Insomnia

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Tercera parte EL REY CARMESÍ » 28

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Cloto: (Ahora tienes tu señal visible, Ralph… ¿Estás satisfecho?)

Ralph se miró el brazo. El dolor, que se lo había tragado como la ballena se había tragado a Jonás, ya parecía un sueño o un espejismo. Suponía que se trataba de la misma clase de distanciamiento que permitía a las mujeres tener muchos hijos y olvidar el tremendo dolor y esfuerzo físico del parto en cuanto éste terminaba con éxito. La cicatriz parecía un trozo de maltrecho cordel blanco que ascendía ondulado por los bultos de sus escasos músculos.

Sí. Habéis sido valientes y rápidos. Os agradezco ambas cosas.»)

Cloto sonrió en silencio.

Láquesis: (Ralph, ¿estás preparado? Queda muy poco tiempo.)

Sí, estoy…»)

¡Ralph! ¡Ralph!»)

Era Lois, de pie en la cima de la colina, haciéndole señas. Por un instante creyó que su aura había pasado del habitual gris perla a un color más oscuro, pero en seguida olvidó aquella idea, sin duda provocada por el miedo y el cansancio. Subió la colina con dificultad para encontrarse con ella.

Los ojos de Lois aparecían distantes y aturdidos, como si acabara de escuchar una palabra increíble que hubiera cambiado toda su vida.

Lois, ¿qué hay? ¿Qué te pasa? ¿Es por mi brazo? Porque si es por eso, no te preocupes. ¡Mira! ¡Como nuevo!»)

Extendió el brazo para que Lois pudiera comprobarlo por sí misma, pero Lois no miró el brazo, sino que clavó los ojos en él, y Ralph advirtió entonces la profundidad de su shock.

Ralph, ha venido un hombre verde.»)

¿Un hombre verde? Ralph alargó las manos y le cogió las manos con expresión preocupada.

¿Verde? ¿Estás segura? ¿No era Átropos ni…?»)

No completó el pensamiento. No hacía falta.

Lois denegó con la cabeza.

Era un hombre verde. Si en esta historia hay bandos, no sé de qué bando está esta… persona. Producía una sensación de bondad, pero podría estar equivocada. No le he visto bien, porque su aura era demasiado brillante. Me ha dicho que te los devolviera.»)

Alargó la mano hacia él y dejó caer dos objetos diminutos y brillantes sobre su palma: sus pendientes. Ralph vio una manchita marrón en uno de ellos y supuso que se trataba de la sangre de Átropos. Empezó a cerrar la mano en torno a ellos y de repente hizo una mueca al sentir una punzada de dolor en la yema del dedo. Más sangre, esta vez la suya.

Te has olvidado de los cierres, Lois.»)

Lois habló en el tono lento y perdido de una mujer en sueños.

No, no me he olvidado, sino que los he tirado. El hombre verde me ha dicho que los tirara. Ten cuidado. Era… cálido…, pero no lo sé en realidad, ¿verdad? El señor Chasse siempre me decía que era la mujer más crédula de la faz de la tierra, que siempre estaba dispuesta a pensar lo mejor de todo el mundo. De cualquier persona.»)

Lois alargó la mano y lo agarró por las muñecas sin dejar de mirarlo con aire solemne.

—No lo sé.

Expresar la idea en voz alta pareció despertarla y se quedó ante él parpadeando. Ralph suponía que era posible (remotamente) que Lois se hubiera quedado dormida, que hubiera soñado lo del llamado «hombre verde». Pero tal vez sería más sensato coger los pendientes. A lo mejor no significaban nada, pero, por otro lado, llevarlos en el bolsillo no le haría ningún daño…, a menos que se pinchara con ellos, claro.

Láquesis: (Ralph, ¿qué ocurre? ¿Pasa algo malo?)

Él y Cloto habían quedado rezagados, por lo que no habían oído la conversación que Ralph acababa de sostener con Lois. Ralph meneó la cabeza y giró la mano para que no vieran los pendientes. Cloto había recogido su suéter y sacudido las pocas hojas brillantes que se habían adherido a él. Se lo alargó a Ralph, que se guardó los pendientes sin cierre de Lois en el bolsillo con toda discreción antes de ponerse la prenda.

