Ira

Ira


CAPÍTULO VII

Página 39 de 47

—¿Con quién?, ¿con Dani?

—Sí, con Dani —repite irritado.

—No —respondo, y levanto la cabeza.

—Baja la cabeza. ¿No qué?

Entiendo.

—No, señor.

—Y, ¿con el inspector?

—Tampoco, señor.

—¿Te hubiera gustado hacerlo? —Se incorpora y comienza a caminar a mi alrededor con paso lento.

—No, señor.

—¿Te atrae alguno de ellos? —Se para a mi lado con los ojos fijos en mi nuca.

—No, señor.

—¿Te hizo alguien daño esta noche?

—No, señor. Nadie me ha hecho daño esta noche.

—¿Te hiciste daño tú?

—No, señor. Yo tampoco me he hecho daño.

—Entonces, ¿por qué llorabas?

Pestañeo y vuelvo a tragar saliva. ¿De qué va esto? ¿Será otra de sus lecciones de sumisión?

¿Un castigo?

—Lloré por ti. —Y los ojos se me llenan de nuevo de lágrimas. Desde que lo conozco, creo que no he llorado tanto en mi vida

—Yo no estaba aquí. No pude hacerte daño.

¿No lo entiende?

—Lloré porque te echaba de menos. Te extrañé. Quería estar contigo, señor.

—¿Me necesitas cerca para no llorar?

—Sí, señor.

—Pues deja de hacerlo —me ordena y se coloca delante de mí. Puedo verle los pies de refilón. Sorbo las lágrimas y, con absoluta obediencia, me las trago para adentro—. Eso está mejor.

¿Por qué llorabas ahora?

Joder…

—Porque no quiero que me hagas esto, señor.

—Me satisface hacerte esto —alega inhalando con brusquedad—. Y a ti también te satisface que te lo haga. Además, te lo mereces. No me has dicho lo de la fiesta de tu casa, no he sabido de ti en más de tres horas y, además, me he encontrado al ‘mejor amigo de tu primo’ en tu cama... Sin mencionar: la movida romántica del inspector, la intromisión en mi ordenador, el hecho de que me abandonaras cuando te rogué a gritos que no lo hicieras y que todavía no me hayas hablado de cómo va la investigación y que hayas bebido alcohol esta noche delante de todo el mundo.

Lo miro y veo que echa fuego por los ojos.

—¡Baja la cabeza hasta que yo te lo diga! Y no vuelvas a mirarme así. Limítate a obedecerme con disciplina. Esa debería de ser a partir de ahora tu única preocupación. —Y continúa con su desconcertante interrogatorio—: ¿Has vuelto a provocarte cortes?

—No —respondo enseguida.

—¿No qué?

¡Vaya!

—No, señor.

—¿Has vuelto a pensar en sangre?

No me puedo creer que me vaya a preguntar por la sangre.

—No. Sí. No lo sé, señor… —balbuceo sin saber qué contestar. Lo cierto es que me lo he imaginado todo cubierto de rojo, follándome como un salvaje.

Emite un sonido sexy.

—¿Cuándo fue?

¡No, por favor! No me preguntes más.

—Esta semana. Ayer, señor —respondo indecisa. Creo que me voy a volver loca.

—¿Por qué necesitaste pensar en sangre?

Buf…

—Para… para… —¡Joder! ¡Hostia! ¡Hostia puta! Qué mal trago—. Para…

—Dímelo de una vez, Leia —me grita sin gritar, tan armónico como siempre. Alzo los ojos sobresaltada. Con un gruñido, Diego, tensa la mandíbula y me vuelve a ordenar—: Baja los ojos y responde.

Mi libido está a punto de explotar por culpa de este juego extraño al que me está sometiendo. Percibo un notable incremento de la tensión en mi ingle. Bajo los ojos, como me ha ordenado, y respondo:

—Para masturbarme, señor. Ya lo sabes.

—No seas insolente. ¿Quieres llevarte un tortazo?

—No, señor.

—Incorpórate y siéntate sobre los talones, ahora sí que quiero verte la cara. —Hago lo que me pide. Me siento sobre los talones, relajo la espalda y me topo con sus ojos verdes. Me recuerda a Faruq, el de la serie el Príncipe—. ¿Cuándo te he dado yo permiso para que te masturbes?

—Nunca, señor.

—No volverás a hacerlo a no ser que yo te lo pida. ¿Has pensado en alguien cuando te has tocado o solo en la sangre?

Lo sabía. Sabía que me preguntaría esto.

—Yo he… bueno yo he… he estado pensado en alguien, señor.

Sus ojos verdes examinan enfurruñado los míos. Oh, pero ¿qué pretende?

—¿En quién?

—En ti, Diego. —Y vuelve a guardar silencio. Estas pausas son como una tortura en sí mismas.

Al poco me pregunta:

—¿En mí o en la sangre? Aclárate.

—En ti cubierto de sangre.

—¿Eso te excita?

Dios infinitesimal…

—Sí, señor, me excita —respondo y me sonrojo al decirlo.

—¿Quieres verme ahora cubierto de sangre?

—No, señor.

—¿Por qué no?

—Porque solo se trata una fantasía, una puñetera fantasía sexual. Nada más.

Él gruñe por mi salida de tono, da un paso al frente y, sin previo aviso, me pega una torta girándome la cara a un lado. Después adopta la misma posición: piernas abiertas, mano agarrando la otra muñeca, mirada impasible. La pena y algo próximo a la expiación cruzan por su rostro de manera fugaz; por un momento parece alguien atormentado con lo que me está haciendo. Pero solo por un momento…

—Cada vez que me faltes al respeto recibirás un castigo como este. Ahora, háblame de esa fantasía.

