Ira

Ira


CAPÍTULO IV

Página 20 de 47

—¡Vuélvete! Quiero tocarte desde atrás —me dice agarrándome por el jersey y obligándome a darme la vuelta—. Y mírame, necesito tus ojos. Te necesito por entero, cariño.

Ladeo la cara sin rechistar y observo que se le iluminan los ojos de orgullo cuando obedezco. Al momento comienza a mover los dedos en mi interior, empujando hacia arriba con fuerza.

—¡Ah…!

—Leia, Leia… me vuelves loco. Y has sido mía. Toda mía. —Mmm, tiene la vena que le cruza la frente muy hinchada y comienza a sudar y a ponerse rojo. Es excitante verlo así. Quiero agarrarme a él, pero tengo las manos esposadas con mi propia ropa.

—Déjame tocarte, Diego. —Y dejo escapar un gemido.

—¡Silencio! —me ordena otra vez apartándome el pelo de la cara y recorriéndome con la navaja el borde de la barbilla.

—Pero necesito tocarte —suplico, y me estremezco cuando me muerde en un hombro.

—¡No! Si me tocaras podría tener la necesidad de matarte y no quiero hacerlo. —Su confesión me deja helada. ¿Matarme? ¿Lo ha dicho otra vez? Joder, y esta vez lo ha dicho de verdad —. Eres tan guapa. —Me mordisquea subiendo por el cuello—. Sé lo que necesitas y sé lo que deseas, y te lo voy a dar todo, cariño, todo.

—¿Has vuelto a insinuar que puedes matarme?

Asiente con tristeza, sin ninguna muestra de ironía.

—Sí, Leia, has oído bien. Puedo matarte con mis propias manos. Asfixiarte. Soy un jodido asesino. Creía que te lo había dejado claro.

¡Ay, Dios! Entonces es cierto. ¡No! ¡No! El picor regresa a mi garganta. Mi niña policía aparta la mano de los ojos y me señala con el dedo acusándome de habérmelo advertido. No puede ser posible que Diego me haya dicho una cosa así y continúe seduciéndome con sus dedos el interior de mi vagina. No ahora.

Él no puede…

—Tranquila. Sé que es un poco duro de escuchar, así de buenas a primeras, pero no tienes de qué preocuparte. Si me obedeces, estarás segura. Limítate a hacer lo que te digo.

—¡No me lo puedo creer!

—Pues créetelo, princesa. Siempre hubo y siempre habrá monstruos malvados, pero yo no seré el que duerma bajo tu cama, yo seré el que te folle sobre ella.

Mi boca se abre hasta atrás.

—¡No puede ser cierto! Tú no puedes ser…

—Sí, Leia, sí lo soy. Soy un monstruo, un asesino, una bestia. ¿Me vas a negar que te gusta?

Me gustaría si supiera que no eres como yo. De sobra sé que hay monstruos con alma de niñas y niñas con alma de monstruos, pero, ¿cuál de los dos eres tú? Porque me niego a aceptar que tu alma sea un alma corroída y que continúes tocándome.

Pero sus dedos son… ¡ay!... sus dedos…

«No te sorprendas tanto. Es un carnicero de masas. ¿Acaso esperabas que no fuera capaz de matar a alguien con sus propias manos? ¿Tan virtuosa te crees? ¡Tú eres igual! Una jodida asesina.

Miraos… dos asesinos revolcándose uno en brazos del otro».

¡Cállate celosa hija de puta! Dedícate a la investigación y a averiguar de qué va su puñetero juego.

—Aparta. ¡Déjame, Diego! —Me revuelvo contra él, jadeante, tratando de apartarlo—. ¡Ah!

—exclamo. No hay manera, sus dedos no se detienen. Me pone la navaja en el cuello… otra vez.

—¡No quiero apartarme de ti! Ya te lo dije antes. Asimila toda esta mierda rápido, porque tu ira es mía, princesa.

—Pero, ¿qué estás diciendo? ¡Para!

—¡No! No voy a parar. Voy a continuar con esto, por ti, por mí, por los dos.

—Pero no quiero que continúes.

Me mira feroz.

—¿Seguro que no quieres que continúe, cariño? ¿Seguro? —Cierro los ojos invadida por el placer que esconde su determinante insinuación—. Tu sexo no dice lo mismo. Tú también me deseas.

¿Crees que no se leer tu cuerpo?

—Dios, Diego, tienes gustos muy inusuales.

—Mis gustos no son inusuales, son muy humanos. Tan humanos son, que carecen de las restrictivas ataduras de la moral que os asfixian a todos.

—¡Por favor, Diego! No puedes hacerme esto.

—Quieta, cariño. Y cierra la boca. Eres tú la quieres que yo te haga esto.

—¡Mentira!

—¿Quieres que te demuestre lo equivocada que estás? —Me da la vuelta y me empotra la espalda contra la pared. Luego desciende el filo de la navaja por mi barbilla, por mi cuello, por mi clavícula… pasándolo con suavidad por encima de uno de mis pezones, por encima del otro, por mi tripa, por mi… —A partir de ahora te quiero en silencio.

—¡Joder!

Él sonríe. Es una sonrisa corta y sombría, desmayada a más no poder. Sin duda, una sonrisa tan misteriosa como su interior.

—Lo ves… —dice valorando mi reacción—. Me deseas y me deseas mucho. Ahora ábrete de piernas para mí, y serénate, cariño. Necesito tomar lo que me pertenece y tú necesitas entenderlo.

De repente se agacha y me separa las piernas. Me pincha con la navaja en el interior de un muslo y me lame la sangre. Su lengua es como una caricia. Trato de cerrar las piernas, pero no me deja. Vuelve a sonreír y a mirarme. Con lentitud se levanta un poco y me da un lametón en el clítoris.

