Inferno

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Me di la vuelta, sonriendo. Me había puesto los fardos de ropa sobre la cabeza, y su peso resultaba difícil de sostener.

—¿Y ahora qué?

Benito estaba mirando hacia el pantano.

—No lo sé.

—¿Qué?

—No lograremos convencer a Phlegyas de que vuelva a llevarnos al otro lado. Me temo que deberemos nadar. —Dejó su fardo de ropas en el suelo, cogió el primer vestido y lo utilizó como cuerda con que atar los demás.

¿Nadar? ¿A través de eso? No era la suciedad lo que me asustaba. Era aquel burbujear de gente irritada tanto en el agua como por debajo de ella. Si dábamos con alguien parecido a ese tipo que Benito había arrojado al agua… ¡Si nos encontrábamos con media docena de ellos mientras íbamos cargados con pesados fardos de ropa húmeda!

—Espera un momento, Benito. Vamos a probar otro sistema.

—Pues ve delante, Allen.

Me detuve el tiempo necesario para atar mi fardo tal y como había hecho Benito con el suyo. Después empecé a caminar hacia la derecha, siguiendo la Cala de Himuralibima. Se trataba de una elección deliberada: esta parte de la pared tenía ventanas y puertas.

El agua me llegaba hasta la cintura y eso no me gustaba nada, pero era la única forma de averiguar lo que deseaba saber. Por lo menos, conseguiría retrasar un poco el momento de nadar. Y, con suerte…

—Tenemos montones de tiempo. No paras de repetirlo.

—Cierto. Me pregunto qué esperas encontrar.

Mi pie rozó algo blando.

Su cuerpo era claramente visible bajo unos sesenta centímetros de agua: una mujer negra de huesos finos, con su cabello flotando alrededor de un rostro fláccido, igual que una corona de algas. Hice una pregunta estúpida.

—¿Está muerta?

—Naturalmente —dijo Benito.

Estaba enroscada en posición fetal. Le di la vuelta para sacarle la cabeza del agua y su cuerpo permaneció igual de rígido. No había ningún signo de putrefacción, y ninguna señal de vida. Pero cuando le puse la mano en el cuello, buscándole el pulso, lo encontré.

—Catatónica. —Y empecé a irritarme—. Otra catatónica. De todas las… Nosotros no castigamos a los locos por los crímenes que puedan haber cometido. ¿Qué derecho tienen los Constructores a meter locos en el Infierno?

—¿Los Constructores?

—Olvídalo. De todas las… Benito, ¿puedes sostenerlos dos fardos durante un momento?

Benito se puso mi fardo en el otro hombro y esperó mientras que yo metía las manos en el agua para colocar mejor a la mujer.

Catatonia. Es una enfermedad bastante rara, pero prácticamente incurable. En casi cualquier hospital mental puedes encontrar a uno o dos catatónicos. Puedes usarlos para un sinfín de bromas, todas idénticas, ya que un catatónico adoptará cualquier postura en que le coloques y la mantendrá indefinidamente.

Cada interno cree que es el primero en comprender las posibilidades que eso ofrece. Lleva al enfermo catatónico a la cafetería del hospital, le coloca al lado de la puerta y le deja allí, con el pulgar pegado a la nariz o con el dedo medio rígidamente extendido. ¡Divertidísimo!

A veces se lleva una sorpresa…

Tuve que ponerme encima de sus rodillas para estirarle las piernas pero finalmente logré dejarlas bien rectas. Seguía estando demasiado echada hacia atrás, con sus ojos contemplando el infinito a través de unos tres centímetros de agua sucia. Seguí apoyado en sus rodillas para hacer palanca y metí la mano debajo del agua, cogiéndola por los hombros y tirando de ella hasta dejarla sentada.

Ahora podría respirar.

… a veces ese interno amante de las travesuras se lleva una sorpresa. Apenas si ha terminado de poner bien la mano del paciente, con el pulgar adecuadamente pegado a la nariz, cuando esa mano se convierte en un puño y el puño en la cabeza de guerra de un proyectil. Los catatónicos son terriblemente fuertes. Tienen que serlo, si quieren mantener eternamente la misma postura.

Y aquella mujer estaba sentada. Movió el brazo e intentó hacerme un agujero en la ingle. Estuvo muy cerca de conseguirlo. Grité y me doblé sobre mí mismo, tragando aire. Pero, en realidad, lo que hice fue retorcerme indefenso en el pantano y tragar un montón de agua sucia.

Intenté erguirme. Mis pulmones seguían deseando chupar agua. Centímetro a centímetro, fui llevando mi boca hasta la superficie, tragué una buena bocanada de aire dulzón y pestilente, y grité.

Benito venía chapoteando hacia mí. Le hice señas, indicándole que retrocediera. ¡Si dejaba caer las ropas para ayudarme, su peso quedaría cuadruplicado!

