Ira

Ira


CAPÍTULO IV

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—No, Diego, no me has dado permiso para llorar, hablar o suplicar.

—Eso es zorra, disciplina, docilidad. —Me aprieta el mentón y me alza la cara. Me lame la sangre de la boca pasándome la lengua por los labios y haciéndome daño en la herida. Mi vientre da un giro y cae en picado estampándose contra el suelo—. No veas hasta qué punto me gustas así de mansa. Mi niña mansa —repite—. Sumisa, apacible y obediente… como tiene que ser. Rendida y en silencio ante su puto amo. —Me suelta de golpe y se separa unos metros. Comienza a caminar como antes, a mi alrededor, sin dejar de mirarme—. ¿Sabes cuánto tiempo te voy a dejar ahí colgada?

Alzo los ojos y pestañeo. Mi garganta comienza a picar. ¿Ahora quiere que le conteste?

—¿Cuánto?

Sonríe.

—Todo el que yo pueda resistir hasta que me digas lo que quiero saber. Y eso tiende a infinito, puta.

¡Puta!

Se queda parado a dos metros de mí. El brillo que arde en su mirada se engrandece y su porte cambia de manera sutil. Coloca los brazos por delante del cuerpo y se agarra la muñeca con la mano. Baja la cabeza y adopta una pose de total superioridad. Parece llenarlo todo, como si fuera más alto y más ancho, como si con su frialdad pudiera controlarlo todo.

No puedo contener mi lengua…

—No vas a obtener nada de mí.

Da un paso al frente y me arrea un tortazo que me hace girar con violencia sobre la cuerda.

De inmediato se echa para atrás y recupera su posición de poder.

—¿Por qué te he pegado, Leia?

Mi niña sumisa vuelve a responder:

—Me dijiste que guardara silencio y te he desobedecido.

—Bien. ¿Así que crees que no voy a obtener nada de ti? —Sonríe mordaz, enseñándome los dientes: blancos, relucientes, perfectos—. Pequeña víbora, no solo obtendré de ti lo que quiero, sino que lo haré sin esfuerzo y, además, te encantará.

Se acerca a mi cara —boca sobre boca, aliento sobre aliento— y me mira a los ojos. Su arrolladora masculinidad hace que me humedezca de manera instantánea obligándome a apretar una pierna contra otra.

Sus ojos se desplazan hacia abajo.

—¿Te duele el coño?

—¡Que te jodan!

Me atina otro tortazo.

—No conseguirás librarte del dolor por mucho que te frotes así.

—¡No me digas!

Otro tortazo. Este más fuerte. Escupo un poco de sangre y maldigo en silencio. Para mi desconcierto, agarra la cuerda, la atrae hacia él y comienza a friccionarme el clítoris con movimientos rápidos.

—¡Ay, Dios! ¡¡Diego!! —grito tratando de cerrar las piernas para resistirme a su invasión.

—Te dije que nunca lo hicieras. —Me aprieta con fuerza los labios vaginales haciéndome daño. De súbito me noto más excitada y tranquila—. ¡Esto es para mis demonios! ¡Mío! —Y me mira a los ojos mientras mi vulva palpita de deseo por él.

—¡Ah!

Lo miro confundida. Él me frota con más ímpetu.

—No voy a volver a preguntártelo. Me contestarás cuando decidas. Puedo esperar... —Me mete la lengua hasta el fondo de la garganta y me adoctrina con ella. Siento cortocircuitos por todos lados. Después, jadeando contra mi boca, añade—: Pero no puedo esperar para esto… —E introduce de sopetón un par de dedos dentro de la vagina.

—¡Ah, joder! —La repentina invasión me deja al borde del precipicio.

No puedo ni respirar. Busco con desespero un pensamiento lúcido al que anclarme, algo que me indique que no estoy volviéndome loca, pero me resulta inútil. Son muchas emociones para ser procesadas a la vez, y él demasiado intenso.

—Mmm… pero si mi zorrita ya está mojada —masculla moviendo los dedos en mi interior en amplios círculos.

Echo la cabeza hacia atrás y gimo. Él hunde la nariz en mi pelo y me lo echa a un lado para besarme el cuello.

—¡No!

Sí.

—Te gusta.

Sí.

—¡No!

Respiro hondo buscando valor para contenerme. Vacilo. Intento zafarme de él, pero solo consigo hacerme más daño en las muñecas.

Mirándome a la cara y estudiando cada una de mis reacciones me introduce otro dedo y entonces me rindo.

—¿A quién tratas de engañar, zorra? Tu cuerpo me necesita.

—¡No es verdad!

—Tu piel dice lo contrario, tus ojos dicen lo contrario, tu vagina dice lo contrario. ¿No te das cuenta de que tu vida se acabó en el mismo instante en que me dejaste entrar aquí? ¡Ahora me perteneces, cielo! Toda tú.

—¡Sé quién eres cabrón! —estallo sin poder remediarlo—. Sé lo que eres, lo que haces…

Eres un puñetero monstruo.

Suelta otra risotada y se inclina sobre mí, tirando de la cuerda y elevándome los pies del suelo unos centímetros. Sus dedos abandonan mi interior y dejan en mi sexo un corazón pulsátil vacío de él, ansiando ser liberado.

—¿Dices que sabes quién soy, ah? ¿De verdad lo sabes? Dudo que sepas ni la mitad de lo que insinúas, puta. —Y entonces, desciende la cuerda y mi interior vuelve a quedar insertado por sus exquisitos dedos. Sin esperar a que mi sorpresa se disipe, vuelve a atormentarme con ellos.

—¡Agh! —Me da otro lametazo en los labios—. ¡Suéltame! Por el amor de Dios, ¡suéltame!

