Ira

Ira


CAPÍTULO IV

Página 17 de 47

Lo cual tendrá como consecuencia un único gobierno, una única lengua, una única raza y una única moral. Llegará un día en el que todos avanzaremos en la misma dirección y por el mismo propósito.

Diego abre los ojos todavía más y percibo en él un atisbo de admiración o de alivio, a saber. Se acerca a su mesa. Su expresión me confunde. Juro que no es la que me esperaba.

—¡Sorprendente! —exclama sin poder ocultar un sentimiento de asombro. Se desabrocha un botón de la camisa provocándome un escalofrío que me recorre toda la columna—. Solo existe un propósito, pero no quiero hablar de él ahora. Hablemos mejor de los ideales. ¿Ningún otro tipo de regulación? —me pregunta de nuevo.

Asiento con la cabeza deleitándome con la visión de su vello y suspiro al responder: —Sí. Las funciones del gobierno, por denominarlas de alguna manera, quedarían restringidas a tareas de coordinación económica y administración social. Nada más.

¿Entusiasmo? ¿Alegría? ¿Exaltación? ¿Es lo que traducen sus ojos o me equivoco?

—¿Nada más? —Ahora se remanga las mangas de la camisa.

Dios, tengo que ahogar un gemido. Tengo la libido a punto de estallar—. Leia, estamos en el año 2019, la sociedad idílica de la que hablas está muy lejos de ocurrir.

—Pero ocurrirá. Las élites no podrán frenarla. Es inevitable.

Después de una pausa muy larga, comenta:

—No podrán frenarla… ¿Por qué? ¿Para qué? ¿Cuál es según tú el objetivo último de las élites? Acláramelo de una vez.

Clavo mis ojos en los suyos. ¿Elites? No hay «Élites». Solo hay una «Élite» y está formada por alguien como tú.

—Su objetivo es doblegar a la población para alejarnos de dichos ideales.

—¿Cómo?

—Haciéndonos tontos perdidos.

—¿Cómo?

—A través del control mental.

—Ya, pero ¿cómo?

—A través de la educación, la publicidad, la propaganda, la programación predictiva, los deportes, la política, la religión, la alimentación, la televisión, la tecnología… —los besos inesperados, las amenazas posesivas, las promesas de amor a la única persona en el planeta con la capacidad intelectual y funcional para impedirlo…

—¿Estás hablándome de un tipo de guerra encubierta?

—Sí —respondo—. Pero esta vez el rumbo de los acontecimientos es distinto. En poco tiempo nos veremos inmersos en una larga e intensa lucha, pero no de tipo económica como cabría esperar, sino por la evolución humana.

Sonríe. Pero sonríe a lo magnánimo, como si de un momento a otro se fuera a postrar ante mí de rodillas para adorarme con pleitesía. Cada vez me confunde más este hombre.

—¡Increíble! Por la evolución humana… —repite—. ¿Te gustaría hacerlos desaparecer? — me pregunta sin dejar de mirarme.

Pero en el fondo sé que lo que me está preguntado es: «¿Te gustaría hacerme desaparecer a mí?». ¿Quiero hacerlo desaparecer? ¿Quiero que desaparezca de mi vida?

Besos, amenazas posesivas, promesas…

Mi niña policía exige una respuesta por mi parte. Me encojo de hombros y ella arruga los ojos.

«No quieres, Leia. Lo quieres a él».

¡Bruja!

Diego no espera mi respuesta, gira en redondo y se lo pregunta a toda la clase: —¿A quién de ustedes les gustaría que no existieran, que desaparecieran de sus vidas?

Todos levantan la mano. Me quedo entumecida en la silla. Quiero seguir hablando, pero me quedo callada. Lo cierto es que la élite patológica que nos gobierna lo hace a base de guerras, terrorismo, injerencias y violencia de todo tipo. Cambiar, demoler los cimientos sobre los cuales han construido su pirámide de poder sin desplazar toda la estructura, sería algo más que difícil, dado que son la base de todos los problemas políticos y sociales que nos asolan. Tanto mi hermano como yo llevamos años investigando la mejor manera de implantar una estrategia funcional que nos permita hacerlos desaparecer sin que se nos caiga encima todo el edificio y, por supuesto, la hemos encontrado.

—Bien, por lo que deduzco —continúa Diego—, el hecho bondadoso o malvado no se reduce al propio hecho en sí, ni tampoco al método usado, sino más bien contra quién se usa. Si en vez de haber muerto gente inocente en la estación el otro día, hubieran desaparecido unos cuantos hijos de puta de los que estamos hablando, todos estaríamos encantados de la vida y celebrándolo con aplausos. ¿No es así? ¿No es así como piensan ustedes?

Detecto cierta ironía en su voz. Nadie habla. Hay un gran silencio. Me acabo de dar cuenta de que Amon es un individualista recio, un gran confrontador beligerante, un ser muy pragmático y audaz. Tiene la habilidad de convertirlo todo en una prueba de voluntades. Sabe cómo manejar a unos cuantos postadolescentes —entre los que me incluyo— cabreados con su futuro desolador.

—¿Nadie va a comentar algo al respecto? —insiste, y espera con paciencia. Pero el silencio continúa—. Vamos a ver, ¿son virtuosos estos chicos por la causa que subrayan, o no lo son? — pregunta encogiéndose de hombros.

¿Virtuosos? ¿Qué tiene que ver la virtud con todo esto? Pienso: virtud, virtud… ¿Qué coño es la virtud? ¿Algo que te ata y te jode la vida cuando quieres protegerla a toda costa? ¿O algo que permite que las cosas se pongan a tu favor?

