Ira

Ira


CAPÍTULO IV

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—¿Estás bien?

—Sí.

—¿Otra vez?

—Oh, Dios, sí.

Y vuelve a moverse. Hace un gesto de absoluto éxtasis cuando me penetra más fuerte. Es una visión prodigiosa verlo echar atrás la cabeza y gruñir como un animal. Me siento poderosa como una reina. Vuelve a empujar. Esta vez más adentro y ya sin detenerse: adelante y atrás, adelante y atrás, sin dejar de mirarme ni un solo segundo. Mi cuerpo tiembla con violentas sacudidas debajo él. El deseo se apodera de cada célula de mi cuerpo. Me estoy yendo a un lugar que no conozco, que ni siquiera había imaginado, que ni siquiera había concebido en mi cerebro. Entonces es cuando noto que ha metido la mano entre mis piernas y que me tira del clítoris.

—Oh, Diego…

—Eso es princesa, ríndete a mí. —Y tensa la mandíbula al aumentar la intensidad. Lo siento caliente e intimidante, lo siento distante y calculador, lo siento mío y a la vez luchando contra mí.

Me gustaría soltarme y darme la vuelta para abrazarlo, pero no me deja.

—Quiero tocarte.

—No.

—¿Por qué no?

—Porque no quiero matarte.

¿Matarme? ¡Joder!

—¿Cómo que matarme?

—Soy un puto degenerado ignominioso, cariño, un maldito depravado, ¿recuerdas?

—Los ignominiosos no matan, los asesinos sí.

—Pues añade a tu lista un nuevo calificativo para redondear el perfil de este monstruo que pronto te va a robar algo más que la virginidad.

—Y vuelve a tensar la mandíbula y a empujar dentro con más brío—. Voy a ser violento ahora, pequeña. Te dolerá mucho. Me gusta hacerlo duro, muy duro. Comienza a aceptarlo… —Su voz es grave y poderosa, sensual como una hostia—… y disfrútalo.

Y eso hace. Retrocede con exquisita lentitud, cierra por un momento los ojos y comienza a penetrarme como un auténtico animal. La mesa se mueve, el ordenador se mueve, el suelo desaparece bajo mis pies. Sus embestidas son inmisericordes. Me tapa la boca con la mano para que no se escuchen mis gritos. La retira solo para meterme la lengua dentro y comerme la lengua.

—Te gusta fuerte, ¿eh, pequeña?

—No lo sé —jadeo—. ¿Sí?

—Claro que sí. Quién lo iba a decir. ¡La virtuosa niña delicada! —Y vuelve a embestirme todavía con más rudeza—. ¿Te gusta? ¿Te gusta así, Leia?

—Sí.

—¿Más rápido?

—Sí. —E incrementa la velocidad, la fuerza y la intensidad. El mundo entero comienza a girar a mi alrededor como un torbellino. La mesa araña el suelo al desplazarse debido a la fuerza de sus embestidas y las paredes se desmaterializan ante mis ojos. Creo que me voy a desintegrar.

Pero en cambio… todo se paraliza.

Los dos a la vez nos damos cuenta de que algo raro está ocurriendo. Es como si un nudo se hubiera atado entorno a nuestros cuerpos sin pedir permiso. Dios, es aterrador de narices. ¿Qué está pasando? Sea lo que sea lo que ocurre, nos hace ser conscientes el uno del otro hasta el punto de sentir, que por fin nos hemos encontrado, que por fin nos hemos descubierto y que nos perteneceremos más allá de este mundo, para toda la eternidad. Lo miro atónita. El nudo es una especie de conexión —en todos los puñeteros sentidos que pueda significar la maltita cosa—. No sé cómo explicarlo, es una revelación tan impactante como contradictoria.

Diego abre mucho los ojos y yo me asusto al verlo asustarse a él. Pero me tranquilizo cuando al rato vuelve a sonreír.

—¿Lo has notado? —me pregunta.

—¡Dios! Sí. Pero no quiero… No puede ser. No quiero… ¿Qué ha sido eso? He sentido como si fuéramos…

—… las dos mitades contrapuestas de una idea. Dos mitades que se habían perdido en otra vida insulsa, yerma y carente de significado. Ha sido impactante, ¿verdad?

Joder y tanto, pero asusta que te cagas. Sobre todo porque no quiero enamorarme de ti, Don inhumano. No quiero que seas ni mi mitad ni mi complemento ni nada parecido; y me parece que eso es justo lo que significa.

«¡Ja!», masculla mi niña policía.

La ignoro porque Diego comienza a moverse otra vez: despacio, muy despacio. Su miembro me abarca por entero.

—¡Joder, Leia! Ahora sí que eres mía. Dios… ¡Numm! Nunca te podrás escapar de mí.

Nunca me podrás dejar. Es una puta gozada.

Inspiro hondo y lucho contra la sensación de ser arrastrada hacia un lugar desconocido y peligroso.

—¿Qué?

—Quiero que te corras —me ordena en un susurro devastando mis pensamientos.

¿Nunca… qué? Oh, Dios, ¿a cuántas virtudes más me obligarás a renegar por este hombre?

¿Que me corra? Si fuera tan fácil…

—Ne… necesito…

—¿Necesitas sangre?

Asiento avergonzada y él empuja una, dos, tres veces moviéndose letal dentro de mí. Estoy llegando al límite de la meta pero no lo consigo. Es de una impotencia devastadora. De repente, Diego, arrima sus labios a los míos y me muerde en la herida de la boca. Comienzo a sangrar con alarmante profusión.

—¡Ah! —grito por la molestia.

