Insomnia

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Tercera parte EL REY CARMESÍ » 30

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Justo antes de la explosión, Susan Day, de pie bajo un ardiente foco blanco en la parte delantera del Centro Cívico y viviendo los últimos segundos de su provocativa vida, estaba diciendo:

—No he venido a Derry para curaros, intimidaros con bravatas ni incitaros, sino para llorar con vosotros; ésta es una situación que ha rebasado con mucho cualquier consideración política. No hay derecho a la violencia ni refugio en la actitud justiciera. He venido para pediros que dejéis a un lado vuestras posturas y vuestra retórica y os ayudéis mutuamente a encontrar un modo de ayudaros. Que os alejéis de la atracción de…

Las altas ventanas que se alineaban a lo largo del flanco sur del auditorio se iluminaron con una luz blanca y cegadora y explotaron hacia dentro.

El Cherokee no chocó contra la furgoneta de los helados, pero eso no la salvó. El avión describió una última media vuelta en el aire y a continuación se incrustó en el aparcamiento a unos ocho metros de la valla en la que Lois se había detenido a subirse el viso travieso. Las alas se partieron. La cabina emprendió un viaje rápido y violento hacia la parte trasera del avión. El fuselaje estalló con la furia de una botella de champán en un microondas. Los fragmentos de vidrio volaban por todas partes. La cola se dobló sobre el cuerpo del Cherokee como el aguijón de un escorpión moribundo y quedó empalado en el capó de un Dodge que llevaba las palabras DEFENDAMOS EL DERECHO DE LA MUJER A ELEGIR escritas con plantilla en el costado. Se oyó un estridente y amargo sonido, entre crujido y tintineo, que recordaba el de un montón de virutas de hierro al caer.

—Joder… —empezó uno de los policías apostados en un extremo del aparcamiento, y entonces, el explosivo C-4 de la caja de cartón salió disparado como una gran bola gris de flema y chocó contra los restos del salpicadero, donde varios cables de corriente se clavaron en él como hipodérmicas. El explosivo plástico estalló con un estruendo inmenso capaz de acabar con cualquier tímpano, iluminando el hipódromo del parque Bassey y convirtiendo el aparcamiento en un huracán de luz blanca y metralla. John Leydecker, que había estado bajo el dosel del Centro Cívico hablando con un policía del estado, salió disparado, atravesó una de las puertas abiertas y llegó volando hasta el otro extremo del vestíbulo. Se estrelló contra la pared y cayó inconsciente en el mar de vidrios rotos de la vitrina de los trofeos de las carreras de caballos. No obstante, corrió mejor suerte que su compañero, pues el policía del estado se estrelló contra el poste que separaba dos de las puertas abiertas y quedó partido por la mitad.

Las hileras de coches protegieron el Centro Cívico de lo peor de la terrible y atronadora explosión, pero de tan feliz circunstancia no se hablaría hasta más tarde. En el interior del edificio, más de cuatro mil personas quedaron petrificadas, sin saber muy bien qué hacer y aún menos lo que la mayoría de ellos acababa de ver: la feminista más famosa de América había sido decapitada por un trozo de vidrio que había salido disparado hacia ella. Su cabeza salió volando y se estrelló contra la sexta fila como un extraño bolo blanco tocado con una peluca rubia.

No cundió el pánico entre la multitud hasta que se apagaron las luces.

Setenta y una personas perdieron la vida en la estampida que se produjo para llegar a las salidas, y al día siguiente, el News de Derry se haría eco del suceso con enormes titulares, tildándolo de tragedia. Ralph Roberts podría haberles dicho que, dadas las circunstancias, habían sido afortunados. Muy afortunados, de hecho.

En el centro de la grada norte, una mujer llamada Sonia Danville, una mujer que lucía en el rostro los moratones desvaídos de la última paliza que un hombre le daría en su vida, estaba sentada con los brazos en torno a los hombros de su hijo, Patrick. El póster de McDonald’s de Patrick, que mostraba a Ronald, al alcalde McQueso y al Ladrón de Hamburguesas bailando el boogie delante de la ventanilla del McAuto descansaba sobre su regazo, pero no había hecho más que colorear los arcos dorados antes de darle la vuelta al póster; no porque hubiera perdido el interés, sino porque se le había ocurrido una idea para un dibujo, y se le había ocurrido del modo en que solía sucederle, con la fuerza de una compulsión. Había pasado la mayor parte del día pensando en lo que había sucedido en el sótano de High Ridge, el humo, el calor, las mujeres aterradas y los dos ángeles que habían ido a salvarlos, pero la excelente idea que acababa de ocurrírsele había desterrado aquellos inquietantes pensamientos, de modo que puso manos a la obra con entusiasmo y en silencio. Muy pronto empezó a sentirse como si viviera en el mundo que estaba creando con sus lápices de colores.

Era un artista increíblemente diestro a pesar de contar tan sólo cuatro años («Mi pequeño genio», lo llamaba a veces Sonia), y su dibujo era mucho mejor que el póster para colorear del otro lado de la hoja. Lo que había creado antes de que se apagaran las luces habría llenado de orgullo a un estudiante de arte de primer año. En el centro de la hoja, una torre de piedra oscura, del color del hollín, se recortaba contra un cielo azul salpicado de nubes gruesas y blancas. Alrededor de la torre se extendía un campo de rosas tan rojas que casi parecían gritar. A un lado se veía a un hombre enfundado en unos vaqueros desteñidos. Un par de cintos cruzaban su estómago plano; de cada cadera pendía una funda. En la cima de la torre, un hombre ataviado con una túnica roja miraba al pistolero con expresión entre hostil y atemorizada. Sus manos, que tenía cerradas sobre el parapeto, también parecían ser rojas.