El saco de los recuerdos se abre en mi cabeza y me vienen al pensamiento de golpe las palabras de mi hermano, pero las aparto enseguida para que no me atosiguen. Me concentro en las características de la virtud: ¿Vencerse a uno mismo? ¿Devolver al corazón la honradez que le ha dado la Providencia? ¿Acaso se trata de una experiencia progresiva? ¿Algo que deba evolucionar?

Lo que está claro es que la virtud es más que una sapiencia, es un instrumento de erudición, requiere de un estado superior de conciencia para hacerla consciente, y para ello tenemos que estar muy despiertos. ¿Despiertos? ¡Qué gracioso hablar de despertar cuando el género humano está zote total!

Concluyo que tan solo depende de nosotros ser o no ser virtuosos. Si algo tengo claro es que la virtud necesita de nuestra comprensión para lograr que el progreso sea posible. Y estos cabrones elitistas nos la están censurando desde hace milenios.

—No son virtuosos —expresa una chica morena desde el fondo de la clase—, son unos asesinos, unos terroristas. Matan gente.

Diego sonríe con una mueca de medio lado y se aproxima a ella. Le sostiene la mirada con intensidad. La chica se pone roja como una antorcha.

—Si trataran de matar a su madre delante de sus narices, ¿qué haría? ¿Trataría de impedirlo, o dejaría que siguieran intentándolo?

La chica no se lo piensa dos veces, contesta convencida:

—Trataría de frenarlos.

—¿Cómo? —pregunta Diego—. Son más fuertes que usted, más listos que usted y, además, saben luchar… ¿Cómo lo haría?

Ella se encoge de hombros.

—No lo sé. Dependería de la situación, pero desde luego no me quedaría de brazos cruzados.

—Bien, supongamos que tienen un cuchillo y que uno de ellos está dispuesto a degollarla.

¿Trataría de impedirlo?

—Sí —responde rotunda.

—Pongámonos ahora en la situación de que lo logra: usted forcejea con él y lo mata. ¿Cómo se sentiría?

La chica tuerce la boca: duda. Pero no por sus ideas, sino porque intuye que Diego esconde algo bajo la manga.

—Me sentiría bien porque habría salvado la vida de mi madre. Además, sería en defensa propia.

Diego vira en redondo y observa a toda la clase sin moverse del sitio.

—¿Alguno de los presentes opina que ellos no lo están haciendo en defensa propia? ¡Están defendiendo su país! ¡Están defendiendo sus ideales! ¡Están defendiendo su futuro! —manifiesta con rotundidad—. Y no solo el suyo, el de sus hijos y el de sus nietos también.

Todos guardamos un reverencial silencio. Yo incluida.

—¡Pero han matado gente inocente! —expresa de nuevo la chica al poco rato.

Diego sonríe y la encara con el ceño fruncido. Su mirada se vuelve más audaz e intensa.

—¿Y si su madre fuera una delincuente que hubiera entrado en una casa ajena a robar, y quien sostiene el cuchillo tan solo fuera un pobre diablo que lo único que quiere es que ella le devuelva lo que le está robando, y que de paso libere a sus hijos a los cuales ha retenido encadenándolos a la calefacción, para así poder perpetrar a sus anchas el robo? Pongámonos además en el caso de que su madre esté robando al chaval todo lo que tiene en la vida para sobrevivir, para sacar a sus tres hijos y a su mujer adelante.

¡Toma! Nos hemos quedado todos de piedra. La chica se ha puesto morada y yo me he quedado azul. Pero, ¿cómo le ha dado la vuelta a la tortilla con tanta habilidad? Este hombre me da miedo. No sé cuáles son sus ideales respecto a este tema y, por primera vez, me hace dudar. ¿Será a lo mejor un policía infiltrado haciéndose pasar por un agente del CNI? ¿O será en realidad mi cien por cien Don Inhumano sin margen de error? Lo que está claro es que tiene una habilidad pasmosa para manejar las situaciones; es de los que tira las piedras para que las cojamos al vuelo, pero no muestra sus cartas ocultas a nadie. Me intriga sobremanera. En su mejor cara, es de los que se gana el respeto con honorabilidad. Parece un auspiciador de causas nobles.

¡Mierda! Me voy a acabar enamorando de verdad de él.

«Ya estás enamorada de verdad de él. ¿A quién tratas de engañar, Leia?», me espeta mi niña policía desde su escritorio.

¡Joder!, vete a la mierda, guapa y déjame en paz. Tú, dedícate a la lupa y a la investigación y no te metas en mis asuntos personales.

Ella arruga las cejas y me señala con el dedo en plan advertencia.

¡Puta! La insulto yo.

—Bien señores, señoras. La virtud, la maldad, los condicionamientos sociales y personales son términos fluctuantes. No tienen un límite coherente y conciso que los demarque y, desde luego, nada ético o moral que los sustente. El pecado o la perversidad pueden, como han comprobado, justificarse sobre una causa loable y bondadosa, mientras que la virtud y la bondad pueden hacerlo sobre una causa aborrecible. Todo depende del cómo, quién, cuándo, y con qué se mida. De igual manera, para un pecado concreto siempre hay una virtud que gravita en su contra, o viceversa. Les voy a poner otro ejemplo. He aquí un pecado capital: la ira... —¿Ira? Siento un respingo al escucharlo. Y de repente sé que el ejemplo que va a poner, va a versar sobre mí. Me lo corrobora al acercarse de nuevo a su mesa y al clavarme los ojos hasta atrás. Su descaro es obsceno y no esconde ni el descaro ni la obscenidad. Diego me atraviesa con los ojos y, antes de continuar hablando, me presenta su mejor mirada de inquisidor—… y su antítesis o antagónico: la paciencia. —Guarda un momento silencio y añade—: Y la pregunta al respecto es… ¿Quién es más o menos virtuoso, o más o menos malvado…? ¿Una arisca, colérica e irritable joven que salta a la primera de cambio después de haber contenido toda la vida su ira, que además es tan iracunda que ni contesta a su amado al teléfono y que siente un placer irrevocable por su propia sangre o por la sangre de los demás… — Subraya la última frase clavándomela en la yugular y haciendo que me ponga roja como si me hubieran pintado la cara como un arapahoe—… o un sufrido, tranquilo, sosegado, enamorado y entregado joven, templado en sus maneras, paciente y calmo, pero resignado a su maldita suerte, que no es otra más que ser un torturador de terroristas?