Oh, Dios mío…

—¡No! —Lo miro desafiante aun sabiendo a lo que me enfrento—. No pienso hablarte de…

Rompe otra vez la posición y me asesta otra bofetada del mismo lado. Comienzo a llorar.

—No llores, no me retes y empieza a hablar mirándome a los ojos.

Y eso hace mi niña sumisa, porque yo estoy metida en un agujero del que no quiero salir. Me agarro a la poca vergüenza que me queda y le respondo atraída por su tono malhumorado: —Me… me… haces el amor en el suelo. Es un suelo sucio, cubierto de charcos… un sótano. Estoy atada de una cuerda y tú… me… por detrás y también por… —Me callo. No puedo continuar. Es demasiado humillante. Bueno, no sé si es humillante o bochornoso, el caso es que me cuesta hablar de estas cosas.

—Continúa.

—No puedo seguir hablando de esto, Diego, entiéndelo. No me pidas que continúe, por favor.

Se adelanta otro paso y vuelve a pegarme otro bofetón. Esta vez del otro lado. Después me coge por la barbilla y me dice:

—No llores, no supliques y no dejes nada a mi imaginación. —Y su rostro vuelve a mutar.

La bestia ronda cerca. Contesto enseguida:

—Tú me follas por detrás y en la boca. Atada a una cuerda. Estoy en peligro y vienes a buscarme. Tienes la cara manchada con sangre que no es ni tuya ni mía. Y me excita.

Me mira como si no comprendiera lo que le acabo de decir. Después arruga las cejas.

—¿Quieres que te folle la boca? —me pregunta en tono divertido.

—Sí, señor —respondo en un susurro, cada vez más ruborizada.

—¿Hoy? —Ladea la cabeza para mirarme.

—Sí, señor, hoy. —Y mañana y todos los días de mi vida… a ser posible.

—¿Te han follado alguna vez la boca, Leia?

—No, señor.

—Has dicho que te tomo por detrás… Por detrás, ¿por dónde?

Por un momento no entiendo su pregunta. Cuando por fin lo hago, contesto muerta de vergüenza.

—Por la vagina, señor.

Diego chasca la lengua en un gesto de contrariedad.

—¿Por qué no me lo querías decir? —pregunta con voz más dulce.

—Me daba vergüenza y miedo, señor.

—Miedo, ¿a qué?

—A ti.

—¿Por qué?

¡Oh, no! Otra vez no.

—Tengo miedo de que me hagas daño.

—¿Te han hecho daño mis tortazos?

Niego con la cabeza. Él se aproxima a mí y me acaricia la mejilla con el pulgar. Es un roce muy tierno.

—Dilo en voz alta. Quiero oírtelo decir. Y quiero que tú también te escuches.

—No… No me has hecho daño… al menos en ese sentido.

—¿De qué sentido me hablas entonces?

Trago saliva y me sincero:

—Me estás destrozando el corazón.

—¿Y piensas que no lo sé? —Se arrodilla frente a mí y me toma la cara entre las manos—.

¿Piensas que a mí no me duele lo que te estoy haciendo? —Su voz es firme y calmada.

Me quedo sin respiración tratando de comprenderle mientras él me observa callado, esperando mi reacción. Después, se levanta, gira sobre sus talones y se acerca a la puerta cerrándola con llave. Se aproxima a la cama y comienza a desvestirse en silencio. Se quita la camiseta, se descalza, se quita los calcetines, el pantalón del chándal… Queda en calzoncillos. Son blancos con el ribete negro, de Clavin Klein, un color que contrasta de manera asombrosa con el de su piel tostada. Cuando termina de desvestirse, regresa junto a mí, vuelve a hincar una rodilla en el suelo y me obliga a echar la cabeza hacia atrás. Me mira a los ojos, pero hay algo en ellos que…

—Te lo advertí, Leia, te lo advertí muchas veces y tú aceptaste. Te advertí que te iba a arrancar un trozo de vida. Te advertí que me pertenecerías. Te dije que la bestia te rondaría de continuo. Lo siento, princesa, pero has hecho un pacto con el mismo diablo. —Su mano se aferra con más fuerza a mi pelo mientras sus ojos comienzan a bailar de los míos a mis labios y de mis labios a mis ojos repetidas veces.

—¡Tú no eres así! —sollozo—. Te veo. ¿Piensas que puedes ocultarme el dolor que escondes en tu interior? ¿Piensas que no puedo ver la ternura de la que estás hecho? Estás fingiendo.

—Noto que se estremece.

Alarga la mano y me pasa los dedos por la barbilla, casi con veneración, estudiándome con una mirada llena de calidez.

—Todo lo que tengo dentro de mí es un reflejo de lo que he robado de tu alma.

—¡Mentira! —le digo yo—. Tu dolor y el mío no son iguales.

—Cierto —me dice él—. A ti te duele el alma porque te han amado, mientras que a mí me duele porque nunca lo han hecho. —¡Oh, Dios! No es verdad. Su hermano lo quiere. He sido testigo de ello. ¿Es que no lo sabe? Observo que se levanta y se coloca muy erguido. Con voz tranquila, añade—: Algún día, puede y espero que algún día, no necesite de toda esta mierda contigo, pero por el momento, es lo que hay. No hay cabida para la ternura. Te dije que te olvidaras de ella. Si quieres alcanzar la felicidad, deja primero que mi amor mate tu ira, pero con dolor, es el único arma que puede destruirla. —Se inclina y me planta un duro beso sobre los labios. Las lágrimas me resbalan por los pómulos cuando veo desvanecerse toda la calidez de su semblante.

