Inferno

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El precipicio tenía paredes de roca que caían casi a pico. Pude verlas mientras bajaba y cuando me di cuenta de que no había ningún asidero supongo que decidí resignarme. Un par de segundos después yacía en el fondo, con los huesos rotos, contemplando aquel cielo inexistente.

El mar de dolor hacía que me resultara imposible saber qué estaba roto y qué solamente magullado. Pero recordé que siempre es mejor no mover a las víctimas de un accidente. Intenté no moverme.

Un leve roce cerca de mí.

—¿Benito?

—Aquí.

—¿Estás herido?

—Sí.

—Yo también.

—Creo que estamos fuera de su camino. Lo único que debemos hacer es aguardar hasta habernos curado.

¿De qué camino estaba hablando? No me atrevía a mover la cabeza pero moví los ojos. Me encontré contemplando los pliegues de la túnica que cubría a una estatua dorada de tamaño natural. Como información, no era gran cosa.

—¿Y Billy? —pregunté.

—Pobre Billy. Sus impulsos violentos le traicionaron.

—No seas tan condenadamente filosófico. ¡Tenemos que salvarle!

—¿Cómo?

—Bueno…, supongo que primero debemos esperar hasta curarnos. ¿Dónde crees que le habrán puesto? ¿En el mismo abismo que a esos politicastros?

—Mira hacia el risco.

Algo que parecía una cuerda interminable estaba cayendo del cielo. Caía muy despacio, casi igual que si no tuviera peso. Cuando estuvo más cerca vi que era más grueso que una cuerda, y que al final tenía una especie de borla peluda… ¿Dónde había visto yo algo parecido?

Cuando estuvo encima de nuestras cabezas pareció vacilar durante unos segundos y después empezó a bajar igual que un gusano ciego. Se ocultó detrás de las rocas y empezó a subir… y el extremo estaba enroscado alrededor de algo que se movía. Billy.

—Minos —dije—. Es su cola.

—Sí.

Antes de que pudiéramos movernos, Billy estaría nuevamente en la isla del río de sangre… o en el río; había salido de la isla por voluntad propia. Ya no podíamos hacer nada por él. Dejé escapar un suspiro y aparté mis ojos de aquella minúscula figura que no paraba de retorcerse prisionera en la cola infinita de Minos.

Y la estatua se había movido.

Había recorrido un metro. Moví la cabeza, sin preocuparme por las consecuencias. Mi cuello seguía entero. Y bajo la túnica dorada había dos pies humanos. Mientras lo observaba uno de ellos se movió sus buenos quince centímetros.

—Benito. Debajo de esos trajes hay hombres.

—Y mujeres —dijo Benito—. Los hipócritas religiosos.

Se puso en pie con mucha cautela para ver si ya estaba curado. Y, al parecer, lo estaba. Me ayudó a levantarme pero sentí un agudo dolor en las costillas. Me apoyé en la roca y decidí esperar un poco más.

Túnicas doradas se movían a nuestro alrededor tan despacio como caracoles. Dentro de aquellos ídolos dorados había hombres y mujeres pero lo único que se podía ver de ellos eran sus pies descalzos y los rostros, medio ocultos por sus enormes capuchones. Uno de ellos se detuvo y se dio la vuelta, con aquella terrible lentitud que parecía típica de todos sus movimientos.

—¿Os habéis perdido? —preguntó. Benito dijo que no.

—¿Y tú? —le pregunté.

—Oh, no. Éste es el sitio donde debo estar. —Hablaba con un fuerte acento difícil de identificar—. Llevo aquí el tiempo suficiente para haberme convencido de que Dios también cree que es aquí donde debo estar.

—¿Cuánto hace de eso?

—Me han dicho que en la Tierra han pasado más de mil años.

—Eso me parece un poco difícil de creer —le dije—. Nuestro idioma no es tan antiguo.