Abro los ojos hasta que no los puedo abrir más. ¿Torturador de terroristas? ¿Que no contesta a su amado al teléfono? ¿Amado? ¿Enamorado joven? Lo miro y lo remiro y no me termino de creer lo que acabo de escuchar. No puedo creerme que haya dicho delante de todo el mundo lo de la sangre, los terroristas y las torturas. ¡Vale! Ya sé que nadie sabe que habla de mí, pero, ¡se ha pasado tres pueblos! Y, además, ¿qué ha sido todo ese rollo del joven enamorado?

Siento como si me hubiera disparado en el corazón: «¿Enamorado y entregado joven?

¿Torturador de terroristas?» . ¡Hostia puta! Ayer me dijo, en algún momento que ya ni recuerdo, que no era un profesor. ¿Se habrá referido a él mismo con lo de torturador de terroristas? ¿Será que lo es en realidad? ¿O será que Don Inhumano al cien por cien es todo eso y mucho más?

«Te confundirá y te trastocará, hermanita».

Mierda Lucas, ahora no. No quiero que regresen a mis sesos tus palabras.

«Te enamorarás y él se enamorará de ti».

¡Qué más quisiera yo!

¡No! Me niego a aceptarlo. Él no puede ser un torturador de terroristas, él no puede ser un asesino. Los asesinos son fríos, salvajes, carecen de afecto, son amorales, impulsivos, inadaptables e incorregibles. Diego, mi Diego, no puede ser uno de ellos. Pero espera un momento, Leia, tu perfil inicial sobre Don Inhumano indicaba que sería así. Bueno, la impulsividad formaría parte sus características, pero me doy cuenta que Diego carece de esta cualidad; en cambio de paciencia va más que sobrado.

Alzo los ojos y lo observo pensativa: ¿cruel?, ¿violento?, ¿inmoral y despiadado?, ¿dictatorial y opresivo?, ¿no admite la culpa ni el temor ni cualquier otro sentimiento humano?

Vuelvo dudar. Tan guapo, tan perfecto, con esa sonrisa imposible de resistir, con esos ojos mutantes llenos de promesas… Es que lo miro y lo vuelvo a mirar, y me da igual que sea amoral, inadaptable, salvaje y frío. Lo cierto es que me da igual todo. Solo quiero que me toque, que me mime, que me acune entre sus brazos… Aunque todo sea mentira. ¡No! ¡No! ¡No! Ya estoy yo desvariando otra vez.

—¿Nadie contesta? —insiste él con sorna, sacándome de mi ensoñación.

Me está desnudando con los ojos. ¡Qué ojos! No puedo ni mirarlo. Incapaz de mantenerle la mirada, bajo los míos a los folios y siento un estremecimiento por todo el cuerpo. ¿Asesino?

¿Torturador? Mi niña policía me señala con el dedo acusándome de habérmelo advertido. Observo que se pone la chaqueta y que se mete las manos en los bolsillos del pantalón.

Ramón contesta desde el fondo de la clase:

—Ninguno de los dos es totalmente virtuoso o totalmente malvado. Ambos muestran signos de incluir ambas características en su conducta.

—Como el ying y el yang. —Trata de aclarar el chico que está sentado a mi otro lado y que no deja de martillar con su boli en la mesa. Me apetece clavárselo en la mano para que se esté quieto de una putísima vez. Me está poniendo cardiaca.

—Por lo tanto, ¿rubrican que siempre hay un cierto grado de lo malo en lo bueno y de lo bueno en lo malo?

—Sí —asienten varias personas al unísono.

Me estoy poniendo cada vez más nerviosa con el martilleo del boli de mi compañero. Creo que estoy apretando los labios.

—¿No me han contestado todavía a la pregunta? La plantearé de una manera más sencilla para que la entiendan: ¿Quién es más malvado de los dos? ¿El chico o la chica?

—La chica —responde la satánica convencida—. No le ha cogido el teléfono. ¡Por Dios! Él está enamorado. Es una cabrona.

¿Que yo soy una cabrona? ¿Que él está enamorado? ¡Ja!

—Sí, sí. La chica.

—La chica.

Son varias las voces que oigo pronunciarse al respecto. Casi todas de varones. Alzo los ojos hacia Diego con el ceño fruncido. El muy hijo de puta está sonriendo de oreja a oreja y se lo está pasando en grande a mi costa. El imbécil de mi lado continúa dándole a la mesa con el boli.

Estiro la mano conteniendo unas ganas tremendas de estrangularlo y la apoyo sobre la suya para que se esté quieto.

—¡Perdona! —Se disculpa el idiota en un susurro.

—No es nada —respondo cínica—. Pero me estabas poniendo nerviosa.

—Lo siento, Leia —me casca el chaval otra vez.

¡Hala!, segundo día en Victimología, y este ya me llama también por mi nombre. Gracias profesor Amon. Gracias Diego Amon. Gracias Diego Amon de Villar. Gracias Diego Amon Diablo de Villar.