Había llegado el momento de marcharse, y la línea de calor que le recorría el brazo derecho, a lo largo de la cicatriz, le reveló por dónde debían empezar.

Lois.»)

¿Sí, querido?»)

Tengo que pedirte un préstamo de aura, y será un préstamo considerable. ¿Lo entiendes?»)

.»)

¿No te importa?»)

Claro que no.»)

Sé valiente… No tardaré mucho.»)

Apoyó los brazos en sus hombros y entrelazó las manos detrás del cuello de su amiga. Lois le imitó, y se acercaron lentamente hasta que sus frentes se rozaron y sus labios quedaron a escasos centímetros de distancia. Ralph olió un resto de perfume que tal vez procedía de los huecos oscuros y dulces de detrás de las orejas de Lois.

¿Preparada, querida?»)

La respuesta le pareció extraña y reconfortante a un tiempo.

Sí, Ralph. Mírame. Ven a la luz. Ven a la luz y toma la luz.»)

Ralph frunció los labios e inhaló. Una ancha banda de luz brumosa fluyó de la boca y la nariz de Lois hacia él. Su aura se iluminó al instante y siguió abrillantándose más hasta convertirse en una corona deslumbrante y nebulosa a su alrededor. Pero Ralph siguió inhalando, respirando con algo que estaba más allá de la respiración, sintiendo que la cicatriz de su brazo ardía más y más hasta transformarse en un filamento eléctrico enterrado en su carne. No podría haberse detenido aunque hubiera querido… y no quería.

Lois se tambaleó una vez. Ralph vio que sus ojos se ponían vidriosos y sus manos se aflojaban en su nuca. Pero entonces sus ojos, grandes, brillantes y llenos de confianza, volvieron a fijarse en los suyos, y sus manos recuperaron su firmeza. Por fin, cuando aquella titánica inhalación se acercaba a la cúspide, Ralph advirtió que el aura de Lois había palidecido tanto que apenas la veía. Tenía las mejillas blancas como el papel, y las canas habían regresado a su cabello, en tal cantidad que el negro casi había desaparecido. Tenía que parar, tenía que parar o la mataría.

Consiguió separar la mano izquierda de la derecha, y eso pareció romper una suerte de circuito; pudo apartarse de ella. Lois se tambaleó y se habría desplomado si Cloto y Láquesis, con aspecto de liliputienses de Los viajes de Gulliver, no la hubieran cogido por los brazos y sentado con cuidado en el banco.

Ralph se acercó a ella rodilla en tierra. Estaba loco de temor y culpa, y al mismo tiempo, inundado de una sensación de poder tan grande que le parecía que un solo movimiento brusco podía hacerlo estallar, como una botella llena de nitroglicerina.

Podía derribar un edificio con un golpe de karate, tal vez toda una hilera de ellos.

Pero aun así, había hecho daño a Lois. Tal vez mucho daño.

¡Lois, Lois! ¿Me oyes?»)

Lois lo miró con ojos aturdidos, una mujer que había pasado de los cuarenta a los sesenta en cuestión de segundos… y de ahí a los setenta como un cohete que hubiera pasado de largo su objetivo. Intentó esbozar una sonrisa que no le salió muy bien.

Lois, lo siento. No lo sabía, y en cuanto he empezado ya no podía parar.»)

Láquesis: (Si quieres tener alguna oportunidad debes irte ahora, Ralph. Está a punto de llegar.)

Lois hizo un gesto de asentimiento.

Vete, Ralph… Estoy un poco débil, nada más. Ya se me pasará. Me quedaré aquí sentada hasta que recupere fuerzas.»)

Desvió la mirada hacia la izquierda, y Ralph se volvió. Vio al borracho al que habían ahuyentado a mediodía. Había regresado para inspeccionar las papeleras de la cima de la colina en busca de latas y botellas retornables, y aunque su aura no parecía tan saludable como la del tipo con el que se habían topado junto a la estación abandonada, Ralph suponía que para un caso de emergencia serviría… y de eso se trataba, desde luego.

Cloto: (Nos encargaremos de que se acerque, Ralph. No tenemos mucho poder sobre los aspectos físicos del mundo Mortal, pero creo que hasta ahí llegamos.)

¿Estáis seguros?»)