Me besa con dulzura. Sus labios se frotan contra los míos hasta que logra meterme la lengua en la boca. Noto el sabor de mi propia sangre cuando me besa al mismo ritmo endemoniado a como hace con su miembro en mi interior. Entonces es cuando el sabor de mi sangre me traspasa, cuando su pulgar me traspasa, su lengua me traspasa, sus gemidos me traspasan, su polla me traspasa… y me corro en una explosión XXX desgarradora y brutal; con su lengua dentro de mi boca, su pulgar aferrado a mi clítoris y su polla reventando semen dentro de mí. Quedo derrumbada, jadeante, intentando controlar la respiración; con los latidos del corazón y los pensamientos sumidos en un remolino de sensaciones desconcertantes y muy, muy libidinosas. ¡Uau! Mi primera vez. Increíble. Ha sido ¡increíble! Cierro los ojos para saborear el placer que acabo de experimentar y, cuando los abro, noto la frente de Diego apoyada sobre mi pómulo derecho. Jadea exhausto y tiene gotas de sudor en las sienes y en los pómulos. Me moja con ellas. Sonríe como un niño pequeño y de nuevo vuelvo a intuir en él esa extraña expresión de desolación que me desgarra porque sé que lo desgarra a él. No comprendo este sentimiento.

Aún no ha salido de mí. Se separa un poco y sus ojos mutan otra vez. Me lanza una mirada turbia aunque armónica y, con delicada lentitud, comienza a retirarse de mi interior.

—¡Joder, Leia! ¡Oh, cariño! —susurra—. ¿Me has estado esperando? Porque ahora sí que eres mía y no voy a dejarte ir nunca, ¿lo entiendes? ¡Nunca!

Su mensaje me produce escalofríos. Indica una posesión tan opresiva y egoísta que me deja sin palabras. Acabo de ser desvirgada por mi falso profesor de Victimología Criminal en un aula. ¡En un aula! ¡Vivan los puñeteros clichés pornográficos! Y de repente recuerdo que la puerta está abierta.

—Diego… —consigo decir—. Puede entrar cualquiera.

¡Boom! como si le hubiera tirado un cubo de hielo por encima. Sus ojos pasan por todos los colores hasta quedarse teñidos de negro.

«Bocazas».

Déjame en paz, bruja.

Observo que aprieta los dientes.

—¿Tanto te importa que nos vean juntos? —exclama exaltado—. Estoy seguro de que si entrara alguien por esa puerta se iba a llevar un susto más grande del que pudiéramos llevarnos nosotros.

Se aleja de mí, se sube la bragueta frunciendo el ceño y me sube de golpe las bragas y el pantalón. Me ayuda a que me incorpore de la mesa. Pero mi cuerpo es gelatina pura y se me doblan las rodillas. No puedo sostener mi propio peso y me caigo. Terminamos en suelo, exhaustos los dos.

Para mi sorpresa, me pasa un brazo por encima del hombro y me acerca a su pecho. Inspiro profundo: huele muchísimo a limón. Quisiera quedarme así para toda la vida.

—¿Es que a ti te da igual?

—¡Claro que sí! De todas formas no te preocupes —añade—. La adversidad y la desgracia persiguen a los virtuosos como el Coyote persigue al Correcaminos y nosotros, princesa, acabamos de ser de todo menos virtuosos. La dicha en cambio acompaña al perverso en sus crímenes. Y este, mi amor, ha sido el crimen más placentero que he cometido en mucho tiempo.

Me deja sin recursos mentales. ¡Estoy ionizada! Necesito una ficha de iones para salir del bloqueo.

—Pues a mí me gustaría estar inmunizada contra ella.

—¿Contra la adversidad?

—Sí.

—Pues si quieres inmunizarte contra ella vas a tener que suplicar a los dioses invisibles del firmamento para que con tu felicidad mezclen un poquito de sufrimiento.

—Yo no quiero sufrir.

Suspira.

—Tendrás que hacerlo si quieres librarte de las desgracias, cariño. Pero tranquila, ya estoy aquí yo para darte a partir de ahora una buena dosis de ambas cosas. Al menos, hasta que logres estar saciada y curada.

Curada… ¿Curada de qué?

«De ira, tonta», masculla mi niña policía.

Cállate tonta, no ves que estoy luchando contra el amor.

«Es inútil que lo hagas. El Amor ya te ha ganado la partida», me dice satisfecha por el descubrimiento.

¡Y una mierda!, le respondo. Y de repente entiendo por qué la mayoría de las religiones han convertido el amor en pecado: porque duele la hostia. Además, si uno no peca no tiene por qué…

Diego hunde la nariz en mi pelo y me aprieta más fuerte. Se me olvida el argumento.

—¿En qué estás pensando?

—En el amor y en el pecado —respondo.

Le escucho una risita.

—Entonces estabas pensando en mí. ¿Quieres que te cuente un secreto?

—Vale.

—No voy a dejarte salir de mi vida jamás. Te robaré eternamente.

Ay, madre…

—Eres un poco arrogante.

—¿Arrogante, también? Vaya, vaya… No aceptas la realidad que se nos viene encima y además me tienes en muy baja consideración para haberte dejado desvirgar con tanta ligereza por mí.

—Me has forzado —digo sonriendo y dejando que su nariz me recorra el pelo y me bese en la sien.

—De eso nada, guapa. Aunque si tu virtud se va a quedar más tranquila pensando que ha sido así, adelante, engáñate todo lo que quieras.

—Lo que digo: arrogante.

Sonríe otra vez, me atrae hacia él y deposita un tierno beso sobre mi cabeza.

—Si estuviera desprovisto de arrogancia o de engrandecimiento sería incapaz de vivir, cariño, y tú tampoco.