Sonia había estado hipnotizada por la presencia de Susan Day, que estaba sentada detrás del atril, escuchando la introducción, pero había echado un vistazo al dibujo de su hijo antes de que la introducción terminara. Hacía ya dos años que sabía que Patrick era lo que los psicólogos infantiles denominaban un niño prodigio, y a veces se decía que ya se había acostumbrado a sus sofisticados dibujos y las esculturas de Play-Do que el pequeño llamaba la Familia Plastilina. Tal vez sí se había acostumbrado hasta cierto punto, pero aquel dibujo le provocó un estremecimiento extraño y profundo que no pudo atribuir por completo al largo y estresante día que acababa de pasar.

—¿Quién es éste? —inquirió tocando la pequeña figura que miraba celosa desde la cima de la torre oscura.

—Pues el Rey Rojo —repuso Patrick.

—Ah, el Rey Rojo, ya veo. ¿Y quién es el hombre de las pistolas?

Cuando Patrick abría la boca para responder, Barbara Richards, la mujer del podio, levantó el brazo derecho (en el que lucía una banda negra en señal de luto) en dirección a la mujer sentada junto a ella.

—¡Amigos, Susan Day! —gritó.

La respuesta de Patrick Danville a la segunda pregunta de su madre quedó ahogada en la frenética ovación que siguió.

Se llama Roland, mamá. A veces sueño con él. También es un Rey.

Ahora los dos estaban sentados en la oscuridad con un zumbido inmenso en los oídos, y dos pensamientos cruzaron por la mente de Sonia como ratas que se persiguieran en una rueda de andar: ¿Es que este día no se acabará nunca? Sabía que no debería haberlo traído. ¿Es que este día no se acabará nunca? Sabía que no debería haberlo traído. ¿Es que este día…?

—¡Mami, estás aplastando mi dibujo! —se quejó Patrick.

Parecía estar sin aliento, y Sonia advirtió que debía de haber estado aplastándole a él también. Aflojó un poco la presión. Una madeja harapienta de chillidos, gritos y preguntas balbuceadas procedía de la negrura que se extendía a sus pies, donde la gente lo bastante rica como para realizar «donaciones» de quince dólares había estado sentada en sillas plegables. Un aullido ronco de dolor quebró aquel balbuceo, y Sonia dio un respingo.

El tremendo estruendo que había seguido a la primera explosión se había aplastado dolorosamente contra sus oídos y hecho temblar el edificio. Los estallidos que aún se oían, coches explotando como petardos en el aparcamiento, parecían leves e insignificantes en comparación, pero Sonia percibió que Patrick se apretaba contra ella cada vez que sonaba uno.

—Tranquilo, Pat —le dijo—. Ha pasado algo malo, pero creo que ha pasado afuera.

Gracias a que se había vuelto hacia el intenso brillo de las ventanas en el momento de la explosión, Sonia se había ahorrado la imagen de la cabeza de su heroína separándose de sus hombros, pero sabía que de algún modo, el rayo los había alcanzado otra vez

(no debería haberlo traído, no debería haberlo traído)

y que al menos algunas de las personas de la platea se habían dejado dominar por el pánico. Si ella se dejaba dominar por el pánico, ella y el joven Rembrandt se verían en un apuro muy serio.

Pero no me voy a dejar dominar por el pánico. No he salido de ese ataúd esta mañana para dejarme llevar por el pánico ahora ni aunque me vaya la vida en ello.

Cogió a Patrick de la mano que no sostenía el dibujo. Estaba muy fría.

—¿Crees que los ángeles vendrán otra vez a salvarnos, mamá? —preguntó con voz ligeramente temblorosa.

—No —repuso ella—. Creo que esta vez será mejor que nos salvemos nosotros solos. Pero podemos hacerlo. Quiero decir que ahora mismo estamos bien, ¿no?

—Sí —asintió Pat, pero de repente se desplomó sobre ella.

Durante un terrible instante, Sonia creyó que su hijo se había desmayado y que tendría que sacarlo en volandas del Centro Cívico, pero de repente, Pat volvió a erguirse.

—No quería irme sin mis libros, sobre todo el del niño que no puede quitarse el sombrero. ¿Nos vamos, mamá?

—Sí, en cuanto la gente deje de correr. En los vestíbulos habrá luces, de las que van con baterías, aunque las de aquí dentro se hayan apagado. Cuando te diga que nos levantemos y empecemos a andar, anda, sube la escalera hasta la puerta. No te voy a llevar en brazos, pero iré detrás tuyo con las dos manos sobre tus hombros. ¿Lo entiendes, Pat?

—Sí, mamá.

Nada de preguntas. Nada de balbuceos. Sólo sus libros, que le había entregado para que estuvieran a salvo. Pero se quedó el dibujo. Sonia le dio un breve abrazo y lo besó en la mejilla.

Esperaron en sus asientos durante lo que calculó que eran cinco minutos, pues contó lentamente hasta trescientos. Percibió que la mayoría de sus vecinos se marchaban antes de que llegara a ciento cincuenta, pero se obligó a esperar. Ya podía ver algo, lo suficiente como para creer que algo estaba ardiendo en el exterior, pero en el extremo opuesto del edificio. Menuda suerte. Oyó el aullido cada vez más cercano de las sirenas de los coches patrulla, las ambulancias y los bomberos.

Sonia se puso en pie.

—Vamos. Camina justo delante de mí.

