Ira

Ira


CAPÍTULO VI

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Me agarra con más fuerza y comienza a moverse con violencia, empalándose en mí y llegando hasta el fondo de mi cavidad. Noto como se estremece al perforarme. Me clava los dedos en los glúteos y yo basculo el cuerpo hacia atrás dejándome llevar por la imparable sensación de plenitud con la que me ataca. En un momento dado, gira sin salirse de mi interior, y quedamos tumbados sobre la piedra fría de la isla de la cocina.

—¡Joder, Leia, sí! —Su gruñido es desgarrador.

Con el cuerpo tenso, me coge del pelo enroscándoselo con una mano en la muñeca y me fuerza a mantenerle la mirada a la vez que me aprieta el cuello y me muerde en la boca. Me hace sangrar otra vez. Me duele, pero no me importa nada. Se fricciona de forma tan exquisita que siento que no tengo escapatoria alguna.

—No hay milagro que se pueda comparar a estar dentro de ti. Quiero poseerte noche tras noche hasta conseguir que me desees, al menos, con la mitad de la intensidad con la que te deseo yo.

Jadea. Cada palabra suya me dice que lo que siente por mí es verdadero, pero en mi psique choca la confrontación: no puede ser. Estoy confusa. Diego tiene que estar fingiendo muy bien para que todo esto parezca tan real. Nada de lo que ocurre entre nosotros parece estar pasando como imaginé y eso me tiene inquieta. Cada vez que me toma es como si la conexión entre nosotros se estrechara, como si un manto cálido y perpetuo envolviera nuestros corazones haciéndonos uno. Es extraño lo familiar y lo bien que se siente al ser consciente de ello.

—Córrete, Leia. Vacía tus miedos llenándote de mí. ¡Ya no aguanto más!

Me muerdo el labio, me chupo a mí misma y estallo convulsionando alrededor de su miembro, que también se tensa y estalla dentro de mí. Tenemos un orgasmo XXX, inmoral, simultáneo y colosal. Diego gime hondo y hunde la cabeza en mi cuello hasta que sus sacudidas se mitigan. Apenas puede respirar. Y yo solo puedo decir que ha sido un polvo épico.

Ahora que está más tranquilo me acaricia con dulzura la mejilla manteniéndome aferrada entre sus piernas y sus brazos. Noto mi cuerpo ultrajado, pero también honrado por su pasión.

—¡Madre mía! Vas a acabar conmigo. Me parece que no hay cura para la locura del «nosotros» —masculla todavía con la respiración alterada. Inspira y me huele—. Tu olor a vainilla me trae por la calle de la amargura. Es olerte y no poder resistirlo.

Pues yo más bien diría que es al contrario. Me besa en la frente.

—Es más que evidente que el que quiere acabar conmigo eres tú. Te recuerdo que me acaban de tirar de una furgoneta y que acabo de salir de un coma.

Se tensa.

—Mierda. ¿Te he hecho daño? —me pregunta intentando controlar el aliento.

—Creí que tenías hambre, hambre de comida, que querías comer —mascullo.

Él arruga las cejas en un gesto divertido.

—Nunca me había pasado esto, jamás —reconoce—. Pero desde que te conozco no hemos parado. Ven, deja que te levante. Vístete.

Sale de mi interior y se sube el pantalón. Después me entrega una servilleta para que me limpie y me acerca el pantalón del chándal. Me ayuda a ponerme en pie y a vestirme.

—No hemos usado preservativo ni una sola vez —le digo al notar su semen deslizándose por el interior de mi pierna mientras me limpio.

—No quiero que haya ningún tipo de barrera entre nosotros —me suelta dejándome de piedra otra vez. —Que sea lo que Dios quiera sea —añade dejándome más congelada aún.

Parpadeo anonadada. Su profunda forma de atravesarme me dice que habla en serio. En fin, lo que está claro es que, con el polvo, parece que ha recobrado la calma. Me pregunto a qué cuento ha venido tanta inquietud y tanta mala leche.

«Estrategias psicológicas, control mental. ¡Despierta, Leia! Está jugando contigo. ¿Es que no lo ves?», me dice mi niña policía entregándome un Manual de la NSA, donde leo: «Telepatía sintética y armas psicotrópicas». Me planta encima, además, una montaña adicional de documentos donde se recogen los proyectos secretos más significativos de la última década, el libro “Las 48

Leyes Del Poder” de Robert Greene”, y una guía con un montón de tácticas de espionaje utilizadas por la CIA. ¿Proyecto MK Ultra? ¿Proyecto Chatter? ¿Programa Cointelpro? La miro con atención y ella se apoya sobre la mesa con los brazos cruzados a lo Marta. A continuación, me da tres consejos y una advertencia: «Flota como un alga pero ataca como un tiburón.

No des nunca nada por sentado, y mantén un ritmo natural en tu forma de actuar. Y recuerda, Leia, los psicópatas como él no sienten remordimientos».

No sienten remordimientos… Lo sé. Sé cómo funcionan los cerebros de estos malditos chiflados: a pesar de ser personas integradas en la sociedad y habilidosas para adaptarse al medio y camuflarse en él, carecen de empatía y de rastro alguno de humanidad que les permita ser permeables a las necesidades o a los sentimientos ajenos. Son camaleones sociales, monstruos de dos caras, como me dijo Luis hace unos días. De hecho, están dotados para la insensibilidad al dolor de los otros; de ahí que no puedan sentir remordimiento alguno por el perjuicio que pueda causar su comportamiento. Pero esta parte de Diego es la que más confusión me crea, la que hace que mi niña policía junte las cejas y cruce los brazos enfurruñada porque no consigue tampoco encontrar la coherencia ni la lógica en todo este asunto.