¡Placa! De premio, otro azote en el culo.

—No quiero soltarte —gruñe, y comienza a mover los dedos dentro de mí con más rapidez.

Se muerde el labio inferior, hunde la mano izquierda en mi pelo y posa su boca sobre la mía. Ruge ante mi involuntaria respuesta de deseo por él. —Dímelo, respóndeme… —Y me roza el cuello con la nariz—. Si continúas tan tozuda sufriremos los dos innecesariamente. ¿O lo que quieres es que te haga daño? Porque a mí no me gustaría hacértelo, amor.

—¡Pues no me lo hagas, joder!

Se arrima a mí y me muerde en el labio para castigarme. Maldita sea. Me duele. Lo miro y no soporto el abrasivo rigor de sus ojos.

—¡Mírame, coño! —masculla contra mi boca cuando le aparto la mirada. Obedezco—. Eso es. Ahora escúchame con atención. Te encerraré de por vida en algún sitio del que no puedas escapar, te ataré, te desnudaré y te follaré de formas que ni siquiera puedes imaginar. ¿Y sabes qué?

Te traicionarás a ti misma al sentir mucho más que placer por alguien como yo, por alguien que desciende del mismísimo demonio.

¿Descendiente?

Ay, mi madre, a ver si Lucas va a tener razón: «Puede que incluso descubras que existen fuerzas de otro mundo operando contra nosotros». Solo me faltaba esto. Lo miro y no veo más que unas manos que me están marcando con fuego, un semblante armónico lleno de lujuria y unos ojos brillantes con todo mi futuro titilando en ellos. La invasión de sus dedos me eleva y me eleva a un mundo donde la humillación y la vergüenza se dan besos de amor. Estoy al límite de mi resistencia.

Diego me arremolina el suéter por encima del pecho.

—¡Ah! —exclamo cuando sus manos comienzan a recorrerme con suavidad el cuerpo, rozándome los pechos, los hombros, la clavícula, la cintura... En cuanto sus dedos bajan sigilosos hasta mi culo, tiro de las cuerdas abrasándome las muñecas—. ¡Ay!

Él examina mi reacción y se agacha ante mí para tomar con la lengua uno de mis pezones.

Comienza a chupármelo, a juguetear con él, a lamérmelo en círculos y succionarlo; después me lo sopla y lo enfría. Mis lágrimas se convierten en un arroyo endemoniado al descubrir lo mucho que me gusta. Abandona mi pezón y vuelve a introducirme los dedos en la vagina friccionarme las paredes con ellos. Me roza el clítoris con el pulgar y me quedo sin aliento cuando comienza a estimulármelo y a chuparme el otro pezón.

—Podría hacer que te corrieras de este modo en un solo segundo, pero quiero sufras como una perra. —Ladea la cabeza y me mira con manifiesta oposición. Me muevo para refregarme contra su mano, pero él saca los dedos de mi interior dejándome al borde de un vertiginoso abismo.

—¡Cabrón!

Sonríe y retrocede para mirarme. A continuación se mete los dedos en la boca y los lame con lascivia.

—Seré duro —me advierte mientras observo cómo se quita el cinturón y me lo pone alrededor del cuello—. Muy duro —repite. Y lo tensa dejándome sin respiración. Clava los ojos en mi boca, me besa con dureza y repite lo del apretón y lo del beso cuatro veces seguidas.

—El soberano juego de la guerra es doblegar al enemigo sin luchar, ¿verdad, profesor?

—¿Crees que estoy jugando, puta? Vas a largar fuera todos tus putos miedos y dejar espacio solo para mí, ¿entiendes? —Baja las manos por mis muslos y las vuelve a subir, acariciándome con las yemas de los dedos—… ¿Crees que disfruto con esto? Pues no, no disfruto una mierda. —Y me espeta un beso tan lúbrico que me deja más confusa, si cabe. A continuación, me rodea con un brazo la cintura y con la otra mano me sujeta la cara. Su lengua no tiene compasión de mis labios. Jadea sobre ellos obligándome a acoplar mi boca a la suya. Entregada, acepto su beso y me dejo embaucar por sus caricias, sus miradas, sus roces… —¡Por Dios, si no me dices lo que quiero saber, reclamarás la muerte como un bien del cielo! —masculla.

Casi no lo puedo oír, toda mi atención está centrada en sus manos, que se deslizan con premeditada lentitud por mi columna hasta llegar a mis nalgas: me las agarra, las amasa y, sin separar sus labios de los míos, me agarra por la nuca para intensificar la ferocidad de su lengua. Sus besos son arrolladores.

Asustada por el calor que desprende, trato de apartarlo retorciéndome, pero él aprovecha la coyuntura para desabrocharse la camisa y agarrarme por una de las muñecas.

—¡Soy tu puto dueño! —me dice—. Ve asumiendo esta realidad, zorra. Ve asumiendo que tu vida ha dejado de ser tuya y ha pasado a ser mía.

—¡Jamás! —respondo altanera. Él me aprieta la muñeca.

—¿Me retas?

—Púdrete hijo de puta. ¡Jamás! —reitero con más osadía.

Se tensa y me aprieta con más fuerza.

—¿Me retas? —repite tan desafiante como yo.

Dios, ¡cómo me duele! Cierro los ojos y bajo la cara para ocultarle mi debilidad. Con un pequeño hilo de voz, vuelvo a repetir:

—¡Jamás!

Diego suspira y su mano se cierra entorno a mi muñeca ejerciendo más presión.

—Última oportunidad, puta. Piénsate bien lo que vas a contestarme… —me advierte. Tengo su cuello a escasos centímetros de la boca. Lo increíble es que me apetece besarlo—... ¿Me retas?

Lo miro decidida a no ceder.