Pat Danville salió al pasillo con las manos de su madre apoyadas con firmeza sobre los hombros. La guió escalera arriba hacia las mortecinas luces amarillas que marcaban el corredor de la grada norte, deteniéndose una sola vez ante la silueta oscura de un hombre que corría hacia ellos. Sonia apretó las manos con más fuerza contra sus hombros para apartarlo.

—¡Malditos pro-vida! —gritó el hombre—. ¡Malditos santurrones hijos de puta! ¡Me dan ganas de matarlos a todos!

El hombre desapareció y Pat reanudó la ascensión. Sonia percibió una completa serenidad en su hijo, una equilibrada falta de temor que llenó su corazón de amor y también de una extraña oscuridad. Su hijo era tan diferente, tan especial…, pero al mundo no le gustaba esa clase de personas. El mundo intentaba arrancarlos como cizaña del jardín.

Por fin llegaron al corredor. Un puñado de personas profundamente consternadas caminaban por él con los ojos aturdidos y la boca abierta, como zombies en una película de terror. Sonia apenas los miró, sino que instó a Pat a dirigirse hacia la escalera. Al cabo de tres minutos salieron a la noche salpicada de fuego completamente ilesos, y en todos los niveles del universo, los asuntos tanto del Azar como del Propósito siguieron su curso. Mundos que habían temblado por un instante en sus órbitas se estabilizaron, y en uno de esos mundos, en un desierto que era la apoteosis de todos los desiertos, un hombre llamado Roland se dio la vuelta en su saco de dormir y volvió a dormirse tranquilo bajo las extrañas constelaciones.

Al otro lado de la ciudad, en el parque Strawford, la puerta del lavabo portátil de caballeros estalló. Lois Chasse y Ralph Roberts salieron volando de espaldas en una bruma de humo, aferrados el uno al otro. Desde el interior del lavabo portátil les llegó el estruendo del Cherokee al estrellarse, así como el estallido del explosivo plástico. Un relámpago de luz blanca inundó el lugar, y las paredes azules del lavabo se abombaron hacia fuera, como si un gigante las hubiera aporreado con los puños. Al cabo de un segundo volvieron a oír la explosión, esta vez en directo. Esta segunda versión no fue tan ruidosa, pero en cierto modo sí más real.

Lois trastabilló y cayó de bruces sobre la hierba al pie de la colina con un grito que en parte era de alivio. Ralph aterrizó junto a ella y a continuación se incorporó hasta quedar sentado. Con una expresión incrédula pintada en el rostro, contempló el Centro Cívico, donde un puño de fuego se recortaba contra el horizonte. Un bulto violáceo empezaba a formarse en su frente, en el punto en que Ed le había golpeado. Todavía le dolía el costado izquierdo, aunque creía que a lo mejor sólo tenía las costillas esguinzadas, no rotas.

Lois, ¿estás bien?»)

Lois lo miró sin comprender durante un instante, y luego empezó a tocarse el rostro, el cuello y los hombros. Había algo tan típico y dulce de nuestra Lois en aquel gesto que Ralph se echó a reír. Lois le dedicó una sonrisa cautelosa.

Creo que estoy bien. De hecho, estoy segura.»)

¿Qué estabas haciendo allí? Podrías haber muerto.»)

Lois, algo rejuvenecida (Ralph suponía que aquel borracho tan oportuno había aportado su granito de arena a dicha circunstancia), lo miró a los ojos.

Puede que sea un poco anticuada, Ralph, pero si crees que me voy a pasar los próximos veinte años desmayándome y pestañeando como la mejor amiga de la heroína en esas novelas estilo Regencia que siempre lee mi amiga Mina, ya puedes ir buscándote a otra mujer con la que tontear.»)

Ralph la miró boquiabierto durante un momento y por fin la levantó del suelo y la abrazó. Lois le devolvió el abrazo. Su cuerpo irradiaba un calor increíble, era increíblemente palpable. Ralph reflexionó un instante acerca de las similitudes entre la soledad y el insomnio, dos fenómenos insidiosos, acumulativos y divisivos, amigos de la desesperación y enemigos del amor, pero apartó de sí aquellos pensamientos y la besó.

Cloto y Láquesis, que habían esperado en la cima de la colina con el aspecto ansioso de dos obreros que han apostado todo su aguinaldo navideño al más débil en un combate de boxeo, se acercaron corriendo a Ralph y Lois con las cabezas muy juntas, mirándose a los ojos como dos adolescentes enamorados. En el extremo más alejado de los Barrens, el aullido de las sirenas se elevó en el cielo como voces oídas en un sueño inquietante. El pilar de fuego que marcaba la tumba de la obsesión de Ed Deepneau era demasiado brillante como para mirarlo sin entornar los ojos. Ralph oía los lejanos estallidos de los coches y pensó en el suyo, abandonado en el quinto pino. Decidió que no pasaba nada. Era demasiado viejo para conducir.

Cloto: (¿Estáis bien?)

Ralph: («Sí, estamos bien. Lois me ha traído de vuelta. Me ha salvado la vida.»)

Láquesis: (Sí, la hemos visto entrar. Ha sido muy valiente.)

Y también sorprendente, ¿verdad, señor L.?, pensó Ralph. Lo has visto y te ha llenado de admiración…, pero no creo que tengas ni idea de cómo ni por qué ha reunido el valor suficiente para hacerlo. Creo que tanto para ti como para tu amigo, el concepto del rescate debe de parecer tan extraño como la idea del amor.