De repente vuelvo sentir frío y tengo la imperiosa necesidad de saber más cosas de él.

Diego suspira y se pasa una mano por los ojos, después por el pelo dejándola posada tras la nuca. Se acerca a la nevera y, por tercera vez, vuelve a mirarme de reojo. Parece más tranquilo, pero yo sé que hay algo que lo perturba. Abre la puerta y clava los ojos en el interior del electrodoméstico.

—Vamos a ver que tenemos por aquí antes de que me entren ganas de volver a pecar contigo. Por tentaciones como tú es por lo que hay pecadores como yo; y te puedo asegurar que olfateo tu excitación y tus ganas por mí desde kilómetros a la distancia —murmura risueño—: Veamos, hay huevos, setas, gulas… ¿Crees que podrás hacer algo con todo esto, amor?

Todavía estoy tratando de encontrarme a mí misma en medio de tanto juego estratégico como para pensar en comida… amor.

—Lo intentaré —digo con el corazón dando vueltas. ¡Vaya que si lo intentaré! Pero no estoy pensando en los consejos de mi niña policía, sino en Yoda cuando le dijo a Luke Skywalker: «No lo intentes. Solo hazlo o no lo hagas».

—Acércate y echa un vistazo, anda. Aquí tienes de todo: ajos, cebollas, pimientos…

Sí, será mejor que lo haga antes de que desvaríe todavía más.

***

Estamos sentados en la mesa comiendo con tranquilidad. Le he preparado a Diego un revuelto marinado de setas y gulas, y él me ha preparado a mí una crema de champiñones y espárragos. Ha sido impactante verle tan resuelto en la cocina picando verduras, salteándolas en la sartén, pasando el caldo por el batidor… Jamás lo hubiera imaginado en un hombre como él.

—Tengo que reconocer que me gusta mucho el toque asturiano que tienes en tu forma de cocinar. —¿Me elogia?—. Dime dónde tengo que firmar para que cocines para mí todos los días como lo has hecho hoy.

—Bueno, puedes estampar tu firma al lado de todas las demás que tienes pensado obligarme a estampar a mí; quizá también quieras incorporar a nuestro contrato matrimonial una cláusula que especifique cómo he de alimentarte.

—No bromees con mis ilusiones y mi felicidad, Leia y respóndeme.

Respondo retorciendo la boca.

—Mi toque culinario se ha ido asturianizando a medida que me he ido alejando de Asturias.

Él sonríe.

—He oído que se come muy bien en tu tierra. Tienes que prepararme cosas ricas de allí.

¡Esto está buenísimo!

Levanto las cejas.

—¿Nunca has estado en Asturias?

Se encoge de hombros avergonzado.

—Pues no.

—¡Pero si es el sitio más hermoso del mundo! Tienes que ir algún día conmigo. Es la única manera que tengo de torturarte vilmente con una rica fabada y un buen cabrales. ¿Te gusta el queso?

—Me encanta el queso. Incluido el cabrales.

—¿Lo has probado?

Asiente.

—A mi madre le gusta mucho, y a mi hermano también. Tienen tan buen paladar como yo — dice. Sonrío orgullosa—. ¿Me llevarás a tu tierra algún día?

Me mira meloso apoyándose sobre el codo.

—Solo si te portas bien. En el Negrón solemos hacer un chequeo a todo el que trata de entrar con malas intenciones.

Suelta una estruendosa carcajada y sus ojos verdes se vuelven oscuros. Oh, vaya. Me pongo roja al instante, y no sé por qué, nerviosa.

—Ay, Leia, si no existieras tendría que inventarte. Adoro la violencia con que tu sonrisa va destruyendo poco a poco lo malo que hay en mí; y adoro también esos ojos esquivos y juguetones.

Por cierto, el Negrón ¿es el túnel ese que usáis para teletransportaros del verano al invierno y viceversa?

¡Jo, jo, qué gracioso, profesor! Primero me viertes con agua y después me restriegas con sal.

Necesito una nueva estrategia de combate. Tiro de manual: Ley nº 12: Para desarmar a su víctima, utilice la franqueza y la generosidad en forma selectiva. No sé si servirá.

—Esto… he visto que no tenías ningún dulce ni refresco en la nevera… —le hago saber para cortar de raíz sus intenciones picajosas y de paso para probar si es verdad lo de que puedo manipularlo y embaucarlo a mi antojo—, solo algunas verduras, algún huevo y mucha carne. Ningún código de barras salvo el del vino. ¿A lo mejor hubieras preferido que te preparara unos filetes para comer?

Me callo de golpe al ver que le cambia el semblante.

—Yo no como carne, Leia.

Parece intranquilo. Pestañeo. Pues va a ser que lo de «a mi antojo», va a tener que esperar.

—Entonces, ¿toda la carne que tienes en la nevera…? —No consigo terminar la frase. El corazón se me agita de golpe—. ¿Vives con alguien más? —pegunto con un nudo en la garganta, cerrando de golpe todos los manuales que mi niña policía me ha entregado.