Yo no soy egoísta. ¡Maldito hombre! Es como si todos los obstáculos se le muriesen en las manos. ¿No hay nada que lo frene? ¿Nada que lo detenga?

Me toco el labio y los dedos se me llenan de sangre. Él se levanta y me entrega un pañuelo con olor a mentol.

—Toma. Límpiate la sangre. Voy a tener que curarte la herida en mi despacho. Con el labio así, se confirma mi teoría.

Cojo el pañuelo y me limpio.

—¿Qué teoría?

—Que es mejor tomar partido por la maldad y formar parte del equipo de malvados que siempre prosperan, que quedarse entre los virtuosos que fracasan una y otra vez de manera perenne.

Lo miro asombrada. Este hombre es pura magia. Me deja hipnotizada con su inteligencia aguda y esa filosofía de vida tan peculiar.

—¿No tienes principios, Diego? ¿Te resbala todo y todo el mundo con tal de hacer y decir lo que quieres, cuando quieres, y con quién quieres? —le pregunto enfurruñada—. Porque te recuerdo que acabas de desvirgar a una alumna en un aula de una universidad.

Se encoge de hombros.

—Es una filosofía de la vida bastante optimista, ¿no crees? La crème de la crème. —Se agacha y me vuelve a besar—. Y no princesa, aunque pienses lo contrario, no quiero ni rechazo nada de modo concluyente. Además, suelo ser de los que evalúa con férrea meticulosidad las circunstancias antes de actuar.

Añado: calculador y ciego, además de desvirgador de niñas de diecinueve años.

—¿Optimista? ¡Has dicho que podías matarme! Me parece que vives sin ser capaz de ver el mal en casi nada de lo que haces y, si no lo ves es porque, o tienes una muy baja consideración de ti mismo o tienes tanta depravación en el alma que has extinguido todo atisbo sensible que pueda traerte de vuelta a la senda de la normalidad.

—Joder, normalidad. ¿No hablarás en serio?

—Hablo totalmente en serio.

—Vamos, Leia, ¡no me jodas! ¿Qué hay de malo en lo que acabamos de hacer?

—¿En lo que acabamos de hacer o en lo que me acabas de decir?

—¿Y qué te he dicho?

¿No se acuerda?

—Diego, me parece que tienes un pequeño problema con el mal.

Pone cara de asombro.

—¿Por qué?

—Por lo que te acabo de decir: lo ves cuando no tienes que verlo y cuando lo tienes que ver no lo ves.

—¿De verdad piensas que no puedo verlo?

—¡Has dicho que podías matarme!

—¡Y puedo matarte! —exclama lapidario—. Es lo que tiene el mal, que suele estar en manos de quien sabe manejarlo.

Madre bendita…

—Lo que tiene el mal es que a la larga uno se acostumbra —le digo alzando la voz e ignorando por completo lo que me acaba de insinuar—. Y me parece que es justo lo que te está pasando.

Diego frunce la boca y me mira de arriba abajo. ¿Por qué me hace sentir tan incómoda cuando me mira así?

—Ya estoy acostumbrado al mal y me encanta —dice tensándose. —He nacido entre maldad, he crecido entre maldad, vivo por y para la maldad. La maldad es lo que me mantiene vivo.

—Joder, Diego, no me puedo creer pienses una cosa como esa. —Se pasa la mano por el pelo y me mira sin pestañear.

—Algunas personas nacemos negras y nos vamos oscureciendo a medida que avanzamos por la vida. —Me alza la cara tomándome por el mentón, me da un beso casto y me mira como si hubiera hecho consciente algo que no le agradara—. ¿De verdad estabas hablándome hace un momento de normalidad?

—Sí, ¿por qué?

Sacude la cabeza.

—¿No lo dirás en serio? No después de lo que acaba de pasar entre nosotros. ¿Quieres ser una persona normal?

—Sí.

—¿Quieres arrastrarme a mí a esa normalidad?

—Sí. ¿Qué tiene de malo?

—Lo único malo que tiene es que jamás ocurrirá. Si por mí fuera vertería un virus mortal en todo lo común y lo corriente. La normalidad es una estafa. Me regodeo en el placer de ser libre, de sentirme libre, de hacer lo que quiero, donde quiero y cuando quiero…, de no ser normal. Me revienta tu empeño con la normalidad, Leia. Tú no eres una persona corriente y yo tampoco lo soy. Y, créeme, es mejor, más divertido y más gratificante ser un par de pervertidos anormales que un par de seres convencionales y amargados que ni siquiera pueden tenerse el uno al otro. —Se acerca a la mesa y comienza a recoger sus cosas—. Tengo una tutoría ahora —dice echándose el pelo hacia atrás —. Te veo dentro de una hora en mi despacho.

—Tengo clase.

Me fulmina con los ojos.

—¡Me importa una mierda si tienes clase o no! Quiero volver a follarte, quiero estar contigo a cada minuto del día. No me obligues a sacarte de una clase a rastras.

—No serías capaz.

—Ponme a prueba.

¡Hostia! Juraría que lo ha dicho en serio.

Se acerca a la puerta para salir.

—¿Te vas sin ni siquiera importarte dejarme aquí tirada y recién desvirgada?

Posa la mano en el picaporte de la puerta e inspira fuerte.

—No le des tanta importancia a algo que no la tiene, princesa. Una persona como tú debería estar por encima de toda esta mierda de hipocresías.

—¡Ha sido mi primera vez! —le reprocho—. Podrías por lo menos ser un poco más considerado.

—Te puedo asegurar que estoy siendo todo lo considerado que puedo yéndome ahora mismo. —Gira la manilla de la puerta y sale del aula dejándome sofocada, dolorida y con el labio roto.

