Insomnia

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VEINTINUEVE

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Veintinueve

Mis dedos producían un sonido extraño al pulsar las teclas. No lograba hacer que se comportaran. Como yo, no querían tipear la combinación correcta. Cuando, por la vibración, el teclado cayó sobre mi regazo, lo puse de nuevo sobre el escritorio, me recliné en la silla y apoyé los pies descalzos en la torre de la computadora. Necesitaba calmarme. Ya no podía echarme atrás.

El teléfono sonó en la sala una vez más y oí que mamá atendía.

–¿Hola? –respondió–. Lo siento. Parker todavía no se siente bien como para tener visitas –la oí suspirar mientras escuchaba–. Lo sé. Le diré que llamaste.

Obviamente, Finn o Addie. Seguramente mamá pensó que yo aún dormía o habría venido a decirme que querían hablar conmigo... otra vez. Era la quinta vez que uno de ellos pasaba por casa o llamaba desde que había apagado mi celular al llegar del hospital esa mañana. Pero aparentemente a mamá no le molestaba atender sus llamadas y visitas por mí. Había una especie de regla tácita que decía que cuando tu hijo tuvo una experiencia cercana a la muerte, le das lo que quiere por un tiempo. Y, en realidad, querer estar solo y descansar no era mucho pedir.

Respiré hondo tres veces y volví a incorporarme. Al presionar las muñecas con firmeza contra la almohadilla del teclado, los temblores parecieron suavizarse un poco. Apretando las teclas con torpeza de a una por vez, ingresé la dirección de correo en el campo de acceso. Cada clic resonaba en mi mente como el martillo de un juez.

Mi camiseta de fútbol estaba colgada de un gancho detrás de la puerta. Tenía el número ocho impreso en un negro funesto sobre las rayas verticales azules y amarillas. Omití el 1 de mi dirección normal y dejé solo el 8. Tentativamente, traté de adivinar qué podía haber usado “Oscuridad” como contraseña.

Oscuridad... no.

Mia... no.

Acosador... no.

Me quedaba un solo intento antes de que el sistema de seguridad bloqueara la cuenta por una hora. Oscuridad lanzó una risa malsana desde el fondo de mi mente. ¿Qué más podía ser? Por frustración, ingresé la contraseña de mi dirección normal de correo electrónico: futb01. Una palabra se encendió intermitentemente en la pantalla.

CARGANDO.

Esa sola palabra me hizo dar vueltas la cabeza y me dejó sin aire. Apreté la tecla de encendido del monitor antes de que la página terminara de cargar. Aun así, sentí que los mensajes secretos me jalaban desde detrás de la pantalla oscura.

Más aire, necesitaba más aire. Llegué con dificultad a mi cama y comencé a dar golpes contra la ventana. Después la golpeé con lo único que tenía a mano: un trofeo de fútbol del año anterior, que estaba en mi escritorio. Una y otra vez, golpeé el diminuto jugador de bronce contra el vidrio hasta que lo oí quebrarse. Ya no era un obs-táculo. El aire de mi cuarto parecía sofocante, cada inhalación era una lucha.

Era verdad. Oscuridad era el acosador. Él había enviado los mensajes a Mia. No, yo lo había hecho. Tuviera conciencia de él o no, pudiera controlarlo o no, él era yo.

Las imágenes de las últimas semanas flotaban como fantasmas en el sepulcro de mi mente, un páramo yermo donde rondaban y me hostigaban, pero nunca se quedaban quietas el tiempo suficiente para que pudiera expulsarlas. Algunas visiones fugaces me perseguían: Finn, con la mejilla inflamada, mirándome furioso junto a su armario; Mia, acurrucada con sangre manándole de la cabeza; Addie, sollozando y llamándome a gritos en su sueño hasta quedar con la garganta dolorida.

Luego, las imágenes irrumpieron a través de las compuertas que había construido con tanto cuidado para protegerme, una encima de la otra: los padres de Mia ardiendo en el incendio; Oscuridad de pie en la calle con su sonrisa demente; yo observando a Mia por su ventana; el doctor Freeburg subiendo la mano por la pierna de Mia; el pisapapeles ensangrentado en mi mano; Oscuridad golpeando la cabeza de Mia hasta que lo único que podía ver era su sangre, roja y caliente. Las imágenes no me abandonaban. Eran mi compañía constante.

