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A.V.
Dado que el curso catastrófico de la historia presente (la "reacción en cadena") escapa, por un tiempo cuya duración es imposible de prever, a nuestra acción, no se puede teorizar acerca de ella si no es restaurando de una manera u otra la posición separada y contemplativa de la filosofía de la historia. Así que también en esto puede practicarse una "ascesis bárbara", opuesta a la falsa riqueza de las teorías prolongadas o reconstituidas. Cuando el barco hace agua, ya no hay tiempo para disertar con erudición sobre la teoría de la navegación: hay que aprender rápidamente a construir una balsa, aunque sea rudimentaria. (Jaime Semprún, El Fantasma de la Teoría, 2003)

Cuando no ha quedado más alternativa que construir una balsa, lo que no es poco, más vale reconocer que esto es todo lo que se ha podido, y no intentar venderla como una gran teoría o, peor, como la gran teoría revolucionaria del momento. A juzgar por el tono de ciertas discusiones actuales en la ultraizquierda, esa sobriedad está lejos de ser la tónica. Los litigantes más bien dan la impresión de haber descubierto la teoría revolucionaria definitiva, y que su única tarea sería blindarla de tergiversaciones y demostrar el error de todas las otras aspirantes al trono. Dado que la izquierda en general ha terminado definiéndose por la renuncia a cualquier ambición revolucionaria, esas discusiones al menos tienen el mérito de seguir evocando dicho anhelo, aún cuando no le hagan mucho honor. Pero en definitiva, no se puede decir que hoy estemos mejor que al comienzo de este siglo, cuando se podía pensar que la reanudación de la lucha de clases haría surgir una teoría revolucionaria acorde con la conflictividad social que crecía en todas partes. Los espejismos nacidos de la oleada antiglobalizadora ya habían revelado la futilidad del altermundismo, y la fuerza que se había puesto en protestar contra las cumbres del poder parecía madura para emplearse en causas mejores. Esa era, al menos, la perspectiva que le daba sentido a la actividad de quienes, en esos años, queríamos impulsar una teoría revolucionaria basada en la crítica del fetichismo del valor y en el rechazo del universo ideológico burgués.

Por supuesto, los veinte años transcurridos desde ese impulso teórico embrionario, han sido un nuevo recordatorio de que mientras los hombres hacen planes, la historia se ríe de ellos. No sólo la actividad que esperábamos hacer surgir no ha surgido, sino que en su lugar apareció precisamente aquello que veíamos como su contrario absoluto: una ideología revolucionaria. Ahora bien, decir que esto es un resultado indeseable que debe ser criticado, es ya reconocer de entrada que esta crítica no va a despertar interés en la izquierda, que sigue invocando la necesidad de una "buena ideología revolucionaria", a pesar de que el rechazo de la ideología en cuanto tal forma el cimiento de todo el edificio teórico de Marx. Esta crítica concierne más bien a quienes, habiéndose distanciado de esa izquierda palurda y condenada a devenir reaccionaria, se declaran enemigos de toda ideología. Sin embargo, en caso de que este texto llegue a traspasar ese ámbito un poco doméstico, será mejor precisar de qué estamos hablando. Para eso conviene definir, en primer lugar, qué es aquello de lo que nos desprendimos, con qué rompimos para poder hacer la crítica que hicimos y que nos llevó a la actividad que ahora queremos superar.

La izquierda no es otra cosa que el ideario de la ilustración. La composición de este ideario sería lo siguiente. En primer lugar el predominio de la razón. En segundo lugar los valores universalistas y compasivos socráticos y estoicos en su versión laica. De este crisol surge la libertad, la igualdad y la fraternidad. El marxismo constata que los valores de la ilustración son incompatibles con el capitalismo; juzga implacablemente la moral ilustrada como burguesa. (Ariel Zúñiga, La Izquierda del Estallido, 2020)

Una primera ruptura con este universo moral, ruptura con sus métodos y formas organizativas pero no con su trasfondo ideológico, hizo aparecer la figura de la "extrema izquierda": una corriente que se ve a sí misma como revolucionaria en contraposición al socialreformismo, dirigida por una intelectualidad radical de clase media, fundamentalmente leninista y demócrata, que ve a la clase obrera como un sujeto inconsciente al que debe educar, que tiene una poderosa vocación estatal y que cree que la crisis de la humanidad se reduce a la cuestión de quién la gobierna.