Diego me mira muy serio.

—Humano no. Aunque suele haber gente por aquí del servicio.

—Oh, vaya.

—¿Oh, vaya? —inquiere burlón—. ¿No vas a preguntarme nada más?

Se reclina sobre mí, y me repasa el labio inferior con el pulgar. En mi interior se desencadena una tormenta. Trato de serenarme.

—¿Tienes algún tipo de mascota? No te imagino retozando con un gato.

Hace un gesto juguetón, como si se sintiera ofendido.

—¡Me encantan los gatos! Pero Flog es más grande, más gris y tiene un hocico más exquisito.

—¿Un perro? Pues te pega más un tiburón.

Sonríe.

—Flog se ofendería si escuchara que lo llamas así. De todas formas en esta casa no tengo ningún acuario. En la de Bruselas tengo uno enorme.

—¿Tienes una casa en Bruselas?

—Tengo muchas casas en muchos sitios del mundo. Me gusta moverme. Pero suelo vivir en Londres.

¿Londres? No me sorprende. Meto una cucharada de la riquísima crema que me ha preparado en la boca y la saboreo. ¿Qué habrá querido decir con lo de que su perro se ofendería?

Por cierto, no he visto al chucho por ningún lado. ¿Estará en el jardín? La mirada que me echa me hace pestañear. Y otra vez tengo la necesidad de cambiar de tema para no amilanarme ante él.

Estrategia: lisonja personal puntillosa.

—Cocinas muy bien para ser un agentucho salido.

Diego arruga la frente.

—¿Así que agentucho salido? ¿Quieres que te vuelva a colgar de una cuerda para demostrarte el tipo de agentucho salido que puedo llegar a ser?

Ni de coña.

Me coge la mano y me la aprieta con fuerza. Después me besa en los nudillos.

—Era una broma, mujer.

Claro, ¡seré tonta! Una broma… ¡Pues que graciosa la broma!

—¿Sabes? Lo de hacerte pasar por un profesor no te pega en absoluto.

—Tampoco te pega a ti lo de hacerte pasar por una estudiante normal y corriente. —De súbito cambia de tema—: ¿Sabes que tienes una mota gris en el ojo derecho? Me encanta.

Flipo.

—¡Nadie se había fijado en eso antes!

—Yo no soy nadie, soy tu mitad. —Estira la mano y me acaricia la cara—. Tienes una piel preciosa, nacarada, tersa…, perfecta. Y estas dos pequitas de tu mejilla… me apetece besarlas a todas horas. —Desliza el pulgar por mis labios, que se abren solos de la impresión. Su voz es ronca y suave. Y sus ojos se me clavan en el centro del corazón como arpones—. Y tus ojos…, jamás he visto un azul verdoso tan impactante. No puedo dejar de mirarlos; cuando cierro los míos, los veo por todas partes. —Suspira—. Y estos labios…, me encantaría envenenarme eternamente con ellos; son el lugar más hermoso del mundo para posar los míos. ¿Sabes? Cuando te beso mi corazón late muy deprisa. A veces pienso que se me va a salir del pecho. —Abro la boca para decir algo pero la vuelvo a cerrar. Me acaba de dejar sin palabras. Vuelve a suspirar y su mirada se acentúa. Su verde cobra fuerza—. Daría lo que fuera porque algún día me dijeran que me quieren, que no pueden concebir la vida sin mí, que sin mí se mueren. —Y se mete una cucharada de revuelto en la boca como si tal cosa. Pestañeo rápido y carraspeo. Si a él le golpea fuerte el corazón, el mío está a punto de detenerse de un infarto.

—¿Por qué no comes carne? A mí me encanta la carne —le digo pensando en un cachopo relleno de jamón ibérico para tratar de serenar mi nerviosismo.

Sacude la cabeza y cierra un instante los ojos. Después ladea la cabeza y me responde: —Mi sistema orgánico no la tolera.

—¿Ningún tipo de carne?

—Ninguno.

—¿Eres vegetariano?

—No.

—¿Intolerancia alimenticia?

—No.

Frunzo el ceño pensando que me resulta un poco paradójico todo esto.

—Entonces, lo de la carne… ¿es una realidad cien por cien orgánica o alguna moda pija de tu mundo?

—Ninguna de las dos cosas, princesa. Se trata de una cuestión genética.

—Pero sí que comes pescado. ¿El pescado no es contraproducente con tu genética?

—El pescado me encanta. Acabo de comerme el mejor revuelto de gulas de toda mi vida. — Le suena el teléfono, pero lo ignora. Me mira fijamente mientras acerca la copa de vino a la boca.

Está evaluándome al igual que yo lo evalúo a él—. ¿Siempre hablas de comida cuando comes? —me pregunta risueño cambiando de tema.

Ladeo la cabeza.

—Pues sí. ¿De qué otra cosa soléis hablar en tu mundo?

Me aprieta la mano y se ríe.

—En mi mundo la gente no es tan divertida como tú. Para estar tan delgada comes muy bien.

—Me encanta comer. La clave está en no tener remordimientos, en la satisfacción.

—¡Qué asturiana eres!

—A mucha honra.

Observa que mi copa está casi vacía.

—¿Te echo un poco más de vino?

—Por favor.

Vuelve a sonarle el teléfono pero sigue sin hacerle caso. Con tranquilidad me llena la copa y luego se llena la suya.