(.)

De acuerdo. Muy bien.»)

Ralph echó un vistazo rápido a los dos hombrecillos, notó su expresión asustada y ansiosa y asintió con un gesto. A continuación se inclinó y besó la mejilla fría y arrugada de Lois, quien le dedicó la sonrisa de una abuelita cansada.

Yo le he hecho esto —se dijo Ralph—. Yo.

Pues entonces asegúrate de que haya servido de algo, replicó la voz de Carolyn con aspereza.

Ralph miró a los tres (Cloto y Láquesis flanqueaban ahora a Lois con aire protector) por última vez y empezó a bajar por la pendiente una vez más.

Al llegar a los lavabos, permaneció entre ellos un momento y luego apoyó la cabeza en el de señoras. No oyó nada. Pero cuando rozó con la cabeza la pared de plástico del de caballeros, oyó una voz débil y monótona que cantaba:

¿Quién cree que mis sueños más imposibles?

¿Y mis planes más absurdos se harán realidad?

Tú, muñeca, nadie más que tú.

Dios mío, está como un cencerro.

Eso no es nada nuevo, cariño.

Ralph suponía que no. Se acercó a la puerta del lavabo portátil y la abrió. Ahora también oía el zumbido lejano del motor de un avión, pero no vio nada que no hubiera visto ya docenas de veces: el asiento agrietado del retrete, que descansaba torcido sobre la taza, un rollo de papel higiénico, hinchado de un modo extraño y en cierto modo ominoso, y a la izquierda, un urinario que parecía una lágrima de plástico. Las paredes eran selvas de graffiti. El más grande y exuberante aparecía escrito en grandes letras rojas sobre el urinario: TONY BOYNTON TIENE EL CULO MÁS PEQUEÑO Y PRIETO DE TODA LA CIUDAD. Un empalagoso ambientador con olor a pino cubría los aromas de mierda, meados y pedos de borracho como el maquillaje cubre el rostro de un cadáver. La voz que oía parecía proceder del agujero de la taza del inodoro o tal vez se filtraba por las mismísimas paredes:

Desde que me voy a la cama

Hasta que llega la mañana

Sueño contigo, muñeca, sólo contigo.

¿Dónde está? —se preguntó Ralph—. ¿Y cómo narices voy a ir hasta él?

De repente, Ralph sintió calor junto a la cadera; era como si alguien le hubiera metido una brasa en el bolsillo del pantalón. Frunció el ceño, pero de repente recordó lo que tenía allí dentro. Introdujo un dedo en el bolsillo, tocó el aro de oro que había guardado allí y lo sacó. Lo puso sobre la palma de su mano, en la bifurcación de la línea del amor y la de la vida y lo rozó con cuidado. Ya no estaba caliente. Ralph no se sorprendió.

HD-ED 8.5.87.

—Un Anillo para dominarlos. Un Anillo para atarlos —murmuró Ralph al tiempo que se ponía el anillo de boda de Ed en el dedo corazón de la mano izquierda. Le cabía a la perfección. Lo empujó hasta que rozó el anillo de boda que Carolyn le había colocado en el dedo hacía unos treinta y cinco años. Luego alzó la mirada y vio que la pared posterior del lavabo portátil había desaparecido.

Lo que vio enmarcado en las paredes restantes fue un cielo crepuscular y un pedazo de paisaje de Maine desvaneciéndose en la bruma gris del ocaso. Calculó que se hallaba a unos tres mil metros de altitud. Vio lagos y estanques relucientes y grandes mantos de bosque verdioscuro que descendían hacia el asiento del lavabo portátil y luego desaparecían. A lo lejos, hacia el tejado del cubículo, vio una parrilla de luces parpadeantes. Con toda probabilidad se trataba de Derry, que estaba a pocos minutos de distancia. En el cuadrante izquierdo inferior de aquella visión, Ralph vio una parte de un salpicadero. Sobre el altímetro había pegada una pequeña fotografía en color que le hizo contener el aliento. Era Helen, con un aspecto imposiblemente feliz e imposiblemente bello. En sus brazos dormía a pierna suelta el Bebé Ensalzado y Venerado, que apenas contaba cuatro meses de edad.