—¡Ah!

—Mmm... me encanta esta boquita sonriente —susurra abriéndome los labios vaginales con los dedos y metiéndome la punta de la lengua en el interior.

Me chupa, me goza y se relame los labios como si yo fuera un caramelo. No puedo más, pero él no cesa de repasarme una y otra vez, inmisericorde, sin detenerse… y por imposible que parezca, mi cuerpo se curva y mis rodillas comienzan a fallar. Voy a correrme contra sus labios y no puedo ni quiero hacer nada para detenerlo. Diego se incorpora, me coge la mandíbula con una mano, y me amenaza con la navaja. Nos miramos a los ojos. Su nariz se ensancha alarmándome y, por un segundo, pienso que me la va a clavar.

La tira al suelo. El sonido rebota contra las cuatro paredes del ascensor, estremeciéndome.

—¡No te corras sin mi puto permiso!

Me va volver loca. Me suelta y se desabrocha el cinturón, luego, el botón del pantalón, después desliza la cremallera de la bragueta e introduce la mano dentro de un Calvin Clain blanco con el ribete en gris, liberando ante mis pasmados ojos su espléndido miembro. ¿Todo eso ha entrado antes dentro de mí? Se acerca y me coge por las caderas.

—Mi polla se muere de ganas de correrse dentro de ti. Rodéame con las piernas. No querrás caerte. —Y me alza cogiéndome por el culo y plantándome otro beso en los labios—: Te va a doler.

Hago lo que me dice para no caerme al suelo y, con una precisa y certera oscilación de cadera, me penetra de golpe apretándome la espalda y las manos contra la pared. Cien kilos de virilidad se ciernen sobre mí con la intención de obligarme a implorar. Me doy cuenta al instante de lo fácil que me resulta rendirme a él.

—¡Agh! —grito cuando empieza a moverse fuerte en mi interior.

Hunde la cabeza en mi cuello y yo clavo las uñas en las palmas de las manos hasta hacerme daño. El ascensor se balancea.

Diego me apresa las nalgas, me clava los dedos en la carne para alzarme más arriba.

—Muy bien, princesa, ahora grita para mí. Quiero que todos te oigan. Déjame darte lo que necesitas. Te soñé toda la vida, te imaginé de mil maneras diferentes, deseé que existieras y ahora estás aquí… Siempre supe que aparecerías, que serías tú, que me curarías. Sí, joder, todo lo que he buscado lo tienes tú, lo encuentro en ti. Ya no me importa nada más… que… nosotros.

Cada una de sus palabras se clava en mi resbaladizo y palpitante sexo. Lo deseo con todo mí ser.

Diego está comenzando a polarizar cada uno de mis sentimientos y mis pensamientos.

De pronto, ralentiza el ritmo, me mira a los ojos, y suelta un gruñido carnal antes de espetárseme hasta el fondo. Al momento dejo de sentir cualquier cosa que no sea él. Me envuelve con su fuerza, con su osadía, con su hechizo… seduciéndome.

—¡Ah, ah…! —jadeo intentando albergar la totalidad de su tallo.

Su boca se curva en un gesto obsceno que me congela la respiración. Tengo la sensación de ser arrastrada hacia las puertas del infierno.

—Sí, joder, sí. Eres tan estrecha. Estás tan caliente. ¡Maldita sea, mírame! —Y abro los ojos buscando los suyos; no sabía que los había cerrado. Tengo su cuello a escasos centímetros de mí lengua. Y toda esa sangre… —Bébeme, Leia. Prueba mi sangre, es lo único que necesitas para ser parte de mí. ¿Quieres correrte?

—Sí —respondo. Su sangre me reclama y me perturba. Tan densa y roja…

—¿Sí qué, Leia? Obedéceme. Soy tu amo, tu maestro, tu puto Dios.

Comprendo.

—Sí, quiero correrme, Diego.

Me levanta el culo como si no pesara nada, y captura uno de mis pezones. Me lo chupa hasta dejarme sin sentido. Aprieto los puños. No puedo introducir aire en los pulmones. Me tenso. Me tenso. Me tenso.

—Oh, Dios. No puedo correrme sin sangre —confieso. Y tampoco sin su orden. Necesito su orden en mis oídos.

—Córrete, princesa. ¡Ahora, joder! ¡Ahora! —me dice con ansiedad.

Oh, sí… Milagro. Sentido. Conocimiento. Paraíso. Me fricciona el clítoris con el pulgar y yo… yo… oh… yo… me abalanzo como una posesa sobre su cuello para chuparle la sangre. Lo bebo. Me relamo. Soy una falsa Alicia en el país de las maravillas con el tiempo suficiente para echar la cabeza hacia atrás, tomar una bocanada grande de aire y correrme con su empujón final hasta quedar desfallecida.

—¡¡¡Diego!!! —gimoteo entre convulsión y convulsión, viendo estrellas XXX pornográficas desfilando por delante de mis narices igual que si fueran besos celestiales—. ¡¡¡Diego!!!

—¡Ah! —gruñe él, a la vez que eyacula dentro de mí—. ¡¡¡Leia!!! —Y al gritar mi nombre, hunde su nariz en mi pelo aspirándome en profundidad mientras convulsiona y su polla expele hasta la última gota de semen en mi interior—. ¡Diooooosssss!

Caemos al suelo, jadeantes, sin fuerzas. Somos incapaces de movernos. Tan solo miradas y caricias. Él me sonríe. Su sonrisa es la de un lobo grisáceo aullando bajo el resplandor de la luna y yo… yo comienzo a llorar. Su semblante dulce se transforma en pura angustia al instante.