¿Se ha ido? No me lo puedo creer. ¡Joder, se ha ido! Me incorporo con dificultad en cuanto la puerta se cierra. Tengo un tremendo sentimiento de culpa pero en el fondo estoy muy feliz. Me hubiera gustado que se quedara a mi lado. ¿Qué habrá querido decirme con lo de que si fuéramos convencionales no podríamos tenernos el uno al otro? No lo entiendo. Ay, Jesús, me estoy enamorando. Odio el rumbo que está tomando esta maldita farsa. Mierda, ya estoy yo, persiguiendo estrellas fugaces de luna en luna. Mejor me voy olvidando de esta maldita cosa del amor o acabaré gritándole: ¡Desgárrame sin piedad, Diego. Fóllame otra vez! Corroboro de manera fehaciente que el amor duele, ¡hostia que si duele! Además, es embustero y quema. Lo sé, lo sé... no debo ponerme a llorar. No debo pensar en lágrimas ahora. Ahora es cuando tendría que levantarme, alzar el puño en señal de victoria y gritar, saltar y reír por haberme apuntado el primer tanto de esta guerra. ¡Mi virgo se ha ido a hacer puñetas! Meto la mano por la espalda y me abrocho el sujetador. Me pongo roja como un tomate cuando recuerdo lo que acaba de pasar. Jamás volveré a ver un aula de la misma manera..., y, menos aún, una película porno sobre profesores pervertidos y alumnas inocentes.

Suspiro, sonrío, recojo mis cosas y veo mi trabajo sobre la ira tirado en la papelera. Me encojo de hombros y paso de largo. Habrá que volver a repetirlo.

14

Salgo de clase aturdida y desvirgada. Carlos está hablando con un amigo al lado de la máquina de café. Le hago una señal para indicarle que enseguida voy. Asiente y le sonrío, mientras me escabullo para hacer pis y limpiarme los remanentes de la pasión en un baño. El tanga y parte de mi pantalón tienen restos de sangre. Me punza el pubis y me noto dolorida. Cuando termino de mear y de asearme, me siento con molestia en uno de los bancos que hay en el pasillo, justo enfrente de los baños. Consulto la hora y llamo a Lucas. Ya tiene que estar en el hospital para su hora de rehabilitación. No sé por qué, pero tengo la absurda necesidad de contarle lo que me acaba de ocurrir. Bueno, no todo, pero tengo el apremio de ponerlo al corriente de las nuevas circunstancias.

—Hermana, amar es sinónimo de dar, no de piedad o compasión. Si piensas que vas a obtener de tu hombre esto último, vete quitándotelo de la cabeza.

—Para empezar, ese cabrón no es mi hombre. Además, no entiendo por qué no puede ser más suave conmigo.

—Preciosa, te he dicho mil millones de veces que la compasión tiene la ostentosa cualidad de enaltecer a quienes la revelan, y te puedo asegurar que el enaltecimiento no es lo que tu hombre persigue, al menos por ahora. ¿No te das cuenta? Este tipo lo único que quiere es… bueno… a ti.

Leia, hermanita querida, para llegar a tu corazón no le quedará otro remedio más que ceder, dar, y amarte sin reserva alguna. Él lo sabe, yo lo sé, hasta un tonto lo sabe. La única que no quiere abrir los ojos ante lo evidente eres tú. Si quieres llegar a él no te va a quedar otro remedio más que hacer lo mismo: ceder de una jodida vez y dejarte atrapar. Eso sí, métete en la cabeza que tu hombre no va a ser ni piadoso ni suave contigo. Lo va a arriesgar todo por tus huesos. Incluso más de lo que quisiera admitir y más de lo que quisiera arriesgar, pero será así, créeme.

—¿A base de amor tosco? Vamos, Lucas, ¡qué absurda es toda esta mierda!

—Esta mierda no es absurda, o al menos no lo es para aquel que ha aprendido a ofrecerse.

Tampoco lo será para ti, que todavía tienes que aprender a hacerlo. Y Leia, no le pongas adjetivos al amor. El amor es amor sin más, y punto. Te diré una cosa, si tu hombre es rudo es porque sabe que a ti te gusta la rudeza o, en tal caso, que te gusta que él sea rudo contigo. Por tanto, ya sabes a lo que atenerte. ¿Sabes lo que pienso? Que ya ha comenzado a enseñarte a conocerte a ti misma. Tú hazme caso: cede, inclínate ante él, póstrate, doblégate, ofrécete al completo, no sé, dale todo lo que quiere y las cosas te saldrán a las mil maravillas, ya lo verás; pero te lo repito otra vez, nada de esto quitará para que tu hombre te trastoque la cabeza.

Lo que en realidad está comenzando a trastocarme es mi virgen corazón. ¡¡Y no es mi hombre!!

Lucas y yo continuamos hablando durante otro buen rato. La mayor parte del tiempo me suelta el mismo rollo rimbombante que me soltó en el aeropuerto. Pero bueno, también me habla del último lote de cómics que se ha comprado y de lo preocupado que está por si este año no puede ir a la Comic Con de Barcelona, cosa que me relaja más.

—Adiós, Leia.

—Adiós, Lucas.

—‘Por el pueblo, para todos, hasta el final’.

Suspiro hondo.

—‘Hasta el final, siempre’.

Mi hermano sonríe.

—Cuídate, preciosa.

—Tú también. Te quiero mucho.

—Y yo a ti. Eres lo más precioso que tengo.

Consulto la hora y, esta vez, llamo a mi padre. ¡Le hecho tanto de menos! Tiene que estar en el trabajo.

—¿Qué tal por Sevilla, cariño? ¿Estás bien? ¿Ya has empezado las clases?