—¿Por qué tiene que ser así, Diego? —le digo apenada.

Me pone un dedo en los labios para que me calle.

—Chist… No soy Diego —susurra. Y vuelve a retomar el control—. No vas a volver a hablar. Te quiero callada, Leia.

—¿Por qué?

—¡Porque lo digo yo! —me dice alzando la voz—. Ahora voy a follarte. Duro, sucio, como a mí me gusta. No habrá sangre de regalo. Piensa que es un suculento castigo por todo lo que me has hecho pasar estos días pero, sobre todo, por lo que me has hecho pasar hoy. Túmbate en el suelo y abre las piernas.

—¿Qué?

—Hazlo. —Y me ayuda a tumbarme en el suelo a la vez que abro las piernas—. Ábrelas más.

Las abro más.

¡Dios! Esta posición es… Y comienza tocarme. Se me olvida todo cuando sus dedos se deslizan por mi columna y los deja posados sobre la quemadura de mi hombro.

—¿Todavía te duele?

—Sí, un poco.

—Me gusta que te duela. Cuando estés lejos de mí, te abrasará. —Se agacha y me susurra en el oído—: Voy a lamerte por todos lados. Por todos. No quiero que te muevas. Haz todo lo que te diga y cuando te lo diga, ¿de acuerdo?

Asiento.

—Así me gusta, mi chica mala.

A continuación se acerca a su ropa y saca una memoria USB, de uno de los bolsillos. Pasa a mi lado y enciende el ordenador. Lo primero que escucho es el Welcome To The Jungle de Gans N’Roses. Un diez para su retorcido sentido del humor. Por lo que veo, vamos a follar a un ritmo despiadado. ¿Será la música que le gusta? Mi primo y él podrán irse de conciertos juntos.

Diego se aproxima y me pone un dedo sobre el hombro, justo en ese mismo instante Axl canta: «Tú eres una chica muy sexy, que es muy difícil de complacer. Bienvenida a la jungla, mira como hace que te arrodilles». Y comienza a recorrerme con delicada lentitud el omóplato hasta detenerse justo encima de mi curvatura lumbar. Sus dedos calientes dibujan círculos que hacen que cientos de ráfagas eléctricas me hiervan la sangre. Después, prosigue el recorrido hasta llegar a mis glúteos. Acompaña el recorrido de sus manos, lamiéndome y también besándome. Cuando su mano se posa sobre mi culo, me da un fuerte manotazo y, después, un leve mordisco.

—¡Me encanta tu culo! Tienes una piel preciosa. Me gusta la marca que te queda después de azotarte y… de morderte. —Y vuelve a darme otro par de mordiscos más. Después me los estruja con sus fuertes manos y busca mi oreja para lamérmela y susurrarme—: Hoy voy a demostrarte el significado de la palabra «padecer». Tendrás que aguantar y sobrellevar el desconsuelo, cariño. Y

quiero que sepas que tan solo será una mínima parte del que tu desanimada y empecinada actitud me hace sentir aquí. —Y se da un fuerte golpe en el esternón.

Yo jadeo cuando, tirándome de la cabeza para atrás, me obliga a colocarme sobre las rodillas y a inclinarme hacia delante. Podría decir que estoy a cuatro patas si no fuera porque tengo las manos esposadas. Noto que pasa un brazo bajo mi estómago y que, con lentitud, sube la mano por mi estómago para tirarme de un pezón. Me lo pellizca y comienza a girarlo entre los dedos.

—¡Ah!

—Chist… Quieta.

Acompaña la invasión con tórridas lamidas por la totalidad de mi espalda al ritmo del Fade To Black de Metallica, pasándome los labios por el cuello, deslizando la lengua por mi cara, por mis hombros, por mi costado derecho, hasta que me suelta el pezón, solo para comenzar a torturarme el otro. Punzadas de placer salen proyectadas de mis pechos hasta mi entrepierna, donde noto la zona cada vez más hinchada. Mi agonía crece en intensidad a medida que él me manosea por todos lados.

Ronronea cuando ve que tiro de las esposas y que no puedo moverme. Se ríe contra mi cuello. Su lengua desciende por mi espalda hasta que alcanza una de mis nalgas donde me vuelve a morder. Me cubre el sexo con la mano libre, rozándome el clítoris con el pulgar, a la vez que, con la otra, me tira del pezón y me lo presiona entre los dedos.

—Dios, Diego, señor… —gimoteo cuando me introduce un dedo dentro de la vagina. Una dulce inquietud crece dentro de mí, incrementando mis ganas por él. Pienso que he alcanzado el cielo cuando introduce otro dedo más y comienza a rotarlos contra mis paredes, aunque lo cierto es que me muero es por sentir la potencia de su miembro dentro de mí.

—¿Te gusta, Leia? ¿Te gusta esto que te hago?

—Sí, señor —respondo proyectando de manera inconsciente mis caderas contra su mano, ansiosa por obtener más fricción. Mmm… estoy muy cerca del límite, muy cerca del estallido y, entonces… se para.

—Dios, no.

—Sí, Leia, sí.

