Ira

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IV EL POKER DE LA MUERTE

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IV

EL POKER DE LA MUERTE

—¿Qué dinero te queda, George?

El interrogado, serio el, rostro, replicó con aspereza:

—Quinientos dólares. Me has ganado tres mil.

—Sí. La suerte no te es propicia. Tampoco a tus compañeros. Ellos se quedaron sin blanca hace largo rato.

Perry Tood y René Duvivier, en pie detrás de Cousin, miraron al joven con acritud. El primero dijo:

—Hay algo que vale más que un puñado de billetes. ¿No adivinas qué, Burke?

Dimas tardó unos segundos en responder mientras entremezclaba los naipes.

—El alcohol y las mujeres me atraen; pero no tanto como el juego. Desde que entré sabía que esta partida iba a ser dura y hasta peligrosa para todos, en especial para mí. Yo apenas si tengo cariño al pellejo y no me importa mucho perderlo si me llevo por delante a un grupo de fanfarrones como vosotros.

Las palabras de Burke fueron seguidas de un largo silencio. George tomó en su diestra las cinco cartas que le correspondían y al examinarlas vio con júbilo que tenía dobles parejas.

—Va todo —dijo empujando sus quinientos dólares al centro de la mesa. Dimas, sin mirar sus naipes, acepto el envite.

—¿Cuantas?

—Con una me basta.

El gozo de Cousin fue mayor al comprobar que había ligado un full, gozo que se tradujo en una sonrisa burlona al ver cómo su enemigo se servía tres naipes.

—Veamos —dijo Burke.

George mostró su jugada y entonces el joven le imitó, a la par que comentaba:

—Decididamente, esta noche tienes desgracia. He ligado póker.

George se puso en pie con violencia, llevando sus maños a las culatas de las pistolas. Burke desenfundó antes qué Cousin y, encañonándole, le amenazó:

—¡Quieto o mueres!

Dimas no se había levantado. René Duvivier y Perry Tood se asombraron de la extraordinaria rapidez de «sacador» del que imaginaban fácil víctima.

—Te propongo una última partida. Todo el dinero que gané a una sola carta.

—¿A cambio de qué?

—De que me digáis el paradero de la mujer y el hijo de Ray Spiffer.

La propuesta, por lo inesperada, sorprendió a los tres forajidos, quienes no comprendían que un hombre arriesgara más de siete mil dolores por una noticia que no le afectaba familiarmente. Así lo manifestó George, quien obtuvo una tajante respuesta:

—Eso es cosa mía.

Cousin, sentándose de nuevo, meditó unos segundos.

—¿Cuál es tu juego?

—Contrario al vuestro. Quiero saber dónde habéis metido a Rebeca y a David.

—Veo que conoces sus nombres.

—Sí. Mi oferta sigue en pie.

—De acuerdo. Jugaremos esa baza. Enfunda los revólveres.

—No me estorban en las manos. Sois tres contra uno y deseo tener la certeza de «cargarme» a dos antes de que me liquide el tercero. Mueve tú las cartas.

Cousin lo hizo y Dimas tomando una la alzó. Era una sota de corazones. George tomó otro naipe. Sus dedos temblaron al descubrirle.

—¡Un as de trébol! —masculló.

—¡Pierdes! —dijo Burke poniéndose en pie—. ¿Dónde se encuentran la mujer y el hijo de Ray? ¡Habla o mueres!

Cousin miró a sus dos camaradas que, muy pálidos, le contemplaban. Como tardase en contestar, el joven le apremió:

—Tengo poca paciencia. De sobra lo sabes. Si me engañas vendré a buscarte y entonces no tendrás salvación.

George tragó saliva. Era conocedor de la gran puntería de Dimas y estaba seguro de que iba a cumplir la amenaza, por lo que, con voz trémula, se apresuró a responder:

—Les tenemos ocultos en una de las habitaciones altas del «Saloon-Hotel». He sobornado a uno de los camareros.

—De acuerdo. Iré a rescatarles para que puedan reunirse con Spiffer.

Una luz se hizo en el cerebro de Cousin.

—¡Tú tienes escondido a Ray!

—Acertaste. Vamos, Duvivier. Sal conmigo. Serás el fiador de las palabras de Cousin. No me gusta tu compañía pero la considero necesaria. Una vez que haya puesto en libertad a Rebeca y a David podremos vapulearnos a gusto, sin que nadie nos moleste.

Burke, a un lado de la puerta de la habitación, siempre con las pistolas en las manos, esperó a que René saliera de la estancia, haciéndolo él de seguido, no sin antes advertir a Cousin y Tood:

—Si intentáis seguirme, mataré a Duvivier.

Ya en la calle, encañonando por la espalda al miserable, el joven anduvo hacia la oficina del sheriff que, a la par, servía de domicilio al encargado de mantener la paz en Atlanta.