¡Qué voz tan cálida! Por un momento guardo silencio porque no sé cómo contarle lo que le tengo que contar. Es raro que mi padre se calle y no diga nada. Por lo general habla por los codos.

No sé cómo se tomará de lo de Amon. Me preocupa no poder contárselo todo como me gustaría.

—Estoy bien papá —le contesto con un nudo en la garganta.

—No, no lo estás. Te noto rara. A ti te pasa algo.

Me levanto del banco y me acerco al ventanal del pasillo. Entra una cantidad potente y muy cálida de luz desde fuera, aunque en el horizonte se divisan nubarrones oscuros muy amenazantes.

Suspiro hondo y armándome de valor, se lo cuento:

—Pues lo que me pasa es que el psicópata de las narices ya me encontró.

Suelto todo el aire de golpe y me ruborizo al pensar en lo que acaba de ocurrir dentro del aula. Mi padre tiene la habilidosa cualidad de sonsacarme las cosas a base de cháchara desde que soy pequeña, pero desde luego, no le voy a comentar nada de mi sorpresivo desvirgue. De todas formas, el que está un poco raro es él: continúa muy callado al otro lado del teléfono y esto no es nada habitual en él.

—¿Has hablado con Lucas? —me pregunta sin venir a cuento.

¿Qué pasa con Lucas?

—Sí —respondo notando un picotazo agudo en la garganta. ¡Aquí pasa algo!

—Leia, ya sé cómo es el perfil que elaboraste de nuestro objetivo, pero tú misma quisiste dar este paso e involucrarte hasta la última de las consecuencias; si no lo tienes claro, ya sabes lo que tienes que hacer.

—No se trata de eso —lo corto enseguida—. Es que… bueno… no me imaginaba que Don Inhumano fuera a ser como resultó ser. Yo… yo pensé que iba a ser mayor, no tan joven… No sé, que sería de otra forma. Es solo que… —Y me confieso—: Mira papá, lo que pasa es que creo que me va a resultar muy difícil completar la misión. Diego me intimida en exceso y… y es inteligente, mucho; además, a diferencia de lo que opina Lucas, sé que si me enamoro de él todo se puede ir al garete. Y

lo cierto es que hemos trabajado tanto…

—¿Diego?

—Sí, se llama Diego. Y creo que me estoy enamorando.

—¿Tan pronto?

—Pues sí. Va todo demasiado rápido. Él va demasiado rápido. Estoy muy asustada.

—¿Cuándo lo conociste?

—Hace dos semanas.

—Joder. Es extraño.

—¿Por qué piensas que es extraño?

—¿Y has dicho que se llama Diego? ¿Seguro?

—Sí. Pero doy por hecho que no es su nombre real.

—Ha aparecido demasiado pronto.

Y vuelve a quedarse callado.

—¿No tienes nada más que decirme? ¿Algún consejo?

—No seas tú misma. Haz lo mismo que él, guarda esa ficha para más adelante.

Cuatro minutos más tarde y después de despedirme de mi padre, de hablar un rato con la vampira de los kikos revenidos y de regresar al baño a colocarme mejor el tanga (me molestaba que era un primor), llego junto a Carlos que continúa al lado de la máquina de café igual que si la custodiara.

—¡Hey, guapa! —me dice en tono afable nada más verme—. ¿Te ha secuestrado ahí dentro el Marqués del Infierno?

Mis ojos se dirigen solitos hacia la puerta del aula. Me pongo roja al instante. ¿Marqués del infierno? ¡Hostia santa! Este Carlos es la bomba. Qué cosas tiene. Lo veo extender la mano y plantarme un café delante de los morros.

—Toma. —Lo cojo y pego un sorbo pequeño. Quema a horrores, pero al menos no tiene azúcar. ¡Bien! ¡Bien! No me importaría tomarme de esta manera a mi profesor preferido: entregado, hirviendo y sin edulcorar.

—Gracias. —Y le pregunto—: ¿A qué cuento venía lo del Marqués del Infierno?

—Un Marqués del Infierno —repite, y toma un buen sorbo de su humeante café—. Un demonio con pinta de lobo y cola de serpiente que arroja fuego por los ojos; un hombre con cabeza de cuervo y dientes de perro. —Me lo quedo mirando con la boca abierta mientras me sonríe.

—¿Un qué?

—¿No leíste nada de los pecados capitales estos días? Es la forma en que se representa la iconografía de Amon: un lobo que arroja fuego por los ojos.

—No me ha dado tiempo a leer nada —le confieso bajando la voz. Bastante he tenido con llorar.

—Pues para tu información, en demonología, Amon es el demonio de la ira. Ostenta el título de príncipe y de él se dice que es un lobo que cuenta las cosas del pasado y del futuro.

Palidezco de golpe. Noto como si los nervios se me acumulan apelotonados en la boca, la cual comienza a picarme como si me hubiera comido un montón de termitas. Carraspeo, me rasco los oídos contra el fondo de la garganta y frunzo el ceño, todo a la vez.

—¿Has dicho un lobo? —¡Oh, mierda un lobo!—. ¿Has dicho un demonio? —¡Oh, no, un demonio!—. ¿Has dicho de la ira? —¡Oh, Dios Santo, nada menos que de la ira!

Carlos asiente divertido. Yo no lo estoy tanto. ¡Puta mala suerte! ¡Y, vaya puñetera coincidencia! ¿Qué pasa con lo Júpiter o Zeus? Hubiera preferido que mi desvirgador criminal fuera un dios griego en vez del jefe del inframundo. Pero qué se le va a hacer, supongo que unos cuernos puntiagudos, un rabo rojo en forma de flecha, y un tridente de dos metros, le pegan mucho más.

—¿Estás bien? —me pregunta Carlos.