Quiere que sean la última cosa que vea en este mundo —pensó Ralph—. Se ha convertido en un monstruo, pero me parece que ni siquiera los monstruos olvidan lo que es amar.

Algo empezó a emitir pitidos en el salpicadero. Una mano apareció en la imagen y pulsó un interruptor. Antes de que desapareciera, Ralph vio una hendidura blanca en el dedo corazón de aquella mano, desvaída pero aún visible, el lugar en que el anillo de boda había descansado durante al menos seis años. Y también vio otra cosa… El aura que envolvía la mano era la misma que había envuelto al bebé fulminado por el rayo en el ascensor del hospital, una membrana turbulenta que se movía a toda prisa y parecía tan extraña como la atmósfera de un gigante gaseoso.

Ralph miró por encima del hombro y levantó la mano. Cloto y Láquesis le devolvieron el saludo. Lois le envió un beso. Ralph agitó el brazo y entró en el lavabo portátil.

Titubeó un instante, preguntándose qué debía hacer con el asiento del inodoro, pero entonces recordó el carro de hospital que se le había acercado y debería haberle aplastado el cráneo, pero no lo había hecho, de modo que se acercó a la parte posterior del cubículo. Apretó los dientes, preparado para machacarse la espinilla (lo que uno sabía era una cosa, pero lo que uno creía después de setenta años de darse trompazos contra las cosas era otra bien distinta) y atravesó el asiento como si fuera de humo… o como si él fuera de humo.

Percibió una aterradora sensación de ingravidez y vértigo, y por un momento estuvo convencido de que iba a vomitar. Aquella sensación iba acompañada de otra de drenaje, como si le arrebataran toda la fuerza que había absorbido de Lois. Suponía que así era. Al fin y al cabo, aquello era una especie de teletransporte, una maravilla de la ciencia ficción, y eso debía de gastar mucha energía.

La sensación de vértigo desapareció para dar paso a otra percepción que era aún peor, la sensación de que, de alguna forma, lo estaban partiendo en dos por el cuello. Se dio cuenta de que ahora tenía una imagen completamente clara de toda una parte del mundo.

Dios mío, ¿qué me ha pasado? ¿Qué es lo que sucede?

Sus sentidos le aseguraron reacios que no sucedía nada malo exactamente, sino que se hallaba en una posición que debería haber sido imposible. Él medía un metro ochenta y cinco; la cabina del avión medía un metro cincuenta desde el suelo hasta el techo. Eso significaba que cualquier piloto mucho más alto que Cloto y Láquesis tendría que agacharse para llegar a su asiento. Sin embargo, Ralph había entrado en el avión en pleno vuelo y de pie, y seguía de pie entre y un poco detrás de los dos asientos de la cabina. La razón por la que tenía una imagen completamente clara de las cosas era a un tiempo simple y terrible: su cabeza sobresalía del techo del avión.

Una imagen de pesadilla cruzó la mente de Ralph: su viejo perro, Rex, al que le gustaba asomar la cabeza por la ventanilla del coche y dejar que sus enormes y fláccidas orejas flotaran al viento. Cerró los ojos.

¿Y si me caigo? Si puedo sacar la cabeza por el maldito techo ¿qué me impide atravesar el suelo del avión y caer hasta el suelo? ¿O incluso atravesar el suelo y después toda la Tierra?

Pero eso no estaba sucediendo, y nada por el estilo iba a suceder, no a aquel nivel… No tenía más que recordar la facilidad con que habían ascendido por los pisos del hospital y la facilidad con que se habían mantenido en la azotea. Si recordaba aquellas cosas no le ocurriría nada. Ralph intentó concentrarse en aquella idea, y cuando creyó haberse dominado, volvió a abrir los ojos.

Justo debajo suyo e inclinado hacia fuera estaba el parabrisas del avión. Más allá estaba el morro, rematado por una nube azogada que era la hélice. La parrilla de luces que había observado desde la puerta del lavabo portátil se había aproximado.

Ralph dobló las rodillas y su cabeza se deslizó con facilidad a través del techo de la cabina. Por un momento sintió en la boca el sabor del aceite, y los pelillos de la nariz se le pusieron de punta como impulsados por una descarga eléctrica, y de repente se encontró de rodillas entre el asiento del piloto y el del copiloto.

