Ira

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III ENTRE MISERABLES

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III

ENTRE MISERABLES

George Cousin, René Duvivier y Ferry Tood se pusieron en pie con sobresalto al sentir que alguien aporreaba la puerta de entrada. El brutal francés desenfundó una de sus pistolas, a la par que decía:

—Dejadme abrir a mí.

—No —opuso Cousin—. No interesa armar escándalo y tú careces de diplomacia para evitarlo. Es más eficaz el cerebro que cualquier arma de fuego cuando se está en situación como la nuestra.

El que había hablado salió de la estancia, sin más muebles que una mesa, cuatro toscas sillas y una alacena de madera, para regresar a poco en compañía de un joven al que presentó a los reunidos.

—Es un viejo amigo: Dimas Burke.

René Duvivier, frunciendo el entrecejo, inquirió:

—¿El valiente de que me hablaste en el patio de la penitenciaría?

—El mismo. Siéntate con nosotros, Dimas, y toma una copa. Estos son...

—No es necesario que me digas sus nombres. En toda la ciudad se habla de vuestra fuga. Las patrullas que han salido con el propósito de capturaros cabalgan rumbo al Oeste. Yo, conociéndote, George, tuve la certeza de que os habíais quedado en el pueblo. Era lo más sensato.

En los ojos de Cousin hubo un brillo de inquietud:

—¿Cómo averiguaste nuestro paradera?

—No me fue difícil. Llevo un mes en el pueblo y, como no me distingo por mi puritanismo, conozco a todos los indeseables de la ciudad. Anoche oí hablar a unos individuos en una taberna y escuché vuestros nombres. Hoy he seguido a uno de ellos y él, sin saberlo, me ha conducido aquí.

El joven, sentándose junto a la mesa, tomó la botella de whisky que sobre ella había, bebiendo un largo trago. Al depositarla sobre el tablero, preguntó:

—¿Qué sabéis de Ray Spiffer? Escapó con vosotros.

—Nada —replicó Cousin—. Nos separamos fuera de la cárcel. ¿Podemos fiarnos de ti, Dimas?

—Desde luego. ¿Qué iba a conseguir denunciándoos? ¿Una recompensa? No necesito dinero; pero si me fuera necesario vosotros me lo daríais, o el Ejército.

—¿El ejército? —inquirió George, extrañado.

—Sí —fue la respuesta de Burke— soy sargento explorador a las órdenes de Richard O’Mara. Escapé de Charleston y, para huir de la ley, creí que lo más oportuno era enrolarme en las fuerzas de la Confederación.

René Duvivier, que no apartaba sus ojos del joven, comentó:

—Ningún bravo se somete voluntariamente a la disciplina militar. Creo que exageraste al referirte a tú amigo, Cousin. Apenas si es un muchacho enclenque y asustadizo, unos azotes bastarán para convencerle de que debe cerrar el pico y olvidar que nos ha visto aquí.

Sin levantarse, con la frialdad del que considera peligroso dejarse arrastrar por la cólera cara a un enemigo, Dimas, con la mano vuelta, propinó un golpe a René en la mejilla izquierda, a la par que exclamaba:

—¡Cerdo! ¡Desde que entré me lo pareciste!

Duvivier, gozoso por tener un pretexto para vapulear a Dimas, demostrando a George que era más fuerte que su antiguo amigo, se puso en pie. Sus ojos, redondos, parecieron empequeñecerse más y una sonrisa de triunfo asomó a los labios del hombretón:

—¡Te obligaré a pedirme que te perdone! Pienso darte una soberana paliza.

Perry Tood, que había presenciado en silencio la escena, dijo:

—¡Es estúpido que luchéis! Si armáis alboroto quizá acudan el sheriff y sus comisarios.

—Ni el propio Gobernador impediría esta pelea. ¡Haré morder el polvo a ese mocoso que gallea como un hombre!

George Cousin, desenfundando una pistola, encañonó con ella a Duvivier:

—El gobernador no sé si será o no capaz de impedir la lucha; yo sí. ¡No permitiré que por una bravuconada pongas en peligro nuestra libertad! Antes de permitirlo, soy capaz de agujerearte la cabeza.

El arma corta era sostenida con pulso firme por el que hablaba. Burke, aún sentado, miró a René:

—Cousin tiene razón. No te preocupes. No pienso marcharme del pueblo y nos sobrarán oportunidades para medir nuestras fuerzas. Bien, George. ¿Puedo ayudaros en algo?

—No. Tenemos buenos amigos. ¿Te marchas ya?