—¡Jamás!

Observo que una nube de angustia se le planta delante de los ojos, pero dura unos escasos segundos, después, desaparece.

—Tú te lo has buscado. —Y presiona fuerte mi muñeca hasta que escucho el chasquido de un hueso.

Inclino la cabeza hacia delante y grito con todas mis fuerzas hasta quedarme sin aire en los pulmones.

—¡Ay, Dios! ¡Hijo de puta!

—Eres increíble. Empecinada hasta rozar lo inimaginable, indomable hasta no ser consciente de tus propios límites. Acabas de perder el derecho de ser tú misma y todavía tienes el coraje de atreverte a retar al mismísimo diablo. He de reconocer que eres valiente como tú solo puedes serlo. Te admiro, zorra.

Se separa de mí mientras convulsiono de dolor. Prosigue dando vueltas a mi alrededor, mirándome de arriba abajo con esa calma y con esa seguridad tan acojonantes. Su pecho queda expuesto ante mis ojos como un caramelo prohibido. No puedo apartar mi mirada de él, a pesar del dolor. Este jodido cabrón me atrae como un imán.

Diego se acerca de nuevo y me vuelve a rodear la cintura con sus brazos calientes, frotándose contra mí. ¡Uf! Está duro, lo cual me excita aún más.

—Te deseo —susurra rozándome la sien con la nariz. —Pienso presionarte hasta llevarte al límite. Hasta que llegues a una frontera en la que el mismísimo horror se cague de miedo. ¿Es lo que quieres, cariño?

—No.

—¿Y por qué me da la sensación de que sí?

Se agacha detrás de mí y recoge algo del suelo. Joder, ¡es una vara de avellano! Lo sé en cuanto comienza a golpearme con ella entre las piernas y en el culo.

—¡No! —grito—. ¡Tú puta madre!

—Silencio. —Alza la mano y me azota también en la espalda, en los brazos, en el vientre, en los pechos… No va a detenerse. Se arrima a mí y tira del extremo de su cinturón dejándome al borde de la inconsciencia. Las sienes me van a estallar—. Podría pelarte viva si quisiera. Podría hacer que el terror se instalase en tu cuerpo como una víscera más de él. —Tengo la sensación de que me está arrancando el alma—. Podría hacer que tu convivencia con la muerte fuera tu día a día y tu segundo a segundo. Podría hacer que todas las ideas de tu ilustre cerebro se destruyesen con un simple chasquido de mis dedos. —Me acerca los dedos a la cara y los chasca delante de mis narices.

A continuación, me vuelve a golpear con la fusta: en los muslos, en los pechos, en el sexo, en el culo…, una y otra vez, sin descanso, hasta el punto en que me precipito al vacío sin ser capaz de aferrarme a nada. Solo entonces se detiene. Levanto los ojos y lo encuentro mirándome—: Podría hacer que desearas que te arrancara las entrañas hasta dejarte vacía. Incluso podría hacer que llegaras a desear que te matara de una maldita vez.

Una nube de sensaciones afiladas me hace ser consciente del dolor insoportable de los brazos, del roce de las cuerdas contra mis muñecas, de mi hueso astillado, del escozor de los varazos y del resquemor de mi cuello.

El hecho de estar indefensa para él no hace más que incrementar mi dependencia y afilar mi inseguridad.

—Fouché.

Diego hace una pausa y me obliga a mirarlo.

—¿Qué has dicho?

—Nada.

—¿Nada?

—Estás haciendo una montaña de un grano de arena.

—¿Es eso lo que piensas que estoy haciendo? Está claro que quieres que te castigue, ¿verdad, puta? ¿Estás preparada para recibir el castigo que te mereces?

Se me encoge el corazón. Me ha dejado aislada, a oscuras, me ha anulado los sentidos, me ha colgado, me ha asfixiado, me ha azotado con una vara, me ha pegado y me ha roto una muñeca.

¿Qué más puede hacerme, por Dios?

—Diego, no sigas. No más…

¡Placa!, ¡placa! Un par de tortazos a cada lado de la cara y otro más abajo, en el sexo.

—Chist… Aquí el único que dice cómo y cuándo soy yo. —Su voz autoritaria y dominante me resquebraja por dentro—. ¿Qué es lo que no me gusta, Leia?

Alzo los ojos desolada, y me sorprendo a mí misma fulminándolo con la mirada pero respondiéndole como una puñetera sumisa:

—No te gusta que te suplique y no te gusta que llore. —Me arrepiento al momento de haber abierto el pico y mi sangre comienza a bullir. De golpe y porrazo olvido las recomendaciones de mi hermano y de mi padre y surge por unos instantes mi auténtico yo—. ¡Maldito hijo de perra! ¿Piensas que fue una súplica, cabrón? Fue una orden, ¡una… puñetera… orden! Haz el favor de bajarme de aquí o de matarme de una putísima vez, porque si no lo haces tú, ten por seguro que seré yo quien te mate.

Oh, mierda, mierda. La Leia que no quería que saliera a la luz acaba de hacer su aparición en el peor momento posible dejándome en evidencia. Trago saliva. Le he dejado entrever cómo soy en realidad y es peligroso. Si pretendo jugar al rol del despiste tengo que evitar estas meteduras de pata tan colosales.

—¿Sabes por qué estás aquí? —pregunta de pronto. Su tono es mordaz.

—No, no lo sé —grito—. Ya me lo dirás tú.

—¿Quién eres, Leia? —me vuelve a preguntar dejándome descolocada.

—No sé quién soy, ¿vale? En estos momentos no tengo ni puñetera idea de quién soy.

Mi niña policía sustituye la lupa por un fusil de asalto y unas cuantas granadas de mano, mientras él se inclina sobre mí y me susurra al oído:

—Entonces ya sabes por qué estás aquí.