—Sí, tranquilo —murmuro haciendo un esfuerzo por adoptar una actitud relajada y de apartar de los sesos la imagen de Diego disfrazado de demonio—. Tanto pecado capital me ha dejado muerta —le digo sonriendo.

—Eres muy aguda —me dice en plan de broma.

—Y tú muy receptivo —le respondo distraída.

Y al instante siento un súbito desasosiego y comprendo el porqué del repentino temor: estoy tan alejada del mundo en el que se mueve Amon, que me resulta complicado entender a qué se refiere cuando habla de maldad. Aunque, la verdad, lo que me tiene intranquila no es la maldad en sí, sino el grado y la forma en que la maneja. Pero, ¿quiero inquirir en lo malvado que puede llegar a ser mi profesor? ¿Quiero explorar las profundas oscuridades de un hombre del que en realidad sé tan poco y con el que me he confundido tanto? ¿Puedo ignorar la cuestión de la maldad, mirar hacia otro lado, y hacer que mi cerebro se relaje ajeno a las averiguaciones que haga dejándolas pasar como si tal cosa? No, claro que no. Tengo que comprender, indagar, rascar debajo de la piel de este malnacido hasta saber lo que hay. La investigación y el sondeo están en mi naturaleza, son parte de mi carácter..., aunque él mismo me advirtió que podría matarme. ¿Y si me he confundido —no a lo grande, sino a lo grandísimo—, al elaborar su perfil y al final resulta que lo que busca es quitarme de en medio? Mierda. Mierda bendita. Estoy en un sin vivir desde que lo conozco. Y para colmo de males no puedo psicoanalizarlo…, y además es atractivo y carismático e inalcanzable. Estoy a ciegas con él, a oscuras completamente.

Termino el café y Carlos me pasa otro.

—Los pecados solo existen en la cabeza de los que buscan redención —me dice—. Amon sabe muy bien de lo que habla. Son faltas que nos autoimponemos a nosotros mismos.

Pues mi gran falta, entonces, debe ser tenerle tantas ganas; y si esto es un pecado, estimo que no voy a obtener un considerable nivel de perdón de Dios. ¿Debería tener que ir arrepintiéndome ya de los pecados que cometeré algún día por su culpa para ir ganando puntos de redención ante mi conciencia, o será un pecado muy grande lo de estar tan obsesionada por un pecador tan atractivo?

Mi hermano diría: ¡abajo el pecado y arriba el pecador! Mi prima diría: ¡arriba el pecado y abajo el pecador! Mi primo diría: ¡abajo el pecado y abajo el pecador! Y en cambio algo dentro de mí me empuja a poner los dos pulgares hacia arriba.

—¿Tú crees? —le pregunto mientras mi cabeza continúa flotando dentro del aula: un hombre que odia lo normal y lo corriente. Un hombre que vive por y para el mal.

—El humano de ahora, que todo hay que decirlo continúa siendo tonto del culo, se cree deudor de los espíritus de los hombres primitivos. Como ves, no hemos evolucionado mucho. El concepto de buena o mala suerte solo se ha transformado en pecado o en salvación en nuestro presente.

—Vaya, además de receptivo eres antropólogo —le digo sin apenas hacerle caso.

Sonríe.

—Me gusta la historia, sí.

—Y los pecados.

Tuerce el gesto en una mueca simpática y sonríe aún más.

—Los pecados no tanto.

Yo también trato de sonreír, pero el gesto solo me dura en la cara unos segundos. No soy una buena compañera de cháchara en estos momentos, pero aun así, Carlos se queda hablando conmigo de un montón de cosas. Me dice que el terror que se tiene a la mala suerte es lo que nos ha hecho inventar esa mentira que se llama religión, que, según él, es un seguro para paliar nuestros temores y nuestras calamidades humanas. Yo le digo que desde que un hombre más listo que otro se levantó sobre sus talones y miró al cielo poniéndolo por disculpa y dijo: «Dame todo lo que tienes. Él te lo ordena» y el otro cedió a su mandato, la humanidad declinó hasta convertirse en lo que es hoy: un mundo con unos pocos amos y un montón de esclavos.

Lo cierto es que todo se jodió en aquel preciso momento. Aquel fue, desde luego, el primer pecado original: el momento en que apareció la religión. Estoy segura de que si aterrizara una panda de extraterrestres echando por tierra el bulero rollo de los dioses y la religión, muchos humanos adorarían otra cosa.

Mientras nos tomamos otro café suena mi móvil. Abro el bolso, rebusco, lo encuentro y miro la pantalla. Qué raro, es Dani. ¿Qué querrá? Por cierto, ¿quién le habrá dado mi número de teléfono nuevo? Tuerzo la boca. Supongo que Luis.

—Perdona, Carlos. Es un amigo. —Descuelgo.

—Hola, Leia.

—Eh… hola, Dani.

—Estoy en Psicología. ¿Estás por aquí?

—No. Estoy en Criminología.

—Ah, bueno. —Su voz suena a decepción. Frunzo el ceño—. Me preguntaba si te apetecería tomarte un café entre clase y clase. Creí que estabas en Psicología. Te llamaba por eso. He quedado con un colega dentro de media hora y me preguntaba si tú… ¿Qué haces?

Suspiro hondo.

—Hablar de pecados.

—¿Pecados? —Se carcajea—. Buen tema de conversación. Esto… me acabo de enterar que hoy por la noche es la fiesta de Psicología. ¿Saldrás?

¿Saldré? Me quedo callada, no sé qué contestar. «Ni fiestas ni monte ni nada». Suspiro hondo al recordar la regañina de Marta.

—No lo sé. Quizá.