La posibilidad del orgasmo se volatiliza cuando saca los dedos de mi interior. Aprieto los ojos y entono una oración incoherente, intentando no gritar de desesperación. Él espera con paciencia a que mis jadeos se mitiguen y a que mi respiración se ralentice. Cuando ve que recupero el ritmo respiratorio, comienza de nuevo con la tortura: me gira los pezones, introduce un dedo en mi interior, después otro, y comienza a moverlos con movimientos circulares rozándome las paredes internas.

Toda esta estimulación… Oh, señor, soy incapaz de absorberla de una única vez. Echo la cadera hacia atrás empujando mi vagina contra sus dedos, buscando el roce de la palma de su mano, pero vuelve a detenerse dejándome con una necesidad insoportable de sobrellevar. Intuyo que va a seguir castigándome durante bastante tiempo.

Y así es…

—¡No! Detente, por favor. No me lo hagas más —suplico apenas sin fuerzas cuando me niega otro orgasmo. Me ha lamido y dejado a las puertas tantas veces que he perdido la cuenta. Me está torturando de manera inclemente.

—Yo no soy Diego —asevera arrastrando las palabras, colocándose delante de mí y levantándome la cara.

—No, no lo eres porque tú no eres cruel —lloro—. Él sí. Dile que pare, señor Roth, por favor.

Abre los ojos sorprendido.

—¿Sufres, Leia?

Asiento con el sexo magullado, tragando saliva y sin fuerzas. Soy incapaz de apartar los ojos de su mirada atrayente. Diego es el ser más sexy del planeta, con sus pectorales de impacto, bíceps potentes y sus abdominales marcados…

—Bien. Al menos me llevo algo de ti. Aunque solo sea sufrimiento. —Se agacha y me atrae con fuerza hacia su boca. Sus labios buscan los míos con desesperación y saboreo, sobrecogida, su miedo, su rabia, sus celos y su anhelo por arrancarme el amor que, con tanto esfuerzo, trato de ocultarle.

—Algún día, cuando deje de ser Diego, dejaré de hacerte esto. Pero por el momento, quiero que te tumbes otra vez.

—No aguanto más .

—Yo creo que sí —me dice él—. Nunca he conocido a nadie tan resistente como tú.

—No más, por favor. Por favor, Diego.

—Me gustaba más lo de señor Roth.

—Señor Roth, por favor…

—Lo siento, cariño, pero el señor Roth no está por aquí. Solo estoy yo, tu amo, tu bestia — me dice mientras de fondo suena el Monster de Skillet. Joder, qué puñetera ironía. Me ayuda a tumbarme—. Abre más las piernas. —Y retoma el maldito el calvario: dedos moviéndose en mi interior, mordiscos, lamidas sobre mi piel… Una agónica tortura sexual devastadora que me hace rozar los límites de la resistencia física y psíquica—. Es insoportable ¿verdad? —Se para otra vez.

—Sí —mascullo en un susurro al borde del desvanecimiento.

—También es insoportable para mí que no cedas y que no me escuches cuando te ordeno algo tan simple como que no me apagues el teléfono. Pero lo más insoportable de todo es tu frialdad y ya no digamos tu estúpida manía de alejarme de ti y de no reconocer lo que sientes.

Dios, cuánto rencor hay en sus palabras.

—Dime qué es lo que quieres, Diego. ¿Qué es lo que deseas?

Su boca se abre y deja escapar un jadeo.

—Ya lo sabes, a ti.

—¡Ya me tienes! —lloriqueo—. Maldita sea, ¿es que no te das cuenta?

Sacude la cabeza.

—Necesito que me lo digas. Quiero que me lo digas. Pero sobre todo quiero que sea verdad.

Y de repente ya no lo soporto. Mi corazón cede y estalla en millones de trozos rotos al ritmo de los Drowning Pool.

—Estoy enamorada de ti. Te… te quiero. Te he querido desde el primer día. —Y las lágrimas comienzan a correr por mi cara. Él se queda parado, petrificado, apenas sin respirar… y se tumba sobre mi cuerpo, aplastándome con su calor.

—Gracias —murmura con un tono de voz ronco, apartándome el pelo del cuello y besándome tras la oreja—. Querías entrar en mi mundo y ahora estás aquí, cediendo ante mí, así que gracias… aunque todo sea mentira.

Dios, ¡no! Pero…

—¡Si te he dicho la verdad! —Me da un azote en el culo, fuerte, y luego otro. Después me lo acaricia. Tiro de las esposas. Quiero verle la cara, pero él coloca una mano en mi espalda para impedir que me mueva.

—No. Quieta. Ahora voy a tomar lo que es mío. Este es mi premio. —Y con premeditada lentitud desciende hasta quedar tumbado entre mis piernas. Cuando se coloca entre ellas, me abre los muslos con los codos.

—¡Ah! Por Dios…

—Chist… —me invita a guardar silencio mientras me abre los pliegues vaginales y comienza a lamerme el sexo. Su lengua es húmeda, y caliente, y ágil y, deliciosa, y yo estoy tan sensible y excitada… Me la introduce con fuerza en el interior, chupándome con delicadeza, dándome maestros golpecitos con la punta en el clítoris. Cuando estoy a punto del estallido, se detiene y espera un largo minuto antes de comenzar otra vez a torturarme, y otra más, y otra… Mis ojos se nublan y mis brazos se doblan peligrosamente.

Cuando se da cuenta de mi extrema debilidad, me coge por las esposas y me coloca de rodillas. Al hacerlo, me da un azote en el culo y se planta delante de mí con las piernas abiertas.

Apenas me sostengo en esta posición. Estoy roja, fatigada, obnubilada por su estampa viril, pero por encima de todo, sobre excitada y sudorosa. Él baja la goma de los calzoncillos liberando su pene y me lanza una mirada carnal pasándose la lengua por los labios.