Por primera vez, Ralph sintió una especie de compasión por los médicos calvos y bajitos, y comprendió la ironía crucial de sus vidas; eran conscientes de que los Mortales cuyas vidas debían segar llevaban vidas interiores muy intensas, pero no eran capaces de comprender la realidad de aquellas vidas, las emociones que las impulsaban, ni las acciones, a veces nobles y a veces estúpidas, que resultaban de todo ello. El señor C. y el señor L. habían estudiado sus cometidos mortales del mismo modo en que ciertos ingleses ricos pero tímidos habían estudiado los mapas elaborados por los exploradores de la era victoriana, exploradores que en muchos casos habían obtenido financiación de esos mismos hombres ricos pero tímidos. Con sus uñas bien cuidadas y sus dedos suaves, los filántropos habían reseguido ríos de papel por los que nunca navegarían y junglas de papel a las que nunca irían de safari. Vivían en temerosa perplejidad y la hacían pasar por imaginación.

Cloto y Láquesis los habían reclutado y utilizado con cierta eficacia ruda, pero no comprendían ni el goce del riesgo ni el dolor de la pérdida… Lo máximo que habían avanzado en la vía de las emociones había consistido en sentir un miedo persistente de que Ralph y Lois intentaran encargarse directamente del químico doméstico del Rey Carmesí y cayeran fulminados como moscas viejas como única recompensa a sus esfuerzos. Los médicos calvos y bajitos vivían mucho tiempo, pero Ralph sospechaba que por muy brillantes que fueran sus auras, sus vidas eran grises. Contempló sus rostros lisos y extrañamente infantiles desde el refugio seguro de los brazos de Lois y recordó el terror que le habían infundido la madrugada en que los había visto salir de casa de la señora Locher. Según había descubierto más adelante, el terror no había sobrevivido a la relación superficial ni, por supuesto, al conocimiento profundo, y Ralph había atravesado ambas fases con ellos.

Cloto y Láquesis le devolvieron la mirada con una inquietud que Ralph no sintió deseo alguno de aliviar. Le parecía correcto que aquellos seres sintieran lo mismo que ellos.

Ralph: («Sí, es muy valiente y la quiero mucho y creo que nos haremos muy felices mutuamente hasta que…»)

Se detuvo en seco, y Lois se agitó un poco entre sus brazos. Entre divertido y aliviado, se dio cuenta de que su amiga había estado a punto de dormirse.

(¿Hasta que qué, Ralph?)

Hasta que vosotros digáis. Creo que siempre hay un “hasta” en la vida de los Mortales, y a lo mejor así debe ser.»)

Láquesis: (Bueno, supongo que ha llegado el momento de la despedida.)

Ralph sonrió a pesar suyo, recordando el programa de radio El llanero solitario, en el que casi cada episodio acababa con alguna versión de aquella misma frase. Alargó la mano hacia Láquesis y le divirtió comprobar que el hombrecillo se apartaba.

Ralph: («Un momento…, no tan deprisa, chicos.»)

Cloto, con aire aprensivo: (¿Pasa algo?)

No creo, pero después de sufrir golpes en la cabeza y en las costillas, y después de haber estado a punto de freírme vivo, creo que tengo derecho a asegurarme de que todo ha terminado de verdad. ¿Ha terminado? ¿Está a salvo el niño?»)

Cloto, sonriendo y con aire claramente aliviado: (Sí. ¿No lo sientes? Dentro de dieciocho años, justo antes de morir, este niño salvará la vida de dos hombres que de otro modo morirían…, y uno de ellos no debe morir, ya que de lo contrario se destruiría el equilibrio entre el Azar y el Propósito.)

Lois: («Bueno, todo eso da igual. Lo único que quiero saber es si podemos volver a ser Mortales normales.»)

Láquesis: (No sólo podéis, sino que debéis, Lois. Si Ralph y tú os quedarais aquí arriba por mucho más tiempo, ya no podríais volver a bajar.)

Ralph sintió que Lois se abrazaba a él con más fuerza.

Eso no me haría ninguna gracia.»)

Cloto y Láquesis se encararon para cambiar una mirada sutil de perplejidad (¿Cómo es posible que a alguien pueda no hacerle gracia estar aquí arriba?) antes de volverse de nuevo hacia Ralph y Lois.

Láquesis: (Tenemos que irnos. Lo siento, pero…)

Ralph: («Un momento, vecinos… No vais a ir a ninguna parte.»)

Los hombrecillos lo miraron con aprensión mientras Ralph se arremangaba lentamente el suéter, cuyo puño estaba rígido a causa de algún fluido seco, tal vez pus de siluro en el que no quería ni pensar, y les mostraba la línea blanca y nudosa de la cicatriz que le recorría el antebrazo.

No miréis con esa cara de estreñidos, chicos. Sólo quería recordaros que me habéis dado vuestra palabra. No lo olvidéis.»)

Cloto, evidentemente aliviado: (Cuenta con ello, Ralph. Lo que antes era tu arma ahora es nuestro vínculo. No olvidaremos nuestra promesa.)

Ralph empezaba a creer que todo había terminado, y una parte de él, por absurdo que pareciera, lo lamentaba. Ahora la vida real, la vida tal como transcurría en los niveles inferiores a éste, se le antojaba un espejismo, y comprendió a qué se refería Láquesis al decirles que no podrían regresar a sus vidas normales si se quedaban ahí arriba por mucho más tiempo.

Láquesis: (Debemos irnos. Adiós, Ralph y Lois. Nunca olvidaremos el servicio que nos habéis prestado.)

Ralph: («¿De verdad teníamos elección? ¿De verdad?»)

Láquesis, en voz baja: (Os dijimos que sí, ¿no? Los Mortales siempre tienen elección. Eso nos asusta…, pero también nos parece bellísimo.)

Ralph: («Decidme, ¿dais apretones de mano alguna vez?»)