—Anímate anda. Podemos quedar. —Tal vez no sea mala idea—. Puedo pasar por la noche por tu casa y salimos todos. ¿Te parece bien?

—Vale.

—¡Guay! Quedamos entonces. ¿Te parece bien sobre las diez?

—Por supuesto.

Noto la sonrisa de Dani al otro lado del teléfono.

—Bueno, pues hecho. Nos vemos por la noche.

—Adiós, Dani.

—Hasta la noche, preciosa.

Y cuelga.

—¿Siempre eres así de monosilábica cuando hablas por teléfono? —me pregunta Carlos mientras guardo el móvil en el bolso. Me encojo de hombros.

—¿No será un pecado, verdad?

Mi amigo sonríe y continuamos otro buen rato hablando de temas recurrentes. En un momento dado me suelta el rollo de que hemos desarrollado una ciclópea tolerancia hacia la corrupción y que nos ha pasado lo mismo que con las reiteradas manifestaciones del 15M y sus frases repetidas hasta la saciedad: que cuando las escuchamos una y otra vez terminan por aburrirnos.

Luego comienza a enumerarme los casos de cabrones de apestoso renombre: Gürtel, Matas, Malaya, las Preferentes, Pokemon, Bárcenas, Urdangarín, el caso de las ITV, el de las tarjetas opacas, los papeles de Panamá, los Eres, Palau… Y termina diciéndome que durante los últimos años nos han bombardeado con tantos casos de corrupción, y tan sumamente graves, que nuestra tolerancia hacia los mismos se ha evaporado como el agua sucia de un charco en un día caluroso de verano.

—¡Así nos va! —exclama resentido—. Doscientos imputados en las listas electorales de un solo partido y seguimos votándolos. Es que nos merecemos lo que nos pasa.

—Eso solo demuestra que a los españoles no nos importa una mierda que nos roben, o que los que lleguen al poder nos roben menos que los anteriores, o por lo menos que lo hagan de una manera menos descarada. Estoy por apostar que si presentaran a un mono con un revolver para la presidencia del gobierno, también lo votaríamos. Ya ves, el efecto Trump es extensible al resto del planeta.

Mi superfluo argumento queda interrumpido porque vuelve a sonarme el móvil.

Mierda. Mierda santa.

—Discúlpame otra vez, Carlos.

Tardo una eternidad en encontrar el dichoso trasto. Observo la pantalla. Es Marta. ¿Qué caramba querrá ahora? Contesto.

—Dime, prima.

—Dani me ha pedido tu número teléfono. Ha roto con Ruth.

Me quedo patidifusa.

—¿Qué?

—¿Qué de qué? ¿Te ha llamado?

—Sí. Hace un momento.

—¿Y?

—¿Cómo que «y»? Joder, Leia, ¿qué quería? Me come la intriga por todos lados. Hasta tengo las uñas requetemordidas.

¿Requete… qué? En fin…

—Quería quedar para tomar algo hoy por la noche. Al parecer es la fiesta de Psicología.

—¿Nada más?

—¿Qué más quieres? ¿Que se me declare por teléfono?

—¡Sabía que estaba loco por ti! ¡Sabía que lo de Ruth no duraría mucho! Ruth es mucha Ruth para él.

—Marta…

Después de un rato hablando con ella, cuelgo. Consulto la hora. Tenemos aún unos cuantos minutos antes de la clase de Penal. Mientras Carlos se toma un sorbo hirviendo de otro café, prosigue con su parloteo. Esta vez hablamos de las juergas sexuales y de las excentricidades en que las que se gastan los corruptos nuestro dinero.

—Son como cucarachas —me dice Carlos apartándose el pelo de la cara. Hoy lleva puesta una camiseta negra con la calavera sonriente de los Misfits. Ayer llevaba una de Mr. Robot, la serie preferida de Luis.

Me río.

—Deberías leer Phalanx.

—¿ Phalanx? ¿Qué es eso? ¿Otro caso de corrupción?

—Un cómic —le aclaro—. La Falage. Son una raza extraterrestre que aparece en los X-Men. Parten del concepto de "Technarchy". Convertían a las masas de ciudadanos en una forma de vida de inteligencia colectiva y mediocre moldeada a su entero beneficio. Toda esta basura de gobernantes corruptos funciona de manera semejante: trabajan para las élites al igual que lo hacemos nosotros. Incluso estoy por apostar que, a la grandiosa familia de omnipresentes todo poderosos, les resultan tan repulsivos como a nosotros. Me mira con ojos de extrañeza.

—Vas a tener que pasarme ese cómic.

Antes de que Carlos termine la frase vuelve a sonarme el teléfono. ¡Jodido trasto! Es la entrada de un par de wasaps. Miro la pantalla: son de Lucas.

 

*París. Otros dos. Todo según lo estimado.*

*Londres y Dublín. Otros seis. Todo según lo estimado.*

 

Sonrío de oreja a oreja y suspiro profundo —muy profundo y aliviada—. Parece que a mi hermano se le da bastante bien lo de matar elitistas. Apoyo la espalda contra la máquina de café y, justo en ese momento, calculo el tiempo que nos va a llevar deshacernos de todos estos cabrones: demasiado estimo, y mi psique se queda intranquila. Me vienen a la cabeza también otras cosas.

Cosas del tipo: ¿debo apuntarme o no a clases de yoga?, ¿qué tiempo tardarían en llegar a Sevilla, si las pido mañana, unas cuantas cajas de sidra para la fiesta?, ¿qué ropa me sentaría bien para gustar a mi profesor?, ¿o, si resultaría muy difícil colocar un par de cartuchos de dinamita en la parte trasera de esta máquina sin que ni Dios me viera hacerlo?