—No llores, joder. No te pongas a llorar ahora —protesta—. Por favor, no me hagas esto.

¿Esto? ¿A qué se referirá con que no le haga esto? Quiero llorar y punto. Tengo necesidad de hacerlo. Además, no me puedo contener: las lágrimas me salen solas.

Diego me pasa un brazo por los hombros y me abraza fuerte contra él.

—Cálmate, cariño. ¿No te habré hecho daño, verdad?

Cierro los ojos y lo huelo: limón, limón, limón… mmm… limón y lealtad, amor por la vida, genialidad para resolver problemas complicados; directo, afectuoso, apasionado, enérgico, desinhibido, aventurero, capacidad innata para el liderazgo; necesidad de reconocimiento y de alabanza: no le gusta que no le hagan caso o que no lo traten como a un rey. Es de los que encuentran lo que quieren conseguir sin problema, de los que siempre actúan. Su lema es: hago lo que quiero cuando quiero.

—No. No me lo has hecho —respondo con la voz entrecortada. Estoy muy confusa con lo que acabo de descubrir.

—Lo sé, princesa. Sé cómo te sientes. Todo esto es nuevo también para mí.

—Diego, no podemos seguir haciéndolo en la facultad.

—Cielo, lo haremos donde nos dé la gana, y dentro de poco lo vamos a volver a hacer en mi despacho. Así que ponte en pie. Vamos a dejar libre este maldito trasto antes de que llamen a los bomberos.

Me ayuda a levantarme y a vestirme: me pone el tanga, los pantalones, me arranca el sujetador y me coloca bien el jersey. Él comienza a abrocharse la camisa, el pantalón y el cinturón mientras yo me calzo. Todo lo hace en silencio, sin dejar de mirarme y sin dejar de sonreírme.

Me siento traspasada de felicidad, pero también de incertidumbre y de miedo.

—Esto me lo llevo de regalo —agrega con voz queda, guardándose mi sujetador en el bolsillo interno de su americana gris—. Quizá también sea un fetichista.

16

Acabo de ser arrastrada por un hombre de otro mundo que me lleva de la mano y me introduce en su despacho de profesor universitario después de haberme hecho el amor, o follado, o forzado, o todo a la vez, primero en el cliché-aula y luego en el cliché-ascensor. Todo esto ocurre sin que apenas me dé cuenta. Voy como en una nebulosa, arrastrada por el hilo de una cometa volando en lo alto entre las nubes empujada por el viento. Es como estar dentro de una fantasía hecha realidad.

Aun así, consciente de la magnitud de su espalda ancha, de su masculinidad inquietante y de su belleza pagana, también lo soy de la rabia y la cólera que, por algún motivo que no consigo descifrar, proyectan los marcados ángulos de su rostro. ¿Por qué lo noto tan tenso? Madre mía, puedo disculpar cualquier ataque de mosqueo, pero no la crueldad que percibo en su expresión.

Un «no» rotundo a la crueldad. Un «no» rotundo a la crueldad. Un «no» rotundo a la crueldad, repito, mientras me lleva de la mano por los pasillos de la facultad a seguir follándome en su despacho.

«No es crueldad, está fingiendo. Fíjate bien: es inquietud. Se ve obligado a hacer algo que no le gusta nada. Observa bien, Leia, debajo de su brutalidad hay Amor».

Mi niña policía ha vuelto a sacar la lupa y está inspeccionando a mi D.I milímetro a milímetro. Yo continúo topo total, incapaz de ver más allá de mi propia miopía.

Rebobino… ¿Amor?

«Amor», repite mi niña policía. «Amor con A mayúscula», vuelve a insistir. «Créeme, Dama Blanca, el Amor con A mayúscula no se puede falsificar».

—Vas muy callada. ¿Estás bien?

—Voy bien.

Arrugo la frente y lo miro. Dios, juraría que un picor conocido comienza a rascarme en el fondo de la laringe. Mientras mi cerebro continúa confuso, llegamos a su despacho. Diego me sienta en una de las sillas que hay frente a su escritorio dispuesto a poner mi vida patas arriba. Lo veo irse junto a la ventana, abrir un cajón, sacar una cajetilla de rubio y encender un cigarro. Da una calada honda y, al hacerlo, me echa una mirada insolente. Después, cierra las cortinas y el cuarto queda en penumbras. Solo veo la brasa de su cigarrillo reflejando en su rostro un resplandor atroz. El olor a tabaco me trae de vuelta a la realidad. ¿Qué demonios querrá ahora?

«Le gustas».

Ni de coña, le digo a mi niña policía.

«Le gustas y le gustas mucho. Y esto es una verdad no una mentira, aunque te empeñes en esconderte tras tus miedos. Recuerda las palabras de Lucas».

¿Miedos? ¿Cómo que miedos?

«Leia, Leia… La verdad te va a estallar en la cara, y te va a estallar muy pronto. ¡Despierta!

Tienes que estar preparada para lo que se te viene encima», me repite otra vez. Pero esta vez me lo repite a gritos. Y después, con voz más bajita y asintiendo con un « ouuh, yeah», me dice con voz puntillosa: «Y disfruta de la travesía».

—No tenía ni idea de que fumaras.

—Es un vicio estúpido. Tengo que dejarlo. ¿Quieres uno?

—No fumo.

Su imagen es pura exhibición varonil. Parece uno de esos tíos buenos de los carteles que había antes de Marlboro. Tan solo le falta el sombrero de cowboy y una soga cruzándole el pecho, por lo demás, lo tiene todo. Pero, ¡qué coño es lo que estoy diciendo! Acaba de sacarme de una clase atestada de gente como si fuera un saco de patatas, me ha metido mano delante de todo el mundo y me ha besado sin importarle lo más mínimo tener ciento y pico ojos mirándonos… y aquí estoy yo, suspirando por él como una tonta. Me gustaría odiarlo tanto como me gustaría odiar su contacto, pero a cada segundo que pasa me noto más enganchada a él.