Cloto y Láquesis se miraron asombrados, y Ralph percibió que sostenían un rápido diálogo en una suerte de taquigrafía telepática. Cuando se volvieron de nuevo hacia Ralph, ambos lucían idénticas sonrisas nerviosas, las sonrisas de los adolescentes que han decidido que si no reúnen el valor suficiente para subirse a la montaña rusa del parque de atracciones este verano, nunca llegarán a ser hombres de verdad.

Cloto: (Hemos observado esta costumbre en numerosas ocasiones, pero no…, nunca hemos dado ningún apretón de manos.)

Ralph se volvió hacia Lois y vio que estaba sonriendo…, pero también le pareció ver el destello de las lágrimas en sus ojos.

Extendió la mano primero hacia Láquesis, porque parecía estar un poco menos histérico que su colega.

Vamos, señor L., chócala.»)

Láquesis se quedó mirando la mano de Ralph tanto rato que éste empezó a pensar que no podría hacerlo, aunque era evidente que quería. Por fin, con aire muy tímido, extendió la diminuta mano y permitió que la de Ralph se cerrara sobre ella. Ralph percibió una vibración cosquilleante cuando sus auras se mezclaron… y en aquella fusión vio una serie de hermosos y fugaces dibujos plateados. Le recordaban los caracteres de la bufanda de Ed.

Sacudió la mano de Láquesis dos veces con lentitud y solemnidad antes de soltársela. La expresión aprensiva del hombrecillo había dado paso a una sonrisa ancha y tontorrona. Se volvió hacia su compañero.

(¡Su fuerza está casi completamente al descubierto durante esta ceremonia! ¡Lo he sentido! ¡Es maravilloso!)

Cloto extendió la mano para estrechársela a Ralph, y justo antes de que se rozaran, el señor C. cerró los ojos como si esperara una inyección muy dolorosa. Láquesis estaba estrechando la mano a Lois y sonriendo como un cómico de vodevil que saliera a hacer un bis.

Cloto dio la impresión de hacer acopio de todo su valor, tomó la mano de Ralph y se la estrechó de inmediato. Ralph sonrió.

Con cuidado, señor C.»)

Cloto retiró la mano. Parecía estar buscando la reacción apropiada.

(Gracias, Ralph. Se hará lo que se pueda, ¿correcto?)

Ralph estalló en carcajadas. Cloto, que se había vuelto para estrechar la mano a Lois, le dedicó una sonrisa aturdida, y Ralph le dio una palmada en la espalda.

Tiene toda la razón, señor C…, mucha razón.»)

Ciñó la cintura de Lois y lanzó una última mirada curiosa a los dos médicos calvos y bajitos.

Nos veremos otra vez, ¿verdad, chicos?»)

Cloto: (Sí, Ralph.)

Ralph: («Bueno, pues perfecto. Dentro de unos setenta años me iría bien; ¿por qué no os lo apuntáis en el calendario?»)

Los hombrecillos le contestaron con sendas sonrisas de políticos, lo que no sorprendió a Ralph en exceso. Ralph se inclinó ante ellos, rodeó los hombros de Lois con el brazo y siguió con la mirada al señor C. y el señor L., que ahora caminaban colina abajo. Láquesis abrió la puerta del lavabo algo deformado de caballeros; Cloto se detuvo en la puerta abierta del de señoras. Láquesis sonrió y los saludó por señas. Cloto levantó las tijeras de hojas largas a modo de extraño saludo.

Ralph y Lois les devolvieron el saludo.

Los médicos calvos entraron en los lavabos y cerraron las puertas.

Lois se enjugó los ojos bañados en lágrimas y se volvió hacia Ralph.

¿Ya está? Ya está, ¿verdad?»)

Ralph asintió con la cabeza.

¿Y ahora qué hacemos?»)

Ralph alargó el brazo.

¿Puedo acompañarla a casa, señora?»)

Con una sonrisa, Lois le cogió por el brazo justo debajo del codo.

Gracias, señor. Puede.»)

Salieron del parque Strawford así cogidos, regresando al nivel Mortal en cuanto salieron a Harris Avenue, ocupando de nuevo su lugar habitual en el plan general sin aspavientos, sin, en realidad, darse cuenta de ello hasta que ya estaba hecho.

Derry rugía de pánico y sudaba emoción. Las sirenas aullaban, la gente gritaba desde las ventanas del primer piso a los amigos que estaban en las aceras, y en cada esquina se habían reunido grupos para contemplar el incendio del otro lado del valle.

Ralph y Lois no prestaron atención al tumulto ni al alboroto. Subieron lentamente por la cuesta de Up-Mile, cada vez más conscientes de su agotamiento; tenían la sensación de que se amontonaba sobre ellos como sacos de arena que les arrojaran sin fuerza. El lago de luz blanca que marcaba el aparcamiento de la Manzana Roja parecía hallarse a una distancia imposible de salvar, aunque Ralph sabía que se encontraba a tan sólo tres manzanas de distancia, y además cortas.

Para empeorar las cosas, la temperatura había descendido unos diez grados desde la mañana, el viento soplaba con fuerza y ninguno de los dos iba vestido para la ocasión. Ralph sospechaba que aquel tiempo desembocaría en la primera tempestad seria del otoño, y que el veranillo de San Martin había tocado a su fin en Derry.

Faye Chapin, Don Veazie y Stan Eberly bajaban por la pendiente hacia ellos, sin duda en dirección al parque Strawford. Los prismáticos que el viejo Dor empleaba a veces para ver cómo aparcaban, aterrizaban y despegaban los aviones pendían alrededor del cuello de Faye. Don, que estaba casi calvo y era muy corpulento, completaba un trío que recordaba a otro. Los tres Cómicos del Apocalipsis, pensó Ralph con una sonrisa.