—¿No vas a cogerlo?

—No.

—¿Y si es importante?

—No es importante. —El teléfono vuelve a sonar pero lo apaga—. No hay nada más importante que tú en estos momentos—. Me pongo colorada como un tomate a la par que me pregunto qué estrategias mentales estará utilizando conmigo—. ¿Quién te enseñó a cocinar?

Suspiro hondo haciéndome la resignada.

—Nadie. Mi madre murió demasiado pronto, así que aprendí sola. De todas formas, he vivido hasta ahora con dos asturianos.

Espero que no me meta ninguna pulla al respecto. Termino mi plato y él termina el suyo. Me levanto para retirarlos de la mesa, pero me agarra del brazo y me obliga a sentarme.

—Siéntate. Ya lo recogeré yo más tarde. A partir de ahora, nunca más te dedicarás a esto.

Amén. No sé si me lo ha ordenado impertinente o enfadado, pero desde luego, una de las dos cosas. Lo que está claro es que su humor oscila más que una peonza en movimiento. Trago saliva intranquila. De repente me fijo en el ajedrez. Quizá si le distraigo…

—¿Te gusta jugar? —le pregunto señalando el tablero con la vista.

Sigue la dirección en la que miran mis ojos y asiente. Alza la copa y pega otro sorbo a su vino. Se relaja al instante al contemplar el tablero.

—Llevo un par de semanas en medio de una partida con mi hermano —me explica—. Creo que estamos empatados.

—¿Puedo levantarme? Quisiera ver la posición de las piezas. —Asiente y me acerco al tablero—. ¿Cuáles son las tuyas?

—Las negras.

Las observo con atención: el rey blanco está expuesto y la reina muerta.

—¿Sabías que estás a menos de seis movimientos de hacerle un mate?

Alza las cejas sorprendido.

—¿Bromeas?

—No.

—En serio, ¿bromeas?

—No —repito otra vez—. No lo hago.

Diego se levanta y se acerca hasta donde estoy con mi copa en la mano. Me mira y me la entrega. Hay destellos de intriga en su iris verde.

—¿Juegas al ajedrez?

—Juego a todo lo que sea jugable. Bueno, a casi todo.

—El parchís es jugable —me dice.

—También me gusta el parchís.

—¿Sabes cuál es la pieza más poderosa del ajedrez?

—La cabeza del jugador —respondo rauda—, que es la que mueve todas las demás piezas, incluidas las del contrincante.

Mmm… su sonrisa lo delata. Ya entiendo por qué me lo pregunta.

—¿Y ganar? ¿Te gusta ganar?

Ahora sonrío yo.

—Siempre.

—No te imagino jugando al parchís. ¿Qué tipo de juegos te gustan? ¿Partidas de rol?

Vuelvo a sonreír.

—No. Yo soy más de ameritrash, eurogame, wargame, weuro... Los del mercado masivo no me van mucho.

Alza las cejas.

—¿Mercado masivo?

—Sí, el Motropoly, el Scrabble..., ese tipo de juegos, ya sabes. Es más, estoy por apostar que en el futuro, las grandes corporaciones como Apple o Microsoft se unirán y controlarán la totalidad de la tecnología y del ocio del planeta, incluidos los medios de comunicación. No será de extrañar que nos encontremos a los jugadores de videojuegos más famosos del planeta colgando de cuadros al lado de los ilustres personajes de la historia y que sus figuras sean veneradas por la gente igual que se venera hoy en día la figura de Lincoln o la de Gandhi. —Pienso en La Liga de los Clanes y la visión se materializa nítida ante mis ojos.

—Eso es mucho suponer.

¡Ja!

—¿Es mucho suponer que youtubers y jugadores de videojuegos sean en el futuro las nuevas estrellas galácticas de la comunicación?

—Ya veo que los juegos te gustan mucho —se ríe—. ¿Más que la tele?

—Nunca veo la tele —le respondo pegando un sorbo al vino y pensando que nuestra historia es parecida a la de dicha novela. Me gustaría tener en la mano el segundo volumen de nuestra saga para poder descubrir cuál es su punto de vista en toda esta historia. «Paciencia», lo titularía. Diego frunce el ceño y yo le aclaro de inmediato—: Pero me gustan el cine y las series. Sobre todo las de polis y crímenes.

—¿Polis y crímenes, eh? De ahí lo de ser criminóloga —comenta asintiendo—. Lo cierto es que tienes un sentido del humor muy distintivo y particular.

—¿Lo dices por la ética subyacente de mis gustos o por la de mis inquietudes terroristas?

—Por ambas —responde y estira la mano para agarrarme del brazo. —Ven aquí y cállate ya.

—Me coge por la muñeca—. Quiero rescindir un contrato con esos ojos tuyos tan impresionantes para hacer uno bien distinto con tu lengua. —Me hace girar hacia él y me coloca entre sus piernas.

De pronto me veo rodeada por sus brazos. Sus manos se cuelan tras mi nuca y sus dedos tiran de mi pelo. Nuestros labios se unen en otro cómeme por entero subversivo e insurrecto. Me tenso al vislumbrar su hermoso rostro lleno de deseo por mí. Él arruga la frente—. Tranquila no te voy a volver a follar... de momento, aunque ya voy teniendo ganas. Me muero por recorrerte la piel con la lengua, por sentir cómo tus apetitosos pezones se ponen duros y claman por mi boca, por penetrarte tan profundo que no tengas otra opción más que reconocer, de una vez por todas, a quién perteneces.