Diego acerca el cigarro a la boca, aspira una calada y me mira de reojo.

—Mejor. De todas formas no dejaría que lo hicieras.

¡Hala! ¡Venga ya! Ponme un burka también.

—¿No crees que lo de fumar o no fumar es una cuestión que tendría que decidir yo?

—Respecto a ti, a partir de ahora, quien va a tomar todas las decisiones voy a ser yo. Dime quién es, Leia.

—¿Quién?

—No te hagas la tonta o vamos a tener que pasar un montón de tiempo encerrados aquí.

Lo miro ceñuda.

—No me gusta que me llames así —le digo solo para virar la conversación. No me gusta el tono distante y frío que ha adquirido.

—Pienso llamarte como me dé la gana —apunta él con firmeza, mientras noto cómo el aire se va enrareciendo a mi alrededor.

—¿Acaso he perdido mi derecho a ser persona? —contraataco.

Da dos pasos en mi dirección y se planta delante de mí.

—Desde que te entregaste a mí esta mañana has perdido algo más que ese derecho. Me perteneces, Leia, por completo; y si continúas tratando de desviarte del tema te garantizo que en poco tiempo no dejaré que elijas ni el color de las bragas. Haz lo que te digo y cuando te lo digo, sin discutir, y nos entenderemos a las mil maravillas.

Mi cara pierde todo el color.

—¿Estás tratando de presionarme?

—Lo has adivinado.

—Pues lo siento, Diego, no puedo ayudarte. Ya te lo he dicho, no sé quién es ese chico.

Suspiro fuerte. Sus ojos son dos cortinas negras, como lajas estratificadas de ónix. Y

además, su olor me inmoviliza.

—¿Estás segura de que no vas a decirme nada?

Pestañeo. Por la forma en que me ha planteado la pregunta intuyo que bajo ella se esconde una trampa retorcida, pero a saber de qué tipo.

—Eres terco, profesor. ¿Por qué no me crees? —Y observo que arquea una ceja de manera amenazante obligándome a tartamudear—: Pre… preferiría que no me mirases así.

—¡Me importa una mierda lo que tú prefieras o dejes de preferir, cielo! —masculla con su habitual suavidad dejándome de piedra—. Mi trabajo es hacer lo imposible para averiguar la verdad que se esconde tras las personas, en concreto tras los criminales. Y tú me estás ocultando cosas.

—Y con eso, ¿qué quieres darme a entender? ¿Intentas asustarme?

Se inclina y arrima los labios a mi oreja.

—No intento nada. Solo quiero que respondas a lo que te he preguntado.

—¡Vale ya con este juego!

—¿Crees que esto es un juego?

Trago saliva.

—No sé qué cosa rara se te ha metido en la cabeza, ni porqué te empeñas en querer saber quién es ese chico, pero te digo la verdad: no lo conozco de nada.

Me repasa de arriba abajo con los ojos, en silencio, con una expresión que no consigo comprender.

—Acabas de hacer que mi paciencia salte por los aires, princesa.

—¿Otra amenaza? —le pregunto tratando de reprimir una quemazón.

—No cariño, otra amenaza no. Otra realidad. Y te juro por todos los demonios del infierno que como no me respondas de una puta vez, voy comenzar a rellenar los segundos con otra suculenta zurra.

Joder con las zurras. ¿Y era él quien me hablaba de maltrato?

—¿Tanto te divierte pegarme? ¿Siempre tienes la costumbre de ser tan despectivo? ¿No eras tú el que veía un maltrato en la conducta de ese chico ayer mismo? ¿Y qué hay de la tuya, profesor?

Se separa de la silla y se cuadra delante de mí con las piernas muy abiertas. Agarra una muñeca con la otra mano y ladea la cabeza para mirarme.

—Me encanta tu exacerbada costumbre tendente a la mortificación —masculla inexpresivo —. Pero pronto vas a saber distinguir entre lo que es un maltrato de verdad y una de las maravillosas zurras de las que hablo.

—Una zurra es una zurra —replico—. No trates de justificar lo que es evidente por sí mismo. No soy tonta.

—¿No te has dado cuenta todavía, verdad? —Sonríe.

—¿De qué no me he dado cuenta? Ilústrame.

—Con mucho gusto, princesa. —Y añade sin inmutarse—: A ti te encanta ser dominada.

Pero no dominada por cualquiera, sino por mí, solo por mí. Con cualquier otro hijo de vecino, este tipo de actitud te resultaría intolerable.

Lo miro perpleja. He regresado al siglo diecinueve y no me he enterado.

—¿Tratas de darme una clase teórica sobre el maltrato o estás sugestionarme para que me crea semejante estupidez?

Diego hace un mohín, como enfurruñado, y vuelve a inclinarse sobre mí.

—Trato de hacerte entender que recurriré a lo que haga falta con tal sacarte lo que quiero — dice con cierta sequedad—. Ve asumiéndolo, Leia. Te gusta mi control, te gusta que te folle duro, y te gusta que te proporcione dolor. Te resulta… erótico. —Abro la boca para decir algo, pero él continúa—: Por tu cara de asombro deduzco que todavía no te has dado cuenta que tu grado de algolagnia es altamente elevado, cosa que me sorprende. Y créeme, me encantará descubrir el nivel de resistencia al que puedes llegar.

—¿ Algo… qué? —pregunto sin saber de qué demonios me está hablando. —¿Qué coño es eso?