—¡Ralph! —exclamó Faye.

Respiraba con rapidez, casi jadeando. El viento le metía el cabello en los ojos, y él no dejaba de apartárselo con impaciencia.

—¡El maldito Centro Cívico ha explotado! ¡Alguien ha tirado una bomba desde un avión! ¡Dicen que han muerto mil personas!

—Yo he oído lo mismo —asintió Ralph con toda solemnidad—. De hecho, Lois y yo acabamos de estar en el parque para echar un vistazo. Puedes ver perfectamente el otro lado del valle desde ahí, ¿sabes?

—Pues claro que lo sé, hombre, que he vivido aquí toda la vida. ¿Adónde crees que vamos? ¡Venid con nosotros!

—Lois y yo íbamos a su casa para ver lo que dicen en la tele. A lo mejor vamos luego.

—Vale, pues… ¡Por las barbas del profeta, Ralph! ¿Qué te has hecho en la cabeza?

Por un momento, Ralph se quedó en blanco (¿qué se había hecho en la cabeza?), pero entonces recordó la boca contraída y los ojos dementes de Ed. No —le había gritado Ed—. Vas a estropearlo todo.

—Íbamos corriendo para ver lo que pasaba y Ralph ha chocado contra un árbol —explicó Lois—. Tiene suerte de no haber acabado en el hospital.

Don se echó a reír, pero con el aire medio distraído de un hombre que tiene cosas más importantes que hacer. Faye no les hacía ni caso. Pero Stan Eberly sí, y desde luego, Stan no se echó a reír. Estaba mirando a Lois con expresión extrañada y curiosa.

—Lois —dijo.

—¿Qué?

—¿Sabes que llevas una zapatilla atada a la muñeca?

Lois se miró la zapatilla. Ralph miró la zapatilla. Lois alzó la mirada y dedicó a Stan una sonrisa deslumbrante.

—Sí —asintió—. Tiene un aspecto interesante, ¿eh? ¡Como una pulsera de la suerte de tamaño natural!

—Sí —repuso Stan—. Ya.

Pero ya no estaba mirando la zapatilla, sino el rostro de Lois. Ralph se preguntó cómo narices iban a explicar el aspecto que tenían al día siguiente, cuando no hubiera sombras entre las farolas para protegerlos de las miradas.

—¡Vamos! —exclamó Faye con impaciencia—. ¡Vámonos ya!

Se alejaron a toda prisa, y Stan les lanzó una última mirada dubitativa por encima del hombro. Ralph aguzó el oído, casi esperando que Don Veazie soltara alguna gracia.

—Uf, qué mal ha quedado eso —suspiró Lois—, pero tenía que decir algo, ¿no?

—Lo has hecho muy bien.

—Bueno, cuando abro la boca siempre sale algo —explicó Lois—. Es uno de mis dos grandes talentos; el otro es la capacidad de acabar con una caja entera de bombones en una película de dos horas —desató la zapatilla de Helen y la contempló—. Helen está a salvo, ¿verdad?

—Sí —asintió Ralph alargando la mano hacia la zapatilla.

En aquel momento, se dio cuenta de que ya tenía algo en la mano izquierda. Llevaba tanto tiempo con los dedos apretados que le costó abrir la mano. Cuando lo consiguió, vio que las marcas de sus uñas se hundían en la carne de la palma. Lo primero que advirtió fue que, mientras que aún llevaba su anillo de boda en el lugar habitual, el de Ed había desaparecido. Le había parecido que encajaba a la perfección, pero por lo visto se le había caído en algún momento de la última media hora.

Tal vez no, susurró una voz, y a Ralph le divirtió comprobar que no se trataba de la de Carolyn en esta ocasión. La voz interior pertenecía a Bill McGovern. Tal vez ha desaparecido sin más. Ya sabes, pus.

Pero no lo creía. Tenía la sensación de que la mano izquierda de Ed había sido dotada de poderes que no necesariamente habían muerto con él. El Anillo que Bilbo Baggins había encontrado y entregado a regañadientes a su nieto, Frodo, había encontrado el modo de ir a donde quería ir… y cuando quisiera ir. Tal vez algo parecido había sucedido con el anillo de Ed.

Pero antes de que pudiera desarrollar aquella idea, Lois le entregó la zapatilla de Helen a cambio de lo que él guardaba en la mano, una bola de papel bastante rígido. Lois lo alisó y lo miró. Su curiosidad se trocó lentamente en solemnidad.

—Recuerdo esta foto —dijo—. La grande estaba en la repisa de la chimenea en un marco de oro muy elegante. Tenía el lugar de honor.

Ralph asintió.

—Debe de ser la que llevaba en la cartera. La tenía pegada al salpicadero del avión. Hasta que la cogí me estuvo pegando sin ni siquiera pestañear. Lo único que se me ocurrió fue coger la foto, y de repente, dejó de prestar atención al Centro Cívico y se concentró en ellas. Lo último que le oí decir fue: Devuélvemelas, son mías.

—¿Y crees que te lo decía a ti?

Ralph se guardó la zapatilla en el bolsillo trasero de los pantalones y denegó con la cabeza.

—No, no lo creo.

—Helen estaba en el Centro Cívico, ¿verdad?

—Sí.

Ralph recordó la expresión que había visto en Helen en High Ridge, su rostro pálido y sus ojos acuosos y enrojecidos por el humo. Si nos detienen ahora habrán ganado. ¿Es que no lo comprendes?

Y ahora lo comprendía.

Cogió la fotografía, volvió a arrugarla y se acercó a la papelera situada en la esquina de Harris Avenue con Kossuth Lane.