Al llegar al edificio de dos pisos, residencia de Aldous Huxley, Dimas dijo a su prisionero, mientras le quitaba los revólveres, que puso en su cinturón:

—Ocúltate detrás de aquella columna —señaló una de las que sustentaban él porche —y procura que el sheriff no te vea. No necesito recordarte que corre una bala más que tú.

Duvivier respiró con alivio al darse cuenta de que el joven no pensaba entregarle a Huxley y se apresuró a obedecer. Burke, de varios golpes propinados en la puerta con el cañón de una de las armas que esgrimía, hizo que el sheriff se asomara a una de las ventanas del piso superior.

—¿Quién diablos llama?

—Soy el sargento Dimas Burke. Acabo de enterarme de que la esposa y el hijo de Ray Spiffer se encuentran secuestrados en una de las habitaciones del «Saloon-Hotel». Vaya inmediatamente a protegerles antes de que sea demasiado tarde. No puedo ni quiero darle más explicaciones.

—Pero...

—Dese prisa.

Sin dar tiempo a Aldous para que formulara nuevas preguntas, Dimas, siempre precedido por Duvivier, se encaminó al lugar indicado por Cousin como obligada residencia de Rebeca y David, ocultándose con el francés en un recodo del edificio de ladrillo y tres plantas. Apenas lo hubo hecho, dos hombres se cruzaron ante Burke, quien, sin moverse de su escondite, gritó:

—¡Quieto Cousin! Yo que tú me volvería a mi escondite. Igual le aconsejo a Tood. Sois un par de miserables y debiera liquidaros ahora mismo. ¡Largo de aquí!

George y Perry inmóviles, sin atreverse a acercar sus manos a las pistoleras, accedieron a lo que Dimas les indicaba, rezongando maldiciones en voz baja. René, que sentía en su estómago la dureza del cañón de una de las armas empuñadas por el joven, exclamó:

—¡Son un par de cobardes!

—Tú también lo eres. Todo lo que estoy haciendo, la denuncia al sheriff y la custodia del «Saloon-Hotel» tiene un doble objeto: el de impedir que Huxley te encarcele y el de evitar que huyas, privándome del gozo de darte una, paliza que te convenza de que el cerebro vale más qué los puños.

Una sonrisa siniestra se dibujó en los labios de Duvivier.

Los dos hombres esperaron aún varios minutos hasta que Aldous y tres de sus comisarios entraron en busca de Rebeca y David. Solo entonces Burke dijo al francés:

—Ahora podremos ocuparnos de nosotros. Camina tú delante de mí por dónde yo te indique.

René obedeció y quince minutos más tarde, los dos rivales, frente a frente, se miraron en un bosquecillo de pinos, el mismo en el que Burke sostuvo su diálogo con Spiffer.

—Bien, Duvivier. Aunque sé que tú en mí caso me hubieras asesinado sin darme oportunidad de defensa, yo voy a demostrarte que como hombre valgo más que tú.

Apenas hubo pronunciado tales palabras, el joven se desabrochó el cinturón y, guardando las pistolas en sus fundas, lo arrojó a tierra a uno de los laterales, junto a las dos armas arrebatadas al francés.

—Empecemos.

Había una sonrisa de superioridad en los labios de Duvivier, seguro del triunfo sobre su antagonista. Hasta entonces el hombretón no encontró a nadie capaz de vencerle y esperaba que aquel jovenzuelo no lo consiguiera tampoco. Su mentalidad primitiva, su criminal concepto de las cosas, no le impidió reconocer:

—Eres un valiente, Burke. ¡De aquí no saldrás vivo!

—Tú irás de nuevo a la cárcel. Yo te conduciré a ella.

Tensos los músculos, arqueadas las piernas, Dimas y René se observaron durante unos segundos. El francés fue el primero en lanzarse al ataque y fue grande su asombro cuando sus puños no encontraron el objetivo previsto. Burke, ágilmente, había saltado a la izquierda y al ver pasar el corpachón de su enemigo, alzó la pierna izquierda propinándole una patada en las posaderas.

El joven deseaba irritar a su antagonista y lo consiguió. Duvivier fuera de sí, ciego de cólera, giró en redondo para, descuidando la guardia, enfrentarse de nuevo al que, muy sereno, supo introducir ambos puños entre los brazos de su rival. Los dos golpes partieron las cejas a René, por cuyo rostro brutal comenzó a deslizarse la sangre, cegándole.

Mientras el francés retrocedía, restregándose los ojos con ambas manos en el deseo de impedir que el rojo líquido le privara por completo de la visibilidad, Dimas, implacable, le asestaba fuertes «clinchs» y durísimos «crochet» que hubieran bastado para dar en tierra con un enemigo menos corpulento que Duvivier. Esté, sin embargo, se mantuvo erguido, cubriéndose el rostro con los codos para impedir el castigo. Burke, entonces, le dirigió golpes de derecha al hígado y al estómago, haciéndole encorvarse y rugir de dolor.