Guarda silencio. Después me responde:

—El organismo utiliza un estupendo gen para controlar el dolor. Y tu elevada psique, no solo lo controla, sino que además disfruta del placer que le proporciona de una manera innata. Eres asombrosa, princesa, realmente asombrosa.

¿Cómo puede saber cosas de mí que yo misma desconozco?

—¿Me tomas el pelo? ¿Qué placer puede haber en el dolor?

«El mismo que hay en el terror y en el miedo y en la incertidumbre, tonta», me aclara mi niña policía. «Se trata de una emoción fuerte que genera algo más que endorfinas».

Dolor, miedo… ¿A qué mundo oscuro trata de arrastrarme? Clavo los ojos en Diego que me dedica una mirada llena de confusión. Mi garganta comienza a picar.

—El dolor puede ser un gran maestro, Leia. Aunque lastime un poquito por dentro, sirve para cambiar a las personas, y me parece que tú necesitas un cambio profundo.

Joder. Lucas, Lucas… Comienzo a cagarme de miedo.

—¿Ah, sí? ¿Y por qué debería cambiar?

—Porque piensas que no hacer frente a los sentimientos es la mejor manera de sortearte a ti misma —me suelta como si me examinara por dentro—; y ni el dolor ni el cambio son algo que puedas sortear así como así… Pero eso tú ya lo sabes porque eres lista. Lo que desconoces, es que tu obcecación y tu empeño en no querer hacer frente a lo inevitable es lo que te está jodiendo y bloqueando realmente la cabeza. —Se encoge de hombros y continúa—: Leia, el dolor no solo te hará más fuerte, te hará más lúcida y te permitirá ver el mundo desde una perspectiva diferente.

Imagínalo como una alarma. El dolor te avisa de que en tu interior hay algo que no jode bien, que hay una perturbación nefasta para ti, una influencia maligna que puede acabar contigo en cualquier momento y, entonces, el mecanismo del sufrimiento se activa segregando dolor para hacerte ver lo jodida que estás. Es un vehículo muy oportuno para que cambies de una buena vez, para que actúes.

Así que cede, nena, cede y entrégate a mí.

—¿De verdad me estás diciendo que el dolor es la única cosa que consigue abrirnos los ojos ante las amenazas?

—La única cosa no, pero la más efectiva sí. Y funciona con todo tipo de sentimientos, incluidos los morales. Las injusticias, la arbitrariedad son causas demoledoras para un cerebrito sensible e hiperhumano como el tuyo. Y al dolor le encanta eso —me dice seguro de su afirmación.

Estoy decidida a no resultarle tan transparente.

—Todo en ti es deliberado, ¿verdad? No puedes evitar provocarme una y otra vez.

¿Qué pretendes, darme una zurra y tratar de convencerme de que el dolor es sano para mi moral?

¿Pretendes que además me guste?

Suelta una carcajada tan grosera como áspera. Mis mejillas enrojecen de rabia y siento ganas de lanzarme sobre él para atizarle un guantazo en toda la mandíbula.

—No solo te gusta, te encanta y, además, te lo mereces.

—¿De verdad?

—Oh, sí, ya lo creo que sí.

Alzo las cejas.

—¿Me lo merezco?

—¡Ajá! —Insiste—. Por no responder cuando debes y por muchas otras cosas más. Como no saber que en el amor, al igual que en la moral, tiene que haber un poco de dolor para que este no se muera y decaiga. —Su expresión muta ante mis ojos y de inmediato sé que el diálogo de besugos y las aclaraciones banales se acaban de terminar.

—No comparto tus teorías.

—Sí que las compartes, pero me retas porque te tienes miedo —dice—. Y princesa, si de verdad quieres seguir retándome vas a tener que esforzarte muchísimo más.

El sonido de un móvil nos saca a los dos de nuestra particular guerra. Diego pestañea unas cuantas veces y, con sigilo, se acerca al escritorio para coger el teléfono y leer un mensaje. Después me mira con cara de pocos amigos.

¡Huy! algo me dice que no continúe tentando a la suerte. Noto la garganta cada vez más irritada.

Se acerca y hace girar mi silla. Se sienta en el borde de la mesa para observarme con detenimiento. Debe de haber ocurrido algo. Sin embargo, a pesar de su actitud tranquila y serena, también acaba de adquirir esa mirada vacía que tanto me atemoriza. Sé que si no tengo cuidado, lo único que conseguiré será perjudicarme más, de manera que opto por guardar silencio.

—Bueno, bueno, bueno… —comienza amenazante él. De repente, no sé si de forma deliberada o no, adquiere la figura siniestra de un puñetero autócrata, un Dios omnipresente. La visión dura tan solo unos segundos, pero me pone los pelos de punta—. Ha llegado el momento en el que me dices lo que quiero saber y en el que además me pides disculpas.

Este hombre pasa de la suavidad a la insolencia y de la insolencia a la autoridad en un santiamén.

—Creí que no te gustaban las disculpas.

—No me gustan las disculpas insubstanciales, Leia.

Mierda, una mirada suya y me deja fulminada. Bajo de inmediato los ojos al suelo y me disculpo como si otra persona lo hiciera por mí. Me maneja como a una muñeca.

—Lo… lo siento. Estoy segura de… de…

—¿De qué?

—De que la próxima vez lo haré mejor.

¿Cómo coño consigue doblegarme con solo una mirada? ¿Por qué no puedo responder ante él como quisiera?

—Más te vale. Y por favor, cuando te pida algo, al menos ten la decencia de mírame a los ojos.

Los alzo de golpe. Ay, señor, su sonrisa mordaz ha desaparecido. Me aclaro la voz.

—No es mi novio.