Sonrío en secreto.

Si Carlos fuera consciente, aunque fuera un poquito, de con quién está hablando y de lo retorcida que es mi cabeza, se moriría en el acto.

Una chica se acerca a la máquina con intención de sacar un café. Me echo a un lado para que pueda meter su moneda en la ranura. Es una chica fea, puede que tan fea como yo, de mirada altiva y presencia azul. Parece una puñetera elitista. Lleva una chaqueta tipo Chanel, desde luego, alejada de la realidad y del buen gusto. Me mira con desprecio y hace un gesto despectivo con la cabeza para que me aparte. Tan solo le ha faltado saludarme con el dedo índice y el meñique —en plan Illuminati —, taparse un ojo con la mano, o colocarse en la solapa un broche con forma de mariposa. Me pregunto cómo quedaría su cara tras el estallido de la bomba. Le lanzo una sonrisa beata pensando que sería una muy buena víctima colateral, y que a lo mejor, el estallido de la bomba le mejoraría ese horrendo aspecto de falsa prepotencia que tiene. Diagnóstico concluyente: pija, pepera y bipolar.

Puntos de carisma: tres.

Cuando se va, Carlos y yo continuamos charlando de nuestras cosas: primero especulamos sobre la función de los servicios secretos (todo muy superfluo); después debatimos sobre el uso que le están dando a la información y el valor que esta lleva intrínseco; y por último, tocamos el tema de los amos del mundo. Sin duda, mi tema preferido. Lo único que ocurre es que, cuando hablo de ello, suele acudirme a la mente la imagen de un elitista lloroso y suplicante. El cabronazo me ruega de rodillas para que no lo mate, y llora con tanta congoja que los mocos se le escapan de la nariz. Los sorbe y cuando se los traga, siempre me pasa lo mismo, me da tanto asco que no me deja otra opción más que sacar un par de cuchillos de la parte trasera de mis vaqueros (cuchillos con el filo muy afilado: tipo Taramundi), adelantar las manos en un movimiento rápido a lo ninja y clavárselos en los ojos hasta el fondo de las cuencas. Lo que le hago después… ¡buf! me distrae demasiado como para seguir manteniendo con mi amigo una conversación coherente y, a la vez, disimular ser quien en realidad no soy; así que por lo general, en estos casos, suelo hacer el esfuerzo de regresar al mundo de los normales.

—El gobierno no es quién gobierna, Carlos —me sorprendo diciéndole en voz muy baja y con el mínimo entusiasmo—. Quien gobierna es el dinero, el cual se obtiene por medio del poder, y el poder se ejerce gracias a la información. La información, hoy por hoy, lo es todo amigo, y quien maneja la información, domina el mundo.

Carlos asiente y, tras sentarnos en el banco, continuamos unos cuantos minutos más con nuestra clandestina charla hasta que, de pronto, argumenta algo que me deja de piedra: acaba de decirme que las cabezas pensantes de ER no están en territorio español, dato que salvo los miembros más significativos de ER, todo el mundo desconoce, incluida la policía. Por tanto, si Carlos no es policía (y estoy segura al cien por cien de que no lo es) solo puede ser… ¡Con motivo he tenido la mosca detrás de la oreja todos estos días! Al final mis sospechas se confirman. Lo observo callada durante un rato… lo evalúo... ¿Por qué carajo no recuerdo su cara? He tenido que validar su perfil.

¿Qué papel desempeñará dentro de la organización? Y lo peor de todo, ¿por qué no soy capaz de encajarlo en ningún lado? Sacudo la cabeza y pienso que desde que conocí a Diego tengo la sesera mucho más que loca. La tengo descentrada: me cuesta incluso psicoanalizar a la gente.

Mi móvil vuelve a sonar, y un nuevo mensaje interrumpe mis pensamientos. ¿Será otra vez Lucas? Rebusco en el bolso. Encuentro el cacharro a la primera. ¡Oh! Venga ya… ¡Diego!

—Vaya —masculla mi amigo—. Estás muy solicitada.

Tuerzo la cabeza a un lado.

—Disculpa otra vez, Carlos. —Y centro mi atención en el teléfono mientras leo con ansiedad:

 

*Mi despacho es demasiado grande sin ti. No me apetece seguir escuchando ni a un solo alumno más (a no ser que seas tú). Ya ves, incluso los despreciables, despóticos, abusivos, manipuladores, inicuos, pérfidos, depravados, dominantes y, bastante ignominiosos profesores, tienen su corazoncito.*

 

Alzo las cejas, alucinada, y me levanto del banco con la bilis dando vueltas y vueltas en el estómago. Le dedico una sonrisa a mi amigo, y le digo que voy un momento al baño. Mientras camino por el hall, escribo a Diego un mensaje de vuelta:

 

*Se te olvida incluir: imbécil y despótico (estos los pensé mientras te tomabas el Mombasa Club pero, por lo visto, a tu capacidad de psicoanálisis le pasaron desapercibidos) y también faltosu o pérfido (como prefieras, puedes elegir); además de: perverso, maligno, malévolo e infame (esos los añadiste tú). Bueno, también añadiste a mi lista: asesino y monstruo. ¿Eres un monstruo o solo un profesor pervertido?*

 

Le envío el wasap y a los pocos segundos me llega otro suyo. Entro en el baño y me siento en un retrete.

 

*Corrige tu listado, está incompleto. También soy arrogante y puntilloso. Lo de puntilloso me gustó mucho. Por cierto, princesa, soy ambas cosas: un monstruo y un profesor pervertido. Pero recuerda que contigo me gustaría ser mucho más…

literal y familiar…

 

Se refiere a parte de la conversación que tuvimos en la plaza de la comisaría.

 

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