—¿Y tú? ¿Quién eres tú? —inquiero con arrogancia.

—Yo soy el hombre que te va a enseñar a que te conozcas… —Se acerca y me acaricia la mandíbula con la nariz mientras me da suaves besos en el cuello y en los hombros. —El hombre que va a permitir que elijas una de las siguientes opciones: dejar que te destruya, dejar que te fortifique o dejar que te impregne con mi marca. Se quita la camisa y la tira al suelo. Me agarra por la cintura y me besa con dureza. ¡Maldito Lucas! —¿Con cuál de las tres te quedas?

—¡Cabrón, miserable! —digo, pensando en mi hermano. Y de repente me doy cuenta de que lo he dicho en alto. Aprovecho la coyuntura para agregar otra vez—: ¡Suéltame, Diego! No me quedo con ninguna. Me quedo con la de «haz lo que te digo de una putísima vez».

Pero él solo sonríe, otra sonrisa rara de las suyas, entre doliente e irónica.

—Mmm… Así que esta es la verdadera Leia, ¿eh? Serás una buena esposa, digna de gobernar a mi lado. Pero aquí y ahora las órdenes las doy yo. Y métete esto en la cabeza, no pienso soltarte ni matarte, pienso fo-llar-te. Ya veremos qué dice tu cuerpo cuando me arrodille entre tus piernas y te pase la lengua por tu coño rubio o cuando te penetre hasta que te corras vociferando mi nombre.

—Y una mierda.

—Bésame.

—No.

Se mueve hacia atrás y se baja la cremallera de la bragueta. Ante mis atónitos ojos saca su miembro erecto y se acerca a mí.

—Maldita sea, bésame —repite.

—No.

Ensancha la nariz y se abalanza sobre mí como un animal. La atmosfera del baño se enrarece y el electromagnetismo que hay entre nosotros se intensifica de tal manera que percibo la conexión que nos une con total nitidez. Diego me coge por las caderas alzándomelas hacia arriba y me penetra de golpe. Grito sorprendida por su brutalidad. Casi me corro al instante. Las sensaciones se me extienden por las venas tan inhumanas como su maldad.

—Hazlo. —Su bramido es lo más íntimo que he experimentado en la vida. Por un momento tengo pánico a no volver a experimentar nunca este sentimiento tan intenso.

—¡Ah! ¿Por qué me haces esto? —grito. Mis piernas lo rodean para que mis muñecas no se rompan. Lo beso. Lo beso con pasión—. ¿Por qué? ¿Por qué?

—Porque te gusta tanto como a mí. Es más, estoy convencido de que te gusta ser toda mía.

—Su voz suena ronca y urgente cuando comienza a moverse feroz. Me da un azote en el culo y yo grito. Balancea la cadera adelante y atrás, presionando su erección contra lo más profundo de mis paredes. Lo oigo gemir y soltar el aire entre los dientes. Echo atrás la cabeza y me estremezco. Lucho conmigo misma y contra las sensaciones que me asolan cuando una de sus manos serpentea por mi cuerpo hasta alcanzar mi cuello para tirar del cinturón. Trato de bloquear mi cerebro, de desconectarme de mi cuerpo, pero me resulta dificilísimo—. Deja de luchar de una putísima vez contigo misma, zorra. —Me perfora con un ritmo bestial—. No podrás… Me deseas tanto como yo te deseo a ti. Y este jodido deseo es una realidad que nos pertenece nada más que a nosotros. —Y

aprieta de nuevo el cinturón.

—No, Diego. Para. ¡Me vas a ahogar! —suplico sin fuerzas.

—Sí, Leia, sí. Te gusta ahogarte para mí… Y no veas cómo me gusta el descubrimiento. Me pasaré la vida obligándote a que me implores que te haga esto.

No vacila ni un instante. Con cada embestida endemoniada me despierta oleadas enormes de placer que se me estrellan entre las piernas y en el cerebro.

Desliza la mano por mi nuca, me empuja la cabeza hacia atrás y me pasa la lengua por la garganta. Con la otra mano me agarra la cadera y comenzamos a movernos a la vez. Es imposible no resistirse a este hombre.

—Me pasaré la vida follándote, con la lengua en tu sexo, bebiendo de ti hasta que te estremezcas de placer. Me pasaré la vida obligándote a que me implores que continúe, a que te dé todo lo que deseas. Me pasaré la vida torturándote a base de polvos como este. Asúmelo zorra.

Asúmelo cuanto antes, porque no tendré piedad de ti.

La idea me resulta tan inesperada como alentadora. Intento por todos los medios controlar mis sentimientos, pero cada vez me resulta más complicado. No. No... No me puede estar pasando esto. No a mí. No me quiero enamorar de este animal.

«Pero si ya estás enamorada de él».

—Te odio. —Eso es. Lo odio. Comienzo a jadear.

«¿Lo odias? Ja, ja, ja…»

Diego cierra los ojos, apretándolos, como si mis palabras le hubieran hecho daño y me pone una mano en la boca para que me calle. Me sacudo para librarme de él, pero no hay manera. Unas enormes lágrimas resbalan por mis mejillas como símbolo de impotencia. Me alza el culo para introducirse más adentro y me coge el lóbulo de la oreja entre los labios tirando con cuidado.

—Dios… te deseo más que a nada en el mundo. —De nuevo parece ser Diego y no la bestia.