No sabía qué había esperado sentir al ver a Ed después de tanto tiempo y bajo circunstancias tan increíblemente extrañas, pero la punzada de pesar, no sólo pena sino auténtico pesar que le acometió lo cogió desprevenido. Al igual que el día de verano de 1992 en que Ed había chocado con el camión de los Jardineros del West Side, llevaba una camiseta vieja en lugar de una camisa con botones en la pechera y colgador en la espalda. Había adelgazado mucho, Ralph creía que tal vez unos veinte kilos, y ello surtía un efecto extraordinario en él, ya que le confería un aspecto no demacrado, sino heroico en un sentido gótico/romántico. A Ralph le recordó el poema predilecto de Carolyn, El salteador de caminos, de Alfred Noyer. La tez de Ed aparecía blanca como el papel, los ojos verdes oscuros y claros a un tiempo (como esmeraldas a la luz de la luna, pensó Ralph) tras las gafitas redondas estilo John Lennon, los labios tan rojos que parecían pintados. Llevaba la bufanda blanca de seda con los caracteres japoneses atada alrededor de la frente de modo que los flecos le colgaban por la espalda. En los relámpagos de su aura, el rostro expresivo e inteligente de Ed estaba lleno de un terrible pesar y una determinación feroz. Era hermoso (hermoso), y Ralph percibió una espantosa sensación de déjà vu que le recorría de pies a cabeza. Ahora sabía lo que había visto el día en que se había interpuesto entre Ed y el hombre de los Jardineros del West Side; lo estaba viendo de nuevo, esta vez con ojos que veían más de lo que Ralph Roberts había querido ver en su vida. Observar a Ed, perdido en un aura huracanada de la que no brotaba ningún cordel de globo, era como observar un jarrón Ming de valor incalculable que alguien hubiera arrojado contra la pared para que se hiciera añicos.

Al menos él no puede verme, no a este nivel. Al menos, eso creo.

Como en respuesta a este pensamiento, Ed se volvió y miró directamente a Ralph. Tenía los ojos abiertos de par en par y llenos de una cautela demente; las comisuras de sus labios exquisitamente moldeados temblaban y relucían de saliva. Ralph se encogió, convencido de que Ed lo estaba viendo, pero Ed no reaccionó ante el movimiento repentino de Ralph. Lanzó una mirada suspicaz a la cabina de cuatro plazas vacía que se abría tras él, como si hubiera oído los movimientos furtivos de un polizón. Al mismo tiempo alargó la mano justo al lado de Ralph y tocó una caja de cartón que estaba sujeta con el cinturón de seguridad en el asiento del copiloto. La mano acarició la caja unos instantes, y luego Ed se la llevó a la frente para ajustarse la bufanda que le servía de cinta para la cabeza. A continuación siguió cantando…, aunque esta vez se trataba de una canción distinta que provocó un estremecimiento a Ralph:

Una píldora te engrandece

Otra te empequeñece

Y las que te da tu madre

No surten ningún efecto…

Exacto —pensó Ralph—. Pregúntale a Alicia cuando mida tres metros.

El corazón le latía con violencia, pues ver que se volvía y lo miraba fijamente lo había asustado de un modo en que no había conseguido asustarlo el hecho de volar a tres mil metros de altitud con la cabeza asomada por el techo del avión. Ed no lo veía, de eso estaba convencido Ralph, pero quienquiera que dijera que los sentidos de los chiflados eran más agudos que los de los cuerdos debía saber mucho del asunto, porque Ed tenía la sensación de que algo había cambiado.

La radio crujió y ambos hombres dieron un respingo.

—Llamando al Cherokee sobre South Haven. Se encuentra en el límite del espacio aéreo de Derry a una altitud que requiere un plan de vuelo registrado. Repito, está a punto de entrar en el espacio aéreo controlado de una zona urbana. Mueva el culo a cinco mil metros, Cherokee y tome rumbo 170, uno-siete-cero. Y entretanto, identifíquese y notifique estado de procedencia…

Ed cerró el puño y empezó a golpear la radio. Fragmentos de vidrio salieron disparados por la cabina, y pronto los siguió la sangre, que salpicó el panel de instrumentos, la foto de Helen y Natalie y la camiseta gris limpia de Ed. Siguió asestando puñetazos al aparato hasta que la voz de la radio empezó a perderse en un mar de interferencias y por fin enmudeció.