—Ya conseguiremos otra foto de ellas, una que podamos poner en la repisa de nuestra propia chimenea. Menos formal. Pero ésta… No la quiero.

Arrojó la bolita de papel a la papelera, un tiro fácil, a unos sesenta centímetros de distancia a lo sumo, pero el viento escogió precisamente aquel momento para soplar, y la foto arrugada de Helen y Natalie que Ed había pegado sobre el altímetro de su avión salió volando en su frío aliento. Los dos miraron casi hipnotizados cómo se elevaba cada vez más. Lois fue la primera en apartar la vista. Miró a Ralph con la sombra de una sonrisa en sus labios.

—¿Acabo de oír una proposición disimulada de matrimonio o es que me lo he inventado?

Ralph abrió la boca para replicar, pero en aquel momento, el viento sopló de nuevo, esta vez con tal fuerza que ambos se vieron obligados a cerrar los ojos. Cuando Ralph los abrió, Lois ya había reanudado la ascensión de Up-Mile.

—Todo es posible, Lois —dijo—. Ahora lo sé.

Al cabo de cinco minutos, Lois introdujo la llave en la cerradura de la puerta principal de su casa. Condujo a Ralph al interior y cerró la puerta tras de sí con firmeza, dejando atrás la noche ventosa y agitada. Ralph la siguió al salón y se habría detenido allí, pero Lois no titubeó en ningún instante. Sin soltarle la mano ni tirar de él (aunque tal vez con la intención de hacerlo si Ralph remoloneaba), lo llevó al dormitorio.

Ralph la miró. Lois le devolvió la mirada con toda serenidad…, y de repente, Ralph volvió a percibir el parpadeo. Vio cómo el aura de Lois florecía a su alrededor como una rosa gris. Todavía estaba algo amortiguada, pero ya empezaba a regresar, a recuperarse, a sanar.

Lois, ¿estás segura de que es esto lo que quieres?»)

¡Pues claro! ¿Creías que iba a darte una palmadita en la cabeza y enviarte a casa después de todo lo que hemos pasado?»)

De repente esbozó una sonrisa…, una sonrisa maliciosa y traviesa.

Además, Ralph, ¿tú te ves con ánimos de hacer cosas malas esta noche? Dime la verdad, o mejor aún, no intentes halagarme.»)

Ralph reflexionó unos instantes; de repente lanzó una carcajada y la atrajo hacia sí. Su boca era dulce y estaba ligeramente húmeda, como la piel de un melocotón maduro. El beso le produjo un cosquilleo en todo el cuerpo, pero la sensación se concentraba sobre todo en su boca, donde casi se le antojaba una descarga eléctrica. Cuando separó los labios de los de Lois, advirtió que estaba más excitado que nunca…, pero también agotado.

¿Y qué pasa si te digo que sí, Lois? ¿Qué pasa si te digo que sí quiero hacer cosas malas?»)

Lois lo observó desde cierta distancia con aire crítico, como si intentara dilucidar si hablaba en serio o si no se trataba más que de la clásica fanfarronada masculina. Al mismo tiempo, se llevó las manos a los botones del vestido. Mientras se los desabrochaba, Ralph advirtió algo maravilloso: Lois había rejuvenecido de nuevo. No aparentaba cuarenta años ni con la mejor de las intenciones, pero desde luego, tampoco aparentaba más de cincuenta… y bien llevados. Se debía al beso, por supuesto, y lo más gracioso del asunto era que Ralph no creía que Lois se hubiera percatado de que se había servido una ración de Ralph además de la anterior ración de borracho. Y en definitiva, ¿qué importaba?

Lois dejó de observarlo, se inclinó hacia delante y lo besó en la mejilla.

Creo que ya tendremos tiempo de hacer cosas malas más adelante, Ralph… Esta noche toca dormir.»)

Ralph suponía que tenía razón. Cinco minutos antes había estado más que dispuesto; siempre le había encantado hacer el amor y hacía ya tanto tiempo. No obstante, la chispa se había extinguido, al menos de momento. Pero no lo lamentaba en absoluto. Al fin y al cabo, sabía perfectamente adónde había ido a parar.

De acuerdo, Lois… Esta noche toca dormir.»)

Lois entró en el cuarto de baño y puso en marcha la ducha. Al cabo de unos minutos, Ralph la oyó cepillarse los dientes. Era agradable saber que aún los tenía. Durante los diez minutos que Lois pasó en el baño consiguió desvestirse en parte, aunque las costillas le dificultaron mucho la tarea. Por fin logró despojarse del suéter de McGovern y sacarse los zapatos. A ellos siguió la camisa, y estaba manoseando sin éxito la hebilla del cinturón cuando Lois salió del baño con el cabello atado en la nuca y el rostro resplandeciente. Ralph quedó anonadado por su belleza y de repente se sintió demasiado estúpido (por no hablar de viejo). Lois llevaba un largo camisón de seda rosa, y Ralph olió la loción que se había puesto en las manos. Era un olor agradable.

—Deja que te ayude —dijo.

Le desabrochó el cinturón antes de que pudiera pronunciarse en un sentido u otro. Aquel gesto no tuvo nada de erótico; Lois procedió con la eficacia de quien ha ayudado muchas veces a su marido a desvestirse durante los últimos años de su vida.

—Estamos otra vez abajo —comentó Ralph—. Esta vez ni siquiera me he dado cuenta.

—Yo sí, cuando estaba en la ducha. La verdad es que me he alegrado. Intentar lavarse el pelo a través del aura es bastante complicado.

