho menos tendrían por qué serlo los métodos usados para hacerla realidad. —Hace una pausa para mirarme y me sonríe con descaro. Ignominiosa… Será cabrón. Está disfrutando a base de bien a mi costa. Se apoya en su mesa con las piernas abiertas y continúa hablando—: La única controversia vendría dada, por tanto, no por aquello que es susceptible de ser o de no ser malvado, sino por los códigos de conducta que nosotros mismos nos autoimponemos o por el comportamiento oficial que se nos impone como correcto o incorrecto en forma de código. —Y vuelve a sonreírme para, a continuación, fijar los ojos en el fondo de la clase—. ¿Estiman que son ustedes los que se imponen dichas barreras éticas, o dichas barreras son impuestas por alguien misterioso con algún propósito u objetivo oculto o determinado?

Y si es así, ¿qué objetivo sería ese?

Así que te encantan los desafíos ¿eh, profesor? No te podré psicoanalizar, pero me estás dando muchas pistas y te estoy calando a base de bien. Tratas de dominar el ambiente, no solo con tus gestos, sino también por medio de la retórica; buscas resultados rápidos y efectivos; te gusta generar retos y que la gente tome decisiones rápidas y no pierdan el tiempo con idioteces; echas a rodar las cosas e induces a que los demás hagan lo mismo; te apasiona dirigir a las personas y recibir el merecido reconocimiento; tiendes a responder con preguntas y esperas respuestas directas, sin apenas discusión, y, en la medida de lo posible, proveyendo soluciones eficaces y eficientes; y siempre quieres ganar. Además, lo haces todo de manera enérgica y expansiva tratando de imponer tu voluntad y tu visión, cuanto menos, de una manera característica.

Me gustas Diego, mucho, cada vez más.

Y como no me puedo aguantar las ganas y esto es un pulso entre él y yo, prorrumpo como una díscola levantando la voz y la barbilla al responder:

—El poder. —Él da un paso al frente y se acerca hasta mi mesa para mirarme con ojos repletos de suspicacia. Esta vez no se los aparto cuando hablo—: Este es el objetivo que nos marcan las élites. Les gusta ejercerlo tanto o más que ejercer la violencia, ya que esta es la única mierda que les hace sentirse bien. Las élites son las únicas que nos imponen barreras. Estos chicos lo único que están tratando de hacer es de echarlas abajo.

—¿Por qué?

—Porque son listos. Saben que si eliminan la satisfacción que les provoca a los de arriba ejercer su tiraría, se quedarían sin nada.

Él arquea una ceja.

—¡Así que se quedarían sin nada…! ¿Y crees que la élite de la que hablas juega limpio para mantenerse en el poder? —Su expresión es oscura—. ¿Piensas que están donde están porque su moral es bondadosa y caritativa?

Ja, ja, ja… no trates de poner palabras falsas en mi boca.

—¡La élite es una puta mierda! —respondo sin poder contenerme las ganas—. Está claro que el vértice donde se congratulan sus eminentes miembros es como la inaccesible cima de una montaña a la cual solo pueden llegar las aves de rapiña y los reptiles.

Escucho un estallido de aplausos. Me quedo mirando para Diego: multitud de emociones cruzan por su semblante sin que pueda evaluar ninguna.

—Vulgar, Leia. Muy mediocre —murmura en cuanto la descarga de júbilo cesa—. ¿Qué puedes decirme de la élite? —me pregunta con voz impávida cuando se hace el silencio.

Suspiro hondo y noto que me domina una pizca de ansiedad.

—Quizá un refrán de la dinastía Qing pueda resumirlo por mí: “El pueblo teme a los gobernantes, los gobernantes temen a los demonios extranjeros —aunque yo lo sustituiría por los demonios de la élite—, y los demonios de la élite temen al pueblo”.

Sonríe sin ninguna gana.

—¿Es esta tu opinión? ¿Que la élite tiene miedo? —Eleva las cejas—. Lo dudo.

—Pues no lo dudes —reitero con osadía—. Explícame por qué sino la élite está militarizando la totalidad de la vida pública. Cada sector dinámico de la economía está apoyado sobre el elemento militar. No lo puedes negar.

Cuando me mira, su expresión cambia otra vez. Santa madre bendita, sus ojos refulgen vivos, y en su boca se perfila una virulenta mueca de fastidio.

—¿Por qué no me lo explicas tú?

—Por supuesto, profesor, si es lo que quieres. —Mi niña policía deja el zapateado y me grita desesperada para que me modere en la explicación—: En primer lugar, a través de la militarización, la élite está tratando de llenar el vacío político que ha supuesto el reordenamiento neoliberal de los territorios; y en segundo lugar, lo están usando para desplazar el gasto social, cuyo efecto redistributivo y democratizador tanto temen.

Tengo el corazón en un puño. Diego saca las manos de los bolsillos y vuelve a apoyarlas en mi mesa.

—Seguro que sí —musita—. Demuéstramelo con datos verídicos no con dogmatismos baratos, Leia.

Mierda. Está claro que él está en su terreno y que yo no puedo exponerme mucho. Mmm… si no puedo vencerlo con argumentos, al menos podré confundirlo con datos.

