Inferno

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Mientras hubo peldaños pudimos avanzar sin problemas.

Desgraciadamente, no tardaron en llevarnos hasta una ladera bastante abrupta cuyo ángulo de inclinación seguía siendo de unos cuarenta y cinco grados, más o menos. Y, al mismo tiempo, empezó a hacer viento. Benito y yo nos pusimos de cara a las rocas y seguimos bajando a cuatro patas.

De hecho, el huracán que soplaba dentro de mi cabeza (¿Dónde guarda su cola esa criatura que se parece a Minos? ¿Quién es Benito, cómo puede darle órdenes a un ser inhumano que juzga a todos los que se presentan ante él? ¿Será esto el Infierno de un escritor de ciencia ficción, un sitio donde todas las leyes físicas funcionan caprichosamente y los enigmas carecen de respuesta?), no era nada comparado con el huracán hacia el que estábamos avanzando. Nos pegamos a la roca, agarrándonos a ella y buscando asideros en el suelo.

—Minos te llamó Carpenter en vez de Carpentier —gritó Benito.

Yo mismo había estado preguntándome cómo era posible que aquel monstruo hubiera llegado a enterarse de eso.

—Es mi auténtico apellido —le grité a Benito—. Añadí la «i» para hacerlo más interesante y fácil de recordar. Escribí con ese nombre. —Y cuando hablaba conmigo mismo (pero eso no se lo dije) hablaba con Carpentier. Había adquirido esa costumbre cuando estaba esforzándome por aprender de memoria la pronunciación de mi nuevo apellido.

Llegamos a una gran cornisa. Me quedé tumbado en el suelo y miré a mi alrededor.

Alguien estaba bailando, con el aullido del viento como música.

Era todo huesos, barriga y una larga cabellera que empezaba a encanecer por las sienes. Saltaba, bailaba y agitaba los brazos igual que un pájaro, con una hosca decisión en su poco agraciado rostro.

—Eh, amigo… —le grité al viento. No esperó a oír mi pregunta.

—¡Si pudiera despegar! —gimió—. ¡El tipo del casco tiene una docena!

¡Eh, lo había acertado a la primera! ¡Estaba metido en un manicomio del futuro concebido para albergar psicodramas a gran escala! Que intenten llevar a la práctica sus delirios y quizás acaben encajando en esa sociedad imposible de imaginar que les ha expulsado de su seno… Y en ese maravilloso instante, antes de seguir la dirección de su mirada, tuve respuestas a todas las preguntas.

El aire estaba lleno de gente que volaba. No es que consiguieran volar adonde querían, claro está. El viento les dominaba. Les metía en un embudo de aire y, un instante después, les hacía salir despedidos en todas direcciones. Una ráfaga de aire les hizo avanzar; la ráfaga chocó contra la montaña y las corrientes producidas por el impacto hicieron girar locamente a los prisioneros del viento. Volaban igual que Kleenex usados en un huracán pero parecían personas, y aullaban igual que nativos de Kansas a los que un tornado ha pillado fuera de sus casas.

La mayor parte de ellos formaban parejas: un hombre y una mujer. Pero vi a un hombre rodeado por una docena de chicas, un amasijo de cuerpos que giraba en la punta de una columna de aire ascendente.

El tipo huesudo de la cornisa echó a correr agitando los brazos. En la base de la colina había unos cuantos hombres y mujeres, y todos intentaban volar. Me agarré con todas mis fuerzas a la roca y seguí tal y como estaba.

—Los Carnales —gritó Benito intentando hacerse oír por encima del viento—. Son los que destrozaron sus vidas por culpa de la lujuria. Supongo que esos de ahí abajo son los amantes que no lograron ser correspondidos. Cuando lleguemos a la siguiente cornisa estaremos más seguros. —Empezó a reptar.

—¡Benito! ¡Eso es! —grité—. ¡Saldremos de aquí volando!

Se dio la vuelta y me miró, asombrado. Fue un error. El viento se deslizó por debajo de sus hombros, le alzó en vilo y le arrojó hacia mí.

Logré cogerle por el tobillo. Estuvo a punto de arrancarme el brazo, pero tenía los dedos metidos en una grieta y aguanté. Benito se dobló sobre sí mismo y fue tirando de mi antebrazo hasta quedar nuevamente pegado al suelo.

—Gracias —gritó.

—De nada. Ojalá pudieras haber visto tu expresión. —Estaba bastante contento de mí mismo, como si hubiera logrado coger al vuelo un vaso que el codo de alguien había hecho caer de la mesa. ¡Buenos reflejos, Carpentier!—. Saldremos de aquí volando —le grité alegremente al oído—. Volaremos por encima de la pared. ¡Construiremos un planeador!