—Levanta la cara y mírame. —Mis ojos se topan con su mano, que se desliza por su miembro con vigorosidad—. Así es como que gusta masturbarme. Te enseñaré cómo hacérmelo. Pero ahora vas a sacar fuerzas de donde sé que no las tienes y me la vas chupar. —Clavo los ojos en los suyos, después en su polla, y de nuevo en sus ojos. Él me coge por el pelo y me da un fuerte tirón—.

¿Todavía quieres chupármela?

—Sí —tartamudeo—, pero no sé si se sabré.

—Claro que sabrás…, y si no, aprenderás —me dice áspero—. Ahora, abre esa boquita tan linda porque voy a follártela. —Y sin más, acerca su miembro erecto hasta que la punta de su glande me roza los labios. Me da golpecitos sobre ellos y, cuando los presiona un poco más, yo abro la boca y él se introduce con cuidado en mi interior. Por instinto comienzo a chupar—. ¡Ah, mi puta madre!

—exclama. Y mi libido explota como reacción a su gruñido—. Sí, joder, muy bien, nena, muy bien; presiona con los labios y con la lengua. Sí, lo haces muy bien, así. Voy a metértela hasta el fondo. No te asustes, pero quiero ver cómo te asfixias y te pones roja para mí. —Con una exhalación enérgica me sujeta la cabeza para que no la mueva, da una fuerte embestida y se queda quieto en el fondo de mi boca a la vez que brama algo incoherente mientras me roza la parte posterior de la garganta. Me estoy quedando sin aire, pero lo introduzco por la nariz—. Eso es, princesa, aguanta, aguanta para tu puto amo. —Su voz tiene un tono de delectación vicioso. Se retira y me deja respirar. Me agarra por el pelo y me levanta la cara. Me la mete otra vez sin dejar de mirarme a los ojos. Esta maldita cosa me gusta. Me siento poderosa. Le paso la lengua por el glande y se lo succiono. Sus ojos verdes evalúan los míos—. ¿Te gusta verme así, ah? ¿Te gusta verme excitado como un perro para ti?

Asiento con la cabeza porque con la voz es evidente que no puedo. Él continúa invadiendo el interior de mi boca, adelante y atrás… mmm… una y otra vez, una y otra, mientras yo le paso la lengua por las venas repetidas veces. Está muy duro. Por momentos me deja al borde de la asfixia; y me doy cuenta que no quiero parar. Estoy caliente como nunca lo he estado jamás en la vida.

—¡Ah! Joder… —exclama muy excitado, mordiéndose la lengua entre los dientes—. Vas a hacer que me corra.

—De repente se retira y se coloca detrás de mí. Me agarra por la cintura y me levanta el culo. Mis brazos tiemblan, mis piernas tiemblan, todo mi cuerpo tiembla. Me lleva hasta la cama dejándome al borde de esta y colocada de rodillas. Él se queda de pie, justo detrás de mí—.

Inclínate. Voy a metértela por detrás.

Casi no me da tiempo a asimilar su petición, cuando me embiste de golpe. Está prácticamente tumbado sobre mí espalda, quieto, sujetándome por las esposas para que no me caiga hacia delante.

—¡Ah, Dios!

—¡Córrete! —me ordena dándome un beso en el hombro. Y yo, nada más oírlo, me corro sin remedio, ahogando su nombre entre los labios, sin sangre, sin fuerzas y, para mi mala suerte, sin conseguir alcanzar el glorioso XXX al que me tenía habituada. Mi subida celestial hasta las nubes, se ha quedado a medio camino. Necesito más, algo más, pero no sé exactamente el qué.

Diego continúa parado en mi interior, esperando con paciencia a que mis latidos internos se mitiguen.

—Me gusta follarte así, por detrás —dice con la respiración entrecortada.

Me tira de las esposas y me obliga a erguirme a la par que me rodea el cuello con una mano y me envuelve la cintura con la otra. Me estremezco cuando empieza a follarme duro. Usa mi cuerpo y lo boicotea, para poseerme a su antojo, sin miramientos y, cada vez que alcanza lo más profundo de mí, gruñe provocándome convulsiones de placer que hacen que todas mis emociones dormidas se despierten.

—Estoy muy débil. No puedo más, Diego.

—¿Te has quedado a medias?

Oh. ¿Cómo lo sabe?

—Sí, señor —jadeo con un hilo de esperanza.

Sujetándome fuerte, se avalanza sobre mi boca y me besa con pasión. Apoya la frente contra mi sien y sonríe.

—¿Notas la molestia dentro de ti?

—Sí, señor.

—¿Sientes cuánto necesitas liberarte?

—Sí, señor.

—¿Quién quieres que te libere, Leia?

Oh…

—Tú, Diego —respondo con el corazón a punto de salirme por la boca y la vagina comenzando a arder de desesperación.

—¿Yo?

—Sí, tú —vuelvo a contestar.

Me roza la nuca con la punta nariz.

—Dime, Leia… ¿Quién es tu Dios, ahora, ah? ¿Quién es tu Dios?

—Tú. Tú eres mi Dios, Diego.

—¿Necesitas sangre?

—Sí, señor. —Y trago saliva expectante, pero él chasca la lengua.

—Hoy no, princesa. Te dije que este iba a ser tu castigo. —Y comienza a embestirme de nuevo. Colmándome de dicha cada vez que, de forma rápida y vigorosa, entra y sale de mí. Me hace gritar cuando se autoimpone un ritmo despiadado.