—Bien, para mañana quiero que desarrollen en un máximo de cinco folios, uno de los pecados capitales y su antagónico a elección. Al igual que ahora, me los entregarán al finalizar la clase. Es todo por hoy. Que pasen un buen día, muchachos. —Y se da la vuelta para encender el ordenador.

Mis compañeros se levantan y yo hago lo mismo. Hay mucho jaleo de gente entregando trabajos, por lo que no logro moverme del sitio. Cuando por fin lo puedo hacer, Diego me llama y me detiene en seco.

—Leia Márquez, tú quédate.

Se me pone el corazón en la garganta; más que nada porque estaba a punto de salir por la puerta.

Carlos se detiene a mi lado.

—Leia, has estado de puta madre hoy en clase. Vaya pulso de luchadora profesional. Lo tenías acorralado.

—No creo, Carlos.

—¿Que no? Mírale que cara, no te quita los ojos de encima. Seguro que quiere degollarte.

Te veo en un rato. ¿Te espero fuera y nos tomamos un café?

¿También él?

—Vale.

Y se va. Ya no queda nadie más en el aula.

—Ven aquí y cierra la puerta —me ordena sosteniéndome la mirada en cuanto ve que nos quedamos solos. Me estremezco por la forma en que me lo ha dicho, con ese tono autoritario tan suyo.

Como una autómata entregada con placer a su servicio, cierro la puerta, cruzo la clase y me coloco donde él me indica. Tengo la cabeza como un remolino. Lo veo coger uno de los trabajos de la mesa y balancearlo en la mano.

—Esto de aquí es tu trabajo sobre la ira —apunta inexpresivo.

Se lo envié a primera hora de la mañana. Veo que lo tira a la papelera. Lo he copiado y pegado de la Wikipedia. Ya sé que no es muy original, pero es lo que he hecho.

—¿Qué le pasa a mi trabajo? ¿No te ha gustado?

—¿Quieres que te diga de verdad lo que me ha parecido tu trabajo? —Usa un tono neutro para hablar. El más neutro que he escuchado en mi vida.

—Lo cierto es que no. Prefiero que te lo guardes para ti.

—Va a ser lo mejor, porque lo vas a repetir. Aunque quiero que te centres en una única cuestión: la ira pasiva. Creo que en cuanto profundices un poco en el tema te sonará de algo.

—¿Qué quieres decir? —pregunto con recelo.

—No quiero decir nada. Hazlo y punto. Pero a estas alturas de la vida ya deberías saber que la paciencia es la virtud de los cerebros inteligentes, mientras que la ira lo es de los estúpidos. ¿Por qué me apagaste el teléfono anoche?

—Es un poco injusto viniendo de un hombre tan paciente como tú, insinuar una y otra vez, que soy una estúpida, sobre todo cuando no me conoces lo suficiente.

Diego sonríe y se pasa la lengua por los labios.

—No era una insinuación, Leia, era una certeza. Además, mi paciencia solo está tratando de decidir en este momento lo que es justo y lo que no lo es. Y desde luego tu trabajo sobre la ira es justamente una mierda.

—Elocuente y prosaico juego de palabras, profesor.

—¿Sabes?, tienes que aprender a afrontar las decepciones con más audacia, princesa, y no solo las decepciones, también el fracaso y la frustración. Lo único que haces es autoagredirte.

—Ya. No es nada justo entregar algo así de chabacano, ¿verdad?

Me mira con los ojos fruncidos.

—Lo que no es justo es que no hayas respondido todavía a mi pregunta y ni mucho menos que no me contestaras anoche al teléfono. ¿Por qué lo apagaste? —insiste.

Así que es eso. Está enfadado porque ayer le apagué el móvil. De repente el ambiente de la estancia se carga de tensión, y sus ojos, de naturaleza beligerante aunque no exentos de un leve matiz pacífico, se tiñen de un color ambiguo. Algo cambia en su rostro, algo que me aterra, me subyuga y me domina.

Respondo como si me hubiera puesto una pistola en la sien:

—Lo apagué porque estaba cansada, porque tenía sueño y porque… bueno… me quedé dormida.

Diego me sostiene la mirada sin pestañear, apretando los dientes. En esas, saca una de las manos del pantalón y cierra la pantalla del portátil de golpe. La tapa choca contra el teclado dejando impreso en el aire un eco sordo. Salto del susto por el ruido. Quiero mirar a otro lado, pero soy incapaz de moverme. Su mirada me inmoviliza. El ambiente podría cortarse con un cuchillo.

—Has estado llorando y odio que llores. No vuelvas a hacerlo, por favor.

Pero ese «por favor» suena a regañina total, no ha ruego. ¿No quiere que llore? ¿Por qué le molestará tanto que lo haga?

—Diego, ya te lo dije, necesitaba pensar. Necesitaba olvidarme de ti para serenarme.

—¡Vaya! Por fin una respuesta franca aunque no me guste una mierda. No quiero que te olvides de mí ni por un momento. No quiero que lo hagas, Leia.

Da un paso al frente para colocarse a mi lado. ¡Oh, Dios! Su cara se transforma en sensualidad. ¿Qué pretende? De manera instintiva doy un paso atrás. Él se carcajea emitiendo un gruñido de satisfacción. Su risa ronca me eriza la piel: es intrépida y retadora…, sexy como el infierno.

—¿Vas a algún sitio? —me pregunta ladeando la boca. Reconozco que tengo que hacer un gran esfuerzo para no continuar retrocediendo, ya que por algún motivo, es lo creo que me está obligando a hacer—. Ven —me dice con voz melosa y cautivadora tendiéndome la mano.

—No —respondo apartándome de él.

—Sí, Leia, ven aquí.

De repente me coge por la nuca y me agarra por el pelo. Tira de mi cabeza hacia atrás haciendo que mi barbilla se levante. Me hace daño, pero me gusta. Trago saliva con esfuerzo y trato de psicoanalizar sus intenciones, pero como siempre me resulta una tarea inútil.