—Hubo un tiempo en el que yo también era muy tozudo. Quizá aún lo sea. Allen, ¿es lo que deseas?

—Puedes apostar a que sí. Construiremos un planeador. ¡Escucha, si pesamos tan poco que la primera ráfaga de viento que sopla es capaz de arrastrarnos, probablemente no necesitaremos nada mucho más complicado que una gran cometa! Eh, busquemos un refugio y hablaremos del asunto.

Empezamos a reptar.

El clima fue cambiando a medida que perdimos altitud. Pero no mejoró. El viento se fue calmando; ya no necesitábamos agarrarnos a las rocas y podíamos oírnos hablar. Pero una llovizna helada empezó a caer sobre nosotros.

No paraba de pensar en el planeador y la pérdida de altura empezó a molestarme.

—Necesitamos un sitio donde construirlo —dije—. Un sitio protegido del viento. Necesitamos tela, un montón de tela, y necesitamos madera. Probablemente también necesitaremos herramientas.

Benito asintió.

—Hay un sitio… Un gran pantano, la Estigia. Allí crecen árboles. En cuanto a la tela y las herramientas, podemos cruzar la Estigia y obtenerlos de la pared.

—¿Cuántas paredes tenéis aquí?

Benito sonrió secamente.

—Ninguna como la que nos espera. Hierro al rojo vivo.

Le creí. Infiernolandia no parecía un sitio demasiado sutil.

—¿Queda muy abajo? A cada paso que damos perdemos un poco de altura.

—Aún falta una buena distancia. —Benito se rió—. Un planeador… Quizá seas el primero que ha pensado en eso. Si podemos lanzarlo desde la colina que domina la Estigia, podremos usar las corrientes de aire caliente producidas por las paredes al rojo vivo. —Dijo, y volví a encontrarme metido en la lluvia helada.

Habíamos llegado a otro nivel distinto. Me puse en pie y miré a mi alrededor. Barro semicongelado extendiéndose por doquier. Y en el barro había seres humanos, medio hundidos en él igual que troncos. La lluvia estaba convirtiéndose en granizo. Un agua fría y llena de basuras empezó a fluir junto a mis tobillos.

—Contemplad el distrito de los alquileres más bajos —dije.

Logré que Benito dejara escapar una risita.

—Todavía no —dijo, y si hasta ahora me había faltado poco para temblar, decidí que ya había llegado el momento de hacerlo. Movió su brazo, señalando con él cuanto nos rodeaba, y dijo—: Los Glotones.

—No tengo ganas de verles. Venga, sigamos avanzando.

Y nos adentramos por entre el fango.

Pese a la oscuridad y a estar medio cegado por el granizo logré no pisar a ninguna de aquellas víctimas medio enterradas. Algunas alzaron la cabeza para vernos pasar, obsequiándonos con miradas en las que se leía la misma y cansada desesperación, y volvieron a inclinar la cabeza en cuanto nos alejamos.

El número de hombres y mujeres era aproximadamente idéntico, y sus cuerpos iban desde una agradable opulencia hasta la obesidad y la gordura más repugnante. Había tres o cuatro en tan mal estado como la mujer del Vestíbulo. Me pregunté si les complacería saber cuál había sido su destino.

Y hubo un momento en el que me limpié el barro de los ojos, dejando escapar un imaginativo torrente de maldiciones, y cuando aparté la mano le encontré delante mío, mirándome; un hombre de largos cabellos rubios con la misma constitución que un atleta olímpico.

—Allen Carpentier —dijo con tristeza—. Así que también tú has caído en sus manos…

Examiné su rostro con algo más de atención y logré reconocerle.

—¿Petri? ¡Jan Petri! ¿Qué estás haciendo aquí? ¡Tú no eras un glotón!

—Jamás hubo hombre alguno menos culpable del pecado de gula que yo —dijo con amargura—. Mientras que todos esos desgraciados se atracaban con cuanto se les ponía a tiro, desde la carne de cerdo hasta las babosas de jardín —y, Allen, la verdad es que tú hacías igual que ellos—, yo cuidaba de mi cuerpo. Alimentos naturales. Vegetales orgánicos. Nada de carne. Nada de sustancias químicas. No bebía. No fumaba. No… —Logró contenerse antes de terminar la frase—. No te pagué para que fueras mi abogado, ¿verdad? No sé por qué he de contarte todo esto… Tú también has acabado aquí. Pertenecías a los CERDOS, ¿no?

