Inferno

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Ése era el último de los bolgias. Ahora mi camino me llevaba a través de un rocoso paisaje desértico. Me di la vuelta y contemplé los diez cañones que se alzaban a mi espalda: de algunos brotaba luz, otros estaban indicados por nubes de humo o por las ondulaciones del aire recalentado. No había sido un viaje agradable.

A lo lejos, por entre una penumbra crepuscular de las que hacen que los conductores enciendan sus faros, vi lo que parecía ser un grupo de grandes torres. No había nada más que ver, nada en absoluto.

Los malignos consejos de Benito me habían llevado hasta aquí. Ahora ya era demasiado tarde. Podía retroceder un trecho, probablemente hasta el quinto pozo, posiblemente hasta llegar al risco. Pero jamás podría convencer a Gerión de que me llevara hasta lo alto de ese acantilado… y Allen Carpentier había pasado por demasiados sitios que podían resultar adecuados para él.

Quizá pudiera hablar con el monstruo y persuadirle de que llamara a Minos. Eso me llevaría hasta el Vestíbulo. Sí, y de vuelta a la botella. Si tenía suerte. No había olvidado que internarse tanto en el Infierno quizá ya fuera un crimen. Minos me había dicho que podía acabar escogiendo un destino mucho peor que la «justicia». Quizá ya había hecho esa elección.

O… podía quedarme sentado allí mismo. Esta frontera vacía era el sitio adecuado para pasar una buena parte de la eternidad antes de que algún ángel se fijara en mí.

Me senté.

Aquel sitio resultaba muy apacible.

De hecho, era el único lugar totalmente vacío que había visto en todo el Infierno. ¿Por qué? Quizá estaba reservado para algún pecado que aún no había sido inventado… Por ejemplo, algún resultado de la genética o la investigación sobre el cerebro. Quizá en algún momento del futuro me viera obligado a marcharme de allí a toda velocidad.

Mientras tanto, era mejor que la botella. Podía verme el ombligo.

El tiempo pasó sin dejar ninguna huella de pisadas. Días, creo. Los malos olores del Infierno seguían saturando mis fosas nasales. Aquel ruido de fondo omnipresente podría haber resultado casi relajante de no ser porque sabía qué era: millones de gritos y gemidos que la distancia confundía en un solo sonido. Pero allí no había nada ni nadie que me hiciera daño. No tenía que ver a gente cortada en rebanadas, o quemada, o torturada por las enfermedades, o aplastada por coches demoníacos, o con sus cuerpos alterados de maneras obscenas y grotescas.

Seguí sentado y me dediqué a pensar en el pasado. Pensé distraídamente en qué podían ser aquellas torres visibles en la oscura lejanía. Me pregunté cuáles serían los propósitos de Benito y por qué había querido traerme hasta aquí. Pero nada de todo aquello parecía importar. Pensé que ahora ya no me quedaba nada, ni tan siquiera la curiosidad.

Eso habría resultado muy agradable. Me habría gustado desconectar mi mente durante mucho tiempo. Pero mi mente no quería dejarse desconectar. Fuera cual fuese la paz que había encontrado aquí, el Infierno seguía estando a mi alrededor y la necesidad de saber el porqué de su existencia me torturaba.

Dios había creado las almas humanas; ¿no habría podido borrar de la existencia a las que no le habían salido bien? Dios había creado el sueño; ¿no podía hacerles dormir para siempre? No encontré ninguna buena excusa que justificara la existencia del Infierno. Pero pensé en unas cuantas malas excusas que resultaban bastante inquietantes:

El universo se desprendería de su eje si las agonías del Infierno no sirvieran de contrapeso a la felicidad del Cielo.

O: Parte de la felicidad del Cielo era saber que montones de personas malvadas sufrían de forma terrible.

O la vieja respuesta de siempre: Estábamos en manos de un poder infinito e infinitamente sádico.

Empecé a ponerme nervioso. Mis ojos volvían una y otra vez hacia las torres: unas borrosas sombras grisáceas en el horizonte. ¿Rascacielos? ¿Una ciudad en el Infierno? ¿Los alojamientos para las cuadrillas de reparaciones de Infiernolandia? ¿O eran la auténtica entrada, la entrada para turistas?

Pero ahora me limitaba a juguetear con esas ideas. Ya no creía en Infiernolandia. Esto era el Infierno, y yo lo sabía. Finalmente, comprendí qué era lo que me ponía nervioso.

A efectos prácticos, volvía a estar dentro de la botella.

Me puse en pie. Fui hacia las torres. Echarles un vistazo no me haría ningún daño.

No eran torres.