Y allí estaba él, recostado contra la pared en el rincón de mi habitación. Sus ojos fríos parecían confirmar todo lo que yo sospechaba desde hacía tanto tiempo. Que mi control era una ilusión. Él había tenido el verdadero poder... siempre.

–Conque ahora piensas que conoces todos mis secretos... –Oscuridad rio con desdén y meneó la cabeza–. ¡Cómo me facilitas las cosas!

Hubo golpes en mi puerta. Estaba cerrada con llave. En algún momento distinguí la voz de mamá, que gritaba algo sobre una llave. Parecía asustada. Me pregunté si sabía que corría menos peligro allá fuera que dentro, conmigo. Cerca de la ventana, oí un aullido terrible. Venía de afuera o quizá de mi mente. Tal vez era el sonido que hizo el doctor Freeburg cuando lo maté.

Me asomé por la ventana y vomité entre los arbustos. El aullido cesó. Solo entonces me di cuenta de que yo había emitido ese terrible sonido.

La puerta se abrió súbitamente. En un instante mamá apareció a mi lado, apartándome de la ventana. Me empujó de vuelta a la cama, hablando en tono suave.

–¡Parker! Ay, no; ay, no.

Tomó una toalla de los pies de la cama y con ella me envolvió las manos. Estaba haciendo lo correcto. Alguien tenía que atarme... encerrarme para que todos estuvieran a salvo. Pero era solo para detener el sangrado de los cortes en mis brazos. ¿Por qué estaba sangrando? ¿Era mi sangre o de otra persona?

¿Acaso ella no sabía de toda la otra sangre en mis manos? ¿Del dolor que había causado? ¿No podía parar eso?

–No. No. Tranquilo. Shh, todo está bien.

Tenía el rostro mojado al arrodillarse a mi lado, sus cálidos ojos pardos fijos en los míos.

El músculo de su mejilla se tensó y vi el miedo detrás de sus manos temblorosas. Trataba de ser fuerte, como siempre.

–Es solo una pesadilla. Ya pasará. Shh.

Quise decirle que huyera, que se alejara de mí lo más rápido que pudiera, pero estaba débil. Las palabras me habían abandonado, tan lejos que no podía alcanzarlas. Mis manos y brazos seguían sangrando un poco. Estaba cubierto de sangre por dentro y por fuera: mi ropa, mis sábanas, mis pensamientos.

Oscuridad estaba en el fondo de la habitación. Nos observaba. Cerré los ojos e inhalé el aroma de mamá, una combinación de goma de mascar de menta y loción de rosas que siempre me indicaba dónde estaba mi hogar. Traté de absorberlo, de hacer que me limpiara todos mis pensamientos.

Que se llevara a Oscuridad.

 

* * *

Tenía los ojos cerrados pero no estaba durmiendo. El tiempo era como una pintura abstracta distorsionada que ya no importaba. Había pasado los últimos dos días mayormente observando los sueños de mamá, las paredes blancas de mi vacío o en la cama simulando dormir. Los sueños de mi madre estaban cargados de preocupación por mí. Me llenaban de culpa y no me dejaban hasta la mañana. Aun así, eran mejor que la pesadilla en que se había convertido mi vida.

Tenía comezón en los brazos, en las partes que estaban vendadas. Mis manos estaban sanando más rápido, pero estaba cubierto de cortes y arañazos. Media caja de cartón tapaba el agujero donde había estado mi ventana. Habría podido abrirla y ya. No había sido mi momento más brillante, ni el más cuerdo, para el caso.

Durante mi internación en el hospital me había puesto al día con el sueño, de modo que mi mente más descansada se negaba a darse por vencida como yo quería. Ella quería un plan, y mis emociones desgarradas no podían presentarle un argumento válido en contra. La negación no me estaba llevando a nada. Tampoco el hecho de hacer trizas la ventana con un trofeo, cortarme los brazos y vomitar... aunque había valido la pena el intento.

Había una cosa segura que no dejaba de asomar a la superficie como un cadáver que no estaba bien sujeto al fondo. Tenía que tomar mis de-cisiones ahora que todavía estaba descansado. Era la única manera de estar seguro de tener el control.

Me incorporé en la cama y me calcé un par de zapatos. La casa es-taba en silencio y yo necesitaba aire fresco para pensar. Si podía escabullirme sin que mamá me viera o si ella había salido, podría ir al porche trasero y respirar un momento.