—Sí. —Se refería a los Comensales Especialmente Refinados Del Obsceno Sibaritismo, cuyo único propósito en la vida era ir de restaurantes. Me había unido a ellos porque algunos de sus miembros me caían bastante bien—. Pero no pienso quedarme aquí. Creo que no es el sitio adecuado para mí.

Se limpió el rostro, intentando verme con más claridad.

—Bueno, ¿y adónde vas?

—Quiero salir de este sitio. ¿Por qué no vienes conmigo? —No resultaría un compañero muy agradable, al menos hasta que hubiéramos conseguido darle un baño, pero sabía que no nos haría ir más despacio. De todos los fanáticos de la salud que he conocido no había ninguno que pudiera igualar a Petri. Solía correr quince kilómetros al día. Pensé que podía ayudarnos a construir el planeador.

—¿Y cómo vais a salir del Infierno?

Vaya, así que también habían logrado convencerle…

—Iremos cuesta abajo durante cierto tiempo. Después…

Petri ya había empezado a menear la cabeza.

—No vayas hacia abajo. He oído contar cosas sobre algunos de esos sitios. Ataúdes al rojo vivo, demonios… Lo que quieras y más.

—No pensamos ir muy lejos. Vamos a construir un planeador para que nos lleve por encima de los muros.

—Ah, ¿sí? ¿Y dónde iréis luego? —La idea parecía divertirle mucho—. Lo único que conseguirás es meterte en más líos, ¿y para qué? Lo mejor que puedes hacer es conformarte con lo que te den, por muy injusto que te parezca.

—¿Injusto? —le preguntó Benito.

Petri se volvió rápidamente hacia él.

—¡Sí, infiernos, injusto! ¡No soy ningún glotón!

Benito meneó la cabeza, profundamente entristecido.

—La glotonería es prestarle una atención excesiva a las cosas de la tierra y, sobre todo, a lo que comes o dejas de comer. Lo que importa es la obsesión, no la cantidad.

Petri le contempló en silencio durante unos segundos.

—Vete a la mierda —acabó diciéndole con voz cansada, y volvió a hundirse en el barrizal. Antes de dejarle atrás pude oír su voz, hablando en un susurro consigo mismo—. Al menos yo no estoy gordo como esos animales. Yo sé cuidarme.

Estaba algo enfadado con Benito.

—No tenías por qué insultarle. Podríamos haber utilizado sus músculos. Eh

Benito percibió el pánico que había en mi voz.

—¿Sí?

—¡Yo asistí al funeral de Petri! Tanto cuidar de su salud y acabó viéndose atrapado en la revuelta callejera de Watts… ¡Pero estoy seguro de que no le congelaron! ¡Su cuerpo fue incinerado!

—¿Congelarle?

No quise perder el tiempo explicándoselo. Petri había sido incinerado, le habían convertido en gases y ceniza. ¿Cómo habrían conseguido revivirle? ¿Cómo era posible que los Constructores de esta Infiernolandia hubieran llegado a encontrar nada de él, ni tan siquiera los datos precisos para construir una copia robot? O una célula con la que fabricar un clon suyo… ¡Un cuerpo incinerado no puede estar más muerto!

Quizá tuvieran una especie de cámara temporal, algo que obedecía a unos principios físicos desconocidos. Pero si habían recreado a Petri debían ser capaces de grabar el pasado. Bueno, admitamos que pueden hacer eso, admitamos también que tienen campos capaces de retorcer el espacio, así como toda la ingeniería genética precisa para crear a Minos y para hacer que Carpentier no necesite comer, beber o dormir, y que pueden controlar el clima, y reducir la masa corporal de toda esa gente atrapada en el viento, y los conocimientos necesarios para construir toda Infiernolandia…

Carpentier, si son tan poderosos, ¿estás seguro de que quieres oponerte a ellos?

Por supuesto que no. ¡Lo único que quiero es salir de este sitio!

—Estás muy pensativo —dijo Benito—. Mira por dónde vas.

Me detuve justo al borde de un precipicio. Después seguí a Benito por un sendero lleno de curvas, un sitio bastante peligroso. El sendero iba y venía por el risco y había muchos puntos donde caer al abismo resultaba francamente fácil. Eso me asustó mucho. Después de todo, ya me había caído una vez…

Y, finalmente, pudimos ponernos en pie. Ya no granizaba.

La situación parecía haber mejorado bastante. Aun así, la zona de sombras que había bajo nosotros seguía estando llena de ruidos raros, ruidos que mi mente identificó como típicos de algún trabajo de construcción. Crash. Un largo silencio, con voces gritando órdenes demasiado lejanas para que resultaran comprensibles.

Crash.

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