La lucha parecía decidida a favor del joven, quien, sin dar tregua a su antagonista, continuaba golpeándole con ferocidad, convencido de que la fortaleza de Duvivier era superior a la suya, por lo que no debía darle tiempo a que se rehiciera.

Al fin, René cayó a tierra y Burke, acercándose a él, le propinó una segunda patada.

El francés, que no había perdido el conocimiento, aguantó el castigo, deseoso de ganar tiempo para serenarse.

—¡Levántate o te machaco la cabeza igual que a un reptil!

Despacio, con estudiada lentitud, Duvivier comenzó a incorporarse. Al ponerse en pie un rayo de luna le iluminó el rostro, un rostro tumefacto, cubierto de heridas y moraduras.

—Pegas fuerte, muchacho; pero no te valdrá.

La sangre empezaba a coagularse en las cejas y en los párpados del hombretón, formando una viscosa costra, lo que beneficiaba al francés, quien, aunque con alguna dificultad, veía a su enemigo.

Duvivier retrocedió varios pasos con el propósito de aumentar la distancia entre él y Burke, a la par que abría y cerraba los ojos con rapidez hasta conseguir una visibilidad perfecta. Luego esperó a que Dimas se lanzara al ataque.

El joven comprendió que la pelea aún no estaba decidida. Su adversario habíase repuesto con rapidez y mostrábase prudente, manteniendo una guardia cerrada poco propicia a la sorpresa.

Burke comprendió que con tal actitud su enemigo deseaba terminar de recobrarse y se dispuso a impedirlo lanzándole golpe tras golpe, unos al cuerpo y otros a la cara, que René controlaba no sin dificultad. El objetivo de Dimas eran de nuevo las cejas, pero ninguno de sus puñetazos llegó a alcanzarlas, tropezando siempre con los brazos de su adversario, al que la barba manchada de sangre daba mayor ferocidad.

Fintas, avances, retrocesos... La agilidad del joven era extraordinaria pero el francés manteníase irreductible.

Dimas esperaba a que su antagonista atacara, deseoso de terminar la lucha y, por ello, no le sorprendió la brusca reacción de Duvivier, quien, girando ambos brazos en rápidos movimientos, se dispuso a acabar con el que había estado a punto de vencerle. Burke notó un choque en la mandíbula, que le hizo retroceder tambaleándose, seguido de un segundo golpe, aún más fuerte que el anterior, que dio con el joven en tierra. Burke, al caer, viendo como su enemigo se lanzaba contra él en tromba, sabiéndose perdido en una lucha cuerpo a cuerpo, alzó ambos pies, abriéndoles en el aire de forma que el rostro de René quedara entre sus botas. Entonces unió ambas piernas de manera que las espuelas se clavaran en las mejillas de su enemigo, consiguiéndolo. Un rugido de dolor se escapó de la garganta del francés, quien, al notar correrle la sangre por la garganta, empapándole la camisa, se dispuso a terminar, de una vez y para siempre, con la vida del que habíase revelado como un luchador de primera talla.

Le costó desasirse de la tenaza formada por el joven con ambos pies en torno a su cabeza y, de nuevo ciego de cólera, se arrojó en plongeon contra Burke, el cual, sin perder la serenidad, rodó a la izquierda, incorporándose antes de que lo hiciese su adversario.

Irritado por la falta de nobleza de Duvivier, Dimas, sin darle tiempo a que terminara de ponerse en pie, cuando iba a pasar de la posición de rodillas a la de erguido, le asestó una formidable patada en la mandíbula. René se desplomó a tierra y el joven se dispuso a abatir la fortaleza de su enemigo propinándole golpes en la cabeza con las punteras de sus botas. El francés, cual si hubiera adivinada su propósito, pudo asir a Burke por una pierna y derribarle junto a él. Se acababa de producir el cuerpo a cuerpo tan temido por Dimas. El resultado de la pelea ya no era dudoso.

Los dos hombres forcejearon en el suelo y, poco después, René conseguía situarse sobre el pecho de su contrincante y aferraba la garganta de este con ambas manos y gesto homicida. El joven quiso separar de en torno a su cuello la mortal tenaza y al darse cuenta de que no podría conseguirlo comenzó a machacar con matemática precisión el rostro de su adversario, con la esperanza de que algunos de sus puñetazos le privaran del sentido antes de que Duvivier le asfixiase. Pronto, los ojos de Burke se nublaron y las sienes comenzaron a latir con violencia. Un velo de tinieblas comenzó a cubrir los ojos del bravo Dimas...

 

 

¿Dónde se encuentran la mujer y el hijo de Ray?

 

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