Empuja fuerte una y otra vez mientras tira del cinturón dejándome sin aire. Por un momento juraría que sus ojos han mutado a un cálido tono de verde. Sin cesar en sus movimientos violentos, acerca su boca a mi mejilla y me lame las lágrimas. Después me roza la sien con sus labios, gimiendo, un erótico lamento de necesidad que me impacta por la fuerza que contiene—. Vamos, Leia, dime lo que quiero saber. —Dios, no puedo. Sigue presionándome para que hable. Tiene que ocurrírseme algún argumento que pueda aceptar para que me deje en paz. Se me nubla la vista. Todo mi cuerpo está en tensión, un palpitante cosquilleo comienza a provocarme espasmos. Trato de luchar contra el placer que me inunda, pero el cuerpo no me obedece, lo obedece a él. Diego gruñe de gozo al notarme derrotada—. Dímelo… —jadea contra mis labios—. Dímelo y terminemos con esto de una puta vez.

—Me quita la mano de la boca.

Vuelvo a mirarlo a los ojos: verdes, sin duda alguna, verdes. ¿No quiere verme sufrir? ¿Hay algo de bondad en la bestia? ¿Es la bestia o es Diego?

—¡Ah! —grito y noto un incremento delicioso de adrenalina que me proyecta entera como un misil hacia una galaxia XXX huracanada y vertiginosa. Gimo.

—¡Quiero que te corras! —me susurra al oído, apremiante, con los labios apretados y los ojos cerrados.

De inmediato soy presa de un huracán demoledor y delicioso.

—Diego…

Ni siquiera tiene compasión de mí, me muerde en el labio otra vez. Aprieto los ojos por el dolor y, al instante, siento un regusto metálico en la boca: ¡sangre!

—Chist... cielo. Estoy aquí, contigo, tranquila. Yo cuidaré de ti.

Alzo la cara y lo miro. ¿Tranquila? Él guarda silencio un segundo y me da una ligera torta.

Noto un dolor frío y abrasador en el pómulo. Me duele… No, no me duele, me gusta y lo sabe. Estira la mano y me agarra de la muñeca lesionada, apretándomela.

—¡Oh, Jesús! ¡Oh, Jesús! Nooo... —Veo las estrellas hasta el punto del desvanecimiento.

Placer y dolor; dolor y placer. ¿Es esta su forma de cuidarme? Todo es oscuro y luminoso, blanco y negro, Diego y no Diego…

—Siéntelo todo, pequeña, siéntelo para mí, siéntelo por mí. Te gusta el dolor. El dolor te da placer y el placer te seduce más que la sangre. Y yo seré quien te dé a partir de ahora todo a la vez.

—Y como si me leyera por dentro, pasa una mano por detrás de mi cintura, me agarra fuerte por el culo y aprieta de nuevo el cinturón alrededor de mi cuello mientras sus embestidas se intensifican. Lo hace una y otra vez, sin detenerse, sin darme tregua, muy, muy fuerte.

—¡Ahhhh! ¡Diegooooo…!

—Sí, joder. Grita mi puto nombre. El dolor te cambiará, pero tienes que aprender a enfrentarlo. Si te escabulles, si te escondes para rehuirlo, fracasarás en todo lo que te propongas hacer en la vida. Y te necesito fuerte. ¿Eres una fracasada, Leia? ¿Lo eres?

Soy una idiota iluminada por la luz de tus ojos y por la sombra de tus muchos secretos, cabrón… Una idiota que lucha para que la una no derrote a la otra.

—Córrete para mí, Leia —me ordena con las venas de la frente tan hinchadas que pareciera que le fueran a estallar. Y me mete la lengua en la boca. Cada nervio de mi cuerpo se tensa y se paraliza hasta que de pronto estallo en una oleada de placer, pronunciando su nombre entre sordos jadeos.

Estoy sorprendida, traspasada, aterrada. Todas las células de mi cuerpo lo han obedecido sin réplica alguna. Experimento una sensación de vuelo eterno y al momento soy consciente de que el mundo que conocía acaba de desvanecerse ante mis narices. Un volcán me hace explosionar en un orgasmo XXX tan indescriptible como inconfesable. Me derrumbo entre sus brazos—. ¡Leia! Oh, Dios, Leia, mi niña.

Alzo la cara asombrada por la inesperada calidez de su voz y por el miedo que hay en ella.

Diego ha vuelto a cambiar y su semblante también. Sus pómulos tienen ahora el color gris perlado del ónice, y una fina capa de sudor le cubre el labio superior, por encima de la barba. Sus ojos tienen tientes amarillos y verdes, muy verdes. El negro ha desaparecido por completo de ellos. La bestia ha desaparecido.

Clava su mirada en la mía y entreabre la boca. Con un fuerte empujón, me embiste hasta lo más profundo del útero y se corre sin quitarme los ojos de encima.

—No tengo fuerzas… —gimoteo con dificultad.

—Yo te sujeto —murmura envolviéndome con sus brazos. Me sorprende la fuerza con la que sostiene mi debilitado peso—. Necesitaba sentirte así.

—¿Sometida?

—Entregada… Al menos en parte. Pero lo necesito todo, Leia. Necesito sentirte entera, sin dramas. Necesito que me concedas tu vida y tu destino. —Quedo paralizada—. ¿Estás bien? —me pregunta como si por un momento compartiera mi desesperación.

Me acaricia la mejilla enrojecida, y después me roza el pelo con la nariz dándome besos en la sien al tiempo que me mece entre sus brazos. ¡Cabrón! Una de cal y una de arena, ¿eh? De la delicadeza al horror en un segundo y del horror a la ternura en un santiamén.

—¿Cómo coño voy a estar bien? Me has torturado. No. No lo estoy —consigo decir con los ojos llorosos. No me salen más palabras, palabras coherentes. —¿Vas a explicarme porqué me has hecho esto?

Exhala fuerte y niega con la cabeza.

—Leia…

—¿Por qué no?