Él suspira y me lanza una rápida mirada antes de pasarme la lengua por los labios. Es atractivo hasta caer rendida a sus pies. Incrusta su nariz en mi cuello y me huele.

—Mmm, esencia de virgo. —Y agrega—: Eres jodidamente lista, princesa, y jodidamente retorcida. También eres jodidamente preciosa. Voy a domarte igual que si fueras una fiera.

Vuelve a lamerme y después me acaricia los labios con los dedos. Un regusto a felicidad me invade los sentidos.

—¿Qué quieres de mí, Diego?

—Mmm… Diego… me encanta escuchar mi nombre en estos labios tuyos que deberían estar prohibidos por sexys y atrayentes. —Sonríe—. ¿Qué quiero de ti? Esto es lo que quiero de ti. —Y

me besa con una ferocidad endiablada. Su lengua se enreda con la mía despertándome algo caliente y violento en el interior. Después, restriega su paquete contra mi estómago—. Mmm… y también quiero esto—. Me muerde el labio inferior a la vez que me agarra un pecho con la mano libre.

Comienza a masajeármelo con devoción. Luego, sube hasta mi cuello y me lo aprieta con fuerza.

Me deja por unos segundos sin aire. Observo que se le abren los labios y que emite un jadeo en cuanto sus ojos se posan en mi boca.

—¿Por… por qué me haces esto? —consigo decir a duras penas con la voz quebrada.

—Porque tú vas a ser para mí, pequeña niña, por eso —asevera, y pasa sus dedos firmes por mi mandíbula, por mis pómulos y por mis labios.

Detiene su pulgar para juguetear con ellos. La herida que me hizo ayer me duele.

—¿Te duele?

—Sí. —Me la frota con más insistencia.

—Me gusta que te duela.

Se inclina y vuelve a lamerme los labios aprovechando que mi boca se abre debido al estupor. Me pasa la lengua de arriba abajo por ellos y luego me los recorre con la punta, en un gesto tan tórrido y libidinoso, que creo que me voy a derretir como un helado al sol. ¡Buf, qué calor! Y

encima estamos en un aula.

—¡Suéltame!

—Ni hablar. ¿Nerviosa?

—¿Me vas a hacer daño?

—No. Pero eso no significa que vaya a ser suave contigo.

Es más que evidente que no lo vas a ser. Lo empujo tratando de luchar contra él o contra esta sensación extraña que me sube y me baja por todo el cuerpo y que no comprendo, pero sus ojos continúan sin dejarme. Ahora me miran con dureza. ¿No le ha gustado mi rechazo?

—Alguien tiene que enseñarte buenos modales, niña… —me dice molesto— y ese alguien voy a ser yo. Yo te enseñaré a someterte como es debido.

El sueño de esta noche se materializa ante mis narices en forma de evidencia.

Amon vuelve a cogerme del cuello y a apretármelo otra vez, fuerte, como lo hizo contra las perchas del Decatlón, dejándome otra vez sin aire. El calor me sube hasta la cara.

—¿Y vas a ser tú quién me enseñe, profesor? No me digas que además de ignominioso también eres pretencioso.

Sonríe al escucharme.

—Sí, y además de pretencioso soy posesivo y acaparador. Sobre todo con lo que considero que es mío. Y tú vas a ser mía muy pronto. —Palidezco. Pero antes de ser consciente de nada más, me estrecha contra su pecho y me mete la lengua en la boca. Un latido insistente comienza a palpitarme en el vértice donde se juntan mis piernas. Es un beso severo, instigador. Su lengua y sus labios me obligan a besar y a emitir un jadeo que no puedo reprimir. Hago consciente, de golpe, lo excitante que es el sabor de su lengua.

—¿Te gusta, Leia? —me pregunta mientras me empotra contra la mesa.

—¿Ah?

—Ya veo que sí.

Sonríe y comienza a deslizar su lengua por mi cuello. Avanza hasta mi oreja mordisqueándome el lóbulo y después me recorre la mandíbula alcanzándome de nuevo la boca. Un dolor insoportable me asola a la altura del ombligo. El contacto con su lengua me resulta convulsivo por lo brutal y perturbador por lo arrollador. Se mueve salvaje contra la mía: la busca, la anhela, la persigue… Sus labios son por unos momentos duros y ásperos y, por otros, dulces y suaves. Es imposible entender su juego y, además, todo me gira de manera vertiginosa. Soy incapaz de pensar con claridad. Por instinto, mis manos se agarran a su pelo y tiran de él. Pero, ¿qué diablos estoy haciendo? La respiración se me acelera.

Diego levanta la cara y sus ardientes ojos mutantes me miran llenos de excitación.

Ah, por favor. Pero si es él. ¡Él! Y me tiene en su poder.

Escucho un ruido en la puerta. Me sobresalto. ¿Y si entra alguien?

Sin apartar su mirada de la mía, comienza a recorrerme la espalda con sus manos abrasivas hasta alcanzar mi cintura. Luego las deja posadas sobre mis caderas. Me las arrima a las suyas tirando de mí hacia él. Cada vez está más duro y yo más caliente. Sin apartarse de mí, y sin dejar de mirarme, se quita la chaqueta y la tira sobre la mesa.

—Ven aquí, princesa —me dice, y me agarra con ambas manos por la cintura, volviéndome a besar. Mmm… yo también quiero besarlo, pero por todos lados. En cambio, y sorprendiéndome más a mí misma que a él, lo aparto de un empujón soltando un bufido cínico y estúpido.

—No.

Él ni se mueve. Me agarra por las muñecas y me las coloca a la espalda.