—Lo sé —dijo el sacerdote—. Nos enseñamos los unos a los otros. Aprendí este idioma de alguien que llegó recientemente, una tal Amie Semple McPherson. No tenemos nada que hacer, aparte de ir y venir por este camino interminable y, como puedes imaginarte, es más fácil enseñarnos los unos a los otros que no buscar a un compañero que hable tu mismo idioma.

—¿Por qué no paráis y descansáis un rato? —le pregunté. Sus cansados ojos grises me estudiaron desde el interior del capuchón dorado.

—Casi me dan ganas de caer sobre ti… Pero quizá no sepas de qué estás hablando. Si me paro esta túnica empieza a calentarse. Ahora ya está demasiado caliente. Se calienta muy despacio, y el enfriarse es tan lento como el calentarse. Y ahora, adiós. —Empezó a darse la vuelta.

—Podríamos ir contigo —dijo Benito.

—Eso me resultaría muy agradable. —Acabó de dar la vuelta y su pie empezó a moverse en una lenta y vacilante zancada.

Me levanté. El dolor de mis costillas se había convertido en un leve pinchazo.

—¿Cuánto pesa esa túnica? —le pregunté.

—Nunca he llegado a pesarla. Me han dicho que está hecha con plomo dorado. Una tonelada, quizá.

—¿Qué hiciste?

—¿Importa acaso? Era joven, no llevaba muchos años siendo sacerdote. Pero el final de los primeros mil años posteriores al nacimiento de Cristo se acercaba. La gente empezó a tenerle miedo al fin del mundo. Les insté a que abandonaran todas sus propiedades. Les dije que debían dárselas a la Iglesia. Nos hicimos muy ricos.

—Podríais habérselas devuelto después.

—No se las devolvimos.

—¿Y todos vosotros acabasteis aquí? ¿La orden entera?

—No. Algunos estaban realmente convencidos de que el mundo iba a terminar. Algunos creían que una Iglesia rica podría servir mejor a las almas. Pero yo nunca creí que fuera posible predecir la Segunda Venida y disfruté de las riquezas. Yo… ¿Necesitas saber más? En aquellos tiempos ser miembro de la Iglesia era maravilloso.

Benito me dio una palmadita en el hombro y señaló hacia delante.

—Ahí está nuestra salida. Los escombros del puente.

Había sido un puente, tan grande y curvado como aquellos que habíamos cruzado antes. Ahora no era sino un montón de roca y cascotes. Los miré, lleno de curiosidad, pero no parecían distintos a las otras rocas que había visto y pude darme cuenta de que aquí abajo las leyes habituales de la resistencia física no funcionaban. No era ninguna sorpresa.

—¿Qué le pasó? —pregunté—. ¿Un terremoto?

—Me han explicado que a la muerte de Cristo el Infierno tembló —dijo el sacerdote.

—Eso dice Dante —añadió Benito—. Después, Cristo vino al Infierno y derribó la gran puerta de la muralla de Dis.

—Debía estar enfadado por algo. Supongo que el ser crucificado puede ponerte de bastante mal humor.

—Yo no me lo tomaría tan a broma, Allen. Mira a tu alrededor. —Antes de que pudiera responderle, Benito ya había empezado a trepar por las ruinas del puente.

La imagen seguía pareciéndome ridícula. Se suponía que Cristo era amable y bondadoso. Usar un látigo contra los cambistas del templo era una cosa; portarse igual que un héroe de tebeo era otra muy distinta. Intenté imaginarme a esa figura herida, medio desnuda y cubierta de sangre arrancando de sus goznes aquellas tremendas puertas de hierro, mientras que el halo ardía ferozmente alrededor de Su Cabeza…

Decidí olvidarme de ello y empecé a trepar siguiendo a Benito. Puse a prueba cada asidero pero aun así algunas de las rocas eran bastante resbaladizas o estaban sueltas. Al final apenas si había cascotes y tuvimos que agarrarnos a cada hueco con los dedos de las manos y los pies. Allí fue donde tuve que contener un repentino y violento impulso de echarme a reír.