Eran gigantes, humanoides colosales enterrados en el suelo del ombligo para abajo. Me detuve cuando aún me faltaba una distancia prudencial para llegar a ellos y los observé. Sus inmensos ojos me descubrieron, clavándome al paisaje igual que si fuera una mariposa en un cartón, y acabaron apartándose de mí. No era digno de su atención.

Me alegré. Aunque resultara totalmente irracional, tenía la sensación de que aquellos ojos tan tremendamente profundos podían ver cuanto había que saber sobre mí.

Uno de ellos estaba loco. Me miró con ojos llenos de esperanza y dijo, «¿Ildurb fistenant imb?». Y, al ver que no le respondía, pareció entristecerse. Un lenguaje incomprensible, un ser extraño. ¿Qué hacían estas criaturas en un Infierno humano?

Desde luego, no estaban aquí para servir al Gran Jujú. No, eso estaba claro. Kilómetros y kilómetros de cadenas mantenían sus brazos pegados a los flancos.

En la Biblia había gigantes y en la mitología titanes. Pero ningún arqueólogo había encontrado jamás huesos humanos de tal tamaño. ¿Y cómo podían sobrevivir en la gravedad de la Tierra? La ley del cuadrado inverso tendría que haberles convertido en montañas de hamburguesa.

Quizá no pertenecían a este universo. ¿Un ejército invasor de otro universo obra de otro creador? El escritor de ciencia ficción que había dentro de mí, el difunto Allen Carpentier, sentía grandes deseos de verles las piernas y los pies. Para sostener semejante peso debían ser desproporcionadamente grandes y robustos…, a menos que se hubieran desarrollado en un campo gravitatorio menos potente.

Mientras tanto Carpentier, el alma condenada prisionera, estaba examinando las cadenas que mantenían prisionero a otro gigante.

Pues los gigantes se encontraban enterrados ante una muralla que llegaba a la altura del mentón: el suyo, no el mío. La muralla parecía demasiado lisa para trepar por ella. Fui hacia el gigante encadenado, dispuesto a salir corriendo, pero no fue necesario. La cadena parecía tan resistente como el cable de un ancla. Quien le hubiera envuelto con ella tenía buen ojo para los detalles. Con suerte quizá pudiera enarcar las cejas, pero no mucho más.

Bien, ¿qué habría hecho Benito? Trepar por el gigante, claro está.

La idea de trepar por semejante monstruo me hizo vacilar, pero estaba seguro de que podía hacerlo. Iría por la cadena, poniendo los pies en los eslabones, hasta llegar a su hombro; cuidado con los dientes, no vayan a cerrarse de golpe, pillándote. Después bajaría hasta la pared y saltaría.

Si Benito había dicho la verdad…, si lo que recordaba de Dante era cierto…, entonces estaría en el último Circulo del Infierno, el Círculo de los Traidores. Traidores a la nación, a su señor, a su benefactor, a sus padres y parientes. Una gran llanura de hielo, con los traidores incrustados en ella. Lo único que podía impedirme cruzarla era el frío, y sabía que ahora no podía morirme de frío.

Parecía tan sencillo… ¿Qué se habría olvidado de contarme?

Recordaba bastante bien la gran llanura de hielo. El estudiante se había llevado una sorpresa considerable al descubrir que una parte del Infierno ya estaba helada. Benito no había dicho nada que entrara en contradicción con mis recuerdos de cuando leía a Dante.

Pero tenía que haber algún truco escondido. Benito gozaba de cierto poder en el Infierno. Le había dado órdenes a varios esbirros del Infierno. Y en el gran pantano, cuando se enfrentó con aquel hombre que parecía un tanque, había demostrado poseer una fortaleza demoníaca.

Carpentier, ¿por qué no te trató igual?

Quizá fue porque se sentía culpable. Se había retorcido y había arañado el suelo pero no había llegado a pegarme…, ni una sola vez. Había arrancado rocas mientras intentaba sujetarse a ellas pero no había intentado golpearme con ellas. Y pese a todo ese supuesto salvoconducto suyo, ahora volvía a estar allí donde Minos le había mandado, con los Consejeros Malvados.

Quizá Satanás o Dios o el Gran Jujú habían emitido alguna especie de juicio sobre Benito. Usándome como agente suyo.

Pero, ¿por qué no había luchado conmigo?

El gigante intentó liberarse. Las cadenas apenas llegaron a tintinear.

Por ese lado, no había peligro.

Te retuerces y te esfuerzas, pero no hay forma de escapar. A mí me pasa igual, gigante. Lo mirase como lo mirase siempre obtenía la misma respuesta. Allen Carpentier podría entrar en el Círculo de los Traidores con una facilidad casi inverosímil…, el sitio de castigo para aquellos que habían traicionado a sus benefactores.

Estuve pensando en ello durante mucho tiempo. Después di la vuelta y regresé por donde había venido.

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