—Porque no puedo. —Me abraza fuerte y me estrecha entre sus brazos al darse cuenta de lo decepcionada que estoy por su evasiva.

—¿Lo harás algún día?

—No.

Siento como si me hubiera alejado de él aposta. Sé que le pasa algo. Me retuerzo para mirarlo. Estoy agotada. Sus secretos me agotan física y moralmente. Se me saltan las lágrimas.

Él me las besa aferrándose a mí con obstinación, hundiendo la cara en mi cuello con una vulnerabilidad que no hace más que encadenarme más a él. Si continúa con este juego de afecto y rudeza, de acercamiento y distancia, me va a despojar de cualquier posibilidad de ocultarle lo que siento.

¡A la mierda la advertencia de Martínez! ¡A la mierda todo! ¡A la mierda mi verdad! ¡A la mierda mis miedos!

—¡Es el chico del tren! —le suelto sin poder aguantarme más.

Ni siquiera soy consciente de lo debilitada que ha sonado mi voz. La cabeza me da vueltas y tengo una horrenda sensación de inseguridad. No soy capaz de controlar mis emociones con la precisión que desearía y no estoy acostumbrada a sentirme tan floja y débil. No me gusta.

—¿Qué?

—¡Es uno de ellos! —digo otra vez—. Me encontró no sé cómo y me amenazó. Amenazó a toda mi familia.

Abro los ojos y busco los suyos. Su cara se ha quedado congelada en una mueca de absoluta estupefacción. Sale de dentro de mí, dejándome desierta, enferma de… no sé de qué.

—¿Qué? —repite de nuevo, sujetándome con fuerza y subiéndose la bragueta del pantalón.

Está claro que no se esperaba que le dijera esto.

—Yo iba en el tren el día de las bombas —explico sollozando—. Ese chico se acercó a mí antes de que ocurriera nada y me advirtió que algo iba a suceder, después desaparecido. La siguiente vez que lo vi fue ayer. Yo fui quién avisó a la policía el día de las bombas. No sé qué quiere de mí, Diego. No tengo ni idea. Podría haber sido mucho peor. Podría haber muerto mucha más gente si yo no hubiera llamado a la policía.

Se queda perplejo mirándome mientras estallo en un llanto amargo.

—Santo Dios, princesa. ¿Por qué coño no me lo dijiste antes?

Comienza a desatarme apurado las manos.

—Sabes que no tendría por qué haberte contado nada.

Frunce el ceño.

—Necesito que confíes en mí, joder. Tan solo te pido eso. No te pido tanto. Solo confianza.

—¿Confianza? ¿Me tomas el pelo? ¡Me tienes atada a una cuerda! Y me has pegado y azotado e insultado. Me has roto una muñeca y… y… torturado sin piedad. ¿Y me hablas… me hablas de confianza?

Me mira a los ojos.

—No te he torturado, te he follado… como a ti te gusta que te folle: duro. Y no te he roto la muñeca, solo te he hecho un esguince que en dos días estará bien.

Solo un esguince… Lo miro y pestañeo nerviosa.

—Martínez me dijo que no hablara con nadie.

—¿Martínez?

—El chico con el que estaba tomando ayer el café. Es policía. Me está protegiendo.

Su mirada se transforma en una mancha sombría y al segundo en un pozo lúgubre. No aguanto más. No estoy acostumbrada a sentirme tan confusa. La debilidad física y la confusión mental no van conmigo.

—¡Su puta madre! —exclama estallando en una ira impropia de él mientras me desata—.

Aquí el único que puede protegerte soy yo.

Como me temía, caigo en sus brazos en cuanto afloja la cuerda: exhausta, sin fuerzas, dolorida. Me alza en brazos y me aprieta fuerte contra su cuerpo. Juraría que me está abrazando como si le fuera la vida en ello.

—Dios mío, princesa, ¡joder! ¡Dios, Leia! —sisea suave contra mi sien con un hilo de voz.

Percibo tormento, y también remordimiento.

Se agacha y coge mi ropa y mi calzado. Sale conmigo del baño. El tsunami de emociones que siento me embriaga y la impotencia me enfurece. Hundo mi nariz en su pecho y me dejo inundar por su delicado aroma a limón. Tendría que estar gritándole, pegándole, alejándolo de mí, y en cambio me veo cerrando los ojos y buscando el contacto de su piel. ¿Cómo puede estar pasándome esto? Debería odiarlo por lo que me acaba de hacer. Pero en cambio me estrello contra una oscura realidad: me gusta el control que ejerce sobre mí.

Entra en el despacho y me deja sobre el suelo, junto a la ventana. Me hago un ovillo tratando de recuperarme y me rodeo las piernas con los brazos, mientras él abre un armario y saca una manta.

Me cubre con ella. Se arrodilla a mi espalda y comienza a acunarme entre sus brazos.

—Oh, Leia —gime, y hunde la nariz en mi pelo. Se queda sin respiración. No dice nada.

Solo me acuna y me acuna. Permanecemos sentados, abrazados y sin hablar durante un buen rato—.

¿Estabas allí? ¿Estabas allí cuándo explotaron las bombas?

Niego con la cabeza. Me limpia las lágrimas con la yema del pulgar. Noto su aliento cálido sobre mi nuca. Su nariz afilada me roza tras la oreja con una caricia. Me siento avergonzada y a la vez feliz. Me alza y me coloca sobre sus piernas. Apoyo la cabeza en el hueco de su cuello y me acurruco en sus brazos.

—Iba de camino a casa, con mis primos. —Me estremezco al recordarlo—. Escuchamos las explosiones desde la distancia. —Al cabo de un momento, suspira hondo y exclama en voz baja: —Podrías haber muerto. —Se le quiebra la voz—. ¡Podrías haber muerto esa noche!