—Quieta. ¿Has vuelto a ver a ese jodido novio tuyo?

¿Eh?

—No es mi novio. No lo conozco de nada —respondo, y me estremezco al notar un tórrido y humillante chispazo de ansiedad.

—¿Esperas que me trague semejante gilipollez, mi pequeña mentirosa?

—Presumo que solo hay una manera de averiguarlo, ¿no?

Él me lanza una mirada retadora y enseguida me doy cuenta de que he metido la pata.

—Cariño, averiguarlo es lo que voy a hacer en breves momentos.

Me quedo mirando para él, idiota perdida. Y en ese justo instante sé que no tengo nada que hacer.

Diego sonríe lujurioso y me agarra fuerte por la nuca. Me vuelve a besar con ferocidad obligándome a descender hasta su cuello. Y yo, tonta de mí, no puedo resistirme a su olor cítrico y me pierdo en él: deslizo mis labios por su yugular, saboreando su piel suave con la lengua, sintiendo su pulso golpear contra mis labios y, no puedo evitarlo…, lo huelo y me invade, lo huelo y me vence, lo huelo y comienzo a besárselo, a lamérselo y a recorrérselo hasta la nuez. Su olor hace que me ardan las entrañas. Él se queda quieto, disfrutando con los ojos cerrados y la boca entreabierta de mis besos. De pronto me aparta hacia atrás y baja la cara para, al segundo, embestirme la boca con un beso todavía más devastador que el anterior. Gime contra mis labios y mi cabeza deja de ser mía, para abandonarse a su intensidad, a su poder y a su masculinidad arrolladora.

—Voy a follarte aquí mismo, Leia. A follarte hasta que me entregues tu alma. —Me coge en brazos y me levanta de golpe dejándome sentada en la mesa. Se coloca entre mis piernas—. Espero que estés preparada porque jamás te podrás escapar de mí.

—¿Aquí?

—Aquí.

—No puedes estar hablando en serio. Estamos en un aula y la puerta está abierta.

Mi fingido rehúso se lleva de premio un leve tortazo.

—Chist. Sí, ya lo creo que sí. Vas a ser mía, aquí y ahora, cielo, y yo voy a ser tuyo, amor.

El lugar es lo que menos debería importarte.

Me vuelve a tocar los labios con sus largos dedos.

—No… no podemos hacerlo aquí —susurro.

—Lo estamos haciendo. Y esta vez vamos a terminarlo. Lo deseas tanto como yo. —Se echa atrás, me agarra por la cintura, me gira y me obliga a inclinarme boca abajo sobre la mesa. Lo ha hecho tan rápido y con tanta eficacia, que cuando reacciono, tengo la cara contra la fría superficie y las manos sujetas por una de las suyas tras mi espalda. Se arrima y me separa las piernas como un policía.

—Diego, suéltame las manos.

—Cierra la boca. No pienso hacerlo. —Su tonalidad es lo suficiente poderosa como para someterme a voluntad. Me tira del pelo y susurra—: Nunca te haré nada que no puedas soportar. Te vas a sorprender a ti misma. —Y comienza a acariciarme por todos lados. Me recorre la espalda con la boca hasta llegar a la mía. Me estremezco al sentir su calor a pesar de la ropa. Después me muerde el lóbulo de la oreja y me introduce dentro la lengua: dulce, tierna, húmeda y caliente... Desciende con suaves lamidas hasta mi cuello, mordiéndome y arrancándome gemidos de placer.

—¡Ah! —Y dejo escapar otro jadeo. Cada caricia suya es como un suplicio de felicidad.

Me mira un instante cauteloso y, después, rudo y sensual.

—Muy bien, princesa, gime para mí y no te muevas.

Es delirante. Este hombre me deja anulada cada dos por tres.

Me suelta el pelo y me pasa la mano por debajo de la cintura para desabrocharme el botón de los vaqueros y bajarme la cremallera. Me pone la misma mano en la parte baja de la espalda y, con deliciosa lentitud, me levanta el jersey para comenzar a dibujarme círculos de caricias que hacen que se me desprendan latigazos candentes entre las piernas. A posteriori sube la mano y me desabrocha el sujetador. Me vuelve a acariciar antes de pasar su mano por debajo de mi vientre y tocarme un pecho. Me lo amasa y me tira de un pezón.

—Mmm… Quisiera comérmelo entero —murmura contra mi oreja—, y a este también—. Se muerde el labio inferior y vuelve a devastarme con otra sonrisa—. Lo sé, nena, sé que te gusta. —Y

retuerce entre sus dedos mi pequeño y sensible brote haciéndome enloquecer. Su mano ardiente abandona mi pecho y se desliza con lentitud hasta posarse en mi cadera. De repente, tira de mí hacia atrás y me da un fuerte manotazo en el culo. Me ha dolido, pero también me ha excitado mucho. Lo vuelve a repetir, y comienza a susurrarme—: No me gustan tus continuas mentiras.

¡Oh, Dios! ¿Ha hecho eso? ¡Qué erótico, madre mía!

—Por favor, Diego, no. Por favor.

Otra nalgada.

—No hay por favores que valgan, cariño, no entre nosotros. No vas a volver a mentirme nunca más. Repítelo, Leia. Quiero oírtelo decir.

¿Qué? Otro azote.

Lo entiendo. Lo entiendo…

—No más mentiras —digo sofocada.

—Muy bien. Continuemos. No me gusta verte suplicar. Lo odio. Es insoportable. Aborrezco a la gente que lo hace —susurra. Y me da otro manotazo en el culo—. Pero te puedo asegurar que me gusta muchísimo menos que llores. De hecho verte llorar no me gusta nada.

—Diego… —gimoteo desesperada.