—¡Ah!

—Eres mi posesión, mi distintivo, mi usufructo, mi goce, mi dominio, mi esencia… Estás echa en cuerpo y alma para mi completo disfrute —me susurra apretándome el cuello. —Me he apropiado de ti. Yo en exclusiva, nadie más que yo. Que no se te olvide nunca, porque soy tu soberano, tu prócer, tu dueño, tu propietario, tu rey y tu Dios… por… toda… la… puta… vida. Así que, ahora fóllame tú. Deslízate por mi polla, y hazlo bien. Compláceme como me merezco —me ordena quedándose estático.

Comienzo a deslizarme por su mástil, desesperada. Él me mordisquea la oreja y me mete la otra mano entre las piernas.

—¡Dios!

—¡Sí, joder! Me gusta escucharte. Eres la mujer más atractiva que he visto en la vida. Y

eres mi puto ángel de la suerte. Mi niña. La perfección.

Devastador. Este hombre es como una apisonadora. Me devasta con cada embestida que arremete contra mí, pero también con cada palabra que me dice. Esta guerra psicológica va a terminar conmigo, porque me doy cuenta que estoy en sus manos, que soy suya de verdad.

—Diego… —Me sujeta la barbilla y me gira la cara.

—Vamos, princesa, córrete una vez más para mí. —Y de pronto noto un terrible dolor que me atraviesa todo el cuerpo hasta alcanzarme la cabeza.

—¡No! Diego. ¡Me duele! —grito al borde del desvanecimiento, cuando me presiona con el pulgar la quemadura.

—Siente el dolor, Leia. Siente mi marca cuando te corras. Esto es lo que soy, este es a quien has elegido, a quien te has entregado: un puto ángel y un puto demonio al mismo tiempo.

Y me dejo ir… Mi cuerpo obedece manso a su petición. Él me agarra fuerte mientras el orgasmo me alcanza, pero de nuevo me quedo a medias. No consigo alcanzar la maravillosa subida hasta la cumbre. Antes de ser consciente de nada más, retira su mano de mi herida y sale de mi interior. Me baja de la cama y me coloca de rodillas en el suelo, ante él.

—Chúpamela otra vez. —Sujeta el miembro con la mano y lo bate ante mis ojos. Nos miramos un momento. Me introduce el pene en la boca y me lo empuja fuerte hasta el fondo de la garganta. Esta vez no se detiene. Empuja y empuja sujetándome con una mano por la barbilla y con la otra por la parte posterior de la cabeza—. Eso es. Ahora voy a correrme en tu boca.

Y se corre, sujetándome fuerte para que no me mueva, irrumpiéndo con ferocidad hasta que estalla y derrama su líquido tibio sobre mi lengua. Tiene un delicioso sabor salado con un toque afrodisiaco muy dulce que me resulta enloquecedor.

—Dios… Ven aquí. —Me levanta del suelo y me besa con fuerza en cuanto deja de convulsionar. Me coloca sobre la cama y, de inmediato, me quita las esposas y me rodea con los brazos acurrucándome contra su pecho—. ¿Estás bien después de lo que te acabo de hacer?

Lo miro a los ojos.

—¿Qué jodida pregunta es esa?

Él me abraza más fuerte. Me siento amada, segura…, enamorada, pero también muy enfadada.

—Ya veo que estás bien.

—Pues no, no lo estoy —le reprocho—. Has sido cruel, un puñetero sádico.

Su semblante se ensombrece.

—Lo sé, hoy necesitabas sangre para liberarte, pero no te la he dado, por eso estás enfadada. Tampoco voy a dejar que te masturbes. —Y me besa. Me besa como jamás hasta ahora me había besado.

—¡Pero necesito más! —protesto como si fuera una niña a la que le han prohibido ver los dibujitos de la tele—. Tengo una extraña sensación dentro que…

—Necesitas un orgasmo fuerte, amor. Es lo que te pasa. La excitación a la que te he sometido ha sido muy intensa y necesitas descargar adrenalina con igual intensidad. —Y vuelve a darme otro beso tierno, sensitivo y delicado que me aferra muchísimo más a él—. Un día de estos dibujaré corazones ensangrentados sobre ti. Tienes una piel preciosa para ser pintada como un lienzo. —Sus ojos me miran con devoción. Advierto que su cara ha perdido la lujuria y se ha convertido en algo afectuoso, casi reverencial. Los cambios con que se pone y se quita máscaras son asombrosos.

—Me confundes, señor. ¿Quién eres ahora?

—Yo. —Eleva un hombro al responder.

Alzo una ceja y le pregunto:

—¿Roth?

—Mmm… más o menos. —Sonríe con dulzura.

—Pues necesito tu sangre, señor Más o Menos.

—Y yo tu amor, señorita Ira. Es lo único que necesito de ti.

—¿Ya no estás enfadado?

—Sigo enfadado.

—¿Y si no soy la persona que crees? ¿Y si conmigo nunca llega a ser como con Laura? ¿Y si conmigo nunca consigues ser tú mismo? ¿Y si te cansas de mí, como dijo Martínez?

Suspira y me agarra la mandíbula.

—Ni me nombres a ese malnacido. Contigo nunca ha sido y nunca será como con Laura, porque con ella nunca fue. No significó nada. —Suena triste, incluso agobiado, y observo que se avecina una nueva confesión—. Cuando te fuiste de mi casa, tardé escasas horas en caer inconsciente. Tu prima llamó al poco porque tú estabas igual de mal. Mi hermano tuvo que ponerme una inyección de adrenalina en el corazón para despertarme.