—Bien —masculló Ed en el tono bajo y semejante a un suspiro propio de las personas que hablan mucho solas—. Mucho mejor. Odio todas esas preguntas. Sólo…

Se detuvo en seco al verse la mano ensangrentada. La levantó, la observó con más atención y volvió a cerrar el puño. Un gran fragmento de vidrio sobresalía del meñique, justo debajo del tercer nudillo. Ed se lo arrancó con los dientes, lo escupió con aire indiferente y luego hizo algo que heló el corazón de Ralph: se deslizó el puño ensangrentado por la mejilla izquierda y luego por la derecha, dejando un par de marcas rojas. Introdujo la mano en el bolsillo elástico de la pared izquierda del avión, sacó un espejo de mano y se miró la pintura de guerra casera. Lo que vio pareció complacerle, pues esbozó una sonrisa y asintió antes de volver a guardar el espejo en el bolsillo.

—Recuerda lo que dijo el ratón —se aconsejó con aquella voz débil y susurrante antes de empujar los mandos del avión. El morro del Cherokee apuntó hacia abajo, y el altímetro empezó a descender. Ralph vio que Derry estaba ya justo delante de ellos. La ciudad parecía un puñado de ópalos esparcidos sobre terciopelo azul marino.

Había un agujero en la caja colocada sobre el asiento del copiloto. De él salían dos cables que llegaban hasta un timbre instalado en el brazo del asiento de Ed. Ralph suponía que en cuanto divisara el Centro Cívico y empezara su ataque kamikaze, Ed pondría un dedo sobre el botón blanco que había en el centro del rectángulo de plástico. Y justo antes de que el avión chocara contra el Centro, lo pulsaría. Ding-dong, llamada de Avon.

¡Rompe esos cables, Ralph! ¡Rómpelos!

Una idea excelente con un único inconveniente; no podía romper ni una telaraña mientras estuviera en aquel nivel. Eso significaba que tendría que volver al país de los Mortales, y se estaba preparando para hacerlo cuando una voz suave y conocida se alzó a su derecha y lo llamó por su nombre.

(Ralph.)

¿A su derecha? Eso era imposible. No había nada a su derecha aparte del asiento del copiloto, el flanco del avión y montones de aire crepuscular de Nueva Inglaterra.

La cicatriz que le recorría el brazo empezó a hacerle cosquillas como el filamento de un radiador eléctrico.

(Ralph.)

No mires. No prestes atención. Ignóralo.

Pero no podía. Una fuerza inmensa y despiadada se cernía sobre él, y empezó a girar la cabeza. Intentó evitarlo, consciente de que el ángulo de descenso del avión se había hecho más pronunciado, pero no le sirvió de nada.

(Ralph, mírame… No tengas miedo.)

Hizo un último esfuerzo por desobedecer aquella voz, pero no lo consiguió. Su cabeza seguía girándose, y de repente, Ralph se encaró con su madre, que había muerto de cáncer de pulmón hacía veinticinco años.

Bertha Roberts estaba sentada en su mecedora de madera a un metro y medio más allá del lugar en que había estado la pared lateral del Cherokee, meciéndose en el aire a más de un kilómetro y medio del suelo. Llevaba las zapatillas que Ralph le había regalado por su quincuagésimo cumpleaños (festoneadas con visón auténtico, qué hortera) y un chal rosa echado sobre los hombros. Una vieja chapa política (¡VENCE CON WILKIE!) cerraba el chal.

Exacto —pensó Ralph—. Siempre la llevaba como si fuera una joya… Era su pequeña excentricidad. Lo había olvidado.

Lo único que discordaba, además del hecho de que estaba muerta y se estaba meciendo a casi dos mil metros de altitud, era el brillante trozo de manta roja que descansaba sobre su regazo. Ralph jamás había visto a su madre tricotar, ni siquiera estaba seguro de que supiera hacerlo, pero ahí estaba, tricotando furiosamente. Las agujas centelleaban y parpadeaban en su avance por los puntos.

¿Madre? ¿Mamá? ¿Eres tú?»)