—Vale —murmuro, y levanto con altivez los ojos al hablar—. Me remito a un dato de aquí y que poca gente conoce. El seis de mayo del 2014, PP, PSOE, UPyD y CiU se unieron en el Congreso de los Diputados para perpetrar el mayor ataque a la democracia desde el veintitrés F. La aprobación conjunta que realizaron para dar su apoyo a la viabilidad del TTIP —el famoso acuerdo de libre comercio negociado en secreto entre EEUU y la Unión Europea, copia del desastroso acuerdo NAFTA que se acordó entre Norte América y México y que ya sabemos lo que trajo después—, fue su sutil manera de inutilizar el Parlamento. Y como todos sabemos, con dicho acuerdo, que es algo más que un mero tratado comercial (algo nuevo, enfermizo, y con un potencial de impacto monstruoso, capaz de definir un dictamen de legalidad nuevo, o incluso imponer una Constitución Económica creada por lobbies para que las multinacionales fluctúen sin pudor alguno por encima de nuestros derechos sociales, culturales, morales y medioambientales), lejos de cumplir con las expectativas prometidas, están comenzando a destruir, tal y como se esperaba, miles de millones de empleos y haciendo que todos los indicativos económicos y sociales se estén yendo al garete. — Suspiro y ladeo la cabeza—. ¿Quieres que continúe, profesor? Podríamos pasarnos horas enteras hablando de este tema; es más, podríamos dedicar un par de clases a analizar las consecuencias victimológicas que nos va a suponer a los europeos la auténtica locura en que se resume dicho tratado.

—Estás hablando de un tratado que Trump ha echado abajo, todo el mundo lo sabe.

—No. Estoy hablando de un tratado que se ha congelado en el tiempo, cosa que no todo el mundo sabe, al menos se ha congelado de cara a la galería. Hay movimientos geopolíticos y geocomerciales ocultos que están forjando un nuevo mundo del que ni Dios sabe nada, un mundo único, dirigidos por unos pocos privilegiados, ¿o no?

Guarda silencio y hace una mueca rara con la boca. De repente escucho un gran murmullo y veo muchas cabezas que asienten aprobando mi comentario. Diego se pasa la mano por la barba. Me mira con un chocante brillo en sus ojos ¿verdes? No, ¿negros? Frunzo el ceño: extraños. Sacudo la cabeza confusa. El caso es que me mira como si fuera transparente, cosa que me incomoda mucho.

—Me parece que las ideas de Lobaczewski se han quedado un poco anticuadas, ¿no crees?

—me dice finalmente.

—Pues yo creo que su tratado sobre Ponerología política debería convertirse en un clásico entre los clásicos, o mejor aún, en un manual de estudio y de apertura mental en todas las universidades.

—Eres muy Hedges, Leia. No me lo parecías.

Y tú muy Thomas Hobbes, pienso yo.

—¿Acaso Chris Hedges estaba equivocado cuando hablaba del despotismo tiránico del Estado? ¿O acaso fue Andrew Lobaczewski el que se confundió al afirmar que las élites no son otra cosa más que psicópatas con comportamientos alterados que infectan la sociedad desde arriba hacia abajo?

Se cruza de brazos y su mirada se enturbia a medida que me analiza. Después endurece el gesto y me espeta:

—¿Eres una conspiranoica, Leia? Quién lo diría.

Me encojo de hombros.

—Si por creer que estos individuos tienen una agenda coordinada con el objeto de convertirnos a todos en una especie de autómatas sin razonamiento soy una conspiranoica, entonces sí, lo soy. También creo que esta panda de psicópatas lleva desde siempre ejerciendo el poder sobre las masas por medio del estudio y del control del comportamiento humano, entre otras maldades.

Alza las cejas y me mira con hostilidad.

—Lo que decía, hombres y mujeres de poca fe, rojos y anarquistas. Me pregunto a quién puede admirar una chica como tú. Espera, déjame adivinar… ¿Buenaventura Durriti?

Trago saliva y aprieto las manos. Mi niña policía está que se sube por las paredes. Me suplica de rodillas que no le siga el juego.

—Casi, profesor. Me quedo con la figura del único hombre que tuvo la valentía de luchar, no contra molinos de viento, sino contra gigantes de verdad: Lucio Urtubia.

—Albañil, analfabeto y comunista —se burla él.

—Sí, pero estuvo a punto de hacer quebrar al Citibank en los setenta. Analfabeto, pero un puñetero visionario. Al igual que él pienso que no necesitamos de un Estado para nada. Son los albañiles, los pintores y los electricistas los que hacen que la sociedad funcione.

—Ya.

—¿Ya? —No me puedo aguantar las ganas. No puedo—. Verás, Diego, generación tras generación los humanos practicaremos mucho más la maravilla de la justicia y la misericordia. Cada vez seremos más solidarios, más inteligentes y más fraternos. Y dicha la lealtad se hará cada vez más aguda e imparable a medida que pase el tiempo. Está en nuestra naturaleza humana, le guste a la élite o no. La bendita lealtad que de manera continuada tratan de minarnos estos… jodidos cabrones, será la que nos vaya alejando de manera progresiva del actual gobierno representativo. —Hago una pausa para tomar aire y continúo—: Estoy por apostar que en un futuro no muy lejano la figura del Estado desaparecerá y que el autocontrol individual será la marca de gobierno predominante.

Diego da un paso atrás con los ojos muy abiertos y las cejas levantadas. Parece sorprendido, pero al momento cambia su expresión y me fulmina con una mirada muy verde.

—¿El autocontrol? —murmura—. Para que ocurriera lo que dices sería necesario instaurar un orden social nuevo basado en nuevos ideales. Y dichos ideales…

—Con dos sería suficiente —lo corto, y añado—: igualdad espiritual y hermandad social.

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