—¿Qué? —exclamo sorprendida. Sus ojos se mueven por mi cara.

—Tu lejanía casi me mata, Leia. No te puedes ni imaginar el desamparo tan descomunal que sentí cuando saliste por la puerta decidida a… —Cierra los ojos y sacude la cabeza. Al segundo cambia de nuevo el hilo de la misma—: ¿No te dio asco?

Frunzo el ceño.

—¿El qué?

—Mi semen, en tu boca. Me corrí en tu boca, ¿recuerdas? ¿No te dio asco?

—No señor Más o Menos, no me dio asco, me pareció estimulante.

Me mira con los ojos muy abiertos.

—¡Hostia! Estimulante. No dejas de sorprenderme, princesa.

—Y con Laura, ¿te has sorprendido así muchas veces?

Se pone serio, se tensa y otra vez regresa él: Diego. Gira sobre su cuerpo y se incorpora sacando los pies de la cama.

—¿Tienes alguna toalla en esta habitación o hay que salir al baño a buscar una para limpiarte?

Suspiro. Es evidente que el tema de Laura es un tabú del que no le gusta hablar.

—En el suelo hay una —le indico—. Estaba dentro del cajón de la mesita que saltó por los aires cuando te peleaste con Martínez. ¿Por qué no quieres hablar de ella?

Se inclina para coger la toalla del suelo. Se levanta y veo que ha recogido otra cosa.

—¿Qué cojones es esto?

¡Mierda! ¡Mierda puta! Ha cogido la caja de píldoras anticonceptivas que mi prima me compró la semana pasada.

—Píldoras anticonceptivas. ¿No vas a responderme? ¿Laura?

—¿Píldoras anticonceptivas? —repite ignorando mi pregunta con un tono de voz que no me presagia nada bueno.

—Sí —respondo—. Píldoras anticonceptivas. ¿No querrás que me quede embarazada?

Háblame de ella —insisto. Pero él, se cuadra ante mí e inclina la cabeza a un lado para mirarme.

Está tan guapo y sexy con el pelo alborotado, recién eyaculado y todo sudado. Levanta el paquete delante de mis narices en señal de amenaza.

—¿Te he dicho yo… en algún momento… que tomes… esta mierda?

Pero, ¿qué coño…? ¿Por qué tendría yo que consultarle algo así? Me incorporo de golpe.

—¿Qué tienes tú que ver en esta decisión? Es cosa mía. —Me observa con el ceño fruncido, incrédulo por lo que le acabo de decir.

—¿Que es cosa tuya? —exclama dejándome pasmada. Pero, ¿qué demonios le pasa ahora?

—. ¡Me cago en la puta que lo parió! ¡Que, qué tengo yo que ver en esta decisión, me dice! Vamos, levántate de ahí —me ordena y, en dos zancadas, lo tengo abriendo la puerta del dormitorio de un portazo. Me levanto y salto de la cama saliendo detrás de él con el corazón latiendo a mil por hora.

Al menos no hay nadie en el pasillo que pueda vernos desnudos. Su reacción es excesiva.

—¿Dónde coño está el baño? —me pregunta irritado. Madre mía.

—Ahí…, pero ya sabes que hay otro en mi… —no consigo terminar de hablar. Abre la puerta del baño que hay en el pasillo y entra como un obús. Va directo al váter. Levanta la tapa y comienza tirar una a una todas las pastillas dentro.

—¡Esta-es-mi-puta-decisión! —me espeta con un enfado monumental—. Métete en esa cabecita tuya, que eres por completo mía. Así que obedéceme, joder. No es tan complicado.

Me quedo perpleja viéndolo estrellar el envoltorio vacío de los anticonceptivos contra la mampara de la ducha. Voy a tener que comenzar a elaborar un par de listas más. Una para sus “perlitas jactanciosas” y otra para sus “órdenes imperantes”. Las mejores hasta ahora: «¡Córrete!», «¡Bébeme!», «¡Chúpamela!».

—¿Por qué me haces esto? ¿Es que quieres que me quede embarazada?

—¡Sí, quiero que te quedes embarazada! —me grita mirándome con una expresión impenetrable. Yo me quedo inmóvil, observándolo patidifusa, sin respirar.

—Estarás de broma, ¿no?

—¡No me toques los cojones, Leia! Te dije que quería hijos. Muchos hijos.

—¿Hijos? ¿Me tomas el pelo? Acabamos de conocernos, por el amor de Dios.

—El amor de Dios no tiene nada que ver en esta historia. Déjalo fuera de tu vida porque en ella solo cojo yo. Asúmelo cuanto antes, joder, porque ahí… —y me señala la barriga—… ahí mando yo. ¿Te queda claro?

Que si me queda claro…

—¡No! Maldita sea, no me queda claro. Explícamelo porque no lo entiendo. Como tampoco entiendo que no quieras hablar de Laura. Si quieres que forme parte de tu vida, vas a tener que comenzar a explicarme muchas cosas. Se supone que todo lo que tiene que ver contigo tiene que ver conmigo también. ¿Acaso no acepté esta maldita cosa en el mismo instante en el que entré en aquel cuarto horrible? Pues tú también aceptaste lo mismo, así que cúmplelo.

Me mira sorprendido. En esas, se abre la puerta del dormitorio de Marta. Mi prima sale al pasillo pillándonos en medio de la discusión y, para colmo, en bolas.

—¿Diego? —pregunta extrañada.