—Sí. Volveré a verte esta noche o mañana. ¿Continúas siendo el buen jugador de siempre?

—Estoy algo desentrenado. En la cárcel no tuve oportunidad de desplumar incautos.

—Igual me sucede a mí en el ejército. No me importaría ganarte unos miles de dólares, si es que estás en fondos.

Cousin sonrió, en hombre superior.

—¡Claro que sí! Te espero esta noche. Sé discreto, Burke.

—Vive tranquilo. Adiós, Tood. En cuanto a ti, Duvivier... Después de la partida con George podemos salir a dar un paseo por las afueras del pueblo. Me agradará machacarte esa cara de cerdo.

Antes de que René pudiera responder, el joven abandonó la habitación, saliendo a la calle. La mañana era espléndida y una leve brisa acarició el rostro de Dimas, quien, con los puños crispados por la ira, murmuró.

—Solo los canallas como Cousin son capaces de considerar rehenes a una mujer y a un niño.

Desde que supo el rapto de la esposa y el hijo de Ray Spiffer, una cólera sorda, insaciable, se había apoderado de Dimas. Él, en su pasado turbulento, siempre respetó a los más débiles. No concebía que nadie se ensañara con criaturas o mujeres. ¿Y si fuesen infundadas sus sospechas? Tal vez los tres hombres a los que acababa de abandonar no tuvieron participación en el rapto de la familia de Spiffer. ¿Quién entonces?

Llenó su cachimba, encendiéndola, y con ella en los labios se dirigió al saloon donde le esperaban Richard O’Mara y Wallace Guilfoyle. Le sorprendió no oír música ni rumor de conversación, así como la actitud de algunos hombres y muchachos que miraban al interior del establecimiento a través de las ventanas del mismo.

Inquieto sin saber por qué, empujó con suavidad los batientes de acceso a la taberna, y al ver el cuadro que a sus ojos se ofrecía quedó inmóvil, con las manos descansando en las culatas de las pistolas. El Mayor y el teniente se hallaban rígidos, dispuestos a la lucha, cara a tres hombres con aspecto de pistoleros profesionales a juzgar por la serenidad con que afrontaban un duelo y a juzgar también por las armas, muy bajas, sueltas sobre los muslos, y por sus dedos largos y delgados, dedos de tahúres o de asesinos.

Burke giró la mirada en derredor y su rostro se endureció al comprobar que dos individuos, con postura indolente, se hallaban situados a espaldas de los militares. ¿Una traición? No le preocupaba a Dimas el resultado del desafío por conocer la gran habilidad de sacadores de O’Mara y Guilfoyle, por lo que se dispuso a sin denunciar su presencia, impedir que nadie matara a traición a sus amigos.

La voz de Richard, una voz grave, Serena, se alzó conciliadora:

—El Gobierno de la Confederación necesita voluntarios para la guerra. Hacen falta hombres. Es absurdo que nos matemos.

Uno de los adversarios de los militares, alto, de faz angulosa y ojos grandes, muy negros, comentó irónico:

—Hay muchas formas de ocultar el miedo.

Wallace Guilfoyle respondió, anticipándose al Mayor:

—Es inútil, Richard. Hay que matar o morir.

En Atlanta no sucedía como en los pequeños poblados, donde, en las horas de trabajo, apenas si los hombres frecuentaban las tabernas. Como en toda gran ciudad, no faltaban ociosos o viajeros que llenasen los lugares de recreo. El saloon estaba casi lleno de un público heterogéneo en el que predominaban los hombres vestidos a la moda del Este, sin armas, sobre los cow-boy y vaqueros. Todos, en pie, se habían situado en uno de los laterales, lejos de la posible trayectoria de las balas. Solo los dos hombres qué llamaron la atención de Burke permanecían detrás de Richard y Wallace, ajenos al parecer, al peligro.

—Lo siento por vosotros —dijo él Mayor.

No había jactancia en su voz. El silencio era absoluto. Un vaso, al ser depositado por una de las camareras sobre una bandeja de metal, produjo un tintineo que pareció interminable a los que presenciaban los preliminares del desafío.

Como Dimas temió en un principio, cuando los cinco adversarios llevaron las manos a las pistoleras, los dos hombres que había a la espalda de O’Mara y Guilfoyle lo hicieron también, dispuestos a asesinar a los militares. No llegaron a empuñar las armas. Burke, una fracción de segundo antes que ellos, oprimió los gatillos de sus pistolas y los traidores cayeron para no levantarse más. Por su parte, el Mayor y el teniente habían eliminado también a sus tres adversarios, en un alarde de rapidez y puntería. Al volverse, por oír las detonaciones a su espalda, pudieron comprender que Burke acababa de salvarles la vida.