Yo nunca he tenido novios. Mis ideales de hombre son un poco extraños, pero ideales al fin y al cabo. Quiero un imposible: un hombre rudo, pero cariñoso; un hombre dominante, pero dulce; un hombre fuerte, pero tierno; un hombre con pinta de malo, pero generoso y bueno.

La cara de Diego se torna en frialdad.

—Claro que no es tu novio. De eso ya me he dado cuenta. Estoy esperando y no me gusta esperar —insiste—. Pese a todo, tengo mucha paciencia. Así que vamos a quedarnos aquí todo el tiempo que haga falta hasta que me digas quién es.

Y tanta paciencia. Pero, ¿qué puedo decirle cuando no puedo decirle nada? No quiero ponerlo en peligro.

—No sé quién es.

Se incorpora y regresa junto a la ventana. Vuelve a perder los ojos a través del cristal para echar otra calada al cigarro.

—No lo sabes... No sabes quién es —murmura sin mirarme—. Te besa, te arrastra, te tira al suelo, te zurra y no sabes quién es.

Y dale. ¡Qué pesadilla!

—Podrías aplicarte el mismo cuento: me besas en cualquier parte y delante de quien sea, me arrastras por ahí, me dejas tirada en el suelo, me zurras en un aula, me follas en un ascensor y, ¿qué sé de ti? ¡Nada! Tampoco tengo idea de quién eres, de lo que eres y, menos aún, de lo que quieres de mí. Tanto tú como él sois un maldito galimatías en mi vida.

Diego apaga el cigarro en un cenicero de cristal y exhala la última calada por la nariz. Con marcada lentitud se acerca al escrito y, cuando llega, coloca las manos en los reposabrazos de la silla en la que estoy sentada clavándome hasta el fondo sus hermosos ojos verdes.

Maldita sea… ¡Qué intimidante me resulta!

—No me pongas a prueba, no me desafíes, y no me hagas sacar a la bestia que llevo dentro.

No contigo.

—Lo digo de verdad, Diego. No sé quién es —repito.

Me levanta la barbilla y me observa en silencio.

—Ya veo que por las buenas no me vas a decir nada. —Sus labios esbozan un gesto de «dímelo de una puñetera vez o atente a las consecuencias», pero no puedo asegurarlo. Es como si tuviera delante un hombre desconocido. Todo él se transforma en puro mal—. ¿Quieres saber para qué quería una cuerda de escalar, Leia?

Ahora tiene toda mi atención…

—¿Para qué? —pregunto intrigada por su cambio de actitud.

—Para atarte con ella.

Pestañeo unas cuantas veces.

—¡No mentías!

—Yo nunca miento, cariño, nunca.

Me sudan las manos, las sienes, mis mejillas arden y mi frente también. Siento como si una serpiente me reptara por entero.

Diego se apoya contra el archivador y comienza a remangarse con aire desenfadado las mangas de la camisa. Luego cruza los brazos sobre el pecho y ladea la cabeza para comunicarme: —Voy a atarte dentro de ese baño. Y te va a gustar. —Entorna la vista hacia la puerta que hay a su derecha y yo sigo la dirección de sus ojos.

De repente me doy cuenta de lo que pretende hacer y, con un rápido movimiento, me levanto y rodeo la mesa para escapar.

—¡Quieta! —Su voz es paralizante por sí sola. Aun así, me agarra por el brazo—. ¿A dónde crees que vas?

—¡Suéltame!

—Nunca, cariño.

Me rodea con los brazos y me aprieta contra él. Sabe que soy una terrorista. Me va a torturar.

—Joder. ¡Suéltame, Diego!

Ni caso. Me arrastra hasta la puerta e introduce una llave en la cerradura, la gira, abre la puerta y me empuja dentro. Caigo en el suelo de rodillas, emitiendo un gemido de dolor. Al instante, me agarra por pelo y me levanta de golpe. Mis dedos se cierran entorno a su mano a la vez que las lágrimas acuden a mis ojos.

—¡Ah! Diego, por favor, no me hagas daño.

Me agarra por las muñecas y me atrae hacia él. Nuestros pechos chocan. Baja su cara hacia la mía y me mira con ojos estáticos.

—Guarda silencio porque si vuelve a salir una palabra por tu boca, llorarás.

Trato de psicoanalizar su estado de ánimo, pero no hay manera. Solo consigo distinguir un dolor monstruoso devorándolo por dentro. En medio de la confusión, trata de alzarme las manos pero, como no me dejo, me coge de nuevo por los brazos. Yo lo empujo y él me agarra; me suelto, me pega, le pego, me atrapa, me escapo, me atrapa…

Busco con desesperación una salida, pero estoy atrapada en baño diminuto en donde solo hay una cuerda de escalar colgando de una argolla en el techo. Joder, joder. ¿La tenía preparada? La incertidumbre me paraliza de repente.

Diego aprovecha mi desánimo para agarrarme por detrás, alzarme las manos y atármelas a la cuerda.

—Madre mía. ¿Qué haces? ¿Te has vuelto loco? —mascullo sin poder creerme lo que está pasando. Alzo los ojos y mi cabeza cae hacia atrás. Tengo los brazos estirados por encima de la cabeza y atados por las muñecas. La desilusión se apodera de mí a golpe de martillazos.

—Cierra el pico. Sé que tienes miedo. Y espero que lo tengas de verdad porque no podrás gritar ni soltarte ni pedir ayuda. Nadie vendrá a ayudarte.

Oh, Dios… Mi respiración empieza a agitarse y un miedo frío invade todo mi cuerpo. Lo he evaluado mal. ¿Y si me tortura? ¿Cómo he podido ser tan ingenua como para pensar, que este hombre poderoso, guapo hasta morirse e imponente, podría sentir por mí algo que no fuera odio y venganza?