—Sí, Diego —repite él girándose con brusquedad hacia ella. Marta parpadea y lo mira fijamente hasta que después de unos segundos abre los ojos hasta atrás, como si acabara de darse cuenta de pronto de algo. Se lleva las manos a la boca.

—Dios, no sé cómo no me di cuenta antes, eres igual que… —Y se calla. ¿Qué le ocurre?

—. No puede ser —agrega misteriosísima bajando los ojos al suelo. Cuando los levanta, pensativa, sacude la cabeza como si quisiera quitarse una pesadilla de la cabeza, y cambia el eje de la conversación—: ¿Por qué estáis montando este jaleo en el pasillo? ¿Y qué coño hacéis desnudos por ahí?

—¿Disculpa? —masculla Diego apartándome a un lado para acercarse a ella.

—No tengo nada que disculparte, solo quiero saber qué coño hacéis paseándoos por la casa desnudos.

Diego se coloca frente a ella en un par de zancadas.

—No es asunto tuyo, bonita —le increpa él.

—¡Diego! —trato de detenerlo porque sé que está muy alterado, pero me silencia con una mirada negra lanzada contra mis ojos. Al segundo centra toda su atención en mi prima. ¿Por qué se mostrará tan gélido con ella? Mi confusión crece segundo a segundo.

—Bueno, si no recuerdo mal estás en mi casa —le dice Marta con una voz apenas distinguible—. Un poquito de asunto mío será. Además, ella, es mi prima.

—¡Ella es mía! —corrige él—. Y si alguno de vosotros me vuelve a insinuar lo contrario otra vez, os encerraré de por vida en la cárcel más lúgubre y aislada que encuentre. ¿Me comprendes? Y ahora, ¿por qué no entras en tu cuarto y te metes en tus cosas, Marta? Por cierto, ¿no sería idea tuya comprarle la mierda de píldora anticonceptiva a mi mujer, verdad? —le pregunta señalándome con el dedo.

Marta me mira con los ojos como plantos sin entender lo que está pasando. Después pone los brazos en jarras y lo encara.

—Pues sí, fui yo. ¿Algún problema?

—El problema es que me apetece darte una hostia, ese es el problema. A lo mejor así aprendes a dejar de meterte en la vida de los demás.

Me quedo horrorizada ante la machada que acabo de oír y me llevo la mano a la boca. Marta se queda paralizada. De repente la cabeza de un tío que no he visto en mi vida asoma por la puerta de su cuarto. Se trata de un chico alto, rubio, de ojos azules y muy guapo.

—¿Qué os pasa? —dice borracho como una cuba—. ¡Vaya jaleo! ¿Por qué no te vienes a la cama, Marta?

—Eso, Marta. ¿Por qué no te vas a la cama con este mamón? —le insta Diego maleducadamente.

Es evidente que la aparición del chico le ha molestado mucho, pero, ¿por qué? ¿Qué le importará a él con quién se acueste mi prima y con quién no? El chico se queda mirando para el pene de Diego.

—Joder, tío. ¡Vaya pedazo pollón!

Diego lo ignora por completo.

—Algún día te arrepentirás de lo que estás haciendo, Marta. —Y sin más gira sobre sí mismo y regresa a mi lado.

—¿Por qué le has dicho eso? —le pregunto.

—Entra tu cuarto y cállate. No quiero que nadie excepto yo te vea desnuda. —Me agarra del brazo y me empuja dentro de mi dormitorio.

***

—¿Por qué no me dijiste nada? —me pregunta más calmado en cuando estamos a solas.

Suena apenado, incluso triste…, pero como siembre, a saber lo que habrá detrás de su careta. Me agarra con suavidad del codo y me acerca a su pecho. Me tenso al instante. —Lo siento. No sabía que tenía que hacerlo, señor.

—Se terminó ya lo de señor. No quiero que tomes la píldora, Leia.

—¿Por qué? —pregunto desconcertada por su repentina dulzura. Me pasa el dedo por la cara.

—Porque quiero tener hijos contigo.

—¿Lo dices de verdad?

—Sí.

—¿Y no hay negociación posible? ¿Nada que yo pueda decir o hacer para llegar a un consenso o para posponerlo? —Niega con la cabeza y se me queda mirando con los ojos llenos de determinación.

—Tú obedeces y yo decido.

Que él decide… Ya sé que no es muy inteligente recurrir al sarcasmo para salir del paso en casos como estos, pero es que no lo puedo evitar.

—Por favor, cariño, si hasta los bacilos más diminutos funcionan por consenso o no funcionan. ¿Y tú, pretendes de verdad que lo nuestro lo haga de manera unidireccional?

—Es la única dirección que tolerará tu corazón, princesa. Aún no eres consciente de ello, pero pronto sabrás de lo que hablo.

Y dale con lo mismo. Intento descifrarle, pero es como darse cabezadas contra un muro.

¿Cómo puede pasar tan rápido de ser un diablo dominante a ser un dominante tan seductor?

—¿Consciente de qué? —le pregunto.

—De tus necesidades reales —responde—. Eres tan transparente. —Y me pone la mano en el pecho—. Tu ira te tiene tan ofuscada que no te permite entender una cosa tan simple como que, además de poder leerte la mente, también te puedo leer el corazón.

—Yo también estoy empezando a leerte el tuyo y, lo cierto, es que estoy descubriendo que para ti, el jugar con mis sentimientos se está convirtiendo en un deporte. ¿Quieres una medalla de oro o una corona de laurel por el mérito de ganarme siempre?

Ir a la siguiente página

Report Page