Ni me escucha. Se muerde otra vez el labio y me atiza otra palmada en el trasero, justo en medio del triángulo en el que se juntan mis piernas.

—¿Y bien pequeña niña? ¿Cuál es la lección?

Respondo presurosa:

—No más súplicas y no más lágrimas.

—Muy bien, princesa. Nada de súplicas y nada de lágrimas. Avancemos un poquito más con la lección. No me gusta que me lleves la contraria.

No llevarte la contraria. No llevarte la contraria. No llevarte la contraria.

—No —mascullo enardecida—. No pienso llevarte la contraria.

—Perfecto, princesa. Vas entendiendo de qué va la historia, pero quiero que lo repitas todo como tiene que ser: «No voy a llevarte la contraria nunca más, Diego». Repítelo. Tienes que aprender a ser disciplinada, amor.

Otro azote.

—Oh, Diego, por favor.

Otro azote.

—Nada de súplicas, coño. Repítelo como es debido.

—No voy a llevarte la contraria nunca más —jadeo.

—Mal. Muy mal, nena —me propina una descarga de palmadas a cual más dolorosa para que lo repita correctamente—. ¿Nunca más…?

Ah, sí… ¡Diego!

Y repito:

—No voy a llevar la contraria nunca más… Diego.

—¡Esa es mi chica! —me conforta, y me da otra palmada, liviana, casi cariñosa, en el otro glúteo, y otra más y otra. Cierro los ojos embriagada cuando lo veo morderse la lengua al azotarme.

Suspira y se inclina sobre mí con los ojos muy abiertos y brillantes.

—No me gusta que te bese otro hombre. Para besarte estaré yo a partir de ahora. Para besarte, para follarte o para hacer contigo lo que me dé la gana.

¡Mi madre! ¿Lo ha dicho por Martínez o por el chico del tren?

«¡CÁSATE CONMIGO!».

Me atiza otra palmada más fuerte que la anterior, y mis pensamientos se evaporan. ¡Dios, me ha dolido mucho! Y yo odio el dolor. Pero con él en cambio me mojo.

—Vamos a ver si te ha quedado claro —añade—. ¿A quién no vas a besar nunca más? — Guarda silencio y espera con paciencia mi respuesta.

—A ningún otro hombre, Diego.

—Buena niña. —Me chupa el lóbulo de la oreja como recompensa y después me lame.

Apuro un jadeo al sentir un escalofrío en la columna vertebral. Me estoy dando cuenta de que mi actitud se está volviendo poco a poco tan sumisa como mi cuerpo—. Bien, vayamos un poco más allá, cariño ¿con quién vas a follar, solo, a partir de ahora?

No consigo articular palabra. Me da vergüenza responderle. Follar. ¡Caray con la palabrita!

En mis pensamientos no suena tan mal. Me propina otro manotazo y, a continuación, otro más, y los pensamientos se me volatilizan.

—No me gusta que no me respondas cuando te hago una pregunta. Probemos otra vez. ¿Con quién vas a follar, solo, a partir de ahora?

Entiendo…

—Contigo, Diego, solo contigo —respondo casi sin aliento.

Él sonríe.

—Muy bien, amor. Estás aprendiendo muy rápido. Pero no hemos terminado todavía.

Engancha la mano en mi pantalón y tira de él con suavidad hacia abajo, arrastrando de paso el tanga negro que me he puesto hoy. Lo escucho rugir como un toro cuando posa su mano grande sobre mi piel enrojecida por la azotaina. Noto el trasero frío y caliente y dolorido y deseoso de…

¡puf! Mejor no pienso en eso.

—Oh, Diego. Madre mía, estamos en un…

—Chist… Tienes una piel preciosa. Toda tú eres preciosa. Pero odio que no me contestes al teléfono.

Otro manotazo y, a posteriori, una caricia aliviándome la zona.

—¿Y bien, amor mío?

¿Amor mío? Otro azote. Captado, profesor.

—Siempre contestaré a tus llamadas de teléfono… Diego.

—Eso es mi bella niña. —Y comienza a acariciarme el trasero.

Los pezones me queman y el sexo se me hincha cuando su mano poderosa me amasa los dos globos. Su contacto es casi insoportable de aguantar: una sensación demasiado intensa y turbulenta. Y

vuelve a morderme en el cuello, pero esta vez tengo todo su peso sobre mi espalda. Su mano abandona mi culo y se desliza entre mis piernas hasta alcanzarme el clítoris. ¡Dios! me revuelvo tratando no sé de qué… me revuelvo.

—Quieta, princesa. Lo necesitas tanto como yo. ¿Vas a dejarme que te tome aquí y ahora?

—No, Diego. Déjame ir. —Otro manotazo.

—Nada de súplicas, Leia. Déjame hacerte mía, amor. ¿Me vas a dejar? —Pero ese «me vas a dejar» no ha sonado para nada a una pregunta. ¡Placa! Otro azote, y este en plan castigo—.

Respóndeme, cielo. —Usa un tono imperioso de voz—. ¿Me vas a dejar?

—Sí —gimoteo totalmente desmantelada—. Te voy a dejar.

—¿Aquí y ahora? —insiste continuando con el delicioso martirio.

—Sí, Diego, aquí y ahora —respondo muerta de placer.

De pronto veo en sus labios una sonrisa triunfal. Se separa de mí y se desabrocha algunos de los botones de la camisa sin quitarme los ojos de encima. Su vello me hipnotiza. Sin soltarme las manos, se agacha entre mis piernas y comienza a lamerme ahí abajo. ¡Madre mía! ¡Madre mía! ¡Oh, Señor! Su lengua es… Y me obstruyo, me obstruyo sin remedio.

—¡Ah!