El viento lanzó una ráfaga que hizo temblar la casa y envió un largo gemido tembloroso por un canalón. Se volvieron hacia la ventana, y aunque se hallaba de nuevo en el nivel de los Mortales, de repente Ralph estaba seguro de que Lois compartía la idea que acababa de ocurrírsele. Átropos estaba ahí afuera en alguna parte, sin duda decepcionado por el modo en que habían salido las cosas pero no por ello acabado, ensangrentado pero con la cabeza erguida, en baja forma, pero vivito y coleando. Desde ahora lo llamarán Oreja Cortada, se dijo Ralph con un estremecimiento. Imaginó a Átropos deambulando por entre la plebe de la ciudad como un asteroide picaruelo, espiando y ocultándose, robando souvenirs y cortando cordeles de globo…, buscando consuelo en su trabajo, por expresarlo de otro modo.

A Ralph le resultaba casi imposible creer que, pocas horas antes, había estado sentado encima de aquella criatura, rajándole con su propio bisturí. ¿De dónde he sacado el valor?, se preguntó, aunque suponía que lo sabía. Los pendientes de diamantes que llevaba la criatura le habían proporcionado la mayor parte. ¿Sabía Átropos que aquellos pendientes habían constituido su mayor error? Probablemente no. A su manera, el doctor 3 había resultado saber aún menos acerca de las motivaciones de los Mortales que Cloto y Láquesis.

Se volvió hacia Lois y la tomó de las manos.

—He vuelto a perder tus pendientes. Esta vez definitivamente, creo. Lo siento.

—No te preocupes. Ya los había perdido, ¿recuerdas? Y tampoco me preocupan Harold y Jan, porque ahora tengo un amigo que me ayudará cuando la gente no me trate bien o simplemente cuando tenga miedo, ¿verdad?

—Sí, desde luego que sí.

Lois lo abrazó con fuerza y volvió a besarlo. Por lo visto, no había olvidado nada de lo que había aprendido acerca del arte de besar, y desde luego, a Ralph le parecía que había aprendido mucho.

—Ve a ducharte.

Ralph abrió la boca con la intención de decirle que probablemente se dormiría en cuanto sintiera el chorro de agua caliente sobre la cabeza, pero entonces Lois añadió algo que le hizo cambiar de idea al instante.

—No te ofendas, pero hueles de una manera muy rara, sobre todo en las manos. Así olía mi hermano Vic después de pasarse el día entero limpiando pescado.

Dos minutos más tarde, Ralph estaba debajo de la ducha y cubierto de espuma de jabón hasta los codos.

Cuando salió, Lois estaba enterrada bajo dos esponjosas colchas. Sólo se le veía la cara, es decir, de la nariz hacia arriba. Ralph atravesó el dormitorio a toda prisa, ataviado tan sólo con los calzoncillos y dolorosamente consciente de sus piernas flacas y su barriga. Apartó las mantas y se metió en la cama de inmediato, jadeando un poco al sentir las sábanas frías sobre la piel caliente.

Lois se acercó a él y lo rodeó con sus brazos. Ralph apoyó el rostro en su cabello y se relajó. Era una sensación muy agradable estar entre las mantas con Lois mientras el viento aullaba y golpeaba la casa, a veces con fuerza suficiente para zarandear las persianas protectoras. De hecho, era una sensación paradisíaca.

—Gracias a Dios que tengo a un hombre en mi cama —murmuró Lois con voz soñolienta.

—Gracias a Dios que soy yo —repuso Ralph, haciéndola reír.

—¿Cómo tienes las costillas? ¿Quieres que te traiga una aspirina?

—No. Estoy seguro de que mañana volverán a dolerme, pero ahora mismo parece que el agua caliente me ha aliviado mucho.

La cuestión acerca de lo que podía o no suceder a la mañana siguiente le hizo pensar en algo que sin duda había estado anidando en su mente en todo momento.

—Lois.

—¿Hmm?

Ralph se imaginó a sí mismo despertando en la oscuridad, profundamente cansado pero no soñoliento (una de las paradojas más crueles del mundo, sin duda), en el instante en que la pantallita del reloj digital pasaba de las 3:47 a las 3:48. La noche oscura del alma de Scott Fitzgerald, en la que cada hora es lo bastante larga como construir la Gran Pirámide de Keops.

—¿Crees que dormiremos toda la noche? —le preguntó.

—Sí —repuso ella sin vacilar—. Creo que dormiremos como angelitos.

Y al cabo de un momento, eso era precisamente lo que estaba haciendo.

Ralph permaneció despierto unos cinco minutos más, abrazado a Lois, oliendo la maravillosa mezcla de olores que emanaba su piel cálida, deleitándose en la suavidad sensual de la seda bajo sus dedos, maravillado por el lugar en que se encontraba más que por los acontecimientos que lo habían llevado hasta allí. Estaba inundado de una emoción profunda y simple, una emoción que reconoció pero a la que no pudo poner nombre de inmediato, tal vez porque había desaparecido de su vida hacía demasiado tiempo.

El viento soplaba y gemía en el exterior, emitiendo de nuevo aquel trompeteo hueco en el canalón, como el fan de Nirvana más grande del mundo soplando en la botella de refresco más grande del mundo, y a Ralph se le ocurrió que tal vez no había nada mejor en la vida que estar tendido en una cama suave con una mujer dormida entre los brazos mientras el viento de otoño chillaba en el exterior de tu refugio.

Pero sí había algo mejor, al menos una cosa, y era la sensación de adormecerse, de resbalar hacia la noche, adentrarse en las corrientes de lo desconocido al igual que una canoa se aleja del embarcadero y se adentra en la corriente de un río ancho y lento en un radiante día de verano.

De todas las cosas que forman la vida de los Mortales, el sueño es sin duda la mejor, se dijo Ralph.

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