—Posa la otra mano sobre mi cadera y sonríe malicioso—. A mí también me gustan las series de televisión. ¿Cuál es tu favorita?

¿Eh? Descolocada total me hallo. Ha hecho que el deseo se me enrosque en el vientre y después… ¿Cómo puede decirme algo así y, a continuación, preguntarme por algo tan trivial? Trago saliva procurando mover mi mundo para que no se detenga, pero su proximidad continúa intimidándome.

—True Detective. No, Westworld. No, True Detective. Bueno las dos, no consigo decidirme.

Él sonríe.

—Te pegan ambas. Muy buenas series, por cierto. Westword, una reflexión fascinante sobre la naturaleza humana. Da que pensar. ¿Y si a los humanos nos están manejando de la misma manera?

¿Y si tan solo somos máquinas biológicas creadas por organismos más evolucionados? ¿Y si hay alguien malo y perverso ahí afuera tirando de los hilitos de nuestra quebradiza existencia? ¿Te gusta la serie por todos estos dilemas morales?

—Quién sabe. Tal vez me guste porque soy la prueba viviente de que hay una grieta mayúscula en su programación.

Se ríe.

—En tal caso no serías una grieta serías un océano entero.

Ahora sonrío yo.

—¿Y cuál es la tuya?

—La mía terminó hace unos cuantos años: Sons of Anarchy. —Me besa con suavidad en el dorso de la mano. —Ya ves, parece que los anarquistas son lo mío. Lo que no sabía es que tuviera una predestinada en mi futuro y, menos, que estuviera a punto de rebelarse. Un fallo tecnológico, supongo.

—Pues ten cuidado, no sea que mi intención oculta sea ayudar a que las máquinas despierten a su ‘humanidad’.

***

Estamos sumergidos en su bañera de patas de cobre, rodeados de espuma, velas y vino. Esta maravilla ha resultado ser más grande de lo que en un principio me pareció. Diego ha echado al agua un jabón natural de glicerina que tiene un olor peculiar —todavía estoy dilucidando si me gusta o no —. Está tan relajado tumbado detrás de mí, que incluso me ha contagiado con su sosiego. Apoyo la

cabeza sobre su pecho y suspiro.

—¿En qué piensas? —me pregunta.

—¿Mmm?

Me pellizca para que espabile.

—Vale, vale… Estaba pensando en un hotelito que hay en Asturias. Está enterrado entre las montañas. Tiene un spa de lujo dentro de unas cuevas súper chulas. Es precioso.

—¿Estabas pensando en el spa o en las cuevas?

—En ninguna de las dos cosas en realidad. Estaba pensando en que dan muy bien de comer allí.

—Creí que era una mentira, un bulo. Ahora me doy cuenta de que es verdad.

Ladeo la cara extrañada y, aunque no lo veo, sé que sonríe.

—¿El qué?

—Eso que dicen de vosotros, los asturianos, que sois los únicos seres del planeta que habláis de comida antes, durante y después de comer. Acabo de comprobarlo en persona.

—A los asturianos nos gusta beber y comer. Comer bien, en compañía y mucho. Ya te lo dije.

—¿Qué es la comida para ti?

—¿Mmm?

—¿La comida? ¿Qué es para ti? Sintetízalo en una sola palabra.

—Placer —murmuro con las pulsaciones más lentas de los últimos dos meses.

—Buen resumen. ¿Y la bebida?

—¿Mmm?

Estoy tan relajada…

—La bebida… —me apremia, y me pellizca en el muslo otra vez para que despierte. Abro los ojos de golpe.

—Necesidad —respondo enseguida.

—¿La sidra es una necesidad para ti?

—Para mí y para todos los asturianos. Es una necesidad vital que se puede disfrutar a cualquier hora del día, llueva, cellisquee o luzca el sol. Es más, la sidra y Asturias son la misma cosa, el mismo concepto.

El baño me está resultando tonificante y delicioso. No solo se me ha quitado el mugor de la piel, sino también el dolor y el cansancio.

—¿Y la familia?

Oh, ya veo. Es un interrogatorio clandestino de los suyos. Contesto con un pelín de amargura.

—Apoyo.

—¿Y tu hermano?

—Mi hermano es el apoyo.

Alza las cejas.

—¿Y qué es tu padre entonces?

Sonrío. La palabra «seguridad» acude a mi pensamiento. Pero en cambio le contesto llenándome de cariño:

—El hombre más maravilloso del mundo.

Noto que se tensa.

—¿Más que yo?

Pestañeo unas cuantas veces cuando atisbo en él una pizca de resentimiento.

¿No se irá a mosquear porque sienta cariño por mi padre? Quiero comprobarlo.

—Más que tú —balbuceo, eso sí, con cautela.

Diego sacude la cabeza y suspira hondo.

—No me gusta —masculla—. Yo quiero ser el hombre más importante del mundo para ti y el único con el adjetivo de maravilloso.

¡Así qué esas tenemos!

—Pues vas a tener que esforzarte mucho más, profesor.

—No me provoques, princesa. Todavía puedo sumergirte la cabeza en la bañera.

Joder, ¿no lo dirá en serio? Se inclina y me susurra al oído: —Es una broma. —Vuelve a recostarse—. Háblame de tu madre. ¿Qué significó para ti?