Sí, podría haber muerto… Algo salió mal. No sé muy bien el qué, pero algo salió muy, muy mal. El atentado no estaba previsto que fuera así. No es la primera vez que esa maldita mano negra modifica mis planes. Han muerdo inocentes de manera injustificada por culpa de ello, muchas veces.

Y se tiene que acabar.

—Sí. Faltó poco.

—¡Mierda! —exclama y me abraza con más fuerza. Luego se incorpora dejándome a un lado y coloca las manos en las caderas. Sus cejas denotan sufrimiento. Está blanco: su piel ha cambiado de color y le brilla la frente. Sufre y me hace sufrir a mí—. No me puedo creer que no me lo contaras. ¿Por qué no me lo dijiste cuando te lo pregunté la primera vez? ¿Por qué no me hablaste de esto antes? —gruñe—. Tendrías que habérmelo contado. Y no me digas que es por Martínez. No me lo digas, por favor. —Está alterado—. ¡Cuéntamelo!

Barro con los ojos el suelo.

—Qué más te da que te lo cuente o no. No puedes hacer nada para cambiar las cosas.

—Podrías habernos ahorrado todo este drama, podría haberme asegurado de que no se acercara a ti. A partir de ahora te protegeré a mi manera.

—¿Protegerme?

—Sí, joder, protegerte. ¿Por qué, Leia?

—Tenía miedo de contártelo —mascullo con la voz entrecortada y empapada de lágrimas—.

Ese chico amenazó con ir a por mi familia si lo hacía. Martínez me dijo que podía poner en peligro a cualquiera que se enterara de esto. —Trago saliva y contengo el aliento—. Podía ponerte en peligro a ti.

Diego guarda un silencio sepulcral. Cuando alzo los ojos lo veo pasarse las dos manos por el pelo y dejarlas entrelazadas tras la nuca.

—¿No me lo dijiste por no ponerme en peligro?

Asiento llorosa a pesar de su mirada intimidante. Él tensa la mandíbula y, solo con ese gesto, ya sé que mi confesión ha sido para él como un estacazo. Vuelve a fruncir los ojos y yo palidezco. Lo veo ponerse ciego de ira, transformarse ante mí en un ser terrible. Avanza hacia la mesa, coge el ordenador y lo estampa contra la puerta del despacho con una rabia desmedida. No me atrevo ni a mirar. Juraría que tiene algo tatuado en la espalda pero no me ha dado tiempo a verlo bien. Se da la vuelta.

—¡Voy a matar a ese hijo de perra!

Me quedo congelada en el sitio y me acurruco en la manta. Tengo la imperante necesidad de alejarme de él… Bueno, quizá no tan imperante. Lo que está claro es que no sé por qué no lo he hecho todavía: irme, claro. A pesar de su ternura, ¡ha estado a punto de asfixiarme con su cinturón! ¡Y

me ha pegado! Por Dios. Me ha pegado con una maldita vara de avellano por todo el cuerpo. Estoy reaccionando ahora. Hasta este momento estaba demasiado aturdida.

Lo contemplo horrorizada. ¿Quién es este ser maquiavélico que me mira con estos ojos espantados?

—Tenías que habérmelo dicho. Nada de todo esto habría ocurrido si hubieras confiado menos en ‘tu amigo’ y me lo hubieras contado a tiempo.

Mis ojos se abren todavía más.

—No puedes culpar a Martínez por hacer su trabajo. Nadie tenía previsto que ese chico apareciera. Martínez nos puso protección en cuanto se enteró.

—Él no puede protegerte como yo, Leia —grita, haciéndome dar un respingo—. Tendrías que haber confiado en mí, joder. ¿Y cómo es que la puta policía no puede saberlo? Tienen que tener pistas, sospechas. ¿Cómo puede ser que no hayan previsto una cosa así?

—Lo siento —lloro—. Lo siento mucho. No podía ponerte en peligro contándotelo ni tampoco podía arriesgarme a poner en peligro a mi familia. Estoy aterrada por lo que pueda pasar, Diego. No quiero que ese asesino haga daño a ninguna de las personas a las que quiero.

—Voy a matarlo. En cuanto lo tenga delante lo voy a matar. Y a ‘tu amigo’ el policía también.

Se gira hacia el archivador que tiene al lado y abre enrabietado un cajón para sacar una camisa negra. Se la pone dejándola sin abrochar. Después estrella el mueble contra el suelo. Los cajones salen disparados. Me asusta. Me está asustando su reacción. Me mira y sus ojos me confunden. Le asesta otra patada al mueble y yo me tapo los oídos aterrorizada por el estruendo y por el impacto que me causa observar su imagen enloquecida. Parece un demonio. Después me estremezco al ver que se pasa las manos nervioso por el pelo y que entrelaza los dedos tras su nuca.

Me tengo que ir. Vacilante dejo la manta en el suelo, me levanto con dificultad y me visto y me calzo. Me duele todo el cuerpo y el culo me abrasa. Me subo las mangas del jersey y quedo horrorizada. Tengo las muñecas en carne viva. La cuerda me las ha quemado. Comienzo a moverme despacio y paso a su lado sin decir nada, rozándole la espalda sin querer. Al acercarme a la puerta las lágrimas se me agolpan tras los ojos.

—No te vayas —me implora con la voz ronca cuando pongo la mano en la manilla y giro el pomo para salir. La puerta está cerrada con llave.

No me ha dicho que lo siente. ¿Por qué no me ha dicho que lo siente? ¿Ni siquiera voy a obtener una maldita disculpa por su parte?

—¡Déjame salir!

Si lo miro sé que no podré irme.

—No voy a dejarte ir nunca y lo sabes. ¿Cuándo vas a volver a ver al puto inspector?

—Hoy. Es mi escolta.

—¿No tienen a nadie más para hacer ese trabajo?

—No lo sé.

—Cuando hables con él, quiero estar presente.

—No, no puedes.

—¡Y una mierda que no puedo!

—Tengo que marcharme. Mis primos están muy preocupaos por mí. Tienen miedo de que alguien pueda hacerme daño.

—¡Cómo no van a estar preocupados, joder! Hay un puto terrorista por ahí fuera buscándote.

¿Crees que no entiendo cómo se sienten?

—Ábreme la puerta, Diego y déjame marcharme.

—¡Nunca!

De nuevo ese «nunca» suena a verdadera amenaza.

—No me lo pongas más difícil de lo que ya es.

—Leia, tenemos que hablar de lo que ha pasado aquí esta tarde. Quiero que sapas lo que quiero de ti.

Me paro en seco y aprieto los puños. No lo mires, no lo mires…

—Ya me has dejado muy claro lo que quieres de mí.

En dos zancadas se aproxima hasta mi posición y apoya una mano contra la pared, atrincherándome contra ella.

—Las cosas ya están bastante revueltas en la calle como para que se jodan aún más entre nosotros. Si te acecha el peligro quiero asegurarme de que no te pilla en medio. Date la vuelta.

Una lágrima caliente me rueda por la mejilla.

—No, déjame marchar.

—Joder, Leia. Date la vuelta.

—No quiero —repito más alto.

—¡Basta ya!

Me coge por los hombros y me gira. Continúa con la camisa desabrochada, cosa que me parece condenadamente sexy. Siento demasiado calor y me encuentro mal. Me pesa la cabeza. Me agarra por un brazo y me remanga la manga del jersey. Me acaricia la muñeca lesionada. Se la aparto al notar una descarga eléctrica que me atraviesa de lado a lado. No quiero el contacto de sus dedos sobre mi piel en estos momentos, me resulta demasiado doloroso.

—Diego, ábreme la maldita puerta, por favor.

Me mira horrorizado. Hunde la cabeza en mi hombro y suspira.

—Necesito algo más que controlarte, necesito someterte, y tú lo necesitas también. No me voy a detener y no voy a tener límites. Entre nosotros nunca los habrá.

Me quedo muerta con su repentina confesión.

—¿Piensas que yo necesito todo esto? —Y señalo la puerta del baño—. ¿De verdad es lo que piensas?

—Leia, el hombre que viste ahí dentro no era yo. —Su voz tiene un matiz desconocido.

Puede ser angustia, pena, repulsión, ¿amor?

—¿Que no eras tú? ¿Y quién eres tú en realidad, eh?

Cierra los ojos y tensa la mandíbula. Cuando los abre, su rostro se vuelve impasible.

—Necesitarás rendirte a mí, en todo, voluntariamente además. No encontrarás satisfacción más grande que someterte a mis deseos. Y el primero es que me dejes protegerte a mi manera.

Lo miro con el ceño fruncido e intento asimilar sus palabras. Sonrío, no sé si por el absurdo o por qué. Niego con la cabeza.

—Estás enfermo.

—Desearás ceder a mi poder —continúa—. En todo, Leia.

—No me hagas reír.

—¡Cederás!

—¿A tu control?

—A mi control absoluto, sí.

—¿Y cómo lo vas a hacer?

—Haciendo que entiendas que no puedes pasar la vida sin la persona que está destinada para ti.

—Ya claro, sería un infierno —ironizo.

—Lo sería si estás enamorado.

—¿Enamorado?

—Utilizaré todas las armas que estén a mi disposición para que tú también te enamores.

—¿Y para eso necesitas controlarme?

Tensa la mandíbula.

—Tanto como tú necesitas y deseas que te controle.

—Dicho así suena a esclavizar —mascullo entre dientes.

—Será la única manera en que seas feliz. Que yo te esclavice.

—¡Te equivocas! Nunca conseguirás que me rinda a ti de semejante manera. —Y lo aparto para poder abrir la puerta. —Él me detiene aferrándome del brazo. Una vaga sensación de temblor se desliza por mi alma—. ¡No quiero que te vayas! Tienes que escuchar todo lo que tengo que decirte.

—¿Nunca te das por vencido, Diego? Por favor, déjame irme—. Me suelto de él, en silencio y cojo las llaves que están encima de la mesa. Me sigue con la mirada sin decir nada, pero no me detiene. Introduzco la llave en la cerradura y la giro.

—Compartirás mi mundo, incluso lo dominarás a mi lado. —Alzo los ojos y lo observo sorprendida. ¿Qué trata de decirme? Giro el pomo de la puerta y la abro de par en par. Me agarra de la mano—. Ten cuidado. Si vuelves a ver a ese hijoputa, llámame.

 

18

El dolor es tan atroz que no puedo ni caminar. A través de la cristalera del pasillo observo una lluvia torrencial, reflejo inequívoco de la macabra laguna en la que se está hundiendo mi corazón y que, aparte de macabra, atufa a estiércol y miedo. El viento barre con ráfagas turbulentas las desoladas copas de los árboles insinuando un silbido melodioso, casi sensitivo, que se me antoja inquietante y, en cierto modo, dañino. Tirito de frío cuando paso junto a ella y me encojo de ansiedad cuando por una de sus ventanas abiertas se cuela el chispazo de un relámpago que no tarda ni un segundo en ser atronador. Su estridente sonido —ácida melancolía, puta y envidiosa—, trata de enroscárseme alrededor del cuello haciendo que, durante el recorrido que me separa de él, se produzca en mí, un súbito cambio que no solo me hace sentir huérfana de alma, sino también de raciocinio.

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