Se trata, principalmente, de militantes de una izquierda sin representación parlamentaria, que participan de diversas organizaciones o colectivos políticos, sociales, o culturales y que, en ciertos casos, la definición que hacen de sí mismos gira en torno a su compromiso contestatario. (Nicolás Orellana, La izquierda radical y la construcción de un "nosotros". Experiencia contestataria en Chile contemporáneo, 2018)

A partir de los años noventa esa izquierda revolucionaria dejó de ser exclusivamente leninista y empezó a absorber a muchos anarquistas que, pese a su hostilidad al marxismo, tenían afinidad con sus prácticas. Eso, y la aparición de una nueva forma de crítica cultural en las universidades, le dio oxígeno a una izquierda que se encontraba atribulada por el derrumbe del bloque soviético. Simultáneamente, en los márgenes de esa recomposición de fuerzas, el cambio de siglo vio nacer una tendencia en ruptura no sólo con la socialdemocracia, sino también con esa mezcolanza leninista, ácrata y posmoderna que parecía ser la única heredera de la izquierda revolucionaria. Dicha tendencia rupturista, minoritaria pero decidida, se inspiraba en corrientes poco conocidas del movimiento revolucionario del siglo pasado, tales como el comunismo de consejos, la izquierda comunista italiana y la Internacional Situacionista.

A esta izquierda olvidada la denominamos izquierda radical, en el sentido de que se dirige en su ataque a lo que se identifica como raíz del problema: el capitalismo moderno, como régimen que se constituye sobre el trabajo alienado. Estas corrientes de la izquierda han sido también por lo general englobadas bajo el rótulo de "ultraizquierda", concepto que no nos parece ofensivo en la medida que se entienda en el sentido de radicalidad ya indicado: izquierda que es socialista en cuanto existe como contraproyecto, como antagonismo conciente y práctico frente al capitalismo. (Julio Cortés, Las piezas perdidas en el rompecabezas de la izquierda radical [también conocida como "ultraizquierda"], 2002)

Ese "contraproyecto antagónico" tenía al menos dos rasgos bien distintivos: primero, que guardaba más afinidad con la ultraizquierda europea de los setenta y con las barrocas constelaciones contraculturales del siglo veinte, que con la izquierda latinoamericana, su heroísmo sacrificial y sus rutinas sindical-universitarias. Segundo, que dirigía sus críticas más hacia las ideologías revolucionarias y las miserias del progresismo, que hacia el gobierno y los consabidos enemigos del pueblo. A la corriente radical esa actitud le valió, por supuesto, ser menospreciada por los militantes de izquierda, y tener cada vez menos interés en comunicarse con ellos.

A la hora de tener que definirse de alguna manera que resulte comprensible en el entorno en que nos movemos recurrimos a la etiqueta de "marxismo libertario" (no siempre se tiene el tiempo de explicar por qué la denominación de "comunistas" a secas es la más apropiada desde todo punto de vista). En efecto, asumirse como "marxista autónomo" o "marxista libertario" garantiza una sana distancia tanto en relación a la noción de "stalinista" que la gente asocia con el comunismo, como respecto a la idea de “anarquista” que se asocia con el anarquismo ideológico organizado. (Núcleo de IRA, Sobre Marxismo y Anarquismo, 2002)

En esas frases se percibía ya la preocupación de ese sector por ser reconocido en el mundillo contestatario del que, al mismo tiempo, se quería distinguir. En una etapa posterior, tras haber roto la mayoría de sus lazos con la militancia revolucionaria, quienes se habían descrito a sí mismos como "izquierda radical" iban a asumir una posición teórica que les llevaría a abandonar por completo esa identidad. Esta posición incluía, por una parte, una crítica del capitalismo basada en la impugnación del intercambio y del fetichismo de la mercancía, de la alienación, la propiedad y el trabajo, así como del sujeto creado por esas categorías; y por otra, un rechazo en bloque de la modernidad capitalista y del ideario ilustrado burgués, incluida la democracia y la consigna de libertad-igualdad-fraternidad, denunciadas como meras coartadas ideológicas de la relación social de explotación. Este giro teórico terminó por separar del todo a la corriente radical del resto de la izquierda, que o bien ignora esas críticas, o las desdeña, o se arropa con ellas como mera decoración de una praxis centrada en la conquista del poder político y de la hegemonía ideológica.