Me puse de pie y me recorrió un escalofrío, me ocurría a cada minuto aproximadamente, como por reloj. No se iba con nada que yo hiciera. Mi cuerpo quería deshacerse de la criatura vil que vivía en su interior. Quería expulsarme, y deseé poder darle el gusto. Probablemente ya había matado a una persona y lo único que podía hacer antes de marcharme para empezar a reparar lo hecho, era asegurarme de no matar a nadie más.

Atravesé la cocina camino al baño. En la mesa había una nota que decía que mamá había ido a hacer compras, de modo que tenía unos minutos para mí. En el baño, traté de mantener los ojos cerrados lo más posible. Un vistazo al espejo me provocó otro escalofrío. Mi piel tenía un extraño matiz verdoso, y a pesar de todo lo que había dormido, mis ojos azules estaban pálidos en comparación con los huecos oscuros que estaban debajo de ellos. Tenía cara de muerte. Tal vez yo era la muerte.

Salí arrastrando los pies por la puerta trasera, saqué al porche uno de los sillones de hierro forjado negro y me desplomé en él. Sentí el metal frío incluso a través de mis pantalones, pero con el frío mi mente se aclaró y pude concentrarme mejor. Me froté los brazos y deseé que el sol se asomara detrás de las nubes tan solo unos minutos antes de ponerse en el horizonte.

De acuerdo, basta de rodeos. Necesitaba un plan. Según mi parecer, tenía tres opciones: podía escaparme, confesar ante la policía o suicidarme.

Golpeé los nudillos contra la mesa de hierro y moví la cabeza. Llevaba demasiado tiempo luchando por mantenerme vivo como para que el suicidio me pareciera un buen plan. Por supuesto, si era la única manera de impedirme volver a matar, matar a Mia, entonces lo haría. Pero sería la última opción.

La confesión también acarreaba sus problemas. Cuanto más lo pensaba, más me convencía de que, si trataba de confesar, nadie me creería. No tenía ninguna manera real de probarlo. Mi testimonio estaría lleno de agujeros lo bastante grandes como para dejar pasar un coche fúnebre.

El sillón crujió cuando me recosté. Suponiendo que pudieran juzgarme como adulto y condenarme (cosas que dudaba) y que no me enviaran a un hospital psiquiátrico (bastante improbable), no podía siquiera empezar a imaginar lo horrendo que sería experimentar todas los sueños de otros delincuentes en la cárcel.

Se levantó viento y movió algunas hojas sobre el pasto. Me estremecí. Una parte de mí sentía que merecía observar los sueños de asesinos y ladrones, que era un castigo justo. La otra parte sabía que empeoraría las cosas. Mi instinto me decía que, si terminaba rodeado de delincuentes, viendo sus sueños y sintiendo sus emociones, Oscuridad asumiría el control cada día más y más.

No. Prefería estar muerto antes que vivo y dominado por Oscuridad.

Me puse de pie, me acerqué a la baranda y apoyé los brazos vendados en la madera gastada. Me quedaba una sola opción. Escaparme era algo nuevo, como huir hacia lo desconocido, pero al menos mantendría fuera de peligro a las personas que me importaban. Quizás al desierto o al bosque, a algún lugar donde estuviera solo. Mi vida, al menos tal como la conocía, había terminado.

Me quedé de pie en el porche hasta que empezó a dolerme el cuerpo por el frío; luego volví adentro, a mi computadora, y me senté. Me sentí vacío al oprimir el botón para encender la pantalla. Cualquier esperanza que podía haber tenido se había retirado a un lugar seguro, en lo más profundo, cuando abrí el primer e-mail y empecé a leer.

Pensaba que, ahora que había aceptado la verdad, recuperaría los recuerdos de cuando envié los mensajes pero no fue así. No estaba seguro de si me había protegido de ellos, o si simplemente Oscuridad los mantenía en privado. Como fuera, me sentí agradecido. Bastaba saber que él tenía ese poder. No necesitaba recordar más que eso.

Durante la hora siguiente, me obligué a leer todas las frases depravadas que le había enviado a Mia. Cada palabra, cada amenaza, cada declaración perversa de amor. Las leí una y otra vez hasta aturdirme. Estaban llenas de imágenes de las pesadillas de Mia: fuego y sangre. La única vez que no había recibido un mensaje había sido mientras yo estaba en el hospital. Habría estado aterrada... aún debía de estarlo.

Me fijé en la fecha del último e-mail y la comparé con la que aparecía en la esquina del monitor de mi computadora: ayer. Anoche, mientras estaba observando otro de los sueños preocupados de mi madre, durmiendo en mi cama por primera vez en casi una semana.

Me acurruqué como un ovillo y me cubrí la cabeza con los brazos en gesto protector hasta que mi cuerpo dejó de temblar. Incluso ahora, tenía menos control de lo que creía.

Volví a abrir el último mensaje e hice a un lado todas mis emociones mientras lo leía. Era el más corto de todos: apenas ocho palabras.

Se acerca la hora... la hora de morir...

Acallé la vocecita en mi cabeza, que se rebelaba contra la idea de que aquellas palabras fueran mías. Ya no podía seguir engañándome. La intención era clara. Una parte de mí, en algún lugar profundo del que yo no quería saber, quería ver muerta a Mia... y pronto.

Pero ¿por qué? ¿Por qué querría que Mia muriera? Ella era la única que podía salvarme.

No importaba el porqué. Los motivos no eran míos: eran de Oscuridad. Debería ser un alivio que al menos una parte de mi mente aún no comprendiera al monstruo que vivía dentro de mí.

En ese momento, burbujas de furia irrumpieron a través de mi estupor. Él lo había arruinado todo. Me había robado mi última esperanza, mi vida, mis amigos, hasta la posibilidad de morir cerca de mis seres queridos. Oscuridad era mi enemigo, y sentí ese impulso de matar que había sentido en el sueño del doctor Freeburg. Sabía que, si pudiera, me dejaría llevar por ese instinto. Mataría a Oscuridad. Era peligroso para mí y para todos los que me rodeaban. Mis ojos bajaron hacia mis manos. Estaba aferrado al teclado con tanta fuerza que la piel bajo las uñas de mis pulgares se puso púrpura.

Pero ¿cómo puedo combatir a un enemigo que está dentro de mí?

Mi furia explotó como un volcán, y arrojé el teclado contra la pared. Volaron teclas como fragmentos de vidrio y cruzaron la habitación con velocidad letal, pero luego rebotaron, inofensivas, al suelo... igual que yo. Tenía un enemigo y quería destruirlo, pero no había nada que pudiera hacer. Me sentía impotente.

Apagué la computadora y las luces como en cámara lenta. Cerré la puerta, le eché llave y me desmoroné en el borde de mi cama como un papel estrujado.

Aceptar la verdad me dio cierta paz. Si no tenía poder, ¿por qué pelear?

En la quietud, dejé que mi mente se pusiera en blanco. Mi voluntad se retiró. Fuera como fuese la muerte, ¿podía ser peor que eso?

Se abrió la puerta de la cochera y oí los pasos de mamá en la cocina. Pronto me marcharía y ella quedaría sola. Las imágenes de su dolor por la partida de papá se me clavaron en la mente como puñales, y cada uno me hacía sangrar más que el anterior. Me incorporé, inhalé rápidamente y dejé que el oxígeno me curara las heridas del cerebro.

No podía dejar que creyera que yo también la había abandonado. Finn, Addie... no quería que ninguno de ellos pensara eso. Esto era algo que yo podía controlar. No dejaría que Oscuridad les hiciera más daño del que ya les había hecho.

Oí unos golpes en mi puerta, y la abrí. Me dolió demasiado ver las líneas de preocupación en el rostro de mi madre. La envolví con un brazo, la atraje hacia mí y la abracé. Ella se relajó contra mí y rio.

–Gracias a Dios –fue todo lo que dijo. Su alivio me dio ganas de sonreír y gritar al mismo tiempo.

–Te amo, mamá.

–Lo sé, cariño. Yo también te amo –suspiró–. Todo va a estar bien.

Mamá me palmeó la espalda y me sentí como si tuviera cinco años otra vez. De alguna manera, sabía que ella tenía razón. Para mis seres queridos, arreglaría las cosas... del único modo que sabía hacerlo. Les explicaría por qué tenía que marcharme. Les diría lo que sentía por ellos. Cuánto lo lamentaba.

Les diría la verdad.

 

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