—Terminó el drama —dijo Dimas con una sonrisa, mientras cargaba de nuevo sus armas, siendo imitado por Richard y Wallace.

—Sí repuso O’Mara—. Todos son testigos de que hice lo posible por evitar el duelo.

—La Providencia vela siempre por la justicia y la ley. ¿Por qué fue la pelea?

—Somos tristemente famosos, Dimas —contestó el Mayor—. Esos hombres nos provocaron para, matándonos, adquirir nuestra reputación de buenos tiradores.

La llegada del sheriff interrumpió el diálogo de los tres hombres. Burke, al ver al representante de la autoridad, no pudo evitar una sonrisa irónica que no pasó desapercibida para Aldous Huxley, quien llevaba un vendaje en derredor a la cabeza.

—¿Le divierte mi presencia, Dimas?

—No. ¿Usa un nuevo módulo de sombrero?

Una carcajada acogió las palabras del joven. Richard O’Mara, conocedor por Burke de lo que produjo la herida del sheriff, se anticipó a una violenta respuesta, inquiriendo con fingido interés:

—¿Le derribó el caballo?

—No hay corcel capaz de hacerlo. Alguien me agredió anoche a traición cuando iba a capturar a uno de los evadidos de la cárcel.

—¿A cuál de ellos? —preguntó Guilfoyle a su vez.

—A Ray Spiffer.

—¡Pensaba que se trataba de George Cousin, de René Duvivier o de Perry Tood! Se dice por el pueblo que han desaparecido la mujer y el hijo de Ray. ¿Qué se sabe de ellos?

Huxley clavó su mirada en Burke antes de responder:

—Lo ignoro. Hago gestiones para averiguar su paradero. ¿Qué ha ocurrido aquí?

El interrogante iba dirigido al Mayor y este se apresuró a responder, poniendo por testigos a los que presenciaron el duelo:

—Hice lo posible por evitarlo.

El sheriff giró la vista en derredor, inquiriendo en alta voz:

—¿Es eso cierto?

—Si —replicaron varios.

El Mayor crispó los puños para contener su deseo de abofetear al que se había atrevido a poner en duda su palabra. Sin embargo, nada dijo, limitándose a volver la espalda a Aldous, y, seguido de Burke y Guilfoyle, abandonaron el saloon.

Un grupo de chiquillos, al verles, se acercó a los militares. Uno dijo:

—¡Son tres centellas!

Con una sonrisa paternal y comprensiva en los labios, Richard O’Mara volvióse a Dimas:

—¿Qué averiguaste?

—Nada, todavía. Esta noche iré a jugar una partida de naipes con Cousin y cambiar unos puñetazos con Duvivier. Le llevaré al bosquecillo que se halla al Este de la población. Conviene que estéis por allí alrededor de las dos de la madrugada por si os necesito. Creo que esos hombres son los culpables del rapto de la familia de Spiffer o conocen a los autores materiales del hecho.

No hablaron más hasta hallarse en el gabinete de trabajo de O’Mara, en la Comandancia Militar de Atlanta. Burke se acomodó en una de las sillas cercanas a la mesa y extrajo unos naipes del bolsillo de su americana.

—¿Quieres que te gane unos dolores, Wallace?

—Yo no juego con un tahúr.

La respuesta, dicha con matiz ofensivo, no pareció molestar a Dimas, el cual se dispuso a realizar un solitario bajo la severa mirada del Mayor.

—Aseguraste que abandonarías el juego.

—Sí. Me estoy entrenando para la partida de esta noche. Cousin es un peligroso adversario con las cartas y con las armas.

—Será más peligroso si los que hemos matado hace unos minutos eran amigos suyos. Te sugiero que procedamos a capturar a esos tres indeseables. Quizá, interrogados, nos digan lo que, necesitamos saber.

Una sarcástica sonrisa fue el preludio a la respuesta de Burke.

—¡Usted no los conoce, Mayor! A no ser que les torturáramos, no conseguiríamos arrancarles ni una sola palabra. Y aun así lo dudo.

—¡Torturarles! ¡Tal idea ni me ha pasado por la imaginación! ¡Nosotros somos caballeros y militares, no bandidos!

Dimas, sin hacer un comentario a la réplica del Mayor, inició una tonadilla popular, mientras manipulaba los naipes con singular destreza...

 

 

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