¡Mierda! Va a seguir con las preguntas. Suspiro. Resignación, Leia, resignación.

—Mi madre fue única.

—Defínemelo en una palabra.

—Pues eso… ¡Única!

—¿Y el color rojo?

¿Rojo? Qué extraño. Me encojo de hombros.

—Me sugiere calor.

—¿Y el norte?

—Hogar.

—¿El mayor de los placeres del mundo?

—Aprender constantemente.

—¿La amistad?

—Algo esencial.

—¿Y los hijos?

Se me ponen los pelos como escarpias.

Diego alza las cejas apremiándome y me vuelve a pellizcar. Vale, vale, ya respondo.

—Alegría.

—¡Alegría! —repite—. Me gusta. Y me da un beso en la cabeza. ¿Por qué me habrá preguntado lo de los hijos? Estoy intrigadísima.

—¿Y para ti? ¿Qué significan los hijos?

—Son el futuro —me responde sin darme más explicaciones. Ya, ahora lo entiendo. Está tratando de averiguar cuál es mi talón de Aquiles. Todos tenemos un punto débil. Trata de descubrir qué escondo tras la muralla. Aunque lo del futuro… Jolín, me ha dejado descolocada. ¿Cómo una palabra tan simple puede contener tanto significado? Me viene a la cabeza una cita de Víctor Hugo: “El futuro tiene muchos nombres. Para los débiles es lo inalcanzable. Para los temerosos, lo desconocido. Para los valientes, una oportunidad”. Oportunidad... ¿Quién a parte de mí puede cerrar las puertas del engaño para abrir las de la oportunidad?

De pronto todos los pensamientos libertarios se me desvanecen cuando Diego comienza a acariciarme un pecho. Primero me quedo estática, después abro mucho los ojos y, por último, me remuevo inquieta bajo su mano caliente.

—¿Y el sexo? —¡El sexo! Madre bendita, ahora el sexo—. ¿Estás bien?... —me pregunta sarcástico. Y me pellizca un pezón. Se me pone erecto al instante—. Te noto tensa.

Se inclina, me toma por el cuello y me gira la cara. Me lame con gesto lascivo la herida del labio. Sin dilación, coge su copa y toma otro sorbo de vino. Cuando termina, la deja en el suelo, al lado de la mía y continúa manoseándome.

—¡No estoy tensa!

—Mientes, niña bonita, como siempre. ¿Quieres otra zurra? —El juego circular que está haciendo sobre mis pezones tiene un efecto inmediato en lo más hondo de mi vientre—. Respóndeme.

Suspiro y respondo:

—No se puede decir que conozca muchas cosas sobre sexo… Por lo tanto el sexo eres tú.

—Lo quiero en una palabra.

—Pues “tú” —respondo obediente.

Sonríe y me pellizca el otro pezón. Me revuelvo de nuevo y me tira esta vez del pelo.

—¡Quieta! Aún no he terminado de preguntarte cosas. Dime entonces qué soy yo para ti.

Resúmelo también en una sola palabra.

Dejo escapar un jadeo. El contacto con su cuerpo contrasta con la sensación sublime a la que me está empujando otra vez. Una de sus manos me tiene sujeta por la cabeza, pero con la otra no deja de estimularme los pezones: me los frota, tira de ellos y me los masajea con deleite.

—Desconcierto —respondo casi sin respiración observando como titilan algunas de las velas que hemos encendido.

Diego mete su nariz en mi pelo e inhala una gran bocanada de mi aroma.

—Hueles jodidamente bien. Así que desconcierto… Me gusta.

Pues menos mal que le gusta. Me sigue friccionando cada vez con más insistencia. Oh, sí…

en mi entrepierna comienza a concentrarse una cantidad ingente de energía que se avecina como desbordante. Necesito ser tocada. Y, como si me leyera los pensamientos, libera mis cabellos de su garra, baja la mano a mi sexo y me toca ahí, justo ahí, en ese tentador sitio de pecado.

¡Buf! Rujo en plan clandestino. Me callo, se calla, y entonces obliga a sus manos a hablar con más animosidad y algarabía. Basculo la cabeza hacia atrás y la clavo en su pecho.

—Te ha venido la regla —me susurra al oído—. Lo que me gusta tanto o más que tu olor. Tu sangre es una delicia. —Y se chupa los dedos con deleite.

¿Me ha…? ¡Dios! ¿Ha hecho lo que ha hecho?

—¿No te da asco?

Se ríe.

—No hay nada en ti pueda darme asco. Eres muy atractiva, Leia. Hasta tu sangre es muy atractiva.

Bajo la cabeza avergonzada. No me acostumbro a que me diga estas cosas. Yo no me considero...

—¡No vuelvas a bajar la cabeza! —gruñe enfadado—. Ni ante mí ni ante nadie. No sé qué concepto tienes de ti misma pero eres preciosa. No quiero que te avergüences de ti, amor. Sobre todo cuando eres una puta joya.

Ahora soy una puta joya. ¡Vaya! Esto mejora por momentos. Quizá me acostumbre y todo a sus piropos.

Su mano abandona mi pecho. La otra sigue hurgando entre mis piernas. Coge un vaso de agua, que no sé de donde ha sacado, y me moja la cabeza.

—Échala hacia atrás. Es un lujo incomparable contemplarte, princesa. Tenerte, así, para mí, solo para mí; saberte mía. No cambiaría este momento por nada del mundo.