Los objetivos y métodos de la ultraizquierda, que son los del reformismo dichos en lenguaje radical, no son los nuestros. Nosotros no tenemos nada que venderle a nuestros hermanos de clase, nada con qué seducirlos. No somos un grupúsculo compitiendo en prestigio e influencia con los demás grupúsculos y partidos que dicen representar a la clase obrera, y que pretenden gobernarla. Somos proletarios que luchan por auto-emanciparse con los medios que tienen a su alcance, y nada más. Toda la izquierda y su ala extrema, así como muchos anarquistas sin clase, olvidan esto deliberadamente. Su práctica grupuscular y fantasiosa demuestra que si tienen una meta en la vida, ésta no consiste en destruir la sociedad burguesa, sino en ganarse un sitial de prestigio en ella, como vanguardia dirigente de los explotados. (Núcleo de IRA, Comunicado de autodisolución, 2006)

Que esa proclama grandilocuente haya sido pronunciada en pleno desarrollo de un ciclo de protestas masivas, indica la voluntad de la corriente radical por fundirse con el movimiento social dando la espalda a sus pretendidos representantes políticos y a sus lógicas. En más de un sentido, eso no pasó de ser una declaración de buenas intenciones, y probablemente no podía ser más que eso. Entre otras cosas, este sector siguió preso por mucho tiempo más de la preocupación casi obsesiva por dotarse de una identidad que le hiciera resaltar en el mapa de la extrema izquierda. Como si para tener una existencia propia no le bastara con criticar la realidad de forma precisa y en el momento oportuno, dotándose de los medios necesarios para comunicarlo.

A pesar de ese lastre, en los quince años siguientes la voluntad de formar una corriente revolucionaria capaz de expresar al movimiento social en sus aspectos más radicales, hizo nacer un conjunto abigarrado -y a estas alturas difícilmente cartografiable- de publicaciones periódicas, proyectos editoriales, producciones audiovisuales, encuentros e iniciativas prácticas de diversa índole. Tal vez no sea exagerado decir que incidió activamente, con sus énfasis insurreccionales, en el movimiento de revuelta que estuvo incubándose por largo tiempo antes de estallar el 18 de octubre. Lo que es innegable es que fue capaz de captar sus pulsiones más profundas y más de una vez supo expresarlas a tiempo en sus textos e ilustraciones. Esto, al mismo tiempo que reconstruía su propia memoria histórica, desenterrando del olvido a sus predecesores, grupos e individuos que en distintos períodos de la historia de Chile hicieron una crítica social a contrapelo de las ideologías revolucionarias hegemónicas. Lo que hoy día en algunos ambientes locales es conocido como "corriente comunizadora", es en gran medida fruto de esos esfuerzos por prefigurar el partido de la revolución, y es inevitable que haya heredado también muchos de sus defectos e insuficiencias.

Acá se ofrecerá un balance de esta experiencia, procurando hacer visibles, y por lo tanto superables en la práctica, sus coagulaciones ideológicas y grupusculares. Este es un ajuste de cuentas necesario antes de dar vuelta la página, y se origina en la convicción de que, en lo que va del presente siglo en esta parte del mundo, la corriente comunista radical es la que más ha hecho por dar vida a una crítica social libre de compromisos, de ilusiones vanas, de oportunismos e indulgencias interesadas. Es precisamente por esto, porque la radicalidad no pertenece a sus voceros circunstanciales sino que es un atributo impersonal del movimiento histórico, porque no es garantía de nada más que de sí misma y no inmuniza a nadie, porque empapa a los sujetos tan fácilmente como les abandona, que esta corriente revolucionaria debe ser también ella abrasada por el fuego de la crítica.

Por cierto, es imposible separar el balance teórico y político de un período, de las relaciones personales que allí se fueron urdiendo. La crítica de nuestro pasado es también un modo de profundizar la amistad entre quienes seguimos entendiéndonos, y la camaradería entre quienes, a pesar de no entendernos del todo, seguimos considerándonos compañeros. Como siempre, sólo se romperá aquello que no estaba hecho para resistir. Es mejor que así sea, porque de lo que se trata es de superar estancamientos y de abandonar vías muertas. Se trata, por sobre todo, de abrir camino.

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