Las agujas se detuvieron cuando la mujer alzó la vista de la manta carmesí que yacía en su regazo. Sí, era ella… o al menos, la versión que Ralph recordaba de su adolescencia. Rostro alargado y estrecho, frente ancha, ojos castaños y un moño color sal y pimienta muy tirante en la nuca. Era su boca pequeña, que parecía mezquina y ruin…, hasta que sonreía.

(¡Vaya, Ralph Roberts! ¡Me sorprende que te haga falta preguntar eso!)

Pero eso no es ninguna respuesta, ¿verdad?, se dijo Ralph. Abrió la boca para decírselo, pero entonces decidió que tal vez resultaría más sensato, al menos por el momento, cerrar el pico. Una silueta lechosa flotaba en el aire a la derecha de la mujer. Cuando Ralph la miró, la silueta se oscureció y solidificó hasta convertirse en un revistero pintado con anilina de color madera de cerezo que él le había hecho en la clase de manualidades durante el segundo año en el instituto de Derry. Estaba lleno de Reader’s Digest y números de la revista Life. Y de repente, la tierra empezó a desaparecer bajo ella en un estampado de cuadrados marrones y rojos que surgían de la mecedora en un anillo cada vez más ancho, como los círculos concéntricos de una laguna. Ralph lo reconoció al instante; era el linóleo de la cocina de la casa de Kansas Street, la casa en la que había crecido. Primero vio la tierra a través de él, geometrías de campos de cultivo y, no muy lejos, el Kenduskeag atravesando Derry, pero al cabo de unos instantes, el linóleo se solidificó. Una silueta fantasmal que parecía una gran bola de algodoncillo se convirtió en el viejo gato de Angora de su madre, Futzy, que estaba acurrucado en el alféizar de la ventana y observaba las gaviotas sobrevolar en círculos el viejo vertedero de los Barrens. Futzy había muerto en la época en que Dean Martin y Jerry Lewis habían dejado de hacer películas juntos.

(El viejo tenía razón, muchacho. No debes meterte en asuntos ajenos. Presta atención a tu madre y no te metas en lo que no te importa. Hazme caso.)

Presta atención a tu madre…, obedece. Aquellas palabras resumían de un modo bastante acertado las opiniones de Bertha Roberts acerca del arte y la ciencia de la educación de los hijos, ¿verdad? Se tratara de la orden de esperar una hora después de comer antes de bañarse o de asegurarse de que el viejo ladrón del carnicero Bowers no ponía un montón de patatas podridas en el fondo de la cesta que te había mandado a buscar, el prólogo (Presta atención a tu madre) y el epílogo (Hazme caso) nunca variaban. Y si no prestabas atención, si no le hacías caso, entonces tenías que enfrentarte a la Ira de la Madre, y entonces, que Dios te ayudara.

La mujer recogió las agujas y se puso a tricotar de nuevo, tejiendo puntos escarlata con dedos que también parecían remotamente rojizos. Ralph suponía que se debía a una ilusión óptica. O tal vez el tinte de la lana no era demasiado bueno y estaba manchando los dedos del hombre.

¿Los dedos del hombre? Qué error tan estúpido. Los dedos de la mujer.

Pero…

Bueno, unos bigotes habían aparecido en las comisuras de los labios de la mujer. Bigotes largos. Repugnantes. Y desconocidos. Ralph recordaba que una sutil pelusilla adornaba el labio superior de su madre, pero ¿bigotes? De ningún modo. Aquellos bigotes eran nuevos.

¿Nuevos? ¿Nuevos? ¿Dónde tienes la cabeza? Murió dos días después de que asesinaran a Robert Kennedy en Los Ángeles, así que, ¿qué puede ser nuevo en ella, por el amor de Dios?

Dos paredes convergentes habían aparecido a cada lado de Bertha Roberts, creando el rincón de la cocina en el que su madre había pasado tanto tiempo. En una de ellas había un cuadro que Ralph recordaba bien. Mostraba a una familia a la hora de la cena… Papá, mamá y dos hijos. Se estaban pasando las patatas y el maíz, y parecían estar hablando de lo que habían hecho durante el día. Ninguno de ellos se daba cuenta de que había una quinta persona en la estancia, un hombre de túnica blanca, barba de color arena y cabello blanco. Observaba a la familia desde un rincón. JESUCRISTO, EL VISITANTE INVISIBLE, rezaba la placa bajo el cuadro. Pero el Jesucristo que Ralph recordaba parecía amable y un poco avergonzado por estar espiando. Esta versión, sin embargo, tenía una expresión fríamente pensativa…, calculadora…, sentenciosa, tal vez. Y tenía la tez muy enrojecida, casi colérica, como si acabara de oír algo que lo hubiera puesto furioso.