—Chist, quieta y cállate, princesa. Estamos en un aula —satiriza—. ¿No querrás que te oigan, verdad?

Y sigue lamiéndome, tocándome, deslizando su lengua caliente por mis pliegues inexpertos, por mi brote virgen y anheloso.

—Diego…

Ahora me toca con la mano.

—¡Oh, princesa! Cómo te deseo, joder. —Y comienza a hacer círculos sobre mi clítoris, masajeándome con suavidad. De nuevo trato de soltar las manos, pero no me deja. —Quieta— susurra, y me mete un dedo dentro.

—¡Oh! —La sensación es…

—Relájate, Leia, o te dolerá. ¿Te has entregado alguna vez a alguien hasta el punto de perder el control?

—Yo nunca… No.

—¡No cierres los ojos y mírame! Quiero asegurarme de que no me mientes. —Su pelo largo tiene mechones dispersos que se le pegan a la cara y sus ojos mutantes están aclarándosele no sé muy bien hacia qué color. Juraría que está estudiando mi respuesta.

—Eres el primero, Diego.

—Mmm… muy bien, me gusta, y está claro que nunca has perdido el control. Pero hoy lo perderás para mí. —Se inclina y murmura contra mi pómulo—: Hubiera sido capaz de matarte si otro hombre te hubiera tocado antes que yo. —E introduce otro dedo en mi vagina.

Mueve los dedos, fuerte: arriba y abajo, arriba y abajo, sin parar.

No puedo. No puedo, así. No voy a poder correrme sin sangre. Será inútil que lo intente. No puedo. Estoy muy tensa. ¡Ah! Los movimientos de sus dedos son frenéticos. De pronto deja de moverlos, los saca de mí, y escucho el sonido de su bragueta al abrirse. Me da golpecitos con su pene cerca de mi apertura.

—¿Preparada? —Me da un azote en el culo e interpela de nuevo con un erotismo que ríete tú del Sr. Grey—: ¿Dispuesta a entregarte a tu puto amo? —Asiento porque no soy capaz de decirle nada más. Me vuelve a azotar fuerte—. Quiero oírtelo decir, princesa.

Ay, Dios.

—Sí, estoy dispuesta —mascullo con el corazón martillando como un salvaje.

—¡Repítelo todo, Leia!

Me da otra nalgada dolorosa.

—Estoy dispuesta a entregarme a ti.

—¡Todo! —ordena posesivo. Y me vuelve a azotar—. ¿Quién soy yo para ti, ah?, ¿quién soy yo?

Captado. Respondo entre jadeos:

—Tú eres mi puto amo.

Sonríe.

—Bien. Veo que por fin lo has entendido. Ahora quiero que me lo pidas, que me lo ruegues y que me lo supliques como es debido.

Joder con Don inhumano. Juega fuerte. A mí también me gusta jugar, pero reconozco que este juego me queda grande. De todas formas hago lo que me exige: se lo pido, se lo ruego y se lo suplico como es debido, para que no se enfade.

—¿Puedo...? ¡Oh señor! ¿Puedo entregarme a ti? Deseo, quiero... Estoy dispuesta a entregarme a ti... Por favor, Diego. Estoy dispuesta a entregarme a ti porque eres mi amo, te lo ruego, te lo suplico.

—Muy bien, así me gusta, que lo tengas todo tan claro. Ahora voy a penetrarte. ¿Has entendido?

—Sí.

Y sin más, arrima su falo frío a mi entrada y con un movimiento directo y preciso se inserta en mi interior de golpe dejándome clavada en el sitio. Se me corta la respiración. ¡Dios! ¡Qué dolor!

Ha sido como atravesar una barrera ¡Mi primera vez! Ha sido mi primera vez. En un aula de Criminología, tumbada sobre una mesa, con las manos sujetas tras la espalda y el cuerpo del hombre más poderoso de la tierra aplastándome por completo.

—Ya te tengo. Ahora estás atrapada y me perteneces —musita quedándose quieto—: ¡Oh, nena, nena, nena! ¿Tienes la más mínima idea de lo mucho que he deseado esto? —Me aparta un mechón de pelo que se me ha caído sobre los ojos, después desliza los dedos por mi mejilla y me mete el dedo en la boca. Mmm, es delicioso y sexy lo que acaba de hacer. Paladeo mi propia esencia: un sabor dulce y metálico. ¡Oh, sí!, sangre. Él sonríe—. A esto es a lo que sabes mi niña mala. Lámeme los dedos. Quiero ver cómo lo haces. —Acato la orden a rajatabla. Le lamo primero un dedo y después el otro. Él se muerde la lengua con los dientes y, a continuación, se mete los dos dedos en la boca chupándoselos a su vez. Su lasciva respuesta me deja demolida. —¡Exquisita! — murmura—. Esta cremita será a partir de ahora para mí. ¡Siempre para mí!

—¿Si… siempre? —Cierro los ojos y gimo.

—Siempre. Mírame. Necesito verte la cara cuando me mueva dentro de ti. Quiero que te corras con mi polla dentro. Te haré daño, cariño, te haré mucho daño porque voy a ser atroz.

¿Entendido?

—Sí.

Lo escucho tomar aire y retroceder apenas unos milímetros. Una ola de posesión le transforma la cara. Intento tranquilizarme pero la mirada que me lanza es letal, diabólica e implica dominio absoluto sobre mi persona, sobre mi alma. Ver su cara transformarse en puro deseo por mí supera todas mis defensas. Sin apartar sus ojos de los míos me embiste quedando otra vez parado contra el fondo de mi útero.

—¡Oh! —grito.

Él tira de mi pelo con suavidad y al hacerlo mi respiración queda controlada. ¿Cómo lo ha hecho?

Ir a la siguiente página

Report Page