Se detuvo. Esperé a que el dolor cediera un poco e intenté levantarme. Cuando descargué el peso en mis piernas tuve la misma sensación que si la mujer hubiera vuelto a golpearme. Fui hacia la orilla, con el cuerpo encorvado.

El labio inferior de la mujer se encontraba justo en la superficie del agua. Tenía el brazo recto, con el puño apretado.

—No armes jaleo —le dije amargamente cuando pasé junto a ella. No me respondió, y seguía teniendo todo el aspecto de estar muerta. El agua chorreaba de su nariz.

No intenté buscar más catatónicos. Poco a poco, fui logrando enderezarme. Benito me seguía pacientemente, llevando los dos fardos de ropa: los dos avanzábamos con el agua hasta la cintura. Traté de ignorar toda la basura que flotaba en el pantano. No podía ensuciarme más de lo que ya estaba.

La textura del fondo había cambiado. Bajo una película de barro resbaladizo había losas algo inclinadas de ángulos bastante pronunciados y en las que era fácil patinar… Me quedé quieto. Benito me imitó.

—¿Te das cuenta? —le pregunté.

Benito no lo había notado.

—¿De qué debería darme cuenta?

—¡La Cala de Himuralibima, de eso estoy hablando! No podemos saber hasta dónde llega, pero debería permitirnos cruzar un buen trecho de pantano. Dame eso. —Cogí uno de los fardos y empecé a meterme en el pantano. Los puntos de apoyo eran bastante precarios y las losas no resultaban demasiado seguras pero era mejor que nadar.

Y, teniendo la sensación de que me había ganado el derecho a fanfarronear un poco, decidí ejercerlo.

—No he parado de preguntarme adonde iba a parar el barro seco. Se encogería un poco al evaporarse el agua pero, aun así, esta cala es enorme. ¿Dónde van tirando las losas de barro cuando Himuralibima se da por vencido? Pensé que quizá encontrara una auténtica montaña de losas. También era posible que no desearan tener montones de tabletas de arcilla inútiles en sus zonas de trabajo. Quizá tengan miedo de que alguien les acuse de incompetencia y descuido.

»Bien, pues tenía razón. Alguien ha estado tirando las tablillas en la cala. Y cada cien años, más o menos, tiene que ir un poquito más lejos para tirarlas. De lo contrario, asomarían por encima de la superficie.

—Muy inteligente, Allen.

—Muchas gracias. —No había forma alguna de saber hasta dónde podríamos llegar, pero ya nos habíamos internado una buena distancia en el pantano, y el agua sólo nos llegaba a las pantorrillas. Contén el aliento y formula un deseo, Carpentier. O limítate a contener el aliento: puede que dentro de un segundo te encuentres con el agua hasta la cabeza

Ya casi habíamos terminado de cruzar el pantano antes de que se terminaran las tablillas. Llevaban un tiempo inclinándose hacia abajo y yo había ido siguiendo su inclinación, caminando con tanto cuidado como si pisara huevos, con el fardo de ropas en equilibrio sobre mi cabeza. El agua me llegaba al mentón cuando el barro se volvió blando y terriblemente resbaladizo.

Bueno, algo es algo. Encontré una especie de cornisa sumergida y la fui siguiendo con el agua hasta la cintura: después empecé a subir. Estaba acercándome a la orilla, con Benito detrás, cuando se nos acabó la suerte.

El hombretón de anchos hombros que nos obstruía el paso era el mismo que nos había impedido pasar antes. Al reconocernos dio un paso hacia atrás pero en cuanto comprendió cuál era nuestra situación sonrió.

Me volví hacia Benito.

—¿Te importa dejarme probar suerte?

—Si crees que servirá de algo…

—Yo escribía ciencia ficción, ¿recuerdas? Debería ser capaz de explicarle una idea complicada a un imbécil.

No había bajado la voz. El hombretón dio un par de pasos hacia nosotros, diciendo «¿A quién estás llamando imbécil?».

—Olvídate de eso —le dije—. Tienes problemas mucho más graves en que pensar. ¿Recuerdas la lección de vuelo?

Volvió a sonreír.

—¡Me gustaría ver al viejo Benito intentándolo con los brazos llenos de sábanas!

—No podría —dije yo, procurando hablar despacio y con la máxima claridad—. Tendría que dejarlas antes. En el pantano. —Silencio—. Se ensuciarían mucho. —Silencio—, imagínate cuánto le disgustaría eso.

Le miré a los ojos. Estaba logrando que lo entendiera.

—¿Por qué no te echas a un lado mientras lo piensas? —le dije.

—Hay tipos que prefieren hablar a pelear —dijo despectivamente. Giró sobre sí mismo y volvió a tierra firme.

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