—No pierdas el tiempo tratando de liberarte de la cuerda, lo único que conseguirías hacerte sería una llaga enorme.

Intenta calmarte, Leia, piensa, piensa.

—¡Como si eso te importara!

—Me importa. Y mucho. Mucho más de lo que crees.

¡Ja! Seguro…

En esas lo veo alejarse. ¿Se va? ¿Me va a dejar aquí colgada y sola?

Grito muy alto.

—Por favor, Diego. ¡Desátame! No te vayas.

—Chist, princesa. Nada de súplicas. Ahora voy a tener que azotarte de verdad.

Diego se acerca a una repisa que hay junto a un armario, abre un cajón y saca una mascarilla de gas. Pero, ¿qué va a hacer con ese trasto? Gira en redondo y se me planta delante. Pasa sus finos dedos por mis labios, sonriendo. Tengo que apartarle los ojos para evitar estrellarme contra su severidad, y para ocultarle el rubor de mis mejillas.

—Mírame, Leia. —Me coge por la barbilla y me obliga a alzar los ojos hacia él. Los suyos refulgen de secretos—. Esto te privará de algunos sentidos —me informa. Y me coloca la mascarilla dejándome privada al instante de sonido alguno.

También dejo de oler su riquísimo aroma a limón. Dios, ¡es una mascarilla de tortura!, de privación sensorial. Ajusta las correas y, al segundo, también dejo de oírle. Después, sin decir nada, solo mirándome como si quisiera follarme, gira en redondo y se dirige hacia la puerta; apaga el interruptor de la luz y, sin mirar atrás, sale del baño dejándome sola, atada y, a oscuras.

17

Me aterra la oscuridad. Me aterra desde que era pequeña.

Intento tomar aire pero este pequeño reducto parece haberse quedado sin él. La cuerda me hace daño en las muñecas y todo me resulta demasiado terrible como para que, además, tenga que preocuparme por una cuestión tan tonta como el aire de la habitación.

Miro hacia el techo. Apenas puedo distinguir mis muñecas atadas. Estoy colgando como un cerdo en un matadero, apoyada tan solo de las punteras de mis botas de tacón. Hoy me he puesto las marrones, las que tengo con los tacones más altos. Esto, al menos, me ayuda a no lacerarme viva.

Dos, seis, quince minutos…

Grito llamándolo con afilado desgarro en medio de la oscuridad. ¡La privación sensorial es pavorosa! Pero el dolor que me atenaza, no es ni muchísimo menos comparable al pánico de estar aquí sola, siendo consciente de lo que me acaba de hacer.

No obtengo respuesta.

—¡Agh!

Pasan los minutos, incluso creo que unas cuantas horas… El tiempo se hace larguísimo aquí dentro. En mi cerebro saco una navaja del bolsillo, corto la cuerda, la enrollo sobre mi codo y la escondo para luego usarla con él.

Y el tiempo pasa y pasa...

No creo que pueda resistir por mucho más tiempo. Estoy exhausta, al límite de mis fuerzas.

Es un milagro que no me haya desgarrado tratando de soltarme. Me duele todo: los hombros, los brazos, el pecho, la cabeza… Lo que más, el corazón. La puerta se abre de golpe. Giro asustada sobre la cuerda y pestañeo. La claridad impacta contra mi retina como un látigo brillante de arañazos relucientes. ¡Uf, sí, acogedora luminiscencia que me acuna con su caricia! Es él. Su sombra alargada se alza como la imagen de un campanario en medio de un absurdo claro oscuro. Parpadeo para adaptarme a la luz y poco a poco comienzo a distinguirlo parado bajo la cornisa de la puerta con algo afilado y alargado en la mano que no consigo enfocar con nitidez, mirándome sin inmutarse.

—¡No… no… puedo más! —le digo arrastrando las palabras en un hilo imperceptible de voz—. No puedo sostenerme más.

Se acerca a mí en un par de zancadas y me quita la mascarilla con rapidez. La tira al suelo y me coge la cara entre las manos. Lo primero que noto es su intenso olor a limón impactando de lleno contra mis fosas nasales, también huele a sangre. Mmm… qué aroma tan delicioso; después, su calor y, al segundo, innumerables sonidos atropellándose alocados los unos contra los otros: coches circulando en los alrededores, un avión surcando el cielo, una obra cercana, voces por los pasillos, su corazón a mil por hora..., pájaros: oigo pájaros piando fuera, risueños, alegres, cantarines.

La vuelta a la vida me resulta adorable a pesar de que noto como si cada hueso me lo hubiera roído un staffordshire bull terrier.

—¿Quién es? —pregunta con voz sombría teñida de cierta preocupación—. ¿Por qué estaba contigo, Leia?

Tiene una expresión rigurosa, cargada de una emoción que desconozco y que, para variar, no sé cómo clasificarla, ¿quizá de pesar? En tal caso, el halo de pesar se le transforma en verificación, la verificación en alivio y el alivio en resolución. Sea lo que sea lo que tenga en mente, lo va a ejecutar.

—No pienso decirte nada hasta que no me sueltes —replico asustada, mientras me repito un montón de veces que soy una estudiante normal con el fin de creérmelo yo misma. Tengo que jugar con esta baza, hacer que dude de mi identidad, es mi única oportunidad para librarme de esta situación y salir viva.

—¿No me vas a decir nada?

—No. Suéltame.

Diego niega con la cabeza, en silencio, y su expresión muta ante mis ojos. Su cara se deshabita hasta transformarse en una cara sin alma. Es aterradora. Todo él se convierte en un espectro aciago y maligno, un ser vacío por dentro. Parece apocalíptico y, a pesar de estar de pie, respirando el mismo aire que respiro yo, es como si no tuviera vida. Lo miro y, de pronto, soy incapaz de moverme y siento un miedo indescriptible de él. Permanezco dócil y paralizada de pies a cabeza. Se acerca un poco más, no me toca, y se me queda mirando. Ahora emana un frío antinatural y paralizante que hace que me castañeen los dientes. Noto un sabor metálico en la boca. ¿Acabo de morderme el labio por culpa del miedo?