(Mamá, ¿estás…?)

La mujer volvió a dejar las agujas sobre la manta roja, esa manta roja tan extrañamente brillante, y levantó una mano para hacerle callar.

(Ni mamá ni puñetas, Ralph. Sólo presta atención y hazme caso. ¡No te metas en esto! Es demasiado tarde para que metas las narices. Lo único que conseguirás es empeorar las cosas.)

La voz encajaba, pero el rostro no, y lo cierto era que cada vez encajaba menos. En su mayor parte se debía a la piel. La única vanidad de Bertha Roberts había sido su piel, suave y sin arrugas. La piel de la criatura de la mecedora era áspera…, de hecho, más que áspera. Era escamosa. Y a los lados del cuello tenía sendas protuberancias (¿o tal vez eran llagas?). Al verlas, un terrible recuerdo

(quítamelo de encima Johnny oh por favor QUÍTAMELO DE ENCIMA)

se agitó en las profundidades de su mente. Y…

Bueno, su aura. ¿Dónde estaba su aura?

(No te preocupes por mi aura ni por esa puta vieja y gorda con la que tonteas últimamente…, aunque apuesto algo a que Carolyn se está revolviendo en su tumba.)

La boca de la mujer

(no es una mujer esa cosa no es una mujer)

de la mecedora ya no era pequeña. El labio inferior se había estirado e hinchado, y mostraba los dientes con languidez. Un gesto que le resultaba extrañamente familiar.

(Johnny me está mordiendo me está MORDIENDO)

También había algo terriblemente familiar en los bigotes que sobresalían de las comisuras de los labios.

(Johnny por favor sus ojos sus ojos negros)

(Johnny no puede ayudarte, muchacho. No te ayudó entonces y tampoco puede ayudarte ahora.)

Claro que no. Su hermano mayor, Johnny, había muerto hacía seis años. Ralph había ayudado a llevar a hombros el féretro en el funeral. Había muerto de un ataque al corazón, posiblemente una muerte tan del Azar como la que había segado la vida de Bill McGovern, y…

Ralph miró a su izquierda, pero el lado del piloto también había desaparecido, y con él Ed Deepneau. Ralph vio el viejo fogón de gas y leña en el que su madre había cocinado en la casa de Kansas Street (una tarea que odiaba amargamente y que había hecho fatal durante toda su vida), así como la arcada que conducía al salón. Vio su mesa de comedor de madera de arce. En el centro había un jarrón de cristal. El jarrón estaba lleno de misteriosas rosas rojas. Cada una de ellas parecía tener cara… una cara jadeante de color rojo sangre…

Pero eso no puede ser —pensó—. Nada de esto puede ser. Nunca tenía rosas en la casa… Era alérgica a casi todas las flores y a las rosas sobre todo. Se ponía a estornudar como una loca cuando tenía rosas cerca. Lo único que le vi poner sobre la mesa del comedor fueron ramos de flores secas, y ésos no tenían más que hierbas otoñales. Veo rosas porque

Se volvió de nuevo hacia la criatura de la mecedora, hacia los dedos rojos que se habían fundido para convertirse en apéndices que casi parecían aletas. Miró la masa escarlata que descansaba sobre el regazo del ser, y la cicatriz del brazo empezó a escocerle de nuevo.

Pero ¿qué estoy haciendo aquí, por el amor de Dios?

Pero lo sabía, por supuesto; no tenía más que desviar la mirada de la cosa roja de la mecedora hacia el cuadro colgado en la pared, el cuadro del Jesucristo de rostro enrojecido y malévolo que observaba a la familia durante la cena, para confirmárselo. No estaba en su antigua casa de Kansas Street ni tampoco estaba precisamente en un avión sobrevolando Derry.

Estaba en la corte del Rey Carmesí.

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