Benito no habría sido capaz de apreciar el chiste. Pero… no me extrañaba que Cristo se hubiera enfadado. Algún oficinista debía haber intentado entregarle el Impreso D-3457839y-4583.

El séptimo abismo era enorme. Me detuve al extremo del puente y me maravillé ante aquel delgado haz de piedra que lo atravesaba. El acero al carbón no habría podido resistir semejante tensión; pero el puente estaba hecho de piedra sin cemento ni mortero, como el puente en ruinas que habíamos dejado atrás. Otro milagro. ¿Y qué?

Empezamos a cruzarlo.

El abismo estaba muy oscuro. Lo poco que pude ver producía una vaga impresión de terrario para reptiles: un constante y lento deslizarse y unas bruscas oleadas de rápidos movimientos.

Benito me tiró del brazo.

—Allen, ¿por qué te paras?

—¿Qué hay ahí abajo?

—Ladrones. El robo es el más provechoso de todos los pecados, y resulta muy popular. Dime, Allen, ¿esperas ver algo que te complazca?

Me había pillado. No, no era eso. Pero…

—Soy escritor. Tengo la curiosidad de diez hombres normales. ¿A qué viene tanta prisa? ¿Corremos peligro?

—Te recuerdo que somos fugitivos.

Le miré, asombrado.

—Gerión podría habernos detenido. Minos podría habernos detenido. Y no lo hicieron.

—Los demonios que hemos dejado atrás podrían habernos capturado. Oh, está bien, Allen. El auténtico peligro se encuentra en el próximo pozo. Tendremos que cruzarlo rápidamente.

—De acuerdo. —Y volví a mirar hacia abajo. Reptiles, sí. Allí abajo había hombres y mujeres… y lagartos cuyo tamaño iba desde el chihuahua hasta el gran danés, y serpientes en una variedad de tallas y tamaños aún mayor. Vi cómo un diminuto lagarto escarlata saltaba de una grieta en la roca para morder a un hombre en el cuello. Cuando volví a mirar el hombre estaba ya medio oculto por una nube de humo. Benito estaba mirándome a mí, no a ellos. Bueno, que esperase.

El suelo estaba cubierto de rocas de todos los tamaños. Una mujer bastante corpulenta de cabellos canosos vino corriendo hacia nosotros, haciendo eses, con los ojos clavados en el suelo. No le sirvió de nada. Se metió por entre dos rocas y cayó de bruces, gritando desesperadamente. La pitón que la había estado siguiendo la cogió cuando intentaba seguir corriendo con un solo pie. Subió por su pierna y le mordió en el ombligo.

Tanto la mujer como la serpiente se quedaron inmóviles. Empezaron a cambiar.

—Allen…

Le hice un gesto de que se callara. Estaban cambiando: la mujer se derretía convirtiéndose en un cuerpo liso y desprovisto de miembros, a la serpiente le estaban brotando brazos, piernas y una cabeza con pelo. Un instante después ya no quedaba ni rastro de la mujer.

El hombre delgado que había sido una serpiente se puso en pie, sonriendo.

—Gracias, Gladys —dijo, y se alejó.

—Le ha robado la forma humana —dije yo—. Que me… ¡Le ha robado la forma humana!

—Ya volverá a recuperarla. Es probable que en vida se dedicara a comprar bienes robados… ¿Cómo les llamáis? Una perista.

—Sí. Uf.

—¿Estás listo para seguir?

—Sí. —Me di la vuelta y le seguí. Uf. Le había robado la forma humana. ¿Cómo podría explicar eso un escritor de ciencia ficción? Un holograma dibujado mediante ordenador. Podía ser. Ahí abajo estaba bastante oscuro. Pero no creía que fuera eso.