—Voy a castigarte. —Creo que está tratando de enviarme una especie de mensaje pero estoy tan conmocionada por lo que está pasando que no estoy muy segura.

Observo su rostro y veo aparecer una levísima chispa de inquietud en sus ojos, pero aparte de esto sigue distante, a años luz de mí. Me rodea la cintura con los brazos, me levanta el jersey y comienza dibujar círculos con las yemas de los dedos en mi espalda. Están teñidos de hielo y también de calor. Resulta extraño, noto como si me tocaran unas manos que no me han tocado antes.

Entonces lo entiendo de golpe: este hombre que tengo delante, no es Diego, es otro, uno llegado de las entrañas del mismísimo infierno.

«No me hagas sacar a la bestia».

¿A esto se referiría? ¿A este vacío atemorizador? ¡Virgen santa! Se me hiela el alma. Esto es lo que él hace, a lo que se dedica. Mis peores temores se confirman. ¡No, no por Dios, no! Siento unas terribles ganas de llorar.

Acerca su nariz a mi pelo, aspira hondo, y me dice al oído:

—Sé que formas parte de ER, pero eso no me interesa una mierda ahora. Dime quién es él.

No lo entiendo, estoy matando a los suyos, uno a uno, despiadadamente, y ahora que me tiene a su merced, atada e indefensa ¿no me pregunta nada? ¿Solo le interesa Fouché? ¿Qué es lo que se me escapa?

—Diego, por favor, me duele todo el cuerpo, no aguanto más, no me quedan fuerzas.

Desátame.

Sus ojos impactan contra los míos y su mandíbula se tensa. Me observa con una intensidad que yo no había visto jamás, con ojos salvajes, embravecidos y decididos… Oh, no… Contengo el aliento y mi corazón comienza a golpear con fuerza. ¿Me matarás? ¿Aquí mismo?

—No supliques en vano, zorra. Además, me gusta que te duela.

¡Zorra!

Bajo la cabeza y comienzo a sollozar. Ni siquiera tengo fuerzas para retorcerme. Las convulsiones del llanto hacen que la cuerda se gire dejándome de espaldas a él. No tarda ni un instante en darme la vuelta y en obligarme a encararlo.

—¡Mírame, coño!

Alzo la cara. Estoy inmovilizada por la terrorífica bestia que tengo delante de mí.

—Diego… —Su desafecto me destroza el corazón—. Te he dicho todo lo que sé —susurro —. ¡Todo! ¿Qué más quieres de mí?

—La verdad.

—¡Ya te la he dicho!

Me coge amenazante por la barbilla.

—Me has dicho parte de ella, pero quiero la verdad completa.

Guardo silencio mientras él sonríe maligno. Me suelta y se aleja de mí. Comienza a caminar a mi alrededor, mirándome y golpeándose en la mano con lo que sea que lleve en la otra. Todavía tengo dificultades para focalizarlo bien. La luz sigue molestándome en los ojos.

Mi cabeza se inunda con los recuerdos de esta mañana: azotes, susurros, un virgo perforado, control, sumisión, palabras duras, palabras bonitas, pasión… Pero al instante, todo se me emborrona cuando se acerca y comienza a desabrocharme el botón de los vaqueros.

—Esto no te hará falta para el castigo que vas a recibir.

¿Qué?

Introduce sus largos dedos por dentro de la cinturilla del pantalón y poco a poco me lo baja arrastrando también el tanga. Deja las prendas arremolinadas a la altura de mis rodillas, después me alza una pierna y me quita una bota y el calcetín. Al momento me quita la otra bota y el otro calcetín.

Luego, de un tirón, me saca los vaqueros y el tanga dejándolos tirados en el suelo. También tira lo que sea que lleve en la mano. Desciende las cuerdas al notar que pierdo la ventaja de la altura y me da un azote en el culo con la palma de la mano. Me escuece y algo parecido a un jadeo sale de mi boca.

—No me puedo creer lo que me estás haciendo.

—¿No te lo puedes creer? —Me revuelvo y me da otro azote—. Cállate hasta que te ordene que hables o te haga una pregunta. —Su iris se inyecta de oscuridad—. ¡Pero qué guapa eres, coño!

—me dice, y vuelve a agarrarme por la mandíbula—… y cómo voy a disfrutar de esta porquería.

Comienzo a llorar. No puedo remediarlo. Mi niña policía me implora que no lo haga, pero yo…

—No me hagas daño, por favor…, por favor.

—No supliques en vano, zorra. ¿Te he dado permiso para llorar o para hablar? —Y sin más me atiza un leve tortazo en la mejilla. Siento un apretón contra las piernas y comienzo a mojarme.

Dios, ¡qué impotencia! Es la cosa más frustrante que he notado en toda mi vida. Grito otra vez o gimo, o las dos cosas a la vez, no lo sé; me vuelve a azotar, pero esta vez en la parte baja de las nalgas—. ¿Y bien?

Y bien ¿qué? Mierda. ¿Quiere que responda? Todo mi ser se pone en modo sumiso. Bajo la cabeza y respondo a su pregunta negando con la cabeza y apartándole los ojos.

—¡Dilo con palabras! Quiero oírtelo decir.

Y respondo, dócil y obediente como una colegiala a la que hubieran castigado a escribir doscientas veces los pecados capitales en la pizarra.

Ir a la siguiente página

Report Page