Un temblor desconocido me recorre todo el cuerpo cuando deja de tocarme.

Diego coge el bote del champú y, para mí sorpresa, comienza a lavarme el pelo. Cierro los ojos y dejo caer la cabeza hacia delante. Oh, sí… esto también es muy, pero que, muy placentero.

—¡Mmm…! ¡Qué bien!

—¿Te gusta?

—Mucho.

—A mí también me gusta. —Sus manos me masajean con delicadeza el cuero cabelludo.

Después, cuando termina, me lo aclara un poco y comienza a descenderlas con sensual suavidad por mis brazos—. Quiero conocerte, Leia. Quiero saber todo de ti, lo que te gusta, lo que no te gusta, lo que te atemoriza, lo que te hace feliz. Defíneme en una palabra lo que es para ti el amor.

¿Amor? Mi puñetera madre el amor, y puñetera madre su voz. No. No es su voz. Es cómo me estremezco cuando me habla con tanta sensualidad.

Lucas, ¡date por colgado de los huevos!

—El amor es una mentira —alego a la defensiva, incluso enfadada.

—El amor no es una mentira, princesa. Es posible que sea la única verdad que se conoce.

Su voz se torna tibia y juraría que hasta triste. ¿Una verdad? ¡Y una mierda una verdad!

¿Quiere discutir? Pues discutamos.

—El amor apela a los instintos más básicos y los envuelve en mentiras de campeonato.

Suscita deshonestidad, Diego.

—¡Así que es verdad que te da miedo el amor! Creí que era una farsa tuya.

Pues sí, pero no pienso reconocerlo. Contraataco con otra pregunta.

—¿Y para ti? ¿Qué es para ti el amor?

—El amor es algo vivo. Tiene conciencia. Es la única fuerza que existe en el universo en continua evolución. La única que siempre será incomprendida. Por decirlo de una manera más entendible, el amor somos nosotros, nada más que nosotros.

Don Inhumano hablando de amor. Si me lo juran no me lo creo.

—¿A qué te refieres con lo de incomprendida?

—A que nunca habrá inteligencia lo bastante avanzada que pueda comprender cómo funciona en su amplitud.

¡Hostia!

—Hablas del amor como si fuera una ley física o una persona.

—Y lo es, princesa. Tal vez ambas cosas o tal vez ninguna. El amor no puede ser apresado jamás, fluye, siempre está en continuo movimiento y, aunque tú no lo creas, siempre dice la verdad.

Lo más probable es que pienses que el amor nunca te traerá algo bueno, pero yo soy de los que opina que el amor siempre te traerá algo mejor.

¡Vaya!

—¿No puede ser apresado? ¡Pues menos mal! Menudo alivio.

Me gira la cara para que lo mire. Su rostro se torna duro.

—¿Así que aborreces la idea del amor? Creí que tu sarpullido anti amor se reducía exclusivamente al tema de casarnos. Pues para tu disgusto tengo que informarte de que el amor puede apresarte a ti, y yo también. Como te dije, pienso ponerte algo más que un anillo redondito en el dedo.

—Pues espero que eso no ocurra nunca.

—¿No quieres enamorarte?

—No.

—¿Ni de mí?

—Ni de ti.

—¿Seguro que de mí no?

—De ti del que menos.

Para mi estupor, sonríe.

—Ya estás enamorada de mí.

—¡Mentira! Además no puedes saber algo como eso.

—¿No te duele el corazón cuando no estás conmigo, Leia?

—¿Qué?

—Respóndeme. ¿No te duele el corazón?

Me duele todo el cuerpo. Pero me niego a admitirlo. Arrugo la nariz.

—¿Por qué lo me preguntas?

—Porque estamos conectados. Tú misma fuiste testigo del nudo. Además, reaccionas de una manera tan absoluta a mí, que es imposible que no sientas algo.

Me toca otra vez la nariz con su dedo y me estampa un beso arrollador.

—¡Vaya! —exclamo.

—No. Vaya, no. ¿Por qué no pruebas a besarme como si quisieras ser amada? Joder, princesa, vas a tener que aprender a decirme que me quieres aunque sea mentira.

¿Por qué suena como si fuera un hombre roto? ¿Por qué suena tan condenadamente sincero?

¡Mierda!

Hago consciente de repente la música que ha estado sonado de fondo hasta el momento: Cut de Plumb, The Reason de Hoobastank , Who You Are de Jessie J, In The End de Linkin Park , y el Kiss Me de Ed Sheeran . ¿Habrá escrito Ed la letra de esta canción para nosotros? Ay, siento respingos amorosos por todos lados. Pero es con el «nadie dijo que sería así de difícil» de Coldplay, que me entran ganas de llorar.

Estamos conectados…

¿Puede un psicópata elitista hablar con tanta ternura del amor? Y sobre todo, ¿mostrarse tan tierno? Por cierto, ¿quién ha elegido esta banda sonora? ¿Habrá sido él o habrá sido cosa del azar?

Arrugo los ojos pensativa y asombrada. De todas formas estoy por apostar que su corazón no puede hablar con tanto estrépito a como lo hace el mío. Tras un buen rato tratando de dominar mis miedos, murmuro:

—No comparto tu idea del amor.

Su cara se tensa.

—Joder, Leia, eres más fría que un iceberg a la espera del Titanic. Espesarías la sangre de cualquiera con tu arrogante empeño de mantener el corazón helado. El amor es una cesión, princesa.

Un gigante contra el que no puedes luchar, por mucho empeño que le pongas. Es caos y orden a la vez, la única fuerza del cosmos que lo pone todo en su lugar. Tienes que hacer de ella tu vida, no una fantasía; y esto es lo jodidamente difícil, lo más difícil del mundo —dice tranquilo—. Hay que ser muy valiente para entregarse a la cesión, lo fácil sería repudiarla. Lo jodido no está en vencer a los demás, sino en vencerse a uno mismo. No pienses que por ceder a mí vas a ser más débil. Hay que ser muy fuerte para ceder a otra persona tu voluntad, tenerle mucha confianza. Leia, el amor es una enajenación compartida que no se puede comparar nada más que con la fe en Dios.

No puedo estar más de acuerdo contigo, profesor. “Dejad que se postren ante mí. Dejad que se haga mi voluntad”. Amen. De todas formas le pregunto:

—¿Qué quieres decir?

Diego desliza su mano por mi vientre trazando caricias a su paso, otra vez camino del sur.

—Lo que quiero decir es que en cuanto cedas al amor la ira cederá por sí misma y, cuando lo hagas, una serenidad constante será el signo vital con el que te muevas. Habrá un nuevo estado en tu alma, cielo.

De nuevo la ira…

«El camino del hombre recto está por todos lados rodeado por las injusticias de los egoístas y la tiranía de los hombres malos. Bendito sea aquel pastor que, en nombre de la caridad y de la buena voluntad, saque a los débiles del Valle de la Oscuridad, porque es el auténtico guardián de su hermano y el descubridor de los niños perdidos. Y os aseguro que vendré a castigar con gran venganza y furiosa cólera a aquellos que pretendan envenenar y destruir a mis hermanos». Ezequiel 25,17.

Ira… Yo soy ira en el Valle de la Oscuridad, un corazón airado en un mar lleno de tormentas y tempestades.

Y el rostro se me pone incandescente y los ojos se me desorbitan de una manera alarmante cuando abro la boca para hablar y luego la dejo muda mirándolo con la lengua trabada.

Ira… Yo adoro mi ira, y no quiero deshacerme de ella nunca. Ni siquiera sé si debería denominarse así.

«Hay que tener mucho cuidado no sea que la ira, instrumento de la virtud, llegue a dominar la inteligencia. Que la ira no se porte como señora sino como sierva dispuesta a obedecer las órdenes de la razón».

Lo que siento, lo que me embriaga, lo que me empuja a actuar en pro del pueblo es una pasión tan grande que no hay nada comparable con lo que pueda saciar el apetito que me deja su deseo de venganza y, aunque reconozco que puede ser un apetito sangriento y malvado, el fin que persigo solo busca un bien mayor. Mi ira es razonable, elogiable, profesor. ¿Piensas que me voy a bloquear por la culpa?, ¿por no ser una heroína de cómic? La élite nos habéis roto en millones de pedazos. No busco castigar a nadie que no se lo merezca ni más de lo que se lo merezca. Mi ira no responde a un arrebato fortuito ni se apoya en el rencor, solo busca reparar con ímpetu y de manera loable el caos que están causando los tuyos sobre los míos para devolverles su legítima libertad. Y

sí, soy implacable, terriblemente implacable; tanto o más que mis enemigos. « La ira por celo turba la visión intelectual, pero la ira por vicio la ciega». Y yo no estoy ni turbada intelectualmente ni viciada por la ceguera. Estoy muy despierta para pecar a lo grande, profesor, aunque nadie peca en aquello que no puede evitar. ¿No es acaso admirable tratar de conservar la justicia pese a todo y pese a todos? ¿Y qué si en el momento de intervenir dejo paso a la pasión y al entusiasmo para que ambas efusiones actúen libres y a sus anchas? ¿Piensas, profesor, que estar en posesión de estos sentimientos es una maldición para mi fe? Para mí supone todo lo contrario. ¿O es que acaso en el amor y en la guerra no vale todo? ¿Acaso es un pecado tener ímpetu o implacabilidad en el carácter?

¿Acaso es un pecado sentir indignación por algo injusto? ¿Acaso es un pecado que se te hinche el espíritu ante tales injusticias, igual que si se te hincharan las pelotas? Porque si todo esto es pecado, entonces tengo que decirte, profesor, que no me calmaré hasta ver satisfecha mi sed de venganza — así se le cuelguen al pescuezo de mi ira miles de millones de pecados más—. Aunque, en realidad, ¿qué pecado puede haber cuando siguiendo a la razón actúo en contra de la tiranía de los malnacidos a los que representas? ¿No sería acaso mucho más pecado sentarse en un rincón y no hacer nada?, ¿dejar que los de arriba nos sigáis aplastando como a cucarachas? Pecado es tener la paciencia de dejar que cuatro desgraciados nos roben el planeta, la vida, las ilusiones; pecado es cruzarse de brazos y dejar que nos abofeteen con recortes, corrupción y mentiras; pecado es no intentar frenarlos o que ni siquiera nos importe lo que hacen. Ay, profesor, yo soy de las que prefiere que me castiguen por equivocarme, soy de las que va a la cárcel con la sonrisa en la cara por haber tenido la oportunidad de hacerlo.

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