El puente empezó a descender. Bajamos. Benito giró hacia la izquierda por la cornisa que había entre el séptimo pozo y el octavo. Se le veía claramente nervioso. A mi izquierda, en la oscuridad, estaban pasando cosas bastante interesantes, pero decidí mirar hacia la derecha, buscando el peligro que Benito esperaba.

Parecía un enjambre de luciérnagas, o una autopista vista desde un aeroplano o…

Esta noche, esta noche

Esta noche y todas las noches

Fuego, granizo y luz de velas

Y que Cristo acoja tu alma.

Había encontrado granizo en el Círculo de los Glotones y fuego en el desierto. Y aquí estaban las velas, por fin: las llamas de unas velas enormes moviéndose en la oscuridad.

Cuando llegamos al otro puente todo seguía igual de oscuro. Benito seguía dándome prisa.

—Aquí no verás nada. ¿Qué ocurre, tanto te gusta el Infierno que quieres seguir más tiempo en él?

La penumbra negro amarillenta estaba repleta de llamas que se movían… y que se detuvieron, agrupándose bajo nosotros.

—¿Quiénes son? —le pregunté.

—Dante llama a esto el Bolgia de los Consejeros Malvados.

—Eso no me dice gran cosa. Y sigo sin saber a qué le tienes miedo.

Una voz que llegaba del abismo me respondió…, una voz en la que apenas si había nada de humano. Vibraba igual que la cuerda de un arpa. Venía de la punta de una de esas grandes llamas.

—Teme ser recibido en su hogar.

Miré a Benito. Asintió, sin mirarme.

—¡Baja! —le gritó una de las llamas. Aquella voz temblorosa tenía un extraño poder. La punta de la llama vaciló y se volvió hacia mí—. ¡Si eres norteamericano, hazle caer! ¡Es Mussolini! ¡Benito Mussolini!

Me volví hacia Benito, atónito. Él se encogió de hombros.

¿Mussolini?

Otra voz brotó del pozo.

—Tú eres norteamericano. Reconozco tu acento. ¿Comprendes? ¡Ése es Mussolini! ¡Arroja a ese bastardo aquí abajo, que es donde debe estar!

—¿Quién eres tú?

—¿Importa acaso? Yo di mi aprobación al bombardeo de Dresde.

Una voz con acento británico habló desde las llamas.

—Y yo dirigí la misión. Puede que éste sea el sitio donde debemos estar, yanqui, pero ese cerdo también debería estar con nosotros.

Benito había empezado a retroceder. Di unos pasos hacia él y Benito giró sobre sí mismo y echó a correr. Logré alcanzarle junto al siguiente pozo y le hice tropezar. Benito cayó pesadamente al suelo y yo me senté sobre él. No podría conmigo.

—¡Mussolini! —grité.

—¡Te saqué de la botella de un genio! —protestó.

—¡Y me llevaste hasta aquí, haciendo que me adentrara en el Infierno! —Mussolini. ¿Qué mejor elección para trabajar como agente del Diablo, para vagar por el Infierno corrompiendo almas ya medio corrompidas? Probablemente Hitler también andaría suelto. Si nos hubiéramos tropezado con él no me habría costado tanto adivinar la verdad. Recordé todas mis sospechas y todas las cosas inexplicables que habían ocurrido durante nuestro descenso. ¡No era extraño que pudiera dar órdenes!

Bueno, ahora sabía quién era y sabía en qué sitio debía estar. Estábamos junto al noveno abismo, pero le cogí por los talones y le llevé a rastras hasta el octavo. Se resistió igual que un pez fuera del agua. Se agarraba a las rocas e incluso logró arrancar un par del suelo, aunque no le sirvió de nada.

El abismo ardía bajo nosotros, iluminado por la muchedumbre que se había congregado para darle la bienvenida a Benito. Le hice rodar por el borde. Cuando caía dejó escapar un grito ahogado. Antes de que chocara con el fondo su cuerpo se cubrió de llamas. Su fuego era muy brillante, más que el de casi todos los que le rodeaban.

Me